Historia del levantamiento, guerra y revolución de España
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INSURRECCION GENERAL CONTRA LOS FRANCESES.— LEVANTAMIENTO DE ASTÚRIAS.—
MISION Á INGLATERRA.— LEVANTAMIENTO DE GALICIA.— LEVANTAMIENTO DE SAN-
TANDER.— LEVANTAMIENTO DE LEON Y CASTILLA LA VIEJA.— LEVANTAMIENTO DE
SEVILLA.— RENDICION DE LA ESCUADRA FRANCESA SURTA EN CÁDIZ.— LEVANTA-
MIENTO DE GRANADA.— LEVANTAMIENTO DE EXTREMADURA.— CONMOCIONES EN
CASTILLA LA NUEVA.— LEVANTAMIENTO DE CARTAGENA Y MURCIA.— LEVANTA-
MIENTO DE VALENCIA.— LEVANTAMIENTO DE ARAGÓN.— LEVANTAMIENTO DE CA-
TALUÑA.— LEVANTAMIENTO DE LAS BALEARES.— NAVARRA Y PROVINCIAS VAS-
CONGADAS.— ISLAS CANARIAS.— REFLEXIONES GENERALES.— PORTUGAL.— SU
SITUACION.— DIVISIONES FRANCESAS QUE INTENTAN PASAR Á ESPAÑA.— LOS ES-
PAÑOLES SE RETIRAN DE OPORTO.— PRIMER LEVANTAMIENTO DE OPORTO.— LE-
VANTAMIENTO DE TRAS-LOS-MONTES Y SEGUNDO DE OPORTO.— SE DESARMA Á LOS
ESPAÑOLES DE LISBOA.— RECHAZAN LOS ESPAÑOLES Á LOS FRANCESES EN OS PE-
GÓES.— LEVANTAMIENTO DE LOS ALGARVES.— CONVENCIONES ENTRE ALGUNAS
JUNTAS DE ESPAÑA Y PORTUGAL.


Encontrados afectos habian agitado durante dos meses á las vastas
provincias de España. Tras la alegría y el júbilo, tras las esperanzas, tan
lisonjeras como rápidas, de Marzo, habian venido las zozobras, las sos-
pechas, los temores de Abril. El 2 de Mayo habia llevado consigo á todas
partes el terror y el espanto, y al propagarse la nueva de las renuncias,
de las perfidias y torpes hechos de Bayona, un grito de indignacion y de
guerra, lanzándose con admirable esfuerzo de las cabezas de provincia,
se repitió y cundió, resonando por caserías y aldeas, por villas y ciuda-
des. A porfía las mujeres y los niños, los mozos y los ancianos, arrebata-
dos de fuego patrio, llenos de cólera y rabia, clamaron unánime y simul-
táneamente por pronta, noble y tremenda venganza. Renació España,
por decirlo así, fuerte, vigorosa, denodada; renació recordando sus pasa-
das glorias; y sus provincias, conmovidas, alteradas y enfurecidas, se re-
presentaban á la imaginacion como las describia Veleyo Patérculo, tam
diffusas, tam frequentes,tam feras. El viajero que un año ántes, pisando




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los anchos campos de Castilla, la hubiese atravesado por medio de la so-
ledad y desamparo de sus pueblos, si de nuevo hubiese ahora vuelto á
recorrerlos, viéndolos llenos de gente, de turbacion y afanosa diligen-
cia, con razon hubiera podido achacar á mágica trasformacion mudan-
za tan extraordinaria y repentina. Aquellos moradores, como los de toda
España, indiferentes no habia mucho á los negocios públicos, salian an-
siosamente á informarse de las novedades y ocurrencias del dia, y des-
de el alcalde hasta el último labriego, embravecidos y airados, estreme-
ciéndose con las muertes y tropelías del extranjero, prorumpian al oirlas
en lágrimas de despecho. Tan cierto era que aquellos nobles y elevados
sentimientos, que engendraron en el siglo XVI tantos portentos de va-
lor y tantas y tan inauditas hazañas, estaban adormecidos, pero no apa-
gados en los pechos españoles, y al dulce nombre de patria, á la voz de
su rey cautivo, de su religion amenazada, de sus costumbres holladas y
escarnecidas, se despertaron ahora con viva y recobrada fuerza. Cuan-
to mayores é inesperados habian sido los ultrajes, tanto más terrible y
asombroso fué el público sacudimiento. La historia no nos ha trasmitido
ejemplo más grandioso de un alzamiento tan súbito y tan unánime con-
tra una invasion extraña. Como si un premeditado acuerdo, como si una
suprema inteligencia hubiera gobernado y dirigido tan gloriosa determi-
nacion, las más de las provincias se levantaron espontáneamente casi en
un mismo dia, sin que tuviesen muchas noticia de la insurreccion de las
otras, y animadas todas de un mismo espíritu exaltado y heroico. A re-
solucion tan magnánima fué estimulada la nacion española por los en-
gaños y alevosías de un falso amigo, que con capa de querer regenerar-
la, desconociendo sus usos y sus leyes, intentó á su antojo dictarle otras
nuevas, variar la estirpe de sus reyes, y destruir así su verdadera y bien
entendida independencia, sin la que, desmoronándose los estados más
poderosos, hasta su nombre se acaba y lastimosamente perece.


Este uniforme y profundo sentimiento quiso en Astúrias (1), prime-
ro que en otra parte, manifestarse de modo más legal y concertado. Con-
tribuyeron á ello diversas y muy principales causas. Juntamente con la
opinion, que era comun á toda España, de mirar con desvío y ódio la do-
minacion extranjera, áun se conservaba en aquel principado un ilustre


(1) Las relaciones de los levantamientos de las provincias están tomadas: 1.º De las
Gacetas, proclamas y papeles de oficio publicados entónces. 2.º De las relaciones particu-
lares manuscritas dadas por las personas que compusieron las juntas ó tomaron parte en
la insurreccion ó fueron testigos de los acontecimientos.




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recuerdo de haber ofrecido su enmarañado y riscoso suelo seguro abri-
go á los venerables restos de los españoles esforzados, que huyendo de
la irrupcion sarracénica dieron principio á la larga y porfiada lucha que
acabó por afianzar la independencia y union de los pueblos peninsula-
res. Le inspiraba tambien confianza su ventajosa y naturalmente res-
guardada posicion. Bañada al Norte por las olas del Océano, rodeada
por otras partes de caminos á veces intransitables, la ceñian al Medio-
día fragosas y encumbradas montañas. Acertó igualmente á estar entón-
ces congregada la junta general del Principado, reliquia dichosamente
preservada del casi universal naufragio de nuestros antiguos fueros. Sus
facultades, no muy bien deslindadas, se limitaban á asuntos puramente
económicos; pero en semejante crísis, compuesta en lo general de indi-
viduos nombrados por los concejos, se la consideró como oportuno cen-
tro para legitimar atinadamente les ímpetus del pueblo. Reuníase cada
tres años, y casualmente en aquél cayó el de su convocacion, habiendo
abierto sus sesiones el 1.º de Mayo.


A pocos dias, con la aciaga nueva del 2 en Madrid, llegó á Oviedo
la órden para que el coronel comandante de armas, D. Nicolas de Lla-
no Ponte, publicase el sanguinario bando que el 3 habia Murat promul-
gado en la capital del reino. Los moradores de Astúrias, conmovidos y
desasosegados al par de los demas de España, habian ya en 29 de Abril
apedreado en Gijon la casa del cónsul frances, de resultas de haber és-
te osado arrojar desde sus ventanas varios impresos contra la familia de
Borbon. En tal situacion, y esparciéndose la voz de que iban á cumplir-
se instrucciones rigurosas, remitidas de Madrid, por el desacato cometi-
do contra el cónsul, se encendieron más y más los ánimos, en gran ma-
nera estimulados por las patrióticas exhortaciones del Marqués de Santa
Cruz de Marcenado, de su pariente D. Manuel de Miranda y de D. Ra-
mon de Llano Ponte, canónigo de aquella iglesia, quien, habiendo ser-
vido ántes en el cuerpo de Guardias, estada adornado de hidalgas y dis-
tinguidísimas prendas.


Decidida, pues, la Audiencia territorial, de acuerdo con el jefe mili-
tar, á publicar el 9 el bando que de Madrid se habia enviado, empezaron
á recorrer juntos las calles, cuando á poco tiempo, agolpándose y salién-
doles al encuentro gran muchedumbre á los gritos de viva Fernando VII
y muera Murat, los obligaron á retroceder y desistir de su intento. Aga-
villándose entónces con mayor aliento los alborotados, entre los que se
señalaron los estudiantes de la universidad, reunidos todos, enderezaron
sus pasos á la sala de sesiones de la Junta general del Principado. Ha-




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llaron allí firme apoyo en varios de los vocales. Don José del Busto, juez
primero de la ciudad, y en secreto de inteligencia con los amotinados,
arengó en favor de su noble resolucion; sostuviéronle el conde Marcel
de Peñalva y el de Toreno (padre del autor de esta historia), y sin excep-
cion acordaron sus miembros desobedecer las órdenes de Murat, y to-
mar medidas correspondientes á su atrevida determinacion. La Audien-
cia en tanto, desamada del pueblo, ya por estar formando causa á los que
habian apedreado la casa del cónsul frances, y ya tambien porque, com-
puesta en su mayor parte de agraciados y partidarios del gobierno de Go-
doy, miraba al soslayo unos movimientos que al cabo habian de redun-
dar en daño suyo, procuró por todos medios apaciguar aquella primera
conmocion, influyendo con particulares y con militares y estudiantes, y
dando sigilosamente cuenta á la Superioridad de lo acaecido. Consiguió
tambien que en la Junta el diputado por Oviedo, D. Francisco Velasco,
apoyado por el de Grado, D. Ignacio Florez, discurriese largamente en el
dia 13 acerca de los peligros á que se exponía la provincia por los incon-
siderados acuerdos del 9, y no ménos la misma Junta, habiéndose exce-
dido de sus facultades. El Velasco, gozando de concepto por su práctica
y conocida experiencia, alcanzó que se suspendiese la ejecucion de las
medidas resueltas, y sólo el Marqués de Santa Cruz de Marcenado, que
presidia, se opuso con fortaleza admirable, diciendo que «protestaba so-
lemnemente, y que en cualquiera punto en que se levantase un hombre
contra Napoleon, tomaria un fusil y se pondria á su lado.» Palabras tanto
más memorables, cuanto que salian de la boca de un hombre que raya-
ba en los sesenta años, propietario rico y acaudalado, y de las más ilus-
tres familias de aquel país; digno nieto del célebre marqués del mismo
nombre, distinguido escritor militar y hábil diplomático, que en el pri-
mer tercio del siglo último, arrastrado de su pundonor, habia perecido
gloriosa pero desgraciadamente en los campos de Oran.


Noticiosos Murat y la Junta suprema de Madrid de lo que pasaba en
Astúrias, procuraron con diligencia apagar aquella centella, llenos del
recelo de que, saltando á otros puntos, acabase por excitar una general
conflagracion. Dieron, por tanto, órdenes duras á la Audiencia, y envia-
ron en comision al Conde del Pinar, magistrado conocido por su cruel
severidad, y á D. Juan Meléndez Valdés, más propio para cantar con
acordada lira los triunfos de quien venciese que para acallar los ruidos
populares. Se mandó al propio tiempo al apocado D. Crisóstomo de la
Llave , comandante general de la costa cantábrica, que pasase á Oviedo
para tomar el mando de la provincia, disponiendo que concurriese allí á




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sus órdenes un batallon de Hibernia, procedente de Santander, y un es-
cuadron de carabineros que estaba en Castilla.


Mas estas providencias, en vez de aquietar los ánimos, sólo sirvieron
para irritarlos. Los complicados en los acontecimientos del 9 vieron la
suerte que se les preparaba, y persistieron en su primer intento. Vinie-
ron en su ayuda los avisos de Bayona, que provocaban cada dia más á la
alteracion y al enojo, y la relacion que del sanguinario día 2 de Mayo ha-
cian los testigos oculares que sucesivamente llegaban escapados de Ma-
drid. Redoblaron, pues, su celo los de la asonada del 9, y pensaron en
ejecutar su suspendida pero no abandonada empresa. Citábanse en ca-
sa de D. Ramon de Llano Ponte, y con tan poco recato, que de distintas
y muchas partes se acercaba á aquel foco de insurreccion gente desco-
nocida con todo linaje de ofrecimientos. Asistimos, recien llegados de la
córte, á las secretas reuniones, y pasmábanos el contínuo acudir de pai-
sanos y personas de todas clases, que con noble desprendimiento em-
peñaban y comprometian su hacienda y sus personas para la defensa de
sus hogares. Se renovaban las asonadas todas las noches, habiendo si-
do bastantemente estrepitosas las del 22 y 23; pero se difirió hasta el 24
el final rompimiento, por esperarse en aquel dia al nuevo comandante la
Llave, enviado por Murat. Para su ejecucion se previno á los paisanos de
los contornos que se metiesen en Oviedo al toque de oraciones, circu-
lando al efecto D. José del Busto esquelas á los alcaldes de su jurisdic-
cion. Se tomaron ademas otras convenientes prevenciones, y se come-
tió el encargo de acaudillar á la multitud á los Sres. D. Ramon de Llano
Ponte y D. Manuel de Miranda. Ántes de que llegase la Llave, con gran
priesa se le habia anticipado un ayudante del mariscal Bessières, na-
politano de nacion, quien estuvo muy inquieto hasta que vió que el co-
mandante se acercaba á las puertas de la ciudad. Entró por ellas el 24,
acompañado de algunas personas, sabedoras de la trama dispuesta para
aquella noche. Se habia convenido en que el alboroto comenzaria á las
once de la misma, tocando á rebato las campanas de las iglesias de la
ciudad y de las aldeas de alrededor. Por equivocacion, habiéndose retar-
dado una hora el toque, se angustiaron sobremanera los patriotas conju-
rados; mas un repique general á las doce en punto los sacó de pena.


Fué su primer paso apoderarse de la casa de armas, en donde ha-
bia un depósito de 100.000 fusiles, no solamente fabricados en Ovie-
do y sus cercanías, sino tambien trasportados allí por anteriores órdenes
del Príncipe de la Paz. Favorecieron la acometida los mismos oficia-
les de artillería, partícipes del secreto, señalándose con singular esme-




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ro D. Joaquin Escario. Entre tanto se encaminaron otros á casa del co-
mandante la Llave, y de puerta en puerta llamando á los individuos de
la Junta del Principado, se formó ésta en hora tan avanzada de la noche,
agregándosele extraordinariamente vocales de afuera. Entónces, reasu-
miendo la potestad suprema, afirmó la revolucion, nombró por presiden-
te suyo al Marqués de Santa Cruz y le confió el mando de las armas. Al
dia siguiente 25 se declaró solemnemente la guerra á Napoleon, y no hu-
bo sino un grito de indecible entusiasmo. ¡Cosa maravillosa, que desde
un rincon de España hubiera habido quien osase retar al desmedido po-
der ante el cual se postraban los mayores potentados del continente eu-
ropeo! A frenesí pudiera atribuirse, si una razon tan noble y fundada en
el deseo de conservar el honor y la independencia nacional no merecie-
se más respeto.


La Junta se componia de personas las más principales del país por
su riqueza y por su ilustracion. El procurador general D. Alvaro Florez
Estrada, enterado de antemano de la conmocion urdida, la sostuvo vigo-
rosamente, y la Junta en cuerpo adoptó con actividad oportunas medi-
das para armar la provincia y ponerla en estado de defensa. Los carabi-
neros reales llegaron muy luégo, así como el batallon de Hibernia, y ni
unos ni otros pusieron obstáculo al levantamiento. Los primeros pasaron
despues á Castilla, á las órdenes de D. Gregorio de la Cuesta, y se entre-
sacaron del último varios oficiales, sargentos y cabos para cuadros de la
fuerza armada que se iba formando. La Junta habia resuelto poner en pié
un cuerpo de 18.000 hombres. Multiplicó para ello inconsideradamente
los grados militares, y con razon se le hicieron justos cargos por aquella
demasía. Sin embargo, disculpóla algun tanto la escasez en que se en-
contraba de oficiales veteranos para llenar plazas que exigia el completo
del ejército que se disciplinaba. Echóse mano de estudiantes ó personas
consideradas como más aptas, y en verdad que de los nuevos salieron
excelentes oficiales, que, ó se sacrificaron por su patria, ó la honraron
con su conducta, denuedo y adelantamiento en la ciencia militar. No po-
co contribuyeron á la presteza de la nueva organizacion los dones cuan-
tiosos que generosamente se ofrecieron por particulares, y que entraban
todos los dias en las arcas públicas.


Como en el alzamiento de Astúrias habian intervenido las personas
de más valía del país, no se habia manchado su pureza con ningun exce-
so de la plebe, y ménos con atropellamientos ni asesinatos. Pero trascu-
rridos algunos dias, estuvo á riesgo de representarse un espectáculo las-
timoso y sumamente trágico. Los comisionados de Murat, de que arriba




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hablamos, el Conde del Pinar y D. Juan Meléndez Valdés, por su propia
seguridad, habian sido detenidos á su arribo á Oviedo, juntamente con
el comandante la Llave, el coronel de Hibernia Fitzgerald y el coman-
dante de carabineros Ladron de Guevara, que solos se habian separado
de la unánime decision de los oficiales de sus respectivos cuerpos. Des-
de el principio el Marqués de Santa Cruz, pertinaz y de condicion dura,
no habia cesado de pedir que se les formase causa. Halagaba su opinion
á la muchedumbre; pero la Junta dilataba su determinacion, esperando
que se templase la ira que contra los arrestados habia. Acaeció en el in-
termedio que acudiendo sucesivamente de los puntos más distantes los
nuevos alistados, llegaron los de los consejos que median entre el Navia
y Eo, y notóse que eran más inquietos y turbulentos que los de los otros
partidos. Recelosa la Junta de algun desman, resolvió poner á los dete-
nidos fuera de los lindes del Principado. Por atolondramiento ú oculta
malicia de mano desconocida, se trató de sacarlos en medio del dia y pú-
blicamente, para que en coche emprendiesen su viaje. A su vista grita-
ron unas mujerzuelas: Que se marchan los traidores; y juntándose á sus
decompasados clamores un tropel de los reclutas mencionados cogieron
en medio á los cinco desventurados, y los condujeron al Campo de San
Francisco, extramuros de la ciudad, en donde atándolos á los árboles, se
dispusieron á arcabucearlos. En tamaño aprieto felizmente se le ocurrió
al canónigo D. Alonso Ahumada buscar para la desordenada multitud el
freno de la religion, único que ya podia contenerla, y con el Sacramen-
to en las manos, y ayudado de personas autorizadas, salvó de inminente
muerte á los atribulados perseguidos, habiéndose mantenido impávido
en el horroroso trance el coronel de Hibernia. Con lo que, al paso que se
preservaron sus vidas, quedó terso y limpio de todo lunar el bello aspec-
to del levantamiento de Astúrias. Raro ejemplo de moderacion en tiem-
pos en que, desencadenándose el furor popular, se da á veces suelta, ba-
jo el manto de patriotismo, á las enemistades personales.


Desde el momento en que la Junta de Astúrias se pronunció y de-
claró soberana, trató de entablar negociaciones con Inglaterra. Nombró,
para que con aquel objeto pasasen á Lóndres, á D. Andres Angel de la
Vega y al Vizconde de Matarrosa, autor de esta Historia, así entónces lla-
mado por vivir todavía su padre. La mision era importante y de empe-
ño. Pendia en gran parte de su feliz resultado dar fortunada cima á la co-
menzada empresa. El viaje por sí presentó dificultades, no habiendo en
aquel momento crucero inglés en toda la costa asturiana, y era arriesga-
do para el deseado fin aventurarse en barco de la propia nacion. A los




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tres dias de la insurreccion, y muy al caso, apareció sobre el cabo de Pe-
ñas un corsario de Jersey, el cual, sospechando engaño, resistió al prin-
cipio entrar en tratos; mas con el cebo de una crecida suma convino en
tomar á su bordo los diputados nombrados, quienes desde Gijon se hi-
cieron á la vela el 30 de Mayo.


No es de más, ni obra del amor propio, el detenernos en contar algu-
nos pormenores de la mencionada mision, habiendo servido de cimien-
to á la nueva alianza que se contrajo con la Inglaterra, y la cual dió oca-
sion á tantos y tan portentosos acontecimientos. En la noche del 6 de
Junio arribaron los diputados á Falmouth, y acompañados de un oficial
de la marina real inglesa, se dirigieron en posta y con gran diligencia á
Lóndres. No eran todavía las siete de la mañana cuando pisaron los um-
brales del almirantazgo, y su secretario, Mr. Wellesly Pool, apénas daba
crédito á lo que oia, procurando con ánsia descubrir en el mapa el ca-
si imperceptible punto que osaba declararse contra Napoleon. Poco des-
pues, y en hora tan temprana, se avistó con los diputados Mr. Canning,
ministro entónces de Relaciones extranjeras. En vista de las proclamas
y del calor y persuasivo entusiasmo que animaba á los enviados asturia-
nos (comun entónces á todos los españoles), no dudó un instante el mi-
nistro inglés en asegurarles que el gobierno de S. M. B. protegeria con
el mayor esfuerzo el glorioso alzamiento de la provincia que representa-
ban. Su pronta y viva penetracion de la primera vez columbró el espíri-
tu que debia reinar en toda España, cuando en Astúrias se habia levan-
tado el grito de independencia, previendo igualmente las consecuencias
que una insurreccion peninsular podria tener en la suerte de Europa y
áun del mundo.


Ya con fecha de 12 de Junio Mr. Canning comunicaba á los diputa-
dos, de oficio y por escrito (2): «El Rey me manda asegurar á VV. SS.
que S. M. ve con el más vivo interes la determinacion leal y valerosa del
principado de Astúrias para sostener contra la atroz usurpación de la
Francia una contienda en favor de la restauracion é independencia de
la monarquía española. Asimismo S. M. está dispuesto á conceder to-
do género de apoyo y de asistencia á un esfuerzo tan magnánimo y dig-
no de alabanza….. El Rey me manda declarar á VV. SS. que está S. M.
pronto á extender su apoyo á todas las demas partes de la monarquía es-


(2) Este oficio está sacado de la correspondencia manuscrita que tenemos en nuestro
poder, y que fué entónces seguida por los diputados con el gobierno de S. M. B. Tambien
lo insertaron las Gacetas de aquel tiempo.




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pañola que se muestren animadas del mismo espíritu que los habitan-
tes de Astúrias.»


Siguióse á esta declaracion el envío á aquella provincia de víveres,
municiones, armas y vestuarios en abundancia; no fué al principio di-
nero, por no haber los diputados creídolo necesario. Fueron nombrados
para que pasasen á Astúrias dos oficiales y el mayor general sir Tomas
Dyer, quien desde entónces fué el protector constante y desinteresado
de los desgraciados patriotas españoles.


Era á la sazon primer lord de la Tesorería el Duque de Portland, y
los nombres, tan conocidos despues, de Castlereagh, Liverpool y Can-
ning entraban á formar parte de su ministerio. Tenian por norma de su
política las reglas que habian guiado á Mr. Piet, con quien habian esta-
do estrechamente unidos. Pero en cuanto á la causa española, todos los
partidos concurrieron en la misma opinion, sin que hubiese la menor di-
ferencia ni disenso. Claramente apareció esta conformidad en la discu-
sion parlamentaria del 15 de Junio en la Cámara de los Comunes. Mr.
Sheridan, uno de los corifeos de la oposicion, célebre como literato y cé-
lebre como orador, decia en aquella sesion (3): «¿El denodado ánimo de
los españoles no tomará mayor aliento cuando sepa que su causa no só-
lo ha sido abrazada por los ministros aisladamente, sino tambien por el
Parlamento y el pueblo de Inglaterra? Si hay en España una predisposi-
cion para sentir los insultos y agravios que sus habitantes han recibido
del tirano de la tierra, y que son sobrado enormes para poder expresar-
los con palabras, ¿aquella predisposicion no se elevará al más sublime
punto con la certeza de que sus esfuerzos han de ser cordialmente sos-
tenidos por una grande y poderosa nacion? Pienso que se presenta una
importante crísis. Jamas hubo cosa tan valiente, tan generosa, tan noble
como la conducta de los asturianos.»


Ambos lados de la Cámara aplaudieron aquellas elocuentes pala-
bras, que expresaban el comun sentir de todos sus individuos. Trafalgar
y las famosas victorias alcanzadas por la marina inglesa nunca habian
excitado, ni mayor alegría, ni más universal entusiasmo. El interes na-
cional anduvo en esta ocasion con lo que dictaban la justicia y la huma-
nidad, y así las opiniones más divergentes y encontradas en otros asun-
tos se juntaron ahora y confundieron para celebrar en comun y de un
modo inexplicable el alzamiento de España. Bastó sólo la noticia del de
Astúrias para causar efecto tan prodigioso. No les era dado á los dipu-


(3) Parlamantary Debates, vol. XI, pág. 885.




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tados moverse ni ir al parte alguna sin que se prorumpiese enderredor
suyo en vítores y aplausos. Detenemos aqui la pluma, ciertos de que se
achacaria á estudiada exageracion el repetir áun compendiosamente lo
que en realidad pasó (4). En medio, sin embargo, de la universal satis-
faccion, estaban los diputados constristados, habiendo trascurrido más
de quince dias sin que aportase barco ni aviso alguno de las costas de
España. No por eso menguó el entusiasmo inglés; más bien, á ser posi-
ble, vino á aumentarle y á sacar á todos de dudas y sobresalto la llegada
de D. Francisco Sangro, enviado por la Junta de Galicia, y el cual traia
consigo no solamente la noticia del levantamiento de tan importante y
populosa provincia, mas tambien el de toda la península.


Galicia, en efecto, se habia alzado el 30 de Mayo, dia de San Fernan-
do. La extension de sus costas, sus muchas rias y abrigados puertos, la
desigualdad de su montuoso terreno, su posicion lejana y guarecida de
angostas y por la mayor parte difíciles entradas, sus arsenales, y, en fin,
sus cuantiosos y variados recursos realzaban la importancia de la decla-
racion de aquel reino.


Ademas de la inquietud, necesaria y general consecuencia del 2 de
Mayo, conmovió con particularidad los ánimos en la Coruña la apari-
cion del oficial frances Mongat, comisionado para tomar razon de los ar-
senales de armas y artillería, de la tropa allí existente, y para examinar
al mismo tiempo el estado del país. Por ausencia del capitan general D.
Antonio Filangieri, mandaba el mariscal de campo D. Francisco Bied-
ma, sujeto mirado con desafecto por los militares y vecinos de la ciu-
dad, é inhábil, por tanto, para calmar la agitacion que visiblemente cre-
cia. Aumentóla con sus providencias, porque colocando artillería en la
plaza de la capitanía general, redoblando su guardia y viviendo siem-
pre en vela, dió á entender que se disponia á ejecutar alguna órden des-
agradable. El Biedma obraba en este sentido con tanto mayor confianza,
cuanto quedaban todavía en la Coruña, á pesar de las fuerzas destaca-
das á Oporto en virtud del tratado de Fontainebleau, el regimiento de in-
fantería de Navarra, los provinciales de Betanzos, Segovia y Composte-
la, el segundo de voluntarios de Cataluña y el regimiento de artillería
del departamento. Para estar más seguro de estos cuerpos, pensó tam-


(4) Entre las demostraciones extraordinarias que entónces hubo, fué una de ellas el
haber sido recibidos los enviados de Astúrias con tales aplausos y aclamaciones el primer
día que asistieron á la ópera en el palco del Duque de Queensbury, que se suspendió la
representacion cerca de una hora.




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bien granjearse su voluntad, proponiéndoles, conforme á instrucciones
de Madrid, la etapa de Francia, que era más ventajosa. Hubo jefes que
aceptaron la oferta, otros la desecharon. Pero este paso fué tan impru-
dente, que despertó en los soldados viva sospecha de que se fraguaba
enviarlos del otro lado de los Pirineos, y llenar su hueco con franceses.
Sobrecogióse asimismo el paisanaje de temor de la conscripcion, en el
que le confirmaron vulgares rumores, con tanta más prontitud creidos en
semejantes casos, cuanto suelen ser más absurdos. Tal fué, por ejemplo,
el de que el frances Mongat habia mandado fabricar á la maestranza de
artillería miles de esposas destinadas á maniatar hasta la frontera á los
mozos que se enganchasen. Por infundada que fuese la voz, no era ex-
traño que hallase cabida en los prevenidos ánimos de los gallegos, á cu-
yos oidos habia llegado la noticia de violencias semejantes á las que en
la misma Francia se cometian con los conscriptos.


En medio del sobresalto llegó á la Coruña un emisario de Astúrias,
portador de las nuevas de su primera insurreccion, con intento de brin-
dar á las autoridades á imitar la conducta del Principado. Se presentó
al Sr. Pagola, regente de la Audiencia, quien, con la amenaza de casti-
garle, le obligó á retirarse sigilosamente á Mondoñedo. Con todo, súpo-
se, y más y más se pronunciaba la opnion, sin que hubiera freno que la
contuviese. Alcanzaron, en tanto, á Madrid avisos del estado inquieto de
Galicia, y se ordenó pasar allí al capitan general don Antonio Filangie-
ri, hombre moderado, afable y entendido, hermano del famoso Cayeta-
no, que en su elocuente obra de la Legislacion habia defendido con tanta
erudicion y celo los derechos de la humanidad. Adorábanle los oficia-
les, le querian cuantos le trataban; pero la desgracia de haber nacido en
Nápoles le privaba del favor de la multitud, tan asombradiza en tiempos
turbulentos. Sin embargo, habiendo quitado la artillería de delante de
sus puertas, y mostrándose suave é indulgente, hubiera quizá parado la
revolucion, si nuevos motivos de desazon y disgusto no hubiesen acele-
rado su estampido. Primeramente no dejaba de incomodar la arrogancia
desdeñosa con que los franceses establecidos en la Coruña miraban á su
vecindario desde que el oficial Mongat los alentó con su altivez intole-
rable, si bien á veces templada por la prudencia de Mr. Fourcroy, cón-
sul de su nacion. Pero más que todo, y ella, en verdad, decidió el rompi-
miento, fué la noticia de las renuncias de Bayona, y de la internacion en
Francia de la familia real, con lo que, al paso que el poder de la autori-
dad se entorpecia y menguaba, creció el ardor popular, saltando la valla
de la subordinacion y obediencia.




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Algunos patriotas, encendidos del deseo de conservar la indepen-
dencia y el honor nacional, se juntaban á escondidas con varios oficiales
para dar acertado impulso al público descontento. Asistian individuos
del regimiento de Navarra, de lo que noticioso el Capitan general, man-
dó que aquel cuerpo se trasladase al Ferrol; medida que tal vez influyó
en su posterior y lamentable suerte. En lugar de amortiguarse, aviváron-
se con esto los secretos tratos, y ya tocaban al estado de sazon, cuan-
do la víspera de San Fernando entró á caballo por las calles de la Coru-
ña un jóven de rostro halagüeño, gallardo en su porte, y tan alborozado,
que atravesándolas con entusiasmados gritos, movió la curiosidad de sus
atónitos vecinos. Avistóse con el Regente de la Audiencia, quien, cor-
tándole toda comunicacion, le hizo custodiar en la casa de correos. Allí
se agolpó al instante la muchedumbre, y averiguó que el desconocido
mozo era un estudiante de la ciudad de Leon, en donde, á imitacion de
Astúrias, habia la poblacion tratado de levantarse y crear una junta. Con
la nueva espuela determinaron los que secretamente y de consuno se en-
tendían, no aguardar más tiempo, y poner cuanto ántes el reino de Gali-
cia en abierta insurreccion.


El siguiente dia 30 ofrecióse como el más oportuno, impeliendo á su
ejecucion un impensado incidente. Era costumbre todos los años, en di-
cho dia, enarbolar la bandera en los baluartes y castillos, y notóse que
en éste se habia omitido aquella práctica, que solamente se verificaba en
conmemoracion de Fernando III, llamado el Santo, sin atender á que el
soberano reinante llevára ó no aquel nombre. Mas como ahora desagra-
daba su sonido al gobierno de Madrid, fuera por su órden ó por lison-
jearle, se suspendió la antigua ceremonia. El pueblo, echando de ménos
la bandera, se mostró airado, y aprovechando entónces los secretos con-
jurados la oportuna ocasion, enviaron para acaudillarle á Sinforiano Lo-
pez, de oficio sillero, hombre fogoso, y que, dotado de verbosidad popu-
lar, era querido de la multitud, y á su arbitrio la gobernaba. Luégo que se
acercó al palacio del Capitan general, envió por delante, para tantear el
ánimo de la tropa, algunos niños que, con pañuelos fijos en la punta de
unos palos, y gritando viva Fernando VII y muera Murat, intentaron me-
terse por sus filas. Los soldados, en cuyo número se contaban bastantes
que estaban de concierto con los atizadores, se reian de los muchachos,
y los dejaban pasar y gritar, sin interrumpirlos en su aparente pasatiem-
po. Alentados los instigadores, se atropellaron de golpe hácia el palacio,
diputando á unos cuantos para pedir que, segun costumbre, se tremola-
se la bandera. Aquel edificio está sito dentro de la ciudad antigua, y al




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ruido de que era acometido, concurrió la multitud de todos los puntos,
precipitándose por la puerta Real y la de Aires. Los primeros que en di-
putacion habian penetrado dentro de los umbrales de palacio, alcanza-
do que hubieron que se enarbolase la bandera, pidieron que volviera á
la Coruña el regimiento de Navarra, y como acontece en los bullicios po-
pulares, á medida que se condescendia en las peticiones, fuéronse éstas
multiplicando, por lo que, y encrespado el tumulto, D. Antonio Filangie-
ri se desapareció por una puerta excusada, y se refugió en el convento
de dominicos. No así D. Francisco Biedma y el coronel Fabro, quienes, á
pesar del ódio que contra ambos habia como parciales del Príncipe de la
Paz, osaron salir por la puerta principal. Caro hubo de costarles el teme-
rario arrojo: al Biedma le hirieron de una pedrada, pero levemente; y al
Fabro, que puesto al frente de los granaderos de Toledo, de cuyo cuerpo
era jefe, dió con su espada de plano á uno de los que peroraban á nom-
bre del pueblo, trataron de apalearle, sin que sus soldados hiciesen ade-
man siquiera de defenderle: tan aunados estaban militares y paisanos.


Como era dia festivo, y tambien por avisos circulados á las aldeas,
habia acudido á la ciudad mucha gente de los contornos, y todos juntos
los de dentro y los de fuera asaltaron el parque de armas y le despojaron
de más de 40.000 fusiles. En la acometida corrió gran peligro el comisa-
rio de la maestranza de artillería D. Juan Varela, á quien falsamente se
atribuia el tener escondidas las esposas que habian de atraillar á los que
se llevasen á Francia. Muy al caso le ocurrió á Sinforiano Lopez sacar en
procesion el retrato de Fernando VII, con cuya artimaña atrayendo hácia
sí á la multitud, salvó á Varela del fatal aprieto.


En fin por la tarde se formó una junta, y á su cabeza se puso el Ca-
pitan general, entrando en ella las principales autoridades y represen-
tantes de las diferentes clases y corporaciones, ya civiles, ya eclesiásti-
cas. Por indisposicion de Filangieri presidió los primeros días la Junta
el mariscal de campo D. Antonio Alcedo, hombre muy cabal y pruden-
te, y permitió, en el naciente fervor, que cualquiera ciudadano entrase
á proponer en la sala de sesiones lo que juzgase conveniente á la causa
pública. Púsose luégo coto á una concesion que en otros tiempos hubie-
ra sido indebida y peligrosa.


La Junta anduvo en lo general atinada, y tomó disposiciones prontas y
vigorosas. Dió igualmente desde el principio una señalada prueba de su
desprendimiento en convocar otra junta, que elegida libre y tranquilamen-
te por las ciudades de Galicia, no tuviese la tacha de ser fruto de un albo-
roto, y de sólo representar en ella una pequeña parte de su territorio. Para




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alcanzar tan laudable objeto, se prefirió á cualquiera otro medio el más an-
tiguo y conocido. Cada seis años se congregaba en la Coruña una diputa-
cion de todo el reino de Galicia, compuesta de siete individuos escogidos
por los diversos ayuntamientos de las siete provincias en que está dividi-
do. Celebrábase esta reunion para conceder la contribucion llamada de
millones, y elegir un diputado que, en union con los de las otras ciudades
de voto en Córtes, concurriese á formar la diputacion de los reinos, que
constando de siete individuos, y removiéndose de seis en seis años, resi-
dia en Madrid, más bien para presenciar festejos públicos y obtener indi-
viduales favores que para defender los intereses de sus comitentes. Con-
forme á su digna resolucion, expidió la Junta sus convocatorias, y envió á
todas partes comisionados que pusiesen en ejecucion las medidas que ha-
bia decretado de armamento y defensa. Siendo idéntica la opinion de to-
dos los pueblos, fueron aquéllos, adó quiera que llegaban, recibidos con
aplausos y sumisamente acatados. En algunos parajes habian precedido
alborotos á la noticia del de la Coruña, y en todos ellos se respetaron y
obedecieron las providencias de la Junta, corriendo la juventud á alistarse
con el mayor entusiasmo. Solamente en el Ferrol hubiera podido descono-
cerse la autoridad del nuevo Gobierno por la oposicion que mostraban el
Conde de Cartaojal, comandante de la division de Ares, y el jefe de escua-
dra Obregon, que mandaba los arsenales; pero los demas oficiales y solda-
dos, conformes con el pueblo en sus sentimientos, y pronunciándose alta-
mente, desbarataron los intentos de sus superiores.


Conmovido así todo el reino de Galicia, se aceleró la formacion y or-
ganizacion de su ejército. Se incorporaron los reclutas en los regimien-
tos veteranos, y se crearon otros nuevos, entre los que merece particular
distincion el batallon llamado literario, compuesto de estudiantes de la
universidad de Santiago, tan bien dispuestos y animados como todos los
de España en favor de la causa sagrada de la patria. La reunion de estas
fuerzas con las que posteriormente se agregaron de Oporto ascendía en
su totalidad á unos 40.000 hombres.


No tardaron mucho en pasar á la Coruña los regidores nombrados por
los ayuntamientos de las siete capitales de provincia en representacion
de su potestad suprema; instalándose con el nombre de junta soberana
de Galicia. Asociaron á su seno al Obispo de Orense, que entónces goza-
ba de justa popularidad, al de Tuy y á D. Andres García, confesor de la
difunta Princesa de Astúrias, en obsequio á su memoria. Se mandó asi-
mismo que asistiesen á las comisiones administrativas en que se distri-
buyesen los diversos trabajos, personas inteligentes en cada ramo.




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El levantamiento de Galicia tuvo, como el de toda España, su princi-
pal orígen en el ódio á la dominacion extranjera y en la justa indignacion
provocada por los atroces hechos de Madrid y Bayona. Fueron en aquel
reino los militares los primeros motores, sostenidos por la poblacion en-
tera. El clero, si bien no dió el impulso, aplaudió y favoreció despues
la heroica resolucion, distinguiéndose más adelante los curas párrocos,
quienes fomentaron y mantuvieron la encendida llama del patriotismo.
Sin embargo, miraron allí con torvo rostro las conmociones populares
dos de los más poderosos eclesiásticos, cuales eran D. Rafael Muzquiz,
arzobispo de Santiago, y D. Pedro Acuña, ex-ministro de Gracia y Justi-
cia. Celosos partidarios del Príncipe de la Paz, asustáronse del adveni-
miento al trono de Fernando VII, y trabajaron en secreto y con porfiado
ahinco por deshacer ó embarazar en su curso la comenzada empresa. El
de Santiago, portentoso conjunto de corrupcion y bajeza, procuraba con
aparente fanatismo encubrir su estragada conducta, disfrazar sus vicios
y acrecentar el inmenso poderío que le daban sus riquezas y elevada
dignidad. Astuto y revolvedor, tiró á sembrar la discordia so color de pa-
triotismo. Había entre Santiago, antigua capital de Galicia, y la Coruña,
que lo era ahora, añejas rivalidades, y para despertarlas ofreció un do-
nativo de 3.000.000 de reales con la condicion sediciosa de que la Junta
soberana fijase su asiento en la primera de aquellas ciudades. Muy bien
sabia que no se accederia á su propuesta, y se lisonjeaba de excitar con
la negativa reyertas entre ambos pueblos, que trabasen las resoluciones
de la nueva autoridad. Mas la Junta mostró tal firmeza, que atemorizado
el solapado y viejo cortesano, se cobijó bajo la capa pastoral del Obispo
de Orense para no ser incomodado y perseguido.


A pocos dias de la insurreccion, una voz repentina y general, difun-
dida en toda Galicia, de que entraban los franceses, dió, desgraciada-
mente, ocasion á desórdenes, que, si bien momentáneos, no por eso de-
jaron de ser dolorosos. Así fué que en Orense un hidalgo de Puga mató
de un tiro á un regidor á las puertas del Ayuntamiento, por habérsele di-
cho que el tal era afecto á los invasores. Bien es verdad que Galicia den-
tro de su suelo no tuvo que llorar otra muerte en los primeros tiempos de
su levantamiento.


Tuvo sí que afligirse y afligir á España con el asesinato de D. Anto-
nio Filangieri, que saliendo de los lindes gallegos, habia fijado su cuar-
tel general en Villafranca del Vierzo, y tomado activas providencias pa-
ra organizar y disciplinar su gente; el cual, creyendo oportuno, así para
su propósito como para cubrir las avenidas del país de su mando, sa-




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car de la Coruña sus tropas (en gran parte bisoñas y compuestas de gen-
te allegadiza), las situó en la cordillera aledaña del Vierzo, extendiendo
las más avanzadas hasta Manzanal, colocado en las gargantas que dan
salida al territorio de Astorga. Lo suave de la condicion de dicho gene-
ral, y el haberle llamado la Junta á la Coruña, alentó á algunos solda-
dos de Navarra, cuyo cuerpo estaba resentido desde la traslacion al Fe-
rrol, para acometerle y asesinarle fria y alevosamente, el 24 de Junio,
en las calles de Villafranca. Los abanderizó un sargento, y hubo quien
buscó más arriba la oculta mano que dirigió el mortal golpe. Atroz y fe-
mentido hecho, matar á su propio caudillo, respetable varon é inocente
víctima de una soldadesca brutal y desmandada. Por largo tiempo que-
dó impune tan horroroso crímen; al fin, y pasados años, recibieron los
que lo perpetraron el merecido castigo. Habia sucedido en el mando por
aquellos dias al desventurado Filangieri D. Joaquin Blake, mayor gene-
ral del ejército, y ántes coronel del regimiento de la Corona. Gozaba del
concepto de militar instruido y profundo táctico. La Junta le elevó al gra-
do de teniente general.


De Inglaterra llegaron tambien á Galicia prontos y cuantiosos auxi-
lios. Su diputado D. Francisco Sangro fué honrado y obsequiado por
aquel gobierno, y se remitieron libres á la Coruña los prisioneros espa-
ñoles que gemian hacia años en los pontones británicos. Arribó al mis-
mo puerto sir Cárlos Stuart, primer diplomático inglés que en en cali-
dad de tal pisó el suelo español. La Junta se esmeró en agasajarle y darle
pruebas de su constante anhelo por estrechar los vínculos de alianza y
amistad con S. M. B. Las demostraciones de interes que por la causa de
España tomaba nacion tan poderosa fortificaron más y más las noveda-
des acaecidas, y hasta los más tímidos cobraron esperanzas.


Santander, agitado y conmovido, ponia en sumo cuidado á los fran-
ceses, estando casi situado á la retaguardia de una parte considerable
de sus tropas, y pudiendo con su insurreccion impedir fácilmente que
entre sí se comunicasen. Tambien temian que la llama, una vez pren-
dida, se propagase á las provincias Vascongadas, y los envolviese á fa-
vor del escabroso terreno, en medio de poblaciones enemigas, fatigándo-
los y hostigándolos continuadamente. Así fué que el mariscal Bessières
no tardó desde Búrgos en despachar á aquel punto á su ayudante gene-
ral Mr. de Rigny, que despues se ha ilustrado más dignamente con los
laureles de Navarino. Iba con pliegos para el cónsul frances, monsieur
de Ranchoup, por los que se amonestaba al Ayuntamiento que, en ca-
so de no mantenerse la tranquilidad, pasaria una division á castigar con




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el mayor rigor el más leve exceso. Semejantes amenazas, léjos de apa-
ciguar, acrecentaron el disgusto y la fermentacion. Estaba en su colmo,
cuando una leve disputa entre Mr. Pablo Carreyron, frances avecinda-
do, y el padre de un niño á quien aquél habia reprendido, atrajo gente,
y de unas en otras se enardeció el pueblo, clamoreando que se prendie-
se á los franceses.


Tocaron entónces á rebato las campanas de la catedral, y los tambo-
res la generala, resonando por las calles los gritos de viva Fernando VII
y muera Napoleon y el ayudante de Bessières. Armado como por encanto
el vecindario, arrestó á los franceses, pero con el mayor órden, y condu-
cidos al castillo cuartel de San Felipe, se pusieron guardias á las puertas
de las respectivas casas de los presos para que no recibiesen menosca-
bo en sus propiedades. Era aquel día el 26 de Mayo, y como de la As-
cension, festivo; por lo que, arremolinándose numerosa plebe cerca de
la casa del cónsul frances, se desató en palabras y amenazas contra su
persona y la de Mr. de Rigny. Sus vidas hubieran peligrado, si los ofi-
ciales del provincial de Laredo, que guarnecian á Santander, no las hu-
bieran puesto en salvo, exponiendo las suyas propias. Los sacaron de
la casa consular á las once de la noche, y colocándolos en el centro de
un círculo, que formaron con sus cuerpos, los llevaron al ya menciona-
do cuartel de San Felipe, dejándolos bajo la custodia de los milicianos
que le ocupaban.


Al dia inmediato 27 se compuso una junta de los individuos del
Ayuntamiento y várias personas notables del pueblo, las que eligieron
por su presidente al obispo de la diócesis, D. Rafael Menendez de Luar-
ca. Hallábase éste ausente en su quinta de Liaño, á dos leguas de la ciu-
dad, no pudiendo, por tanto, haber tomado parte en los acontecimientos
ocurridos. El gobierno frances, que con estudiado intento no veia entón-
ces en el alzamiento de España sino la obra de los clérigos y los frailes,
achacó al reverendo Obispo de Santander la insurreccion de la provin-
cia cantábrica. Mas fué tan al contrario, que en un principio aquel prela-
do se resistió obstinadamente á adquirir la presidencia que le ofreció la
Junta, y sólo á fuerza de reiteradas instancias condescendió con sus rue-
gos. Era el de Santander eclesiástico austero en sus costumbres, y aca-
tábale el vulgo corno si fuera un santo; estaba ciertamente dotado de re-
comendables prendas, pero las deslucia con terco fanatismo y desbarros,
que tocaban casi en locura. Dió luégo señales de su descompuesto tem-
ple, autorizándose con el título de regente soberano de Cantabria á nom-
bre de Fernando VII y con el aditamento de Alteza.




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A poco se supo la insurreccion de Astúrias, con lo que tomó vuelo el
levantamiento de toda la montaña de Santander, y áun los tibios ensan-
charon sus corazones. Inmediatamente se procedió á un alistamiento ge-
neral, y sin más dilacion y faltos de disciplina salieron los nuevos cuer-
pos á los confines y puertos secos de la provincia. Mandaba como militar
D. Juan Manuel de Velarde, que de coronel fué promovido á capitan ge-
neral, y el cual se apostó en Reinosa con artillería y 5.000 hombres, los
más paisanos, mezclados con milicianos de Laredo. Su hijo D. Emete-
rio, muerto despues gloriosamente en la batalla de la Albuera, ocupó el
Escudo con 2.500 hombres, igualmente paisanos. Otros mil, recogidos
de partidas sueltas de Santoña, Laredo y demas puertecillos, se coloca-
ron en los Tornos. Por aquí vemos cómo Santander, á pesar de su mayor
proximidad á los franceses, se arriesgó á contrarestar sus injustos actos
y á emplear contra ellos los escasos recursos que su situacion le pres-
taba.


Osadía fué sin duda la de esta provincia; pero guarecida detras de sus
montañas, no parecia serlo tanto como la de las ciudades y pueblos de
la tierra llana de Castilla y Leon. Sus moradores, no atendiendo ni á sus
fuerzas ni á su posicion, quisieron ciegamente seguir los ímpetus de su
patriotismo, y á los pueblos cercanos á tropas francesas salióles caro tan
honroso como irreflexionado arrojo. Apénas habia alzado Logroño el pen-
don de la insurreccion, cuando pasando desde Vitoria con dos batallones
el general Verdier, fácilmente arrolló el 6 de Junio á los indisciplinados
paisanos, retirándose despues de haber arcabuceado á varios de los que
se cogieron con las armas en la mano, ó á los que se creyeron principales
autores de la sublevacion. No fué más dichosa en igual tentativa la ciu-
dad de Segovia. Confiando sobradamente en la escuela de artillería, esta-
blecida en su alcázar, intentó, con su ayuda, hacer rostro á la fuerza fran-
cesa, cerrando los oidos á proposiciones que por medio de dos guardias
de Corps le habia enviado Murat. En virtud de la repulsa se acercó á la
ciudad el 7 de Junio el general frances Frere, y los artilleros españoles
colocaron las piezas destinadas al ejercicio de los cadetes en las puertas
y avenidas. No habia para sostenerlas otra tropa que paisanos mal arma-
dos, los cuales al empeñarse la refriega se desbandaron, dejando aban-
donadas las piezas. Apoderóse de Segovia el enemigo, y el director D.
Miguel de Cevallos, los alumnos y casi todos los oficiales se salvaron y
acogieron á los ejércitos que se formaban en las otras provincias.


Al mismo tiempo que tales andaban las cosas en puntos aislados de
Castilla, tomó cuerpo la insurreccion de Valladolid y Leon, fortificándo-




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se con mayores medios y estribando sus providencias en los auxilios que
aguardaban de Galicia y Astúrias. Desde el momento en que la última
de aquellas provincias habia en el 23 y 24 de Mayo proclamado á Fer-
nando y declarádose contra los franceses, habia Leon imitado su ejem-
plo. Como á su definitiva determinacion hubiesen precedido parciales
conmociones, en una de ellas fué enviado á la Coruña el estudiante que
tanto tumultuó allí la gente. Mas el estar asentada la ciudad de Leon
en la tierra llana, y el serles á los franceses de fácil empresa apaciguar
cualquiera rebelion á sus mandatos, habia reprimido el ardor popular.
Por fin, habiéndose enviado de Astúrias 800 hombres para confortar al-
gun tanto á los tímidos, se erigió el 1.º de Junio una junta de individuos
del Ayuntamiento y otras personas, á cuya cabeza estaba como goberna-
dor militar de la provincia D. Manuel Castañon. No eran pasados mu-
chos dias cuando se transfirió la presidencia al capitan general bailío D.
Antonio Valdés, antiguo ministro de Marina, y quien, habiendo honrosa-
mente rehusado ir á Bayona, tuvo que huir de Búrgos á Palencia y abri-
garse al territorio leonés. Fueron de Astúrias municiones, fusiles y otros
pertrechos, con cuya ayuda se empezó el armamento.


Estaba en Valladolid de capitan general D. Gregorio de la Cuesta,
militar antiguo y respetable varon, pero de condicion duro y caprichu-
do, y obstinado en sus pareceres. Buen español, acongojábale la intru-
sion francesa; mas acostumbrado á la ciega subordinacion, miraba con
enojo que el pueblo se entrometiese á deliberar sobre materias que, á su
juicio, no le competian. El distrito de su mando abrazaba los reinos de
Leon y Castilla la Vieja, cuya separacion geográfica no ha estorbado que
se hubiesen confundido ambos en el lenguaje comun y áun en cosas de
su gobierno interior. La pesada mano de la autoridad los habia molesta-
do en gran manera, y el influjo del Capitan general era extremadamen-
te poderoso en las provincias en que aquellos reinos se subdividian. Con
todo, pudiendo más el actual entusiasmo que el añejo y prolongado há-
bito de la obediencia, ya hemos visto cómo en Leon, sin contar con D.
Gregorio de la Cuesta, se habia dado el grito del levantamiento. Era la
empresa de más dificultoso empeño en Valladolid, así porque dentro re-
sidia dicho jefe, como tambien por el apoyo que le daba la chancillería y
sus dependencias. Sin embargo, la opinion superó todos los obstáculos.


En los últimos días de Mayo el pueblo agavillado quiso exigir del Ca-
pitan general que se le armase y se hiciese la guerra á Napoleon. Aso-
mado al balcon resistióse Cuesta, y con prudentes razones procuró di-
suadir á los alborotadores de su desaconsejado intento. Insistieron de




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nuevo éstos, y viendo que sus esfuerzos inútilmente se estrellaban con-
tra el duro carácter del Capitan general, erigieron el patíbulo, vocife-
rando que en él iban á dar el debido pago á tal terquedad, tachada ya
de traicion por el populacho. Dobló entónces la cerviz D. Gregorio de la
Cuesta, prefiriendo á un azaroso fin servir de guía á la insurreccion, y sin
tardanza congregó una junta, á que asistieron con los principales habi-
tantes individuos de todas las corporaciones. El viejo general no permi-
tió que la nueva autoridad ensanchase sus facultades más allá de lo que
exigia el armamento y defensa de la provincia; conviniendo tan sólo en
que, á semejanza de Valladolid, se instituyese una junta, con la misma
restriccion en cada una de las ciudades en que habia intendencia. Así
Avila y Salamanca formaron las suyas; pero la inflexible dureza de Cues-
ta, y el anhelo de estos cuerpos por acrecer su poder, suscitaron choques
y reñidas contiendas. Valladolid y las poblaciones libres del yugo fran-
ces se apresuraron á alistar y disciplinar su gente, y Zamora y Ciudad-
Rodrigo suministraron en cuanto pudieron armas y pertrechos miliares.


Enlutaron la comun alegría algunos excesos de la plebe y de la sol-
dadesca. Murió en Palencia á sus manos un tal Ordoñez, que dirigia la
fábrica de harinas de Monzon, sujeto apreciable. Don Luís Martinez de
Ariza, gobernador de Ciudad-Rodrigo, experimentó igual suerte, sir-
viendo de pretexto su mucha amistad y favor con el Príncipe de la Paz.
Lo mismo algun otro individuo en dicha plaza, y en la patria del insigne
Alonso Tostado, en Madrigal, fué asesinado el Corregidor y unos algua-
ciles, odiados por su rapaz conducta. Castigó Cuesta con el último supli-
cio á los matadores; pero una catástrofe no ménos triste y dolorosa afeó
el levantamiento de Valladolid. Don Miguel de Cevallos, director del co-
legio de Segovia, á quien hemos visto alejarse de aquella ciudad al ocu-
parla los franceses, fué detenido á corta distancia en el lugar de Carbo-
nero, achacando infundadamente á traicion suya el descalabro padecido.
De allí le condujeron preso á Valladolid. Le entraron por la tarde, y fue-
ra malicia ó acaso, despues de atravesar el portillo de la Merced, tor-
cieron los que le llevaban por el callejon de los Toros al Campo-Gran-
de, donde los nuevos alistados hacian el ejercicio. A las voces de que se
aproximaba levantóse general gritería. Iba á caballo, y detras su familia
en coche. Llovieron muy luégo pedradas sobre su persona, y á pesar de
querer guarecerle los paisanos que le escoltaban, desgraciadamente de
una cayó en tierra, y entónces por todas partes le acometieron y maltra-
taron. En balde un clérigo, de nombre Prieto, buscó para salvarle el reli-
gioso pretexto de la confesion; sólo consiguió momentáneamente meter-




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le en el portal de una casa, dentro del cual un soldado portugues, de los
que habian venido con el Marqués de Alorna, le traspasó de un bayone-
tazo. Con aquello enfurecióse de nuevo el populacho, arrastró por la ciu-
dad al desventurado Cevallos, y al fin le arrojó al rio. Partian el alma los
agudos acentos de la atribulada esposa, que desde su coche ponia en el
cielo sus quejas y lamentos, al paso que empedernidas mujeres se en-
carnizaban en la despedazada víctima. Espanta que un sexo tan tierno,
delicado y bello por naturaleza, se convierta á veces y en medio de ta-
les horrores en inhumana fiera. Mas, apartando la vista de objeto tan me-
lancólico, continuemos bosquejando el magnífico cuadro de la insurrec-
cion, cuyo fondo, aunque salpicado de algunas oscuras manchas, no por
eso deja de aparecer grandioso y admirable.


Las provincias meridionales de España no se mantuvieron más tran-
quilas ni perezosas que las que acabamos de recorrer. Movidos sus ha-
bitantes de iguales afectos, no se desviaron de la gloriosa senda que a
todos habia trazado el sentimiento de la honra é independencia nacio-
nal. Siendo idénticas las causas, unos mismos fueron en su resultado
los efectos. Solamente los incidentes que sirvieron de inmediato estímu-
lo variaron á veces. Uno de éstos, notable é inesperado, influyó con par-
ticularidad en los levantamientos de Andalucía y Extremadura. Por en-
tónces residia casualmente en Móstoles, distante de Madrid tres leguas,
D. Juan Perez Villamil, secretario del Almirantazgo. Acaeció en la capi-
tal el suceso del 2 de Mayo, y personas que en lo recio de la pelea se ha-
bian escapado y refugiado en Móstoles, contaron lo que allí pasaba con
los abultados colores del miedo reciente. Sin tardanza incitó Villamil al
alcalde para que, escribiendo al del cercano pueblo, pudiese la noticia
circular de uno á otro con rapidez. Así cundió, creciendo de boca en bo-
ca, y en tanto grado exagerado, que cuando alcanzó á Talavera pintába-
se á Madrid ardiendo por todos sus puntos y confundido en muertes y
destrozos. Expidiéronse por aquel administrador de correos avisos con
la mayor diligencia, y en breve Sevilla y otras ciudades fueron sabedoras
del infausto acontecimiento.


Dispuestos como estaban los ánimos, no se necesitaba sino de un le-
vísimo motivo para encenderlos á lo sumo y provocar una insurreccion
general. El aviso de Móstoles estuvo para realizarla en el mediodía. En
Sevilla el Ayuntamiento pensó seriamente en armar la provincia, y tra-
tóse de planes de armamento y defensa. Ordenes posteriores de Madrid
contuvieron el primer amago; pero, conmovido el pueblo, se alentaron
algunos particulares á dar determinado rumbo al descontento univer-




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sal. Fué en aquella ciudad uno de los principales conmovedores el Con-
de de Tilly, de casa ilustre de Extremadura, hombre inquieto, revoltoso,
y tachado bastantemente en su conducta privada. Aunque dispuesto pa-
ra alborotos, é igualmente amigo de novedades que su hermano Guzman,
tan famoso en la revolucion francesa, nunca hubiera conseguido el an-
helado objeto, si la causa que ahora abrazaba no hubiese sido tan san-
ta, y si por lo mismo no se le hubiesen agregado otras personas respeta-
bles de la ciudad.


Juntábanse todos en un sitio llamado el Blanquillo, hácia la puerta
de la Barqueta, y en sus reuniones debatian el modo de comenzar su em-
presa. Aparecióse al propio tiempo en Sevilla un tal Nicolas Tap y Nu-
ñez, hombre poco conocido, y que habia venido allí con propósito de
conmover por sí solo la ciudad. Ardiente y despejado, peroraba por ca-
lles y plazas, y llevaba y traia á su antojo al pueblo sevillano, subien-
do á punto su descaro de pedir al cabildo eclesiástico 12.000 duros pa-
ra hacer el alzamiento contra los franceses, peticion á que se negó aquel
cuerpo. Se ejercitaba ántes en el comercio clandestino, y con el título in-
truso de corredor tenía mucha amistad con las gentes que se ocupaban
en el contrabando con Gibraltar y la costa, á cuyo punto hacia frecuentes
viajes. Callaban las autoridades, temerosas de mayor mal, y los que con
Tilly maquinaban procuraron granjearse la voluntad de quien en pocos
dias habia adquirido más nombre y popularidad que ningun otro. Buscá-
ronle y fácilmente se concertaron.


No trauscurria dia sin que nuevos motivos de disgusto viniesen á
confirmarlos en su pensamiento, y á perturbar á los tranquilos ciudada-
nos. En este caso estuvieron varios papeles publicados contra la fami-
lia de Borbon en el Diario de Madrid, que se imprimia desde el 10 de
Mayo bajo la inspeccion del frances Esménard. Disonaron sus frases á
los oidos españoles, no acostumbrados á aquel lenguaje, y unos pape-
les destinados á rectificar la opinion en favor de las mudanzas acorda-
das en Bayona la alejaron para siempre de asentir á ellas y aprobarlas.
Gradualmente subia de punto la indignacion, cuando de oficio se recibió
la noticia de las renuncias de la familia real de España en la persona de
Napoleon. Parecióles á Tilly, Tap y consortes que no convenia desapro-
vechar la ocasion, y se prepararon al rompimiento.


Se escogió el dia de la Ascension, 26 de Mayo, y hora del anochecer
para alborotar á Sevilla. Soldados del regimiento de Olivenza comenza-
ron el estruendo, dirigiéndose al depósito de la real maestranza de arti-
llería y de los almacenes de pólvora. Reunióseles inmenso gentío, y se




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apoderaron de las armas sin desgracia ni desórden. Adelantóse á aquel
paraje un escuadron de caballería, mandado por don Adrian Jáceme, el
cual, léjos de impedir la sublevacion, más bien la aplaudió y favoreció.
Prendiendo con inexplicable celeridad el fuego de la revolucion has-
ta en los más apartados y pacíficos barrios, el Ayuntamiento se trasladó
al hospital de la Sangre para deliberar más desembarazadamente. Pero
en la mañana del 27 el pueblo, apoderándose de las casas consistoria-
les, abandonadas, congregó en ellas una Junta suprema de personas dis-
tinguidas de la ciudad. Tap y Nuñez, procediendo de buena fe, era, por
su extremada popularidad, quien escogia los miembros, siendo otros los
que se los apuntaban. Así fué que como forastero obrando á ciegas, nom-
bró á dos que desagradaron por su anterior y desopinada conducta. Se le
previno, y quiso borrarlos de la lista. Fueron inútiles sus esfuerzos y áun
le acarrearon una larga prision, mostrándose encarnizados enemigos su-
yos los que tenía por parciales. Suerte ordinaria de los que entran des-
interesadamente é inexpertos en las revoluciones; los hombres pacíficos
los miran siempre, áun aplaudiendo á sus intentos, como temibles y pe-
ligrosos, y los que desean la bulla y las revueltas para crecer y medrar
ponen su mayor conato en descartarse del único obstáculo á sus pensa-
mientos torcidos.


Instalóse, pues, la Junta, y nombró por su presidente á D. Francis-
co Saavedra, antiguo ministro de Hacienda, confinado en Andalucía
por la voluntad arbitraria del Príncipe de la Paz. De carácter bondado-
so y apacible, tenía saber extenso y vário. Las desgracias y persecucio-
nes habian quizá quitado á su alma el temple que reclamaban aquellos
tiempos. A instancias suyas fué tambien elegido individuo de la Junta
el asistente D. Vicente Hore, á pesar de su amistad con el caido favo-
rito. Entró á formar parte y se señaló por su particular influjo el P. Ma-
nuel Gil, clérigo reglar. La espantadiza desconfianza de Godoy, que sin
razon le habia creido envuelto en la intriga que para derribarle habian
urdido en 1795 la Marquesa de Matallana y el de Mala-Espina, le su-
girió entónces el encerrarle en el convento de Toribios de Sevilla, en el
que se corregian los descarríos ciertos ó supuestos de un modo vergon-
zoso y desusado ya áun para con los niños. Disfrutaba el P. Gil, si bien
de edad provecta, de la robustez y calor de los primeros años: con faci-
lidad comunicaba á otros el fuego que sustentaba en su pecho, y en me-
dio de ciertas extravagancias, más bien hijas de la descuidada educa-
cion del claustro que de extravíos de la mente, lucia por su erudicion y
la perspicacia de su ingenio.




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La nombrada Junta intitulóse suprema de España é Indias. Desazo-
nó á las otras la presuntuosa denominacion; pero ignorando lo que allen-
de ocurria, quizá juzgó prudente ofrecer un centro comun, que contra-
pesando el influjo de la autoridad intrusa y usurpadora de Madrid, le
hiciese firme é imperturbable rostro. Fué desacuerdo insistir en su pri-
mer título luégo que supo la declaracion de las otras provincias. Su em-
peño hubiera podido causar desavenencias, que felizmente cortaron la
cordura y tino de ilustrados patriotas.


Para la defensa y armamento adoptó la Junta medidas activas y acer-
tadas. Sin distincion mandó que se alistasen todos los mozos de diez y
seis hasta cuarenta y cinco años. Se erigieron asimismo, por órden suya,
juntas subalternas en las poblaciones de 2.000 y más vecinos. La opor-
tuna inversion de los donativos cuantiosos que se recibian, como tam-
bien el cuidado de todo el ramo económico, se puso á cargo de sujetos de
conocida integridad. En ciudades, villas y aldeas se respondió con en-
trañable placer al llamamiento de la capital, y en Arcos como en Carmo-
na, y en Jerez como en Lebrija y Ronda, no se oyeron sino patrióticos y
acordes acentos.


En la conmocion de la noche del 26 y en la mañana del 27 nadie se ha-
bia desmandado, ni se habian turbado aquellas primeras horas con muer-
tes ni notables excesos. Estaba reservado para la tarde del mismo 27 que
se ensangrentasen los muros de la ciudad con un horrible asesinato. Ya in-
dicamos cómo el Ayuntamiento habia trasladado al hospital de la Sangre
el sitio de sus sesiones. Dió con este paso lugar á hablillas y rencores. Pa-
ra calmarlos y obrar de concierto con la Junta creada, envió á ella en co-
mision al Conde del Águila, procurador mayor en aquel año. A su vista se
encolerizó la plebe, y pidió con ciego furor la cabeza del Conde. La Jun-
ta, para resguardarle, prometió que se le formaria causa, y ordenó que en-
tre tanto fuese enviado en calidad de arrestado á la torre de la puerta de
Triana. Atravesó el del Águila á Sevilla entre insultos, pero sin ser herido
ni maltratado de obra. Sólo al subir á la prision que le estaba destinada,
entrando en su compañía una banda de gente homicida, le intimó que se
dispusiese á morir, y atándole á la barandilla del balcon que está sobre la
misma puerta de Triana, sordos aquellos asesinos á los ruegos del Conde
y á las ofertas que les hizo de su hacienda y sus riquezas, bárbaramente le
mataron á carabinazos. Fué por muchos llorada la muerte de este inocen-
te caballero, cuya probidad y buen porte eran apreciados en general por
todos los sevillanos. Hubo quien achacó imprudencias al Conde; otros, y
fueron los más, atribuyeron el golpe á enemiga y oculta mano.




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Rica y populosa Sevilla, situada ventajosamente para resistir á una
invasion francesa, afianzó, declarándose, el levantamiento de España.
Mas era menester, para poner fuera de todo riesgo su propia resolucion,
contar con San Roque y Cádiz, en donde estaba reunida la fuerza mili-
tar de mar y tierra más considerable y mejor disciplinada que habia den-
tro de la nacion. Convencida de esta verdad, despachó la Junta á aque-
llos puntos dos oficiales de artillería que eran de su confianza. El que
fué á San Roque desempeñó su encargo con ménos embarazos, hallando
dispuesto á D. Francisco Javier Castaños, que allí mandaba, á someter-
se á lo que se le prescribia. Ya de antemano habia entablado este gene-
ral relaciones con sir Hugo Dalrymple, gobernador de Gibraltar, y lé-
jos de suspender sus tratos por la llegada á su cuartel general del oficial
frances Rogniat, de cuya comision hicimos mencion en el anterior li-
bro, los avivó y estrechó más y más. Tampoco se retrajo de continuarlos,
ni por las ofertas que le hizo otro oficial de la misma nacion despacha-
do al efecto, ni con el cebo del vireinato de Méjico, que tenian en Ma-
drid como en reserva para halagar con tan elevada dignidad la ambicion
de los generales cuya decision se conceptuaba de mucha importancia.
Es de temer, no obstante, que las pláticas con Dalrymple en nada hubie-
ran terminado, si no hubiese llegado tan á tiempo el expreso de Sevilla.
A su recibo se pronunció abiertamente Castaños, y la causa comun ganó
con su favorable declaracion 8.941 hombres de tropa reglada, que esta-
ban bajo sus órdenes.


Tropezó en Cádiz con mayores obstáculos el Conde de Teba, que fué
el oficial enviado de Sevilla. Habitualmente residia en aquella plaza el
Capitan general de Andalucía, siéndolo á la sazon D. Francisco Solano,
marqués del Socorro y de la Solana. No hacia mucho tiempo que habia
regresado á su puesto desde Extremadura y de vuelta de la expedicion
de Portugal, en donde le vimos soñar mejoras para el país puesto á su
cuidado. Despues del 2 de Mayo, solicitado y lisonjeado por los france-
ses, y sobre todo vencido por los consejos de españoles antiguos amigos
suyos, con indiscrecion se mostraba secuaz de los invasores, graduando
de frenesí cualquiera resistencia que se intentase. Ya ántes de mediados
de Mayo corrió peligro en Badajoz por la poca cautela con que se expre-
saba. No anduvo más prudente en todo su camino. Al cruzar por Sevi-
lla se avistaron con él los que trabajaban para que aquella ciudad defi-
nitivamente se alzase. Esquivó todo compromiso; mas molestado por sus
instancias, pidió tiempo para reflexionar, y se apresuró á meterse en Cá-
diz. No satisfechos de su indecision, luégo que tuvo lugar el levanta-




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miento del 27, siendo ya algunos de los conspiradores individuos de la
nueva Junta, impelieron á ésta para que el 28 enviase á aquella plaza al
mencionado Conde de Teba, quien con gran ruido y estrépito penetró por
los muros gaditanos. Era allí muy amado el general Solano; debíalo á su
anterior conducta en el gobierno del distrito, en el que se habia desvela-
do por hacerse grato á la guarnicion y al vecindario. En idolatría se hu-
biera convertido la aficion primera, si se hubiese francamente declara-
do por la causa de la nacion. Continuó vacilante é incierto, y el titubear
de ahora en un hombre ántes presto y arrojado en sus determinaciones,
fué calificado de premeditada traicion. Creemos ciertamente que las es-
peranzas y promesas con que de una parte le habian traido entretenido,
y los peligros que advertia de la otra, examinando militarmente la situa-
cion de España, le privaron de la libre facultad de abrazar el honroso
partido á que era llamado de Sevilla. Así fué que al recibir sus pliegos
ideó tomar un sesgo con que pudiera cubrirse.


Convocó á este propósito una reunion de generales, en la que se de-
cidiese lo conveniente acerca del oficio traido por el Conde de Teba.
Largamente se discurrió en su seno la materia, y prevaleciendo, como
era natural, el parecer de Solano, se acordó la publicacion de un bando,
cuyo estilo descubria la mano de quien le habia escrito. Dábanse en él
las razones militares que asistian para considerar como temeraria la re-
sistencia á los franceses, y despues de várias inoportunas reflexiones, se
concluia con afirmar que puesto que el pueblo la deseaba, no obstante
las poderosas razones alegadas, se formaria un alistamiento y se envia-
rian personas á Sevilla y otros puntos, estando todos los once que sus-
cribian el bando, prontos á someterse á la voluntad expresada. Contento
Solano con lo que se habia determinado, le faltó tiempo para publicar-
lo, y de noche con hachas encendidas y grande aparato mandó pregonar
el bando por las calles, como si no bastase el solo acuerdo para dar sufi-
ciente pábulo á la inquietud del pueblo.


La desusada ceremonia atrajo á muchos curiosos, y luégo que oyeron
lo que de oficio se anunciaba, irritáronse sobremanera los circunstan-
tes, y con el bullicio y el numeroso concurso, pensaron los más atrevidos
en aprovecharse de la ocasion que se les ofrecia, y de monton acudieron
todos á casa del Capitan general. Allí un jóven llamado D. Manuel La-
rrús, subiendo en hombros de otro, tomó la palabra y respondiendo una
tras de otra á las razones del bando, terminó con pedir á nombre de la
ciudad que se declarase la guerra á los franceses, y se intimase la ren-
dicion á su escuadra, fondeada en el puerto. Abatióse el altivo Solano




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á la voz del mozo, y quien para dicha suya y de su patria hubiera podi-
do, acaudillándolas, ser árbitro y dueño de las voluntades gaditanas, tu-
vo que arrastrarse en pos de un desconocido. Convino, pues, en juntar al
dia siguiente los generales, y ofreció que en todo se cumpliria lo que de-
mandaba el pueblo.


La algazara promovida por la publicacion del bando siguió hasta ra-
yar la aurora, y la muchedumbre cercó y allanó en uno de sus paseos la
casa del cónsul frances Mr. le Roy, cuyo lenguaje soberbio y descome-
dido le habia atraido la aversion áun de los vecinos más tranquilos. Re-
fugióse el Cónsul en el convento de San Agustin, y de allí fué á bordo
de su escuadra. Acompañó á este desman el de soltar á algunos presos,
pero no pasó más allá el desórden. Los amotinados se aproximaron des-
pues al parque de artillería para apoderarse de las armas, y los soldados,
en vez de oponerse, los excitaron y ayudaron.


A la mañana inmediata, 29 de Mayo, celebró Solano la ofrecida jun-
ta de generales, y todos condescendieron con la peticion del pueblo. An-
tes habia ya habido algunos de ellos que, en vista del mal efecto causa-
do por la publicacion del bando, procuraron descargar sobre el Capitan
general la propia responsabilidad, achacando la resolucion á su particu-
lar conato: indigna flaqueza, que no poco contribuyó á indisponer más y
más los ánimos contra Solano. Ayudó tambien á ello la frialdad é indife-
rencia que éste dejaba ver en medio de su carácter naturalmente fogoso.
No descuidaron la malevolencia y la enemistad emplear contra su perso-
na las apariencias que le eran adversas, y ambas pasiones traidoramente
atizaron las otras y más nobles que en el dia reinaban.


Por la tarde se presentó en la plaza de San Antonio el ayudante D.
José Luquey, anunciando al numeroso concurso allí reunido que, segun
una junta celebrada por oficiales de marina, no se podia atacar la escua-
dra francesa sin destruir la española, todavía interpolada con ella. Se
irritaron los oyentes, y serian las cuatro de la tarde cuando enseguida se
dirigieron á la casa del General. Permitióse subir á tres de ellos, entre
los que habia uno que de léjos se parecia á Solano. El gentío era inmen-
so, y tal el bullicio y la algazara, que nadie se entendia. En tanto el jóven
que tenía alguna semejanza con el general se asomó al balcon. La multi-
tud aturdida tomóle por el mismo Solano, y las señas que hacia para ser
oido, por una negativa dada á la peticion de atacar á la escuadra france-
sa. Entónces unos 60 que estaban armados hicieron fuego contra la casa,
y la guardia, mandada por el oficial San Martin, despues caudillo céle-
bre del Perú, se metió dentro y atrancó la puerta. Creció la saña, traje-




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ron del parque cinco piezas, y apuntaron contra la fachada, separada de
la muralla por una calle baja, un cañon de á veinticuatro de los que co-
ronaban aquélla. Rompieron las puertas, huyó Solano, y encaramándose
por la azotea, se acogió á casa de su vecino y amigo el irlandés Strange.
Al llegar se encontró con don Pedro Olaechea, hombre oscuro, y que ha-
biendo sido novicio en la Cartuja de Jerez, se le contaba entre los princi-
pales alborotadores de aquellos dias. Presumiendo éste que el persegui-
do general se habria ocultado allí, habíasele adelantado, entrando por
la puerta principal. Sorprendióse Solano con el inesperado encuentro;
más ayudado del comandante del regimiento de Zaragoza Creach, que
casualmente entraba á visitar á la señora de Strange, juntos encerraron
al ex-cartujo en un pasadizo, de donde queriendo el tal por una clara-
boya escaparse, se precipitó á un patio, de cuyas resultas murió á pocos
dias. Pero Solano, no pudiendo evadirse por parte alguna, se escondió
en un hueco oculto que le ofrecia un gabinete alhajado á la turca, donde
la multitud, corriendo en su busca, desgraciadamente le descubrió. Pug-
nó valerosa, pero inútilmente, por salvarle la esposa del Sr. Strange, do-
ña María Tuker; hiriéronla en un brazo, y al fin sacaron por violencia de
su casa á la víctima que defendia. Arremolinándose la gente, colocaron
en medio al Marqués, y se le llevaron por la muralla adelante con propó-
sito de suspenderle en la horca. Iba sereno y con brío, no apareciendo en
su semblante decaimiento ni desmayo. Maltratado y ofendido por el pai-
sanaje y soldadesca, recibió al llegar á la plaza de San Juan de Dios una
herida, que puso término á sus dias y á su tormento. Revelaríamos para
execracion de la posteridad el nombre del asesino, si con certeza hubié-
ramos podido averiguarlo. Bien sabemos á quién y cómo se ha inculpa-
do, pero en la duda nos abstenemos de repetir vagas acusaciones.


Reemplazó al muerto capitan general D. Tomas de Morla, goberna-
dor de Cádiz. Aprobó la Junta de Sevilla el nombramiento, y envió pa-
ra asistirle, y quizá para vigilarle, al general D. Eusebio Antonio Herre-
ra, individuo suyo. Se hizo marchar inmediamente hácia lo interior parte
de las tropas que habia en Cádiz y sus contornos, no contándose en la
plaza otra guarnición que los regimientos provinciales de Córdoba, Éci-
ja, Ronda y Jerez, y los dos de línea de Búrgos y Ordenes militares, que
casi se hallaban en cuadro. El 31 se juró solemnemente á Fernando VII
y se estableció una junta, dependiente de la suprema de Sevilla. En la
misma mañana parlamentaron con los ingleses el jefe de escuadra D.
Enrique Macdonnell y el oidor D. Pedro Creux. Conformáronse aquéllos
con las disposiciones de la Junta sevillana, reconocieron su autoridad y




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ofrecieron 5.000 hombres, que á las órdenes del general Spencer iban
destinados á Gibraltar.


Cobrando cada vez más aliento la Junta suprema de Sevilla, hizo el
6 de Junio una declaracion solemne de guerra contra Francia, afirman-
do: «Que no dejaria las armas de la mano hasta que el emperador Na-
poleon restituyese á España al rey Fernando VII y á las demas personas
reales, y respetase los derechos sagrados de la nacion, que habia vio-
lado, y su libertad, integridad é independencia.» Publicó por el mismo
tiempo que esta declaracion otros papeles de grande importancia, seña-
lándose entre otros el conocido con el nombre de Prevenciones. En él se
daban acomodadas reglas para la guerra de partidas, única que conve-
nia adoptar; se recomendaba el evitar las acciones generales, y, se con-
cluia con el siguiente articulo, digno de que á la letra se reproduzca en
este lugar: «Se cuidará de hacer entender y persuadir á la nacion que li-
bres, como esperamos, de esta cruel guerra, á que nos han forzado los
franceses, y puestos en tranquilidad, y restituido al trono nuestro rey y
señor Fernando VII, bajo él y por él se convocarán Córtes, se reformarán
los abusos y se establecerán las leyes que el tiempo y la experiencia dic-
ten para el público bien y felicidad; cosas que sabemos hacer los espa-
ñoles, que las hemos hecho con otros pueblos, sin necesidad de que ven-
gan los….. franceses á enseñárnoslas…..» Dedúzcase de aquí si fué un
fanatismo ciego y brutal el verdadero móvil de la insurreccion de Espa-
ña, como han querido persuadirlo extranjeros interesados ó indignos hi-
jos de su propio suelo.


Jaen y Córdoba se sublevaron á la noticia de la declaracion de Sevi-
lla, y se sometieron á su junta, creando otras para su gobierno particular,
en que entraron personas de todas clases. En Jaen, desconfiándose del
corregidor D. Antonio María de Lomas, le trasladaron preso á pocos dias
á Valdepeñas de la Sierra, en donde el pueblo alborotado le mató á fusi-
lazos. Córdoba se apresuró á formar su alistamiento, dirigió gran muche-
dumbre de paisanos á ocupar el puente de Alcolea, dándose el mando
de aquella fuerza armada, llamada vanguardia de Andalucía, á D. Pedro
Agustin de Echavarri. Aprobó la Junta de Sevilla dicho nombramiento,
la que por su parte no cesaba de activar y promover las medidas de de-
fensa. Confió el mando de todo el ejército á D. Francisco Javier Casta-
ños, recompensa debida á su leal conducta, y el 9 de Junio salió este ge-
neral á desempeñar su honorífico encargo.


Entre tanto quedaba por terminar un asunto, que, al paso que era
grave, interesaba á la quietud y áun á la gloria de Cádiz. La escua-




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dra francesa surta en el puerto todavía tremolaba á su bordo el pabe-
llon de su nacion, y el pueblo se dolia de ver izada tan cerca de sus mu-
ros y en la misma bahía una bandera tenida ya por enemiga. Era ademas
muy de temer, abierta la comunicacion con los ingleses, que no consin-
tiesen éstos tener largo tiempo casi al costado de sus propias naves y
en perfecta seguridad una escuadra de su aborrecido adversario. Ins-
tó, por consiguiente, el pueblo en que prontamente se intimase la ren-
dicion al almirante frances Rossilly. El nuevo general Morla, fuera pru-
dencia para evitar efusion de sangre, ó fuera que anduviese aún dudoso
en el partido que le convenia abrazar (sospecha á que da lugar su poste-
rior conducta), procuraba diferir las hostilidades, divirtiendo la atencion
pública con mañosas palabras y dilaciones. El almirante frances, con la
esperanza de que avanzasen á Cádiz tropas de su nacion, pedia que no
se hiciese novedad alguna hasta que el Emperador contestase á la de-
manda hecha en proclamas y declaraciones de que se entregase á Fer-
nando VII; estratagema que ya no podia engañar ni sorprender á la hon-
radez española. Aprovechándose de la tardanza, mejoraron los franceses
su posicion, metiéndose en el canal del arsenal de la Carraca, y colocán-
dose de suerte que no pudieran ofenderles los fuegos de los castillos ni
de la escuadra española. Constaba la francesa de cinco navíos y una fra-
gata; su almirante Mr. de Rossilly hizo despues una nueva proposicion, y
fué que para tranquilizar los ánimos saldria de bahía si se alcanzaba del
británico, anclado á la boca, el permiso de hacerse á la vela sin ser mo-
lestado, y si no, que desembarcaria sus cañones, conservaria á bordo las
tripulaciones y arriaria la bandera, dándose mutuamente rehenes, y con
el seguro de ser respetado por los ingleses. Morla rehusó dar oídos á pro-
posicion alguna que no fuese la pura y simple entrega.


Hasta el 9 de Junio se habian prolongado estas pláticas, en cuyo
dia, temiéndose el enojo público, se rompió el fuego. El almirante in-
glés Collingwood, que de Tolon habia venido á suceder á Purvis, ofreció
su asistencia, pero no juzgándola precisa, fué desechada amistosamen-
te. Empezó el cañon del Trocadero á batir á los enemigos, sosteniendo
sus fuegos las fuerzas sutiles del arsenal y las del apostadero de Cádiz,
que fondearon frente de For-Luis. El navío frances Algeciras, incomoda-
do por la batería de morteros de la Cantera, la desmontó: tambien fué á
pique una cañonera mandada por el alférez Valdés, y el místico de Esca-
lera, pero sin desgracia. La pérdida de ambas partes fué muy corta. Con-
tinuó el fuego el 10, en cuyo dia á las tres de la tarde el navío Héroe,
frances, que montaba el almirante Rossilly, puso bandera española en el




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trinquete, y afirmó la de parlamento el navío Príncipe, en el que estaba
D. Juan Ruiz de Apodaca, comandante de nuestra escuadra. Abriéron-
se nuevas conferencias, que duraron hasta la noche del 13, y en ellas se
intimó á Rossilly que á no rendirse romperian fuego destructor dos ba-
terías levantadas junto al puente de la nueva poblacion. El 14 á las sie-
te de la mañana izó el navío Príncipe la bandera de fuego, y entónces se
entregaron los franceses á merced del vencedor. Regocijó este triunfo, si
bien no costoso ni difícil, porque con eso quedaba libre y del todo des-
embarazado el puerto de Cádiz, sin haber habido que recurrir á las fuer-
zas marítimas de los nuevos aliados.


En tanto Sevilla, acelerando el armamento y la organizacion mili-
tar, envió á todas partes avisos y comisionados, y Canarias y las provin-
cias de América no fueron descuidadas en su solícita diligencia. Quiso
igualmente asentar con el gobierno inglés directas relaciones de amis-
tad y alianza, no bastándole las que interinamente se habian entabla-
do con sus almirantes y generales, á cuyo fin diputó con plenos poderes
á los generales D. Adrian Jácome y D. Juan Ruiz de Apodaca, que des-
pues verémos en Inglaterra. Ahora conviene seguir narrando la insurrec-
cion de las otras provincias.


Hemos referido más arriba que Córdoba y Jaen habian reconocido la
supremacía de Sevilla. No fué así en Granada. Asiento de una capita-
nía general y de una chancillería, no habia estado avezada aquella ciu-
dad, así por esto como por su extension y riqueza, á recibir órdenes de
otra provincia. Por tanto, determinó elegir un gobierno separado, levan-
tar un ejército propio suyo, y concurrir con brillantez y esfuerzo á la co-
mun defensa. En los dos últimos meses se habian dejado sentir los mis-
mos síntomas de desasosiego que en las otras partes, pero no adquirió
aquel descontento verdadera forma de insurreccion basta el 29 de Ma-
yo. A la una de aquel dia entró por la ciudad, á caballo y con grande es-
truendo, el teniente de artillería D. José Santiago, que traia pliegos de
Sevilla. Acompañado de paisanos de las cercanías y de otros curiosos,
que se agregaron con tanta más facilidad cuanto era domingo, se dirigió
á casa del Capitan general.


Eralo á la sazon D. Ventura Escalante, hombre pacífico y de esca-
so talento, quien, aturdido con la noticia de Sevilla, se quedó sin saber
á qué partido ladearse. Por de pronto con evasivas palabras se limitó á
mandar al oficial que se retirase, con lo que creció por la noche la agita-
cion y ágriamente se censuró la conducta tímida del General. Ser el dia
siguiente 30 el de San Fernando, no poco influyó para acalorar más los




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ánimos. Así fué que por la mañana, agolpándose mucha gente á la Plaza
Nueva, en donde está la chancillería, residencia del Capitan general, se
pidió con ahinco por los que allí se agruparon que se proclamase á Fer-
nando VII. El General, en aquel aprieto, con gran séquito de oficiales,
personas de distincion, y rodeado de la turba conmovida, salió á caballo,
llevando por las calles como en triunfo el retrato del deseado rey. Pero
viendo el pueblo que las providencias tomadas se habian limitado al va-
no aunque ostentoso paseo, se indignó de nuevo, é incitado por algunos,
acudió de tropel y por segunda vez á casa del General, y sin disfraz le re-
quirió que, desconfiándose de su conducta, era menester que nombrase
una junta, la cual, encargada que fuese del gobierno, cuidára con parti-
cularidad de armar á los habitantes. Cedió el Escalante á la imperiosa
insinuacion. Parece ser que el principal promovedor de la junta, y el que
dió la lista de sus miembros, fué un monje jerónimo, llamado el padre
Puebla, hombre de vasta capacidad y de carácter firme. Eligióse por pre-
sidente al Capitan general, y más de 40 individuos de todas clases entra-
ron á componer la nueva autoridad. Al instante se pensó en medidas de
guerra; el entusiasmo del pueblo no tuvo límites, y se alistó la gente en
términos, que hubo que despedir gran parte. Llovieron los donativos y
las promesas, y bien pronto no se vieron por todos lados sino fábricas de
monturas, de uniformes y de composicion de armas. Granada puede glo-
riarse de no haber ido en zaga en patriotismo y heroicos esfuerzos á nin-
guna otra de las provincias del reino. Y ¡ojalá que en todas hubiera habi-
do tanta actividad y tanto órden en el empleo de sus medios!


Pero, ciudad extendida é indefensa, hubiera, sin embargo, corrido
gran riesgo si una fuerza enemiga se hubiera acercado á sus puertas. Se
hallaba sin tropas, destinadas á otros puntos las que ántes la guarne-
cian. Un solo batallon suizo que quedaba, por órden de la córte se habia
ya puesto en marcha para Cádiz. Felizmente no se habia alejado toda-
vía, y en obediencia á un parte de la Junta, retrocedió y sirvió de apo-
yo á la autoridad.


Declarada con entusiasmo la guerra á Bonaparte, requisito que
acompañaba siempre á la insurreccion, se llamó de Málaga á D. Teo-
doro Reding, su gobernador, para darle el mando de la gente que se ar-
mase, y tuvo la especial comision de adiestrarla y disciplinarla el bri-
gadier D. Francisco Abadía, quien la desempeñó con celo y bastante
acierto. Todos los pueblos de la provincia imitaron el ejemplo de Grana-
da. En Málaga pereció desgraciadamente, el 20 de Junio, el vice-cónsul
frances Mr. d’Agaud y D. Juan Croharé, que sacó á la fuerza el popu-




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lacho del castillo de Gibralfaro, en donde estaban detenidos. Pero sus
muertes no quedaron impunes, vengándolas el cadalso en la persona de
Cristóbal Avalos y de otros dos, á quienes se consideró como principa-
les culpados.


La Junta de Granada, no contenta con los auxilios propios y con las
armas que aguardaba de Sevilla, envió á Gibraltar en comision á D.
Francisco Martinez de la Rosa, quien, á pesar de su edad temprana, era
ya catedrático en aquella universidad, y mereció por sus aventajadas
partes ser honrado con encargo de tanta confianza. No dejó en su viaje
de encontrar con embarazos, recelosos los pueblos de cualquiera pasaje-
ro que por ellos transitaba. Siendo el segundo español que en comision
fué á Gibraltar para anunciar la insurreccion de las provincias andalu-
zas, le acogieron los moradores con júbilo y aplauso. No tanto el gober-
nador, sir Hugo Dalrymple. Prevenido en favor de un enviado de Sevilla,
que era el que le habia precedido, temia el inglés una fatal desunion si
todos no se sometian á un centro comun de autoridad. Al fin condescen-
dió en suministrar al comisionado de Granada fusiles y otros pertrechos
de guerra, con lo que, y otros recursos que le facilitaron en Algeciras,
cumplió satisfactoriamente con su encargo. A la llegada de tan oportu-
nos auxilios se avivó el armamento, y en breve pudo Granada reunir una
division considerable de sus fuerzas á las demas de Andalucía, capita-
neándolas el mencionado D. Teodoro Reding, de quien era mayor ge-
neral D. Francisco Abadía, y teniendo por intendente á D. Cárlos Vera-
mendi, sujetos todos tres muy adecuados para sus respectivos empleos.


Deslustróse el limpio brillo de la revolucion granadina con dos de-
plorables acontecimientos. Don Pedro Trujillo, antiguo gobernador de
Málaga, residia en Granada, y mirábasele con particular encono por su
anterior proceder y violentas exacciones, sin recomendarle tampoco á
las pasiones del día su enlace con doña Micaela Tudó, hermana de la
amiga del Príncipe de la Paz. Hiciéronse mil conjeturas acerca de su
mansion, é imputábasele tener algun encargo de Murat. Para proteger-
le y calmar la agitacion pública, se le arrestó en la Alhambra. Determi-
naron despues bajarle á la cárcel de córte, contigua á la chancillería,
y ésta fué su perdicion, porque al atravesar la Plaza Nueva se amonto-
nó gente dando gritos siniestros, y al entrar en la prision se echaron so-
bre él á la misma puerta y le asesinaron. Lleno de heridas arrastraron,
como furiosos, su cadáver. Achacóse, entre otros, á tres negros el homi-
cidio, y sumariamente fueron condenados, ejecutados en la cárcel, y ya
difuntos puestos en la horca una mañana. Al asesinato de Trujillo siguié-




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ronse otros dos, el del Corregidor de Velez-Málaga y el de D. Bernabé
Portillo, sujeto dado á la economía política, y digno de aprecio por ha-
ber introducido en la abrigada costa de Granada el cultivo del algodon.
Su indiscrecion contribuyó á acarrearle su pérdida. Ambos habian si-
do presos y puestos en la Cartuja, extramuros, para que estuviesen más
fuera del alcance de insultos populares. El 23 de Junio, dia de la octa-
va del Córpus, habia en aquel monasterio una procesion. Despachába-
se por los monjes, con motivo de la fiesta, mucho vino de su cosecha, y
un lego era el encargado de la venta. Viendo éste á los concurrentes ale-
gres y enardecidos con el mucho beber, dijoles: «Más valia no dejar im-
punes á los dos traidores que tenemos adentro.» No fué necesario repetir
la aleve insinuacion á hombres ebrios y casi fuera de sentido. Entraron,
pues, en el monasterio, sacaron á los dos infelices y los apuñalaron en
el Triunfo. Sañudo el pueblo, parecia inclinarse á ejecutar nuevos horro-
res, maliciosamente incitado por un fraile de nombre Roldan. Doloroso
es, en verdad, que ministros de un Dios de paz, embozados con la capa
del patriotismo, se convirtiesen en crueles carniceros. Por dicha, el sín-
dico del comun, llamado Garcilaso, distrajo la atencion de los sedicio-
sos, y los persuadió á que no procediesen contra otros sin suficientes y
justificativas pruebas. La autoridad no desperdició la noche que sobre-
vino; prendió á varios, y de ellos hizo ahorcar á nueve, que cubiertas las
cabezas con un velo, se suspendieron en el patíbulo, enviando despues
á presidio al fraile Roldan. Aunque el castigo era desusado en su mane-
ra, y recordaba el misterioso secreto de Venecia, mantuvo el órden y vol-
vió á los que gobernaban su vigoroso influjo. Desde entónces no se per-
turbó la tranquilidad en Granada, y pudieron sus jefes con más sosiego
ocuparse en las medidas que exigía su noble resolucion.


La provincia de Extremadura habia empezado á desasosegarse des-
de el famoso aviso del alcalde de Móstoles, que ya alcanzó á Badajoz en
4 de Mayo. Era gobernador y comandante general el Conde de la Torre
del Fresno, quien en su apuro se asesoró con el Marqués del Socorro, ge-
neral en jefe de las tropas que habian vuelto de Portugal. Ambos convo-
caron á junta militar, y de sus resultas se dió el 5 una proclama contra
los franceses, la primera quizá que en este sentido se publicó en Espa-
ña, enviando ademas á Lisboa, Madrid y Sevilla varios oficiales con co-
misiones al caso é importantes. Obraron de buena fe Torre de Fresno y
Socorro en paso tan arriesgado; pero recibiendo nuevos avisos de estar
restablecida la tranquilidad en la capital, así uno como otro mudaron de
lenguaje y sostuvieron con empeño al gobierno de Madrid. Habian alu-




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cinado á Socorro cartas de antiguos amigos suyos, y halagándole la re-
solucion de Murat de que volviese á su capitanía general de Andalucía,
para donde en breve partió. Su ejemplo y sus consejos arrastraron á To-
rre del Fresno, que carecía de prendas que le realzasen: general corte-
sano, y protegido, como paisano suyo, por el Príncipe de la Paz, aplacía-
le más la vida floja y holgada que las graves ocupaciones de su destino.
Sin la necesaria fortaleza áun para tiempos tranquilos, mal podía con-
trarestar el torrente que amenazaba. La fermentacion crecia, menguaba
la confianza hácia su persona, y avivando las pasiones los impresos de
Madrid, que tanto las despertaron en Sevilla, trataron entónces algunas
personas de promover el levantamiento general. Se contaban en su nú-
mero, y eran los más señalados, D. José María Calatrava, despues ilustre
diputado de Córtes, el teniente rey Mancio y el tesorero don Félix Ova-
lle, quienes se juntaban en casa de don Alonso Calderon. Concertóse en
las diversas reuniones un vasto plan, que el 3 ó 4 de Junio debia ejecu-
tarse al mismo tiempo en Badajoz y cabezas de partido. En el ardor que
abrigaban los pechos españoles no era dado calcular friamente el mo-
mento de la explosion, como en las comunes conjuraciones. Ahora todos
conspiraban, y conspiraban en calles y plazas. Ciertos individuos forma-
ban á veces propósito de enseñorearse de esta disposicion general y diri-
girla; pero un incidente prevenia casi siempre sus laudables intentos.


Así fué en Badajoz, en donde un caso parecido al de la Coruña anti-
cipó el estampido. Habia ordenado el Gobernador que el 30, dia de San
Fernando, no se hiciese la salva ni se enarbolase la bandera. Notóse la
falta, se apiñó la gente en la muralla, y una mujer atrevida, despues de
reprender á los artilleros, cogió la mecha y prendió fuego á un cañon. Al
instante dispararon los otros, y á su sonido levantóse en toda la ciudad el
universal grito de Viva Fernando VII y mueran los franceses. Cuadrillas
de gente recorrieron las calles con banderolas, panderos y sonajas, sin
cometer exceso alguno. Se encaminaron á casa del Gobernador, cuya voz
se empleó exclusivamente en predicar la quietud. Impacientáronse con
sus palabras los numerosos espectadores, y ultrajáronle con el denuesto
de traidor. Miéntras tanto y azarosamente llegó un postillon con pliegos,
y se susurró ser correspondencia sospechosa y de un general frances.
Ciegos de ira y sordos á las persuasiones de los prudentes, enfureciéron-
se los más, y treparon sin demora hasta entrarse por los balcones. Aco-
bardado Torre del Fresno, se evadió por una puerta falsa, y en compañía
de dos personas aceleró sus pasos hácia la puerta de la ciudad que da
al Guadiana. Advirtiendo su ausencia, siguieron la huella, le encontra-




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ron, y rodeado de gran gentío se metió en el cuerpo de guardia, sin haber
quien le obedeciese. Cundió que se fugaba, y en medio de la pendencia
que suscitó el quererle defender unos y acometerle otros, lo hirió un ar-
tillero, y lastimado de otros golpes de paisanos y soldados, fué derriba-
do sin vida. Arrastraron despues el cadáver hasta la puerta de su casa,
en cuyos umbrales le dejaron abandonado. Víctima inocente de su im-
prudencia, nunca mereció el injurioso epíteto de traidor, con que amar-
garon sus últimos suspiros.


El brigadier de artillería D. José Galluzo fué elevado al mando su-
premo, y al gobierno de la plaza el teniente rey D. Juan Gregorio Man-
cio. Interinamente se congregó una junta de unas veinte personas, esco-
gidas entre las primeras autoridades y hombres de cuenta. Los partidos
constituyeron del mismo modo otras en sus respectivas comarcas, y uni-
dos obedecieron las órdenes de la capital. Hubo por todas partes el me-
jor orden, á excepcion de la ciudad de Plasencia y de la villa de los
Santos, en donde se ensangrentó el alzamiento con la muerte de dos per-
sonas. Las clases, sin distincion, se esmeraron en ofrecer el sacrificio de
su persona y de sus bienes, y los mozos acudieron á enregimentarse co-
mo si fuesen á una festiva romería.


Entristeció, sin embargo, á los cuerdos el absoluto poder que por po-
cos dias ejerció el capitan D. Ramon Gavilanes, despachado de Sevi-
lla para anunciar su pronunciamiento. Al principio, con nueva tan hala-
güeña colmó su llegada de júbilo y satisfaccion. Acibaróse luégo al ver
que, por la flaqueza de D. José Galluzo, procedió el Gavilanes á manera
de dictador de índole singular, repartiendo gracias y honores, y áun in-
ventando oficios y empleos ántes desconocidos. La Junta sucumbió á su
influjo, y confirmó casi todos los nombramientos; mas volviendo en sí,
puso término á las demasías del intruso capitan, procurando que se olvi-
dase su propia debilidad y condescendencia con las medidas enérgicas
que adoptó. Después ella misma legitimó la autoridad provincial, convo-
cando una junta, á que fueron llamados representantes de la capital, de
los otros partidos, de los gremios y principales corporaciones.


Casi desmantelada la plaza de Badajoz, y desprovistos sus habitantes
de lo más preciso para su defensa, fué su resolucion harto osada, estan-
do el enemigo no léjos de sus puertas. Ocupaba á Yélbes el general Ke-
llerman, y para disfrazar el estado de la ciudad alzada, se emplearon mil
estratagemas que estorbasen un impensado ataque. La guarnicion esta-
ba reducida á 500 hombres. La milicia urbana cubría á veces el servicio
ordinario. Uno de los dos regimientos provinciales estaba fuera de Ex-




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tremadura, el otro permanecia desarmado. Las demas plazas de la fron-
tera, débiles de suyo, ahora lo estaban aún más, arruinándose cada dia
las fortificationes que las circuian. Todo al fin fué remediándose con la
actividad y celo que se desplegó. Al acabar Junio contó ya el ejército ex-
tremeño 20.000 hombres. Sirvieron mucho para su formacion los espa-
ñoles que á bandadas se escapaban de Portugal, á pesar de la estrecha
vigilancia de Junot; y de los pasados portugueses y del propio ejército
frances pudo levantarse un cuerpo de extranjeros. Importantísimo fué
para España, y particularmente para Sevilla, el que se hubiera alzado
Extremadura. Con su ayuda se interrumpieron las comunicaciones di-
rectas de los franceses del Alentejo y de la Mancha, y no pudieron éstos
ni combinar sus operaciones, ni darse la mano para apagar la hoguera de
insurreccion encendida en la principal cabeza de las Andalucías.


Ocupadas ú observadas de cerca por el ejército frances las cinco pro-
vincias en que se divide Castilla la Nueva, no pudieron en lo general sus
habitantes formar juntas ni constituirse en un gobierno estable y regular.
Procuraron, con todo, en muchas partes cooperar á la defensa comun, ya
enviando mozos y auxilios á las que se hallaban libres, ya provocando y
favoreciendo la desercion de los regimientos españoles que estaban den-
tro de su territorio, y ya tambien hostigando al enemigo é interceptando
sus correos y comunicaciones. El ardor de Castilla por la causa de la pa-
tria caminaba al par del de las otras provincias del reino, y á veces raros
ejemplos de valor y bizarría ennoblecieron é ilustraron á sus naturales.
Más adelante verémos los servicios que allí se hicieron, sobre todo en
la desprevenida y abierta Mancha. Ya desde el principio se difundieron
proclamas para excitar á la guerra, y áun hubo parajes en que hombres
atrevidos dieron acertado impulso á los esfuerzos individuales.


Penetradas de iguales sentimientos, y alentadas por la proteccion
que las circunstancias les ofrecian, lícito les fué á las tropas que tenían
sus acantonamientos en los pueblos castellanos, desampararlos é ir á in-
corporarse con los ejércitos que por todas partes se levantaban. Entre las
acciones que brillaron con más pureza en estos dias de entusiasmo y pa-
triotismo, asombrosa fué y digna de mucha loa la resolucion de D. José
Veguer, comandante de zapadores y minadores, quien, desde Alcalá de
Henares y á tan corta distancia de Madrid, partió en los últimos dias de
Mayo con 110 hombres, la caja, las armas, banderas, pertrechos y tam-
bores, y desoyendo las promesas que en su marcha recibió de un emisa-
rio de Murat, en medio de fatigas y peligros, amparado por los habitan-
tes y atravesando por la sierra de Cuenca, tomó la vuelta de Valencia, á




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cuya Junta se ofreció con su gente. Al amor de la insurreccion que cun-
dia, buscaron los otros soldarlos el honroso sendero ya trillado por los
zapadores. Así se apresuraron en la Mancha á imitar su glorioso ejemplo
los carabineros reales, y en Talavera sucedió otro tanto con los volunta-
rios de Aragon y un batallon de Saboya, que iban con destino á dome-
ñar la Extremadura. ¿Qué más? De Madrid mismo desertaban oficiales
y soldados sueltos de todos los cuerpos, y partidas enteras, como se ve-
rificó con una de dragones de Lusitania y otra del regimiento de Espa-
ña, la cual salió por sus mismas puertas sin estorbo ni demora. Fácil es
figurarse cuál sería la sorpresa y aturdimiento de los franceses al ver el
desórden y la agitacion que reinaban en las poblaciones mismas de que
eran dueños, y la desconfianza y desmayo que debian sembrarse en sus
propias filas. Por momentos se acrecentaban sus zozobras, pues cada dia
recibian la nueva de alguna provincia levantada, y no poco los descon-
certó el correo portador de lo que pasaba en la parte oriental de España,
que vamos á recorrer.


Fué allí Cartagena la primera que dió la señal, compeliendo á levan-
tar el estandarte de independencia á Murcia y pueblos de su comarca.
Plaza de armas y departamento de marina, reunia Cartagena un cúmu-
lo de ventajas, que fomentaban el deseo de resistencia que la dominaba.
Se esparció el 22 de Mayo que el general D. José Justo Salcedo pasaba á
Mahon para encargarse de nuevo del mando de la escuadra allí fondeada
y conducirla á Tolon. Interesaba esta providencia á un departamento de
cuya bahía aquella escuadra habia levado el ancla, y en donde se alber-
gaban muchas personas conexionadas con las tripulaciones de su bordo.
Por acaso en el mismo dia vinieron las renuncias de Bayona, vehemen-
te incitativo al levantamiento de toda España, y con ellas, otras noticias
tristes y desconsoladoras. Amontonándose á la vez novedades tan ex-
traordinarias, causaron una tremenda explosion. El cónsul de Francia
se refugió en un buque dinamarqués. Reemplazó á D. Francisco de Bor-
ja, capitan general del departamento, D. Baltasar Hidalgo de Cisneros,
siendo despues el 10 de Junio inmediato asesinado el primero, de resul-
tas de un alboroto, á que dió ocasion un artículo imprudente de la Ga-
ceta de Valencia. Escogieron por gobernador al Marqués de Camarena
la Real, coronel del regimiento de Valencia, y se formó, en fin, una jun-
ta de personas distinguidas del pueblo, en cuyo número brillaba el sa-
bio oficial de marina D. Gabriel Ciscar. Cartagena declarada era un fuer-
te estribo en que se podian apoyar confiadamente la provincia de Murcia
y toda la costa. Abiertos sus arsenales y depósitos de armas, era natural




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que proveyesen en abundancia, como así lo hicieron, de pertrechos mi-
litares á todos los que se agregasen para sostener la misma causa. Na-
da se omitió por la ciudad, despues de su insurreccion para aguijar á las
otras; y fué una de sus oportunas y primeras medidas poner en cobro la
escuadra de Mahon, á cuyo puerto y con aquel objeto fué despachado el
teniente de navío D. José Duelo, quien llegando á tiempo, impidió que
se hiciese á la vela, como iba Salcedo á verificarlo, conformándose con
una órden de Murat, recibida por la via de Barcelona.


De los emisarios que Cartagena había enviado á otras partes, pene-
traron en Murcia, a las siete de la mañana del 24 de Mayo, cuatro oficia-
les aclamando á voces á Fernando VII. Se conmovió el pueblo á tan des-
usado rumor, y los estudiantes de San Fulgencio, colegio insigne por los
claros varones que ha producido, se señalaron en ser de los primeros á
abrazar la causa nacional. Acrecentándose el tumulto, los regidores, con
el cabildo eclesiástico y la nobleza, tuvieron ayuntamiento, y acordaron
la proclamacion solemne de Fernando, ejecutándose en medio de uni-
versales vivas. No hubo desgracias en aquella ciudad, y sólo por precau-
cion arrestaron á algunos mirados con malos ojos por el pueblo y al que
hacia de cónsul frances. En la de Villena pereció su corregidor y algun
dependiente suyo, hombres antes odiados. Se eligió una junta de diez y
seis personas entre las de más monta, resaltando en la lista el nombre
del Conde de Floridablanca, con quien, á pesar de su avanzada edad, to-
davía nos encontrarémos. El mando de las tropas se confió á don Pedro
Gonzalez de Llamas, antiguo coronel de milicias, y comenzaron á adop-
tarse medidas de armamento y defensa. Como esta provincia, por lo que
respecta á lo militar, dependia del capitan general de Valencia, sus tro-
pas obraban casi siempre y de consuno, por lo ménos en un principio,
con las restantes de aquel distrito.


Pero entre las provincias bañadas por el Mediterráneo, llamó la aten-
cion sobre todas la de Valencia. Indispensable era que así fuese al ver
sus heroicos esfuerzos, sus sacrificios, y desgraciadamente hasta sus
mismos y lamentables excesos. Tributáronse á unos los merecidos elo-
gios, y arrancaron los otros justos y acerbos vituperios. Los naturales de
Valencia, activos é industriosos, pero propensos al desasosiego y á la in-
subordinacion, no era de esperar que se mantuviesen impasibles y tran-
quilos ahora, que la desobediencia á la autoridad intrusa era un títu-
lo de verdadera é inmarcesible gloria. Sin embargo, ni los trastornos de
Marzo, ni los pasmosos acontecimientos que desde entónces se agolpa-
ron unos en pos de otros, habian suscitado sino hablillas y corrillos has-




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ta el 23 de Mayo. En la madrugada de aquel dia se recibió la Gaceta de
Madrid del 20, en la que se habian insertado las renuncias de la familia
real en la persona del Emperador de los franceses. Solian por entónces
gentes del pueblo juntarse á leer dicho papel en un puesto de la plazuela
de las Pasas, encargándose uno de satisfacer en voz alta la curiosidad de
los demas concurrentes. Tocó en el 23 el desempeño de la agradable ta-
rea á un hombre fogoso y atrevido, quien al relatar el artículo de las cita-
das renuncias, rasgó la Gaceta, y lanzó el primer grito de Viva Fernando
VII y mueran los franceses. Respondieron á su voz los numerosos oyen-
tes, y corriendo con la velocidad del rayo, se repitió el mismo grito has-
ta en los más apartados lugares de la ciudad. Se aumentó el clamoreo,
agrupándose miles de personas, y de tropel acudieron á la casa del Ca-
pitan general, que lo era el Conde de la Conquista. En vano intentó és-
te apaciguarlos con muchas y atentas razones. El tumulto arreció, y en la
plazuela de Santo Domingo mostráronse, sobre todo, los amotinados muy
apiñados y furiosos.


Faltábales caudillo, y allí por primera vez se les presentó el P. Juan
Rico, religioso franciscano, el cual, resuelto, fervoroso, perito en la po-
pular elocuencia, y resguardado con el hábito que le santificaba á los
ojos de la muchedumbre, unia en su persona poderosos alicientes pa-
ra arrastrar tras sí á la plebe, dominarla, é impedir que enervase ésta su
fuerza con el propio desórden.


Arengó brevemente al inumerable auditorio, le indicó la necesidad
de una cabeza, y todos le escogieron para que llevase la voz. Excusóse
Rico, insistió el pueblo, y al cabo, cediendo aquél, fué llevado en hom-
bros desde la plazuela de Santo Domingo al sitio en que el Real Acuer-
do celebraba sus sesiones. Hubo entre los individuos de esta corpora-
cion y el P. Rico largo coloquio, esquivando aquellos condescender con
las peticiones del pueblo, y persistiendo el último tenazmente en su in-
variable propósito. Acalorándose con la impaciencia los ánimos, asin-
tieron las autoridades á lo que de ellas se exigia, y se nombró por gene-
ral en jefe del ejército que iba á formarse al Conde de Cervellon, grande
de España, propietario rico del país, aunque falto de las raras dotes que
semejante mando y aquellos tiempos turbulentos imperiosamente re-
clamaban. Como el de la Conquista y el Real Acuerdo habian con re-
pugnancia sometídose á tamaña resolucion, procuraron escudarse con
la violencia, dando subrepticiamente parte á Madrid de lo que pasaba,
y pidiendo con ahinco un envío de tropas que los protegiese. El pueblo,
ignorante de la doblez, tranquilamente se recogió á sus casas la noche




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del 23 al 24. En ella habia el Arzobispo tanteado á Rico, y ofrecídole
una cuantiosa suma si queria desamparar á Valencia; cuyo paso habien-
do fallado por la honrosa repulsa del solicitado, se despertaron los rece-
los, y en acecho los principales promovedores del alboroto, prepararon
otro mayor para la mañana siguiente.


Rico se habia albergado aquella noche en el convento del Temple,
en el cuarto de un amigo. Muy temprano, y á la sazon en que el pueblo
empezó á conmoverse, fué á visitarle el capitan de Saboya don Vicen-
te Gonzalez Moreno con dos oficiales del propio cuerpo. Era de impor-
tancia su llegada, porque, ademas de aunarse así las voluntades de mi-
litares y paisanos, tenía Moreno amistad con personas de mucho influjo
en el pueblo y huerta de Valencia: tales eran D. Vicente, D. Manuel y D.
Mariano Beltran de Lis, quienes de antemano juntábanse con otros á de-
plorar los males que amenazaban á la patria, pagaban gente que estuvie-
se á su favor, y atizaban el fuego encubierto y sagrado de la insurreccion.
Concordes en sentimientos Moreno y Rico, meditaron el modo de apode-
rarse de la ciudadela.


Un impensado incidente estuvo entre tanto para envolver á Valencia
en mil desdichas. La serenidad y valor de una dama lo evitó felizmente.
Habíase empeñado el pueblo en que se leyesen las cartas del correo que
iba á Madrid, y en vano se cansaron muchos en impedirlo. La balija que
las contenía fué trasportada á casa del Conde de Cervellon, y á poco de
haber comenzado el registro se dió con un pliego, que era el duplicado
del parte arriba mencionado, y en el que el Real Acuerdo se disculpaba
de lo hecho, y pedia tropas en su auxilio. Viendo la hija del Conde, que
presenciaba el acto, la importancia del papel, con admirable presencia
de ánimo, al intentar leerle, le cogió, rasgóle en menudos pedazos, é im-
perturbablemente arrostró el furor de la plebe amotinada. Ésta, si bien
colérica, quedó absorta, y respetó, la osadía de aquella señora, que pre-
servó de muerte cierta á tantas personas. Accion digna de eterno loor.


En el mismo dia 24, y conforme á la conmocion preparada, pensaron
Rico, Moreno y sus amigos en enseñorearse de la ciudadela. Con pretex-
to de pedir armas para el pueblo, se presentaron en gran número delan-
te del Acuerdo, y como éste contestase, segun era cierto, que no las ha-
bia, exigieron los amotinados, para cerciorarse con sus propios ojos, que
se les dejase visitar la ciudadela, en donde debian estar depositadas. Se
concedió el permiso á Rico con otros ocho; pero llegados que fueron, to-
dos entraron de monton, pasando á su bando el Baron de Rus, que era
gobernador. Gran brío dió este suceso á la revolucion, y tanto, que sin




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resistencia de la autoridad se declaró el dia 25 la guerra contra los fran-
ceses, y se constituyó una junta numerosísima, en que andaba mezclada
la más elevada nobleza con el más humilde artesano.


La situacion, empero, de Valencia hubiera sido muy peligrosa, si
Cartagena no la hubiese socorrido con armas y pertrechos de guerra. Es-
taba en esta parte tan exhausta de recursos, que áun de plomo carecia;
pero para suplir tan notable falta, empezó igualmente la fortuna á soplar
con próspero viento. Por singular dicha arribó al Grao una fragata fran-
cesa, cargada con 4.000 quintales de aquel metal, la cual, sin noticia
del levantamiento, vino á ponerse á la sombra de las baterías del puer-
to, dándole caza un corsario inglés. A la entrada fué sorprendida y apre-
sada, y se envió á su contrario, que bordeaba á la banda de afuera, un
parlamento para comunicarle las grandes novedades del dia y confiarle
pliegos dirigidos á Gibraltar. En esta doble y feliz casualidad vió el pue-
blo la mano de la Providencia, y se ensanchó su ánimo alborozado.


Hasta ahora, en medio del conflicto que habia habido entre las au-
toridades y los amotinados, no se habia cometido exceso alguno. Sospe-
chas, nacidas del acaso, empezaron á empañar la revolucion valenciana,
y acabaron por ensangrentarla horrorosamente.


D. Miguel de Saavedra, baron de Albalat, habia sido uno de los pri-
meros nombrados de la Junta para representar en ella á la nobleza. Mas
reparándose que no asistia, se susurró haber pasado á Madrid para dar
en persona cuenta á Murat de las ruidosas asonadas: rumor falso é in-
fundado. Solamente habia de cierto que el Baron, odiado por el pueblo
desde años atras, en que, como coronel de milicias, decíase haber man-
dado hacer fuego contra la multitud, opuesta á la introduccion y estable-
cimiento de aquel cuerpo, creyó prudente alejarse de Valencia miéntras
durase el huracan que la azotaba, y se retiró á Buñol, siete leguas dis-
tante. Su ausencia renovó la antigua llaga, todavía no bien cerrada, y el
espíritu público se encarnizó contra su persona. Para, aplacarle orde-
nó la Junta que, pues habia el Baron rehusado acudir á sus sesiones, se
presentase arrestado en la ciudadela. Obedeció, y al tiempo que el 29 de
Mayo regresaba á Valencia, se encontró á tres leguas, en el más del Po-
yo, con el pueblo, que impaciente habia salido á aguardar el correo que
venía de Madrid. Por una aciaga coincidencia el de Albalat y el correo
llegaron juntos, con lo cual tomaron cuerpo las sospechas. Entónces, á
pesar de sus vivas reclamaciones, cogiéronle y le llevaron preso. A me-
dia legua de la ciudad se adelantó á protegerle una partida de tropa al
mando de D. José Ordoñez, quien, á ruegos del Baron, en vez de con-




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ducirle directamente á la ciudadela, torció á casa de Cervellon; extravío
que en parte coadyuvó á la posterior catástrofe, extendiéndose la voz de
su vuelta, y dando lugar á que se atizase el encono público y áun el pri-
vado. Entró en aquellos umbrales amagado ya por los puñales de la ple-
be; aceleró hácia allí sus pasos el P. Rico, y vió al Baron tendido sobre
un sofá, pálido y descaecido. El infeliz se arrojó á los brazos de quien
podia ampararle en su desconsuelo, y con trémulo y penetrante acento le
dijo: «Padre, salve V. á un caballero que no ha cometido otro delito que
obedecer á la órden de que regresase á Valencia.» Rico se lo prometió, y
contando para ello con la ayuda de Cervellon, fué en su busca; pero és-
te, no ménos atemorizado que el perseguido, se habia metido en la ca-
ma con el simulado motivo de estar enfermo, y se negó á verle y á favo-
recer á un desgraciado con quien le enlazaba antigua amistad y deudo.
Ruin villanía y notable contraposicion con el valor é intrepidez que en el
asunto de las cartas habia mostrado su hija.


Entónces el P. Rico, pidiendo el pueblo desaforadamente la cabe-
za del Baron, determinó, con intento de salvarle, que se le trasladase á
la ciudadela, metiéndole en medio de un cuadro de tropa mandado por
Moreno. Sin que fuese roto por los remolinos y oleadas de la turba, con-
siguieron llegar al pedestal del obelisco de la plaza. Allí, al fin, forzó el
pueblo el cuadro, penetró por todos lados, y sordo á las súplicas y exhor-
taciones de Rico, dieron de puñaladas en sus propios brazos al desven-
turado Baron, cuya cabeza cortada y clavada en una pica, la pasearon
por la ciudad. Difundióse en toda ella un terror súbito, y la nobleza, para
apartar toda sospecha, aumentó sus ofrecimientos y formó un regimien-
to de caballería de individuos suyos, que no deslucieron el esplendor de
su cuna en empeñadas acciones.


Triste y doloroso como fué el asesinato del Baron de Albalat, desapa-
rece á la vista de la horrorosa matanza que á pocos dias tuvo que llorar
Valencia, y á cuyo recuerdo la pluma se cae de la mano. En 1.º de Junio
se presentó en aquella ciudad D. Baltasar Calvo, canónigo de San Isidro
de Madrid, hombre travieso, de amaño, fanático y arrebatado, con enten-
dimiento bastantemente claro. Entre los dos bandos que anteriormente
habian dividido á los prebendados de su iglesia de jansenistas y jesui-
tas, se habia distinguido como cabeza de los últimos, y ensañádose en
perseguir á la parcialidad contraria. Ahora tratando de amoldar á su am-
bicion las doctrinas que tenazmente habia siempre sostenido, notó muy
luégo que el P. Rico con su influjo pudiera en gran manera servirle, é hi-
zo resolucion de trabar con él amistad; pero, ya fuesen celos, ó ya que en




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uno hubiera mejor fe que en otro, no pudieron entenderse ni concordar-
se. El astuto Calvo procuró entónces urdir con otros la espantosa trama
que meditaba. Para encubrir sus torcidos manejos distraia con aparien-
cias de santidad la atencion del pueblo, tardando mucho en decir misa,
y permaneciendo arrodillado en los templos cuatro ó cinco horas en ac-
to de contrita y fervorosa oracion. Queria ser dominador de Valencia, y
creyó que con la hipocresía y con poner en práctica la infernal maquina-
cion de matar á los franceses, cautivaria el ánimo del pueblo, que tanto
los odiaba. Para alcanzar su intento era necesario comenzar por apode-
rarse de la ciudadela, en cuyo recinto habia ordenado la Junta que aqué-
llos se recogiesen, precaviéndolos de todo daño y respetando religiosa-
mente sus propiedades y haberes. No era difícil la empresa, porque sólo
habian quedado allí de guarnicion unos cuantos inválidos, habiéndose
ausentado con su gente para formar una division en Castellon de la Pla-
na D. Vicente Moreno, nombrado ántes por la Junta gobernador de di-
cha ciudadela. Calvo conoció bien que dueño de este punto tenía en sus
manos una prenda muy importante, y que podria á mansalva cometer la
proyectada carnicería.


Él y sus cómplices fijaron el 5 de Junio para la ejecucion de su es-
pantoso plan, y repentinamente al anochecer, levantando gran gritería
y alboroto, sin obstáculo penetraron dentro de los muros de la ciudade-
la y la dominaron. Fué Calvo de los primeros que entraron, y apresurán-
dose á poner en obra su proyecto, se complació en unir á la crueldad la
más insigne perfidia. Porque presentándose á los franceses detenidos,
con aire de compuncion les dijo: «Que intentando el populacho matar-
los, movido de piedad y caridad cristiana se habia anticipado á preser-
varlos, disponiendo él á escondidas que se evadiesen por el postigo que
daba al campo, y partiesen al Grao, en donde encontrarian barcos lis-
tos para trasportarlos á Francia.» Al mismo tiempo que de aquel mo-
do con ellos se expresaba, habia preparado para determinarlos y azo-
rar áun más sus caidos ánimos, que se diesen por los agavillados gritos
amenazadores de traicion y venganza. Con semejante amago cedieron
los presos á las insinuaciones del fingido amigo, y trataron de salir por
el postigo indicado. Al ir á ejecutarlo corrió la voz de que se salvaban
los franceses, y hombres ciegos y rabiosos se atropellaron hácia su es-
tancia. Dentro comenzó el horrible estrago; presidíale el feroz clérigo.
Hubo tan solo un intermedio en que se llamaron confesores para asis-
tir en su última hora á las infelices víctimas. Aprovechándose de aque-
llos breves instantes, algunas personas humanas volaron á su socorro,




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acompañadas de imágenes y reliquias veneradas por los valencianos.
Su presencia y las enternecidas súplicas de los respetables confeso-
res á veces apiadaban á los verdugos; pero el furibundo Calvo, conver-
tido en carnívora fiera, acallaba con el terror las lágrimas y los queji-
dos de los que intercedian en favor de tantos inocentes, y estimulaba á
sus sicarios, añadiendo á las esperanzas de un asalariado cebo la blas-
femia de que nada era más grato á los ojos de la Divinidad que el matar
á los franceses. Quedaban vivos 70 de estos desgraciados, y ménos bár-
baros los ejecutores que su sanguinario jefe, suspendieron la matanza y
pidieron que se les hiciese gracia. Fingió Calvo acceder á su ruego, se-
guro de que en vano hubiera insistido en que se continuase el destrozo,
y mandó que los sacasen por fuera del muro á la torre de Cuarte. Mas,
¡quién creyera tamaña ferocidad! Aquel tigre habia á prevencion apos-
tado una cuadrilla de bandidos cerca de la plaza de Toros, y al empare-
jar con ella los que ya se juzgaban libres, se vieron acometidos por los
encubiertos asesinos, quienes fria y traidoramente los traspasaron con
sus espadas y puñales. Perecieron en la noche 330 franceses; pensóse
que con la oscuridad se pondria término á tan bárbaro furor, pero el de
Calvo no estaba todavía satisfecho.


Al empezar el alboroto habia la Junta comisionado á Rico para que
le enfrenase y estorbára los males que amagaban. Inútiles fueron ofer-
tas, ruegos y amenazas. La voz de su primer caudillo fué tan desoida por
los amotinados como cuando mataron á Albalat. Nueva prueba, si de ella
se necesitase, de que «los tribunos del pueblo (segun la expresion de Ti-
to Livio), más bien que rigen, son regidos casi siempre por la multitud»
(5). Calvo, ensoberbecido, se erigió en señor absoluto, y durante la car-
nicería de la ciudadela expidió órdenes á todas las autoridades, y todas
ellas humildemente se le sometieron, empezando por el Capitan general.
Rico, desfallecido, temió por su persona y se recogió á un sitio apartado.
Sin embargo, por la mañana, recobrando sus abatidas fuerzas, montó á
caballo, y confiando en que la multitud, con su inconstancia, desampa-
raria á su nuevo dueño, pensó en prenderle, y estaba á punto de conse-
guir contra su rival un seguro triunfo, cuando el coronel D. Mariano Usel
propuso en la Junta que se nombrase á Calvo individuo suyo. Le apoya-
ron otros dos, por lo que de resultas hubo quien á éstos y al Usel los sos-
pechára de no ignorar del todo el origen de los horrores cometidos.


(5) Tribuni ut ferè reguntur à multitudine magis quam regunt. (TIT. LIV., lib. III, cap.
LXXI.)




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Calvo, en la mañana del 6, todavía empapado en la inocente sangre,
tomó asiento en la Junta. Consternados estaban todos sus miembros, y
solo Rico, despechado por el suceso de la anterior noche, alzó la voz, di-
rigió con energía su discurso al mismo Calvo, acriminó con negros colo-
res su conducta, y afirmó que Valencia estaba perdida si al instante no
se cortaba la cabeza á aquel malvado. Sorprendióse Calvo, pasmáronse
los otros circunstantes, y en esto andaban cuando una parte del popu-
lacho, destacada por su jefe sediento de sangre, despues de haber reco-
rrido las calles en que se guarecian unos pocos franceses y de haberlos
muerto, arrastró consigo á la presencia de la misma Junta ocho de aque-
llos desgraciados, que quiso inmolar en la sala de las sesiones. El cónsul
inglés Tupper, que ántes habia salvado á algunos, intentó inútilmente y
con harto riesgo de su persona libertar á éstos. Los individuos de aquella
corporacion, amedrentados, precipitadamente se dispersaron, salpicán-
dose sus vestidos con la sangre de los ocho infelices franceses, vertida
sin piedad por infames matadores. Todo fué entónces terror y espanto.
Rico se escondió y áun dos veces mudó de disfraz, temiendo la inevita-
ble venganza de Calvo que triunfante dominaba solo, y se disponia á eje-
cutar actos de inaudita ferocidad.


Felizmente no todos se descorazonaron; al contrario, los hubo que
trabajando en silencio por la noche, pudieron congregar la Junta en la
mañana del 7. Vuelto en sí Rico del susto, llevó principalmente la voz, y
queriendo los asistentes no ser envueltos en la ruina comun que amena-
zaba, decretaron el arresto de Calvo, y ántes de que éste pudiera ser avi-
sado diéronse priesa á ejecutar la resolucion convenida; sorprendiéronle
y sin tardanza le pusieron á bordo de un barco, que le trasladó á Mallor-
ca. Allí permaneció hasta últimos de Junio, en que preso se le volvió á
traer á Valencia para ser juzgado. Grandes y honrosos sucesos acaecie-
ron en el intervalo en aquella ciudad, y con los cuales lavó algun tanto
el negro borron que los asesinatos habian echado sobre su gloria. Aho-
ra, aunque anticipemos la serie de acontecimientos, será bien que con-
cluyamos con los hechos de Calvo y de sus cómplices. Así con el pron-
to y severo castigo respirará el lector, angustiado con la nefanda relacion
de tantos crímenes.


Habiendo vuelto Calvo á Valencia, alegó, conforme á la doctrina de
su escuela, en una defensa que extendió por escrito, que si habia obrado
mal, había sido por hacer el bien, debiendo la intencion ponerle á salvo
de toda inculpacion. Aquí tenemos renovada la regla invariable de los
sectarios de Loyola, á quienes todo les era lícito, con tal que, como dice




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Pascal (6), supiesen dirigir la intencion. No le sirvió de descargo á Cal-
vo, porque condenado á la pena de garrote, fué ajusticiado en la cárcel
á las doce de la noche del 3 de Julio, y expuesto su cadáver al público
en la mañana del 4. Hubo en la formacion y sentencia de la causa algu-
nas irregularidades, que á pesar de la atrocidad de los crímenes del reo
hubiera convenido evitar. Achacóse tambien á Calvo haber procedido en
virtud de comision de Murat. Careció de verosimilitud y de fundamen-
to tan extraña acusacion. Se inventó para hacerle odioso á los ojos de la
muchedumbre, y poder más fácilmente atajarle en su desenfreno. Fué
hombre fanático y ambicioso, que mezclando y confundiendo erróneos
principios con sus feroces pasiones, no reparó en los medios de llevar á
cabo un proyecto que le facilitase obtener el principal y quizá exclusivo
influjo en los negocios del dia.


La Junta pensó ademas en hacer un escarmiento en los otros delin-
cuentes. Creó con este objeto un tribunal de seguridad pública, com-
puesto de tres magistrados de la Audiencia, D. José Manescau y los
Sres. Villafañe y Fuster. Habia la prevision del primero preparado una
manera fácil de descubrir á los matadores, y la cual en parte la debió á
la casualidad. En la mañana que siguió á la cruel carnicería, quince ó
veinte de los asesinos, con las manos áun teñidas de sangre, creyendo
haber procedido segun los deseos de la Junta, se presentaron para entre-
gar los relojes y alhajas de que habian despojado á los franceses muer-
tos, y pidieron, en retribucion del acto patriótico que habian ejecutado,
alguna recompensa. El advertido Manescau condescendió en dar á ca-
da uno 30 rs., pero con la precaucion al escribano de que les tomase los
nombres, bajo pretexto que era precisa aquella formalidad para justifi-
car que habian cobrado el dinero. Partiendo de este antecedente pudo
probarse quiénes eran los reos, y en el espacio de dos meses se ahorcó
públicamente y se dió garrote en secreto á más de 200 individuos. Seve-
ridad que á algunos pareció áspera, pero sin ella la anarquía á duras pe-
nas se hubiera reprimido en Valencia y en otros pueblos de su reino, en-
tre los que Castellon de la Plana y Ayora habian visto tambien perecer
su gobernador y alcalde mayor. Con el ejemplo dado la autoridad reco-
bró la conveniente fuerza.


Luégo que la Junta se vió desembarazada de Calvo y de sus infer-
nales maquinaciones, se ocupó con más desahogo en el alistamiento y
organizacion de su ejército. El tiempo urgia, repetidos avisos anuncia-


(6) Les provinciales, 7.me lettre. De la méthode de diriger l’intention.




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ban que los franceses disponian una expedicion contra aquella provin-
cia, y era preciso no desaprovechar tan preciosos momentos. Cartagena
suministró inmediatos recursos, y con ellos y los que pudieron sacarse
del propio suelo, se puso la ciudad de Valencia en estado de defensa. Al
mismo tiempo se dirigió sobre Almansa un cuerpo de 15.000 hombres,
al mando del Conde de Cervellon, á quien se juntó de Murcia D. Pedro
Gonzalez de Llamas, y otro de 8.000, bajo las de D. Pedro Adorno, se si-
tuó en las Cabrillas. Tal estaba el reino de Valencia ántes de ser atacado
por el mariscal Moncey, de cuya campaña nos ocuparémos despues.


La justa indignacion abrigada en todos los pechos bullia con acele-
rados latidos en el de los moradores del antiguo asiento de las franque-
zas y libertades españolas, en la inmortal Zaragoza. Gloria duradera le
estaba reservada, y la patria de Lanuza renovó en nuestros dias las proe-
zas que solemos colocar entre las fábulas de la historia. Su levantamien-
to, sin embargo, nada ofreció de nuevo ni singular, caminando por los
mismos pasos por donde habian ido algunas de las otras provincias. Con
Mayo empezaron los corrillos y las conversaciones populares, y al reci-
birse el correo de Madrid agrupábanse las gentes á saber las novedades
que traia. Siendo por momentos más tristes y adversas, aguardaban to-
dos que la inquieta curiosidad finalizaria por una estrepitosa explosion.
Repartieron, en efecto, el 24 las cartas llegadas por la mañana, y de bo-
ca en boca cundió velozmente cómo Napoleon se erigia en dueño de la
monarquía española, de resultas de haber renunciado la corona en favor
suyo la familia de Borbon. Instantáneamente se armó gran bulla; y hom-
bres, mujeres y niños se precipitaron á casa del capitan general D. Jor-
ge Juan de Guillelmi. Los vecinos de las parroquias de la Magdalena y
San Pablo concurrieron en gran número, capitaneados por varios de los
suyos, y entro ellos el tio Jorge, que era del arrabal. Descolló el último
sobre todos, y la energía de su porte, el sano juicio que le distinguia lo
recto de su intencion y el varonil denuedo con que á cada paso expuso
despues su vida, le hacen acreedor á una honrosa y particular mencion.
Hombre sin letras y desnudo de educacion culta, halló en la nobleza de
su corazon, y como por instinto, los elevados sentimientos que han ilus-
trado á los varones esclarecidos. Su nombre, aunque humilde, escrito al
lado de ellos, resplandecerá sin deslucirlos.


La muchedumbre pidió al Capitan general que hiciera dimision del
mando. Costó mucho que se resolviese al sacrificio; mas forzado á ello y
conducido preso á la Aljafería, fué interinamente sustituido por su se-
gundo, el general Mori. Al anochecer se embraveció el tumulto, y des-




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confiándose del nuevo jefe por ser italiano de nacion, se convidó con el
mando á D. Antonio Cornel, antiguo ministro de la Guerra, quien rehu-
só aceptarle.


Mori el 25 congregó una junta, la cual, tímida como su presiden-
te, buscaba paliativos que sin desdoro ni peligro sacasen á sus miem-
bros del atascadero en que estaban hundidos: inútiles y menguados me-
dios en violentas crisis. Enfadóse el pueblo con la tardanza, volviendo
sus inquietas miradas hácia D. José Palafox y Melci. Recordará el lec-
tor que este militar á últimos de Abril, en comision de su jefe el Marqués
de Castelar, habia ido á Bayona para informar al Rey de lo ocurrido en
la soltura y entrega del Príncipe de la Paz. Continuó allí hasta los prime-
ros dias de Mayo, en que se asegura regresó á España con encargo pare-
cido al que por el propio tiempo se dió á la Junta suprema de Madrid pa-
ra resistir abiertamente á los franceses. Penetró Palafox por Guipúzcoa,
de donde se trasladó á la torre de Alfranca, casa de campo de su familia
cerca de Zaragoza. Permaneciendo misteriosamente en su retiro, movió
á sospecha al general Guillelmi, quien le intimó la órden de salir del rei-
no de Aragon. Tenemos entendido que Palafox, incomodado entónces, se
arrimó á los que anhelaban por un rompimiento, y que no sin noticia su-
ya estalló la revolucion zaragozana. Por fin, al oscurecer del 25, depues-
to ya Guillelmi y quejoso el pueblo de Mori, se despacharon á Alfranca
50 paisanos para traer á la ciudad á Palafox. Al principio se negó á ir,
aparentando disculpas, y sólo cedió al expreso mandato que le fué en-
viado por el interino Capitan general.


Al entrar en Zaragoza pidió que se juntase el acuerdo en la maña-
na del 26, con intento de comunicarle cosas del mayor interes. En la se-
sion celebrada aquel dia hizo uso de las insinuaciones que se le habian
hecho en Bayona para resistir á los franceses, y sobre las cuales, á cau-
sa de estar S. M. en manos de su enemigo, se guardó profundo silencio.
Rogó despues que se le desembarazase de la importunidad del pueblo,
que se manifestaba deseoso de nombrarle por caudillo, no obstante que
su vida y haberes los imnolaria con gusto en el altar de la patria. Enmu-
decieron todos; y vislumbraron que no desagraban á los oidos de Palafox
los clamores prorumpidos por el pueblo en alabanza suya. Aguardaba la
multitud impaciente á las puertas del edificio, é insistiendo por dos ve-
ces en que se eligiese capitan general á su favorecido, alcanzó la deman-
da, cediendo Mori el puesto que ocupaba.


Alzado á la dignidad suprema de la provincia don José Palafox y
Melci, fué obedecido en toda ella, y á su voz se sometieron con gusto




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los aragoneses de acá y allá del Ebro. Admiró su elevacion, y áun mas
que en sus procedimientos no desmereciese de la confianza que en él
tenía el pueblo. Todavía mancebo pues apénas frisaba con los veintio-
cho años, bello y agraciado de rostro y de persona, con traeres apuestos
y cumplidos, cautivaba Palafox la aficion de cuantos le veian y trataban.
Pero si la naturaleza con larga mano le habia prodigado las perfecciones
del cuerpo, no se creia hasta entónces que hubiese andado tan genero-
sa en punto á las dotes del entendimiento. Buscado y requerido por las
damas de la corrompida córte de Cárlos IV se nos ha asegurado que con
porfiado empeño desdeñó el rendimiento obsequioso de la que entre to-
das era, si no la más hermosa, por lo ménos la más elevada. Esta tenaci-
dad fué una de las más principales cualidades de su alma, y la empleó
más oportuna y dignamente en la memorable defensa de Zaragoza. Sin
práctica ni conocimiento de la milicia ni de los negocios públicos, tuvo
el suficiente tino para rodearse de personas que por su enérgica decision
ó su saber y experiencia le sostuviesen en los apurados trances, ó le ayu-
dasen con sus consejos. Tales fueron el P. D. Basilio Bogiero, de la Es-
cuela Pía, su antiguo maestro; D. Lorenzo Calvo de Rozas, que habiendo
llegado de Madrid el 28 de Mayo, fué nombrado corregidor é intendente,
y el oficial de artillería D. Ignacio Lopez, á quien se debió en el primer
sitio la direccion de importantes operaciones.


Para legitimar solemnemente el levantamiento, convocó Palafox á Cór-
tes el reino de Aragon. Acudieron los diputados á Zaragoza, y el dia 9 de
Junio abrieron sus sesiones (7) en la casa de la ciudad, asistiendo 34 indi-


(7) Don Lorenzo Calvo de Rozas, Intendente general del ejército y reino de Aragon,
secretario de la suprema junta de las Córtes del mismo, celebrada en la capital de Zara-
goza en el dia 9 del mes de Junio del presente año de 1808.— Certifico:


Que reunidos en la sala consistorial de la ciudad los diputados de las de voto en Cór-
tes y de los cuatro brazos del reino, cuyos nombres se anotan al fin, y habiéndose presen-
tado el Excmo. Sr. D. José Rebolledo de Palafox y Melci, gobernador y capitan general del
mismo, y su presidente, fuí llamado y se me hizo entrar en la asamblea para que ejercie-
se las funciones de tal secretario, y habiéndolo verificado así, se me entregó el papel de S.
E., que original existe en la secretaria; se leyó y dice así:


«Excmo. Sr.: Consta ya á V. E. que por el voto unánime de los habitantes de esta ca-
pital fuí nombrado y reconocido de todas las autoridades establecidas como gobernador
y capitan general del reino; que cualquiera excusa hubiera producido infinitos males á
nuestra amada patria, y sido demasiado funesta para mi.


» Mi corazon, agitado ya largo tiempo, combatido de penas y amarguras, lloraba la
pérdida de la patria, sin columbrar aquel fuego sagrado que la vivifica; lloraba la pérdida
de nuestro amado rey Fernando VII, esclavizado por la tiranía y conducido á Francia con




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viduos, que representaban los cuatro brazos, en cuyo número se compren-
dia el de las ocho ciudades de voto en Córtes. Aprobaron éstas todo lo ac-


engaños y perfidias; lloraba los ultrajes de nuestra santa religion, atacada por el ateismo,
sus templos violentados sacrílegamente por los traidores el dia 2 de Mayo, y manchados
con sangre de los inocentes españoles; lloraba la existencia precaria que amenazaba á to-
da la nacion si admitia el yugo de un extranjero orgulloso, cuya insaciable codicia excede
á su perversidad, y por fin, la pérdida de nuestras posesiones en América, y el desconsue-
lo de muchas familias, unas porque verian convertida la deuda nacional en un crédito nu-
lo, otras que se verian despojadas de sus empleos y dignidades, y reducidas á la indigen-
cia ó la mendicidad, otras que gemirian en la soledad la ausencia ó el exterminio de sus
hijos y hermanos, conducidos al Norte para sacrificarse, no por su honor, por su religion,
por su rey ni por la patria, sino por un verdugo, nacido para azote de la humanidad, cuyo
nombre tan sólo dejará la posteridad el triste ejemplo de los horrores, engaños y perfidias
que ha cometido, y de la sangre inocente que su proterva ambicion ha hecho derramar.


» Llegó el dia 24 de Mayo, dia de gloria para toda España, y los habitantes de Ara-
gon, siempre leales, esforzados y virtuosos, rompieron los grillos que les preparaba el ar-
tificio, y juraron morir ó vencer. En tal estado, lleno mi corazon de aquel noble ardor que
á todos nos alienta, renace y se enajena de pensar que puedo participar con mis conciu-
dadanos de la gloria de salvar nuestra patria.


» Las ciudades de Tortosa y Lérida, invitadas por mi, como puntes muy esenciales, se
han unido á Aragon; he nombrado un gobernador en Lérida, á peticion de su ilustre ayun-
tamiento; les he auxiliarlo con algunas armas y gente, y puedo esperar que aquellas ciu-
dades se sostendrán, y no serán ocupadas por nuestros enemigos.


» La ciudad de Tortosa quiere participar de nuestros triunfos: ha conferenciado de mi
órden con los ingleses; les ha comunicado el manifiesto del dia 31 de Mayo para que lo
circulen en toda Europa, y trata de hacer venir nuestras tropas de Mallorca y de Menor-
ca, siguiendo mis insttucciones; ha enviado un diputado para conferenciar conmigo, y yo
he nombrado otro, que partió ántes de ayer con instrucciones secretas, dirigidas al mismo
fin y al de entablar correspondencia con el Austria.


» La merindad de Tudela y la ciudad de Logroño me han pedido un jefe y auxilios;
quieren defenderse é impedir la entrada en Aragon á nuestros enemigos. He nombrado
con toda la plenitud de poderes por mi teniente y por general del ejército destinado á este
objeto al Excmo. Sr. Marqués de Lazan y Cañizar, mariscal de campo de los reales ejérci-
tos, que marchó el dia 6 á las doce de la noche con algunas tropas, y las competentes ar-
mas y municiones. No puedo dudar de su actividad, patriotismo y celo, ni dudará V. E.;
otros muchos pueblos de Navarra han enviado sus representantes, y la ciudad y provincia
de Soria sus diputados. He dispuesto comunicaciones con Santander; establecido postas
en el camino de Valencia, y pedido armas y artilleros, dirigiendo por aquella via todos los
manifiestos y órdenes publicadas, con encargo de que se circulen á Andalucia, Mancha,
Extremadura, Galicia y Astúrias, invitánlolos á proceder de acuerdo. He enviado al coro-
nel Baron de Versajes, y al teniente coronel y gobernador que ha sido en América, D. An-
dres Boggiero, á organizar y mandar la vanguardia del ejército destinado hácia las fronte-
ras de la Alcarria y Castilla la Nueva.


» Para dirigir el ramo de hacienda con la rectitud, energía y acierto que exige tan
digna causa, y velar sobre las rentas y fondos públicos, he nombrado por intendente á D.




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tuado ántes de su reunion, y despues de nombrar á D. José Rebolledo de
Palafox y Melci capitan general, juzgaron prudente separarse, formando
una junta de seis individuos que de acuerdo con el jefe militar atendie-


Lorenzo Calvo de Rozas, cayos conocimientos en este ramo, y cuya probidad incorrupti-
ble me son notorias, y me hacen esperar los más felices resultados. La casualidad de ha-
ber enviado aquí á principios de Mayo su familia para librarla del peligro, y el temor de
permanecer él mismo en Madrid en circunstancias tan críticas, lo trajo á Zaragoza el dia
28 del pasado, le hice detener, y le he precisado á admitir este encargo á pesar de que
sus negocios y la conservacion de su patrimonio reclamaban imperiosamente su vuelta
á Madrid. Fiado este importante ramo á un sujeto de sus circunstancias, presentaré á su
tiempo á la nacion el estado de rentas, su procedencia é inversion, y en ellas un testimo-
nio público de la pureza con que se manejarán.


» Resta, pues, el sacrificio que es más grato á nuestros corazones: que reunamos
nuestras voluntades, y aspiremos al fin que nos hemos propuesto. Salvemos la patria, aun-
que fuera á costa de nuestras vidas, y velemos por su conservacion. Para ello propongo á
V. E. los puntos siguientes:


» 1.º Que los diputados de las Córtes queden aquí en junta permanente ó nombren
otra, que se reunirá todos los dias para proponerme y deliberar todo lo conveniente para
el bien de la patria y del Rey.


» 2.º Que V. E. nombre entre sus ilustres individuos un secretario para extender y
uniformar las resoluciones, en las cuales debe haber una reserva inviolable, extendiendo
por hoy el acuerdo uno de los que se hallan presentes como tales ó el intendente.


» 3.º Que cada diputado corresponda con su provincia, le comunique las disposicio-
nes, ya generarles, ya particulares, que tomaré como jefe militar y político del reino, y las
que acordarémos para mayor bien de la España.


» 4.º Que la Junta medite y me proponga sucesivamente las medidas de hacer com-
patible con la energía y rapidez que requiere la organizacion del ejército, el cuidado de la
recoleccion de granos que se aproxima y no debe desatenderse.


» 5.º Que medite y me proponga la adopcion de medios de sostener el ejército, que
presentará el intendente de él y del reino don Lorenzo Calvo.


» 6.º Que me proponga todas las disposiciones que crea conveniente tomar para con-
servar la policía, el buen órden y la fuerza militar en cada departamento del reino.


» 7.º Que cuide de mantener las relaciones con los demas reinos y provincias de Es-
paña, que deben formar con nosotros una sola y misma familia.


» 8.º Que se encargue y cuide de firmar y circular en todo el reino, impresas ó ma-
nuscritas, las órdenes emanadas de mí ó las que con mi acuerdo expidiese la junta de di-
putados del reino.


» 9.º Que acuerde desde luégo si deben ó no concurrir los diputados que vinieren de
las provincias ó merindades de fuera del reino de Aragon, mediante que la reunion de sus
luces puede ser interesante á la defensa de la causa pública.


» 10. Que decida desde luégo la proclamacion de nuestro rey Fernando VII, determi-
nando el dia en que haya de verificarse.


» 11. Que resuelva igualmente acerca de si deben reunirse en un solo punto las dipu-
taciones de las demas provincias y reinos de España, conforme á lo anunciado en el ma-
nifiesto del 31 de Mayo último.




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se á la defensa comun. La autoridad y poder de este nuevo cuerpo fueron
más limitados que el de las juntas de las otras provincias, siendo Palafox
la verdadera, y por decirlo así, la única cabeza del gobierno. Dependió no


» 12. Que declare desde luégo la urgencia del dia, y que la primera atencion debe ser
la defensa de la patria.— Zaragoza, 9 de Junio de 1808.— JOSÉ DE PALAFOX Y MELCI.»


Acuerdos. Resolvió la Asamblea por aclamacion que se proclamase á Femando VII,
dejando al arbitrio de S. E. señalar el dia en que hubiese de verificarse, que sería cuando
las circunstancias lo permitiesen.


La misma asamblea de diputados de las Córtes, enterada de la exposicion antece-
dente, despues de manifestar al Excmo. Sr. Capitan general su satisfaccion y gratitud
por todo cuanto habia ejecutado, y aprobándolo unánimemente, le reconoció por aclama-
cion corno capitan general y gobernador militar y político del reino de Aragon, y lo mis-
mo al intendente.


El Sr. D. Antonio Franquet, regidor de la ciudad de Tortosa, que hallándose comisio-
nado en esta capital concurrió á la Asamblea, hizo lo mismo á nombre de aquella ciudad,
á quien ofreció daria parte de ello.


Acto continuo se leyeron los avisos que se habian pasado á todos los individuos que
debian concurrir á la Asamblea ó junta de Córtes para saber si todos ellos habian sido ci-
tados ó se hallaban presentes, y resultó que se habia convocado á todos, y que sólo habian
dejado de concurrir el Sr. Marqués de Tosos, que avisó no podia por estar enfermo, y el Sr.
Conde de Torresecas, que igualmente manifestó su imposibilidad de concurrir.


Se tomó en consideracion el primer punto indicado en el manifiesto de S. E. que ante-
cede, relativo á si debia quedar permanente la junta de diputados, ó nombrar otra presidi-
da por S. E. con toda la plenitud de facultades, y despues de un serio y detenido exámen,
acordó unánimemente nombrar una junta suprema compuesta de sólo seis individuos y de
S. E. como presidente con todas las facultades.


Se nombró en seguida una comision compuesta de doce de los señores vocales, toma-
dos de los cuatro brazos del reino, que lo fueron por lo eclesiástico, el Sr. Abad de Monte-
Aragon, el Sr. Dean de esta santa Iglesia, y el Sr. Arcipreste de Santa Cristina; por el de
la nobleza, el Excmo. Sr. Conde de Sástago, el Sr. Marqués de Fuente Olivar y el Sr. Mar-
qués de Zafra; por el de hidalgos, el señor Baron de Alcalá, el Sr. D. Joaquin María Pala-
cios y el señor D. Antonio Soldevilla; y por el de la ciudad, el Sr. D. Vicente Lisa, el Sr.
Conde de la Florida y el Sr. D. Francisco Pequera, para que propusiesen á la Asamblea
doce candidatos, entre los cuales pudiese elegir los seis representantes que con S. E. ha-
blan de formar la Junta suprema; y habiéndose reunido en una pieza separada los doce
señores proponentes que quedan expresados, volvieron á entrar en la sala de la junta é hi-
cieron su propuesta en la forma siguiente:


Propusieron para los seis individuos que hablan de elegirse y componer la suprema
junta al Ilmo. Sr. Obispo de Huesca, al M. R. padre Prior del Sepulcro de Calatayud, al
Excmo. Sr. Conde de Sástago, al Sr. Regente de la Real Audiencia, á D. Valentin Solanot,
abad del monasterio de Beruela; Arcipreste del Salvador, Baron de Alcalá, Marqués de
Fuente Olivar, Baron de Castiel y D. Pedro María Ric. Se procedió en seguida á la vota-
cion por escrutinio, y de ella resultó que los propuestos tuvieron los votos siguientes: El
Sr. Obispo de Huesca, 32; el Prior de Calatayud, 11; el Conde de Sástago, 27 ; D. Anto-
nio Cornel, 33; el Sr. Regente, 29; D. Valentin Solanot, 11; Abad de Beruela, 2 ; Arcipres-




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poco esta diferencia de la particular situacion en que se halló Zaragoza,
la cual, temiendo ser prontamente acometida por los franceses, necesita-


te del Salvador, 12; Baron de Alcalá, 2; Marqués de Fuente Olivar, 17; Baron de Castiel,
l0, y D. Pedro María Ríc, 18; resultando electos á pluralidad de votos para individuos de
la suprema Junta de Gobierno los señores D. Antonio Cornel, Obispo de Huesca, Regente
de la Real Audiencia, Conde de Sástago, D. Pedro María Ric y el Marqués de Fuente Oli-
var; y por muerte ú otra cansa legítima que impidiese el ejercicio de su empleo á los elec-
tos, lo harían, segun uso y costumbre, los que les siguen en votos.


Se trató del nombramiento de un secretario para la Junta suprema, y toda la Asam-
blea manifestó al Excmo. Sr. Capitan general sus deseos de que S. E. indicase una ó dos
personas para este destino; S. E. lo rehusó, declarando á los señores vocales que nombra-
sen á quien tuviesen por más conveniente y á propósito para el buen desempeño; mas al
fin, condescendiendo con las reiteradas insinuaciones y deseos de la Junta, propuso para
primer secretario al Sr. D. Vicente Lisa, y para segundo al Sr. Baron de Castiel, que que-
daron electos en consecuencia.


Habiendo meditado la Junta sobre las proposiciones 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 11 y 12, las
estimó y tuvo por muy atendibles, y acordó tomarlas en consideracion, para lo cual se re-
unirian de nuevo todos los señores vocales proponentes y presentes el próximo mártes,
14 del corriente mes de Junio, á las diez de su mañana, y que por el Secretario se en-
viase una copia de dichas proposiciones á cada individuo, y se avisarla á los Sres. Mar-
qués de Tosos y Conde de Torresecas, que no habian concurrido, por si podían hacerlo,
con lo cual se concluyó la sesion, quedando todos los señores advertidos para volver sin
más aviso el dia señalado, y se rubricó el acuerdo en borrador por los Excmos. Sres. Ca-
pitan general y Conde de Sástago, y el Ilmo. Sr. Obispo de Huesca, de que certifico y fir-
mo en la ciudad de Zaragoza, á 9 de Junio de 1808.— LORENZO CALVO DE ROZAS, secreta-
rio.— V.º B.º— PALAFOX.


Nota. Todos los señores vocales manifestaron en seguida su voluntad de nombrar al
Excmo. Sr. D. José Rebolledo de Palafox por capitan general efectivo de ejército; mas S.
E. dió gracias á la Junta y lo resistió absolutamente, pidiendo que no constase la indica-
cion, y expresando que era brigadier de los reales ejércitos, nombrado por S. M., y que no
admitiría ni deseaba otras gracias ni otra satisfaccion ni ascenso que el ser útil á la patria
y sacrificarse en su obsequio y en el de su rey. La Junta, en consecuencia, no insistió en
su empeño, vista la delicadeza de S. E., y se reservó llevará efecto su voluntad en una de
las primeras sesiones á que no asistiese S. E., por considerarlo así de justicia, de todo lo
cual certifico ut-supra.— CALVO.


Hemos insertado aquí el acta de instalacion de las Córtes de Aragon, de que posee-
mos un ejemplar, por ser documento, aunque entónces impreso, que empieza á ser ra-
ro.— Sigue la lista de los diputados que las compusieron.


ESTADO ECLESIÁSTICO. Por el partido de Alcañiz.
Ilmo. Sr. Obispo de Huesca. Sr. de Canduero.
Sr. Arcipreste de Tarazona. Sr. Conde de Samitier.
Sr. Dean de Zaragoza. Por el de Albarracin.
Sr. Arcipreste de Santa María. D. Juan Navarro.
Sr. Arcipreste de Santa Cristina. D. Pedro Oseñalde.




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ba de un brazo vigoroso que la guiase y protegiese. Era esto tanto más ur-
gente, cuanto la ciudad estaba del todo desabastecida. No llegaba á 2.000
hombres el número de tropas que la guarnecian, inclusos los miñones y
partidas sueltas de bandera. De doce cañones se componia toda la arti-
llería, y ésta no gruesa, escaseando en mayor proporcion los otros pertre-
chos. En vista de tamaña miseria, apresuráronse Palafox y sus consejeros
á reunir la gente que de todas partes acudia, y á organizarla, emplean-
do para ello á oficiales retirados y á los que de Pamplona, San Sebastian,
Madrid, Alcalá y otros puntos sucesivamente se escapaban. Restableció,
en la formacion de los nuevos cuerpos, el ya desusado nombre de tercios,
bajo el que la antigua infantería española habia alcanzado tantos laureles,
distinguiéndose más que todos el de los estudiantes de la universidad,
disciplinado por el baron de Versages. Se recogieron fusiles, escopetas y
otras armas, se montaron algunas piezas arrinconadas ó viejas, y la fábri-
ca de pólvora de Villafeliche suministró municiones. Escasos recursos, si
á todo no hubiera suplido el valor y la constancia aragonesa.


El levantamiento se ejecutó en Zaragoza sin que felizmente se hubie-
se derramado sangre. Solamente se arrestaron las personas que causa-
ban sombra al pueblo.


Sr. Abad de Monte-Aragon. Por el de Daroca.
Sr. Abad de Santa Fe. D. Tomas Castillon.
Sr. Abad de Rueda. D. Pedro Oseñalde.
Sr. Abad do Beruela.
Sr. Prior del Sepulcro de Calatayud. CIUDADES CON VOTO EN CÓRTES.
Zaragoza.
ESTADO DE NOBLES. D. Vicente Lisa.
Excmo. Sr. Conde de Sástago. Tarazona.
Sr. Marqués de Santa Colonia. D. Bartolomé La-Iglesia.
Sr. Marqués de Fuente Olivar. Jaca.
Sr. Marqués de Zafra. D. Francisco Peguera.
Sr. Marqués de Ariño. Catalayud.
Sr. Conde de Sobradiel. D. Joaquin Arias Ciria.
Sr. Conde de Torresecas. Borja.
D. José Guartero.
ESTADO DE HIJOSDALGO. Teruel.
Por el partido de Huesca. Sr. Conde de la Florida.
Sr. Baron de Alcalá. Fraga.
Sr. D. Joaquin María Palacios. D. Domingo Azguer.
Por el partido de Barbastro. Cinco-Villas.
Sr. D. Antonio Solvedilla. D. Juan Perez.
Sr. D. francisco Romero.




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Enérgico como los demas, fué en especial notable su primer ma-
nifiesto por dos de los artículos que comprendia. «1.º Que el Empera-
dor, todos los individuos de su familia, y finalmente, todo general fran-
ces, eran personalmente responsables de la seguridad del Rey y de su
hermano y tio. 2.º Que en caso de un atentado contra vidas tan precio-
sas, para que la España no careciese de su monarca, usaría la nacion
de su derecho electivo á favor del archiduque Cárlos, como nieto de Cár-
los III, siempre que el Príncipe de Sicilia y el infante D. Pedro y demas
herederos no pudieran concurrir.» Échase de ver en la cláusula anota-
da con letra bastardilla que, al paso que los aragoneses estaban firme-
mente adictos á la forma monárquica de su gobierno, no se habian bo-
rrado de su memoria aquellos antiguos fueros que en la junta de Caspe
les habian dado derecho á elegir un rey, conforme á la justicia y públi-
ca conveniencia.


«Cataluña, como dice Melo, una de las provincias de más primor, re-
putacion y estima que se halla en la grande congregacion de estados y
reinos de que se formó la nacion española», levantó erguida su cerviz,
humillada por los que con fementido engaño habian ocupado sus prin-
cipales fortalezas. Mas desprovistos los habitantes de este apoyo, sobre
todo del de Barcelona, grande é importante por el armamento, vestua-
rio, tropa, oficialidad y abundantes recursos que en su recinto se ence-
rraban, faltóles un centro de donde emanasen con uniforme impulso las
providencias dirigidas á conmover las ciudades y pueblos de su terri-
torio. No por eso dejaron de ser portentosos sus esfuerzos, y si cabe, en
ellos y en admirable constancia sobrepujó á todas la belicosa Catalu-
ña. Solamente obstruida y cortada por el ejército enemigo, tuvo al pronto
que levantarse desunida y en separadas porciones, tardando algun tiem-
po en constituirse una junta única y general para toda la provincia.


Las conmociones empezaron á últimos de Mayo y al entrar Junio.
Dentro del mismo Barcelona se desgarraron el 31 de aquel mes los car-
teles que proclamaban la nueva dinastía. Hubo tumultuosas reuniones,
andúvose á veces á las manos, y resultaron muertes y otros disgustos.
Los franceses se inquietaron bastantemente, ya por lo populoso de la
ciudad, y ya tambien porque el vecindario amotinado hubiera podido ser
sostenido por 3.500 hombres de buena tropa española, que todavía per-
manecian dentro de la plaza, y cuyo espíritu era del todo contrario á los
invasores. Sin embargo, acalláronse allí los alborotos, pero no en las po-
blaciones que estaban fuera del alcance de la garra francesa.


Habia Duhesme, su general, pensado en hacerse dueño de Lérida




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para conservar francas sus comunicaciones con Zaragoza. Consiguió al
efecto una órden de la Junta de Madrid, ya no débil, pero sí culpable, la
cual ordenó la entrega á la tropa extranjera. Cauto, sin embargo, el ge-
neral frances, envió por delante al regimiento de Extremadura, que no
pu-diendo, como español, despertar las sospechas de los leridanos, le
alla-nase sin obstáculo la ocupacion. Penetraron, no obstante, aquellos
ha-bitantes intencion tan siniestra, y haciendo en persona la guardia de
sus muros, rogaron á los de Extremadura que se quedasen afuera. Con
gusto condescendieron éstos, aguardando en la villa de Tárrega favora-
ble coyuntura para pasar á Zaragoza, en cuyo sitio se mantuvieron fir-
mes apoyos de la causa de su patria. Lérida, por tanto, fué la que prime-
ro se armó y declaró ordenadamente. Al mismo tiempo Manresa quemó
en público los bandos y decretos del gobierno de Madrid. Tortosa, lué-
go que fué informada de las ocurrencias de Valencia, imitó su ejemplo,
y por desgracia algunos de sus desórdenes, habiendo perecido misera-
blemente su gobernador don Santiago de Guzman y Villoria. Igual suerte
cupo al de Villafranca de Panadés, D. Juan de Toda. Así todos los pue-
blos, unos tras de otros ó á la vez, se manifestaron con denuedo, y allí el
lidiar fué inseparable del pronunciamiento. Yendo uno y otro de compa-
ñia, nos reservarémos, pues, el hablar más detenidamente para cuando
lleguemos á las acciones de guerra. El Principado se congregó en junta
de todos sus corregimientos á fines de Junio, y se escogió entónces para
su asiento la ciudad de Lérida.


Separadas por el Mediterráneo del continente español las islas Ba-
leares, no sólo era de esperar que desconociesen la autoridad intrusa,
resguardadas como lo estaban y al abrigo de sorpresa, sino que tambien
era muy de desear que abrazasen la causa comun, pudiendo su tranqui-
lo y aislado territorio servir de reparo en los contratiempos, y dejando li-
bres con su declaracion las fuerzas considerables de mar y tierra que allí
habia. Ademas de la escuadra surta en Menorca, de que hemos habla-
do, se contaban en todas sus islas unos 10.000 hombres de tropa regla-
da, cuyo número, atendiendo á la escasez que de soldados veteranos ha-
bia en España, era harto importante.


Notáronse en todas las Baleares parecidos síntomas á los que reina-
ban en la Península, y cuando se estaba en dudas y vacilaciones arri-
bó de Valencia, el 29 de Mayo, un barco con la noticia de lo ocurrido en
aquella capital el 23. El general, que lo era á la sazon D. Juan Miguel de
Vives, en union con el pueblo, mostróse inclinado á seguir las mismas
huellas; pero se retrajo en vista de pliegos recibidos de Madrid pocas




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horas despues, y traidos por un oficial frances. Hízole titubear su conte-
nido, y convocó el Acuerdo para que juntos discurriesen acerca de los
medios de conservar la tranquilidad. Se traslució su intento, y por la tar-
de una porcion de jóvenes de la nobleza y oficiales formaron el proyec-
to de trastornar el órden actual, valiéndose de la buena disposicion del
pueblo. Idearon, como paso prévio, tantear al segundo cabo el mariscal
de campo D. Juan Oneille, con ánimo de que reemplazase al General,
quien, sabiendo lo que andaba, paró el golpe, reuniendo á las nueve de
la noche en las casas consistoriales una junta de autoridades. Se ilumi-
nó la fachada del edificio, y se anunció al pueblo la resolucion de no re-
conocer otro gobierno que el de Fernando VII. Entónces fué universal la
alegría, unánimes las demostraciones cordiales de patriotismo. Evitó la
oportuna decision del General desórdenes y desgracias. Al día siguiente
30 se erigió la junta que se habia acordado en la noche anterior, la cual,
presidida por el Capitan general, se compuso de más de 20 individuos,
entresacados de las autoridades, y nombrados otros por sus estamentos ó
clases. Se agregaron posteriormente dos diputados por Menorca, dos por
Ibiza, y otro por la escuadra fondeada en Mahon.


En esta última ciudad, siendo las cabezas oficiales de ejército y de
marina, se habia depuesto y preso al Gobernador y al coronel de Soria,
Cabrera, y desobedecido abiertamente las órdenes de Murat. Recayó el
mando en el comandante interino de la escuadra, á cuyas instancias en-
vió la junta de Mallorca para relevarle al Marqués del Palacio, poco án-
tes coronel de húsares españoles.


En nada se habia perturbado la tranquilidad en Palma ni en las otras
poblaciones. Sólo el 29, para resguardar su persona, se puso en el cas-
tillo de Bellver al oficial frances, portador de los pliegos de Madrid. Do-
loroso fué tener tambien que recurrir á igual precaucion con los dos dis-
tinguidos miembros del instituto de Francia, Arago y Biot, quienes, en
union con los astrónomos españoles D. José Rodriguez y D. José Chaix,
habian pasado á aquella isla con comision científica importante. Era,
pues, la de prolongar á la isla de Formentera la medida del arco del me-
ridiano, observado y medido anteriormente desde Dunkerque hasta Mon-
juich, en Barcelona, por los sabios Mechain y Delambre. La operacion,
dichosamente, se habia terminado ántes que las provincias se alzasen,
estorbando sólo este suceso medir una base de verificacion proyectada
en el reino de Valencia. Ya el ignorante pueblo los habia mirado con des-
confianza cuando, para el desempeño de su cargo, ejecutaban las opera-
ciones geodésicas y astronómicas necesarias. Figuróse que eran planos




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que levantaban por órden de Napoleon, para sus fines políticos y milita-
res. A tales sospechas daban lugar los engaños y aleves arterías con que
los ejércitos franceses habian penetrado en lo interior del reino ; y en
verdad que nunca la ignorancia pudiera alegar motivos que pareciesen
más fundados. La Junta, al principio, no osó contrarestar el torrente de
la opinion popular; pero conociendo el mérito de los sabios extranjeros,
y la utilidad de sus trabajos, los preservó de todo daño; é imposibilitada
por la guerra de enviarlos en derechura á Francia, los embarcó, en opor-
tuna ocasion, á bordo de un buque que iba á Argel, país entónces neu-
tral, y de donde se restituyeron despues á sus hogares.


El entusiasmo en Mallorca fué universal, esmerándose con particula-
ridad en manifestarle las más principales señoras; y si en toda la isla de
Mallorca, como decia el Cardenal de Retz (8), «no hay mujeres feas», fá-
cil será imaginar el poderoso influjo que tuvieron en su levantamiento.


En Palma se creó un cuerpo de voluntarios con aquel nombre, que
despues pasó á servir á Cataluña. Y aunque al principio la Junta, obran-
do precavidamente, no permitió que se trasladasen á la Península las
tropas que guarnecian las islas, por fin accedió á que se incorporasen
sucesivamente con los ejércitos que guerreaban.


Unas tras otras hemos recorrido las provincias de España y contado
su glorioso alzamiento. Habrá quien eche de ménos á Navarra y las pro-
vincias Vascongadas; pero lindando con Francia, privados sus morado-
res de dos importantes plazas, y cercados y opresos por todos lados, no
pudieron resolverse ni formalizar por de pronto gobierno alguno. Con to-
do, animadas de patriotismo acendrado, impelieron á la desercion á los
pocos soldados españoles que había en su suelo, auxiliaron en cuanto
alcanzaban sus fuerzas á las provincias lidiadoras, y luégo que las suyas
estuvieron libres ó más desembarazadas, se unieron á todas, cooperan-
do con no menor conato á la destruccion del comun enemigo. Y más ade-
lante verémos que, áun ocupado de nuevo su territorio, pelearon con em-
peño y constancia por medio de sus guerrillas y cuerpos francos.


En las islas Canarias, aunque algo lejanas de las costas españolas,
siguióse el impulso de Sevilla. Dudóse en un principio de la certeza de
los acontecimientos de Bayona, y se consideraron como invencion de la
malevolencia, ó como voces de intento esparcidas por los partidarios de
los ingleses. Mas habiendo llegado en Julio noticia de la insurreccion
de Sevilla y de la instalacion de su Junta suprema, el Capitán general,


(8) Mémoires du Cardinal de Retz, tomo III.




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Marqués de Casa-Cagigal, dispuso que se proclamase á Fernando VII,
imitando con vivo entusiasmo los habitantes de todas las islas el noble
ejemplo de la Península. Hubo, sin embargo, entre ellas algunas desave-
nencias, renovando la Gran Canaria sus antiguas rivalidades de prima-
cía con la de Tenerife. Así se crearon en ambas separadas juntas, y en la
última, despojado del mando Casa-Cagigal, ya de ambas aborrecido, fué
puesto en su lugar el teniente de rey D. Cárlos O’Donnell. Levantáronse
despues quejas muy sentidas contra este jefe y la Junta de Tenerife, que
no cesaron hasta que el gobierno supremo de la Central puso en ello el
conveniente remedio. Por lo demás, el cuadro que hemos trazado de la
insurreccion de España parecerá á algunos diminuto ó conciso, y á otros
difuso ó harto circunstanciado. Responderémos á los primeros que, no
habiendo sino nuestro propósito escribir la historia particular del alza-
miento do cada provincia, el descender á más pormenores hubiera sido
obrar con desacuerdo. Y á los segundos que, en vista de la nobleza de la
causa, y de la ignorancia, cierta ó fingida, que acerca de su orígen y pro-
greso muchos han mostrado, no ha sido tan fuera de razon dar á conocer
con algun detenimiento una revolucion memorable, que, por descuido
de unos y malicia de otros, se iba sepultando en el olvido, ó desfigurán-
dose de un modo rápido y doloroso. Para acabar de llenar nuestro obje-
to, será bien que, fundándonos en la verídica relacion que precede, sa-
cada de las mejores fuentes, añadamos algunas cortas reflexiones, que,
arrojando nueva luz, refuten las equivocaciones sobrado groseras en que
varios han incurrido.


Entre éstas se ha presentado con más séquito la de atribuir las con-
mociones de España al ciego fanatismo y á los manejos ó influjo del cle-
ro. Léjos de ser así, hemos visto cómo en muchas provincias el alza-
miento fué espontáneo, sin que hubiera habido móvil secreto; y que si en
otras hubo personas que aprovechándose del espíritu general trataron de
dirigirle, no fueron clérigos ni clases determinadas, sino indistintamen-
te individuos de todas ellas. El estado eclesiástico, cierto que no se opu-
so á la insurreccion, pero tampoco fué su autor. Entró en ella, como toda
la nacion, arrastrado de un honroso sentimiento patrio, y no impelido por
el inmediato temor de que se le despojase de sus bienes. Hasta entónces
los franceses no habian en esta parte dado ocasion á sospechas, y segun
se advirtió en el libro segundo, el clero español, ántes de los sucesos de
Bayona, más bien era partidario de Napoleon que enemigo suyo, consi-
derándole como el hombre que en Francia habia restablecido con solem-
nidad el culto. Por tanto la resistencia de España nació de ódio contra




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la dominacion extranjera; y el clérigo como el filósofo, el militar como el
paisano, el noble como el plebeyo, se movieron por el mismo impulso, al
mismo tiempo, y sin consultar generalmente otro interes que el de la dig-
nidad é independencia nacional. Todos los españoles que presenciaron
aquellos dias de universal entusiasmo, y muchos son los que áun viven,
atestiguarán la verdad del aserto.


No ménos infundado, aunque no tan general, ha sido achacar la in-
surreccion á conciertos de los ingleses con agentes secretos. Napoleon
y sus parciales, que por todas partes veian ó aparentaban ver la mano
británica, fueron los autores de invencion tan peregrina. Por lo expues-
to se habrá notado cuán ajeno estaba aquel gobierno de semejante su-
ceso, y cuánto le sorprendió la llegada á Lóndres de los diputados astu-
rianos, que fueron los primeros que lo anunciaron. Muchas de las costas
de España estaban sin buques de guerra ingleses que de cerca observa-
sen ó fomentasen alborotos, y las provincias interiores no podian tener
relacion con ellos, ni esperar su pronta y efectiva proteccion; y áun en
Cádiz, en donde habia un crucero, se desechó su ayuda, si bien amis-
tosamente, para un combate en el que, por, ser marítimo, les interesa-
ba tomar parte. Véase, pues, si el conjunto de estos hechos da el menor
indicio de que la Inglaterra hubiese preparado el primero y gran sacudi-
miento de España.


Mas áun careciendo de la copia de datos que muestran lo contrario,
el hombre meditabundo é imparcial fácilmente penetrará que no era da-
do ni á clérigos ni á ingleses, ni á ninguna otra persona, clase ni poten-
cia, por poderosa que fuese, provocar con agentes y ocultos manejos en
una nacion entera un tan enérgico, unánime y simultáneo levantamiento.
Buscará su origen en causas más naturales, y su atento juicio lo descu-
brirá sin esfuerzo en el desórden del anterior gobierno, en los vaivenes
que precedieron, y en el cúmulo de engaños y alevosías con que Napo-
leon y los suyos ofendieron el orgullo español.


No bastaba á los detractores dar al fanatismo ó á los ingleses el pri-
mer lugar en tan grande acontecimiento. Hanse recreado tambien en os-
curecer su lustre, exagerando las muertes y horrores cometidos en medio
del fervor popular. Cuando hemos referido los lamentables excesos que
entónces hubo, cubriendo á sus autores del merecido oprobio, no hemos
omitido ninguno que fuese notable. Siendo así, dígasenos de buena fe si
acompañaron al tropel de revueltas desórdenes tales, que deban arran-
car las desusadas exclamaciones en que algunos han prorumpido. Sólo
pudieran ser aplicables á Valencia, y no á la generalidad del reino, y áun




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allí mismo los excesos fueron inmediatamente reprimidos, y castigados
con una severidad que rara vez se acostumbra contra culpados de seme-
jantes crímenes en las grandes revoluciones. Pero, al paso que profun-
damente nos dolemos de aquel estrago, séanos lícito advertir que hemos
recorrido provincias enteras sin topar con desman alguno, y en todas las
otras no llegaron á treinta las personas muertas tumultuariamente. Y por
ventura, en la situacion de España, rotos los vínculos de la subordina-
cion y la obediencia, con autoridades que, compuestas en lo general de
hechuras y parciales de Godoy, eran miradas al soslayo, y á veces abo-
rrecidas, ¿no es de maravillar que desencadenadas las pasiones, no se
suscitasen más rencillas, y que las tropelías, multiplicándose, no hubie-
sen salvado todas las barreras? ¿Merece, pues, aquella nacion que se la
tilde de cruel y bárbara? ¿Qué otra en tan deshecha tormenta se hubie-
ra mostrado más moderada y contenida? Cítecenos una mudanza y des-
concierto tan fundamental, si bien no igualmente justo y honroso, en que
las demasías no hayan muy mucho sobrepujado á las que se cometieron
en la insurreccion española. Nuestra edad ha presenciado grandes tras-
tornos en naciones apellidadas por excelencias cultas, y en verdad que
el imparcial exámen y cotejo de sus excesos con los nuestros no les se-
ría favorable.


Despues de haber tratado de desvanecer errores que tan comunes se
han hecho, veamos lo que fueron las juntas y de qué defectos adolecie-
ron. Agregado incoherente y sobrado numeroso de individuos en que se
confundia el hombre del pueblo con el noble, el clérigo con el militar,
estaban aquellas autoridades animadas del patriotismo más puro, sin
que á veces le adornase la conveniente ilustracion. Muchas de ellas pu-
sieron todo su conato en ahogar el espíritu popular, que les habia dado
el sér, y no le sustituyeron la acertada direccion con que hubieran podi-
do manejar los negocios hombres prácticos y de estado. Así fué que bien
pronto se vieron privadas de los inagotables recursos que en todo tras-
torno social suministra el entusiasmo y facilita el mismo desembarazo de
las antiguas trabas; no pudiendo en su lugar introducir órden ni regla fi-
ja, ya porque las circunstancias lo impedían, y ya tambien porque pocos
de sus individuos estaban dotados de las prendas que se requieren pa-
ra ello. Hombres tales, escasos en todos los países, era natural que fue-
sen más raros en España, en donde la opresiva humillacion del gobier-
no habia en parte ahogado las bellas disposiciones de los habitantes. Por
este medio se explica cómo á la grandiosa y primera insurreccion, hija
de un sentimiento noble de honor é independencia nacional, que el des-




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potismo de tantos años no habia podido desarraigar, no correspondieron
las medidas de gobierno y organizacion militar y económica que en un
principio debieron adoptarse. No obstante, justo es decir que los esfuer-
zos de las juntas no fueron tan cortos ni limitados como algunos han pre-
tendido; y que áun en naciones más adelantadas quizá no se hubiera ido
más allá, si en lo interior hubiesen tenido éstas que luchar con un ejérci-
to extranjero, careciendo de uno propio que pudiera llamarse tal, vacías
las arcas públicas, y poco provistos los depósitos y arsenales.


Fué muy útil que en el primer ardor de la insurreccion se formase en
cada provincia una junta separada. Esta especie de gobierno federati-
vo, mortal en tiempos tranquilos para España, como nacion contigua por
mar y tierra á estados poderosos, dobló entónces, y áun multiplicó sus
medios y recursos, excitó una emulacion hasta cierto punto saludable, y
sobre todo evitó que los manejos del extranjero, valiéndose de la flaque-
za y villanía de algunos, barrenasen sordamente la causa sagrada de la
patria. Un gobierno central y único, ántes de que la revolucion hubiese
echado raíces, más fácilmente se hubiera doblegado á pérfidas insinua-
ciones, ó su constancia hubiera con mayor prontitud cedido á los prime-
ros reveses. Autoridades desparramadas como las de las juntas, ni ofre-
cian un blanco bien distinto contra el que pudieran apuntarse los tiros
de la intriga, ni áun á ellas mismas les era permitido (cosa de que todas
estuvieron léjos) ponerse de concierto para daño y pérdida de la causa
que defendian.


Acompañó al sentimiento unánime de resistir al extranjero otro no
ménos importante de mejora y reforma. Cierto que éste no se dejó ver ni
tan clara ni tan universalmente como el primero. Para el uno sólo se re-
queria ser español y honrado; mas para el otro era necesario mayor sa-
ber que el que cabia en una nacion sujeta por siglos á un sistema de per-
secucion é intolerancia política y religiosa. Sin embargo, apénas hubo
proclama, instruccion ó manifiesto de las juntas, en que, lamentándose
de las máximas que habian regido anteriormente, no se diese indicio de
querer tomar un rumbo opuesto, anunciando para lo futuro ó la convo-
cacion de Córtes, ó el restablecimiento de antiguos fueros, ó el desagra-
vio de pasadas ofensas. Infiérase de aquí cuál sería sobre eso la opinion
general, cuando así se expresaban unas autoridades que, compuestas en
su mayor parte de individuos de clases privilegiadas, procuraban conte-
ner más bien que estimular aquella general tendencia. Así fué que por
sus pasos contados se encaminó España á la reforma y mejoramiento, y
congregó sus Córtes sin que hubiera habido que escuchar los consejos ó




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preceptos del extranjero. Y ¡ojalá nunca los escuchára! Los años en que
escribimos han sido testigos de que su intervencion tan sólo ha servido
para hacerla retroceder á tiempos comparables á los de la más profun-
da barbarie.


Nos parece que lo dicho bastará á deshacer los errores á que ha dado
lugar el silencio de algunas plumas españolas, el despique de otras, y la
ligereza con que muchos extranjeros han juzgado los asuntos de España,
país tan poco conocido como mal apreciado.


Antes de concluir el presente libro será justo que demos una razon,
aunque breve, de la insurreccion de Portugal, cuyos acontecimientos an-
duvieron tan mezclados con los nuestros.


Aquel reino, si bien al parecer tranquilo, viéndose agobiado con las
extraordinarias cargas, y ofendido de los agravios que se hacian á sus
habitantes, tan sólo deseaba oportuna ocasion en que sacudir el yugo
que le oprimia.


Junot, en su desvanecimiento, á veces habia ideado ceñirse la coro-
na de Portugal. Para ello hubo insinuaciones, sordas intrigas, proyectos
de Constitucion y otros pasos, que no haciendo á nuestro propósito, los
pasarémos en silencio. Tuvo, por último, que contentarse con la digni-
dad de duque de Abrántes, á que le ensalzó su amo en remuneracion de
sus servicios.


Desde el mes de Marzo, con motivo de la llamada de las tropas es-
pañolas, anduvo el general frances inquieto, temiendo que se aumenta-
sen los peligros al paso que se disminuia su fuerza. Se tranquilizó algun
tanto cuando vió que al advenimiento al trono de Fernando habian reci-
bido los españoles contraórden. Así fué, como hemos dicho, que los de
Oporto volvieron á sus acantonamientos; se mantuvieron quietos en Lis-
boa y sus contornos los de D. Juan Carrafa, y sólo de los de Solano se
restituyeron á Setúbal cuatro batallones, no habiendo Junot tenido por
conveniente recibir á los restantes. Prefirió éste guardar por sí el Alente-
jo, y envió á Kellerman para reemplazar á Solano cuya memoria fué tan-
to más sentida por los naturales, cuanto el nuevo comandante se estrenó
con imponer una contribucion en tal manera gravosa, que el mismo Ju-
not tuvo que desaprobarla. Kellerman transfirió á Yélbes su cuartel ge-
neral para observar de cerca á Solano, quien permaneció en la frontera
hasta Mayo, en cuyo tiempo se retiró á Andalucía.


En este estado se hallaban las cosas de Portugal, cuando, despues
del suceso del 2 de Mayo en Madrid, receloso Napoleon de nuevos albo-
rotos en España, ordenó á Junot que enviase del lado de Ciudad Rodri-




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go 4.000 hombres que obrasen de concierto con el mariscal Bessières,
y otros tantos por la parte de Extremadura para ayudar á Dupont, que
avanzaba hácia Sierra-Morena. Al entrar Junio llegaron los primeros al
pié del fuerte de la Concepcion, el cual, situado sobre el cerro llamado
el Gardon, sirve como de atalaya para observar la frontera portuguesa
y las plazas de Almeida y Castel-Rodrigo. El general Loison, que man-
daba á los franceses, ofreció al comandante español algunas compañías
que reforzasen el fuerte contra los comunes enemigos de ambas nacio-
nes. El ardid, por tan repetido, era harto grosero para engañar á nadie.
Pero no habiendo dentro la suficiente fuerza para la defensa, abandonó
el comandante por la noche el fuerte, y se refugió á Ciudad-Rodrigo, cu-
ya plaza, distante cinco leguas, y levantada ya, como toda la provincia
de Salamanca, redobló su vigilancia y contuvo así los siniestros intentos
de Loison. Por la parte del Mediodía los 4.000 franceses que debian pe-
netrar en las Andalucías, trataron, con su jefe Avril, de dirigirse sobre
Mértola, y bajando despues por las riberas de Guadiana, desembocar
impensadamente en el condado de Niebla. Allí la insurreccion habia to-
mado tal incremento, que no osaron continuar en empresa tan arriesga-
da. Al paso que así se desbarataron los planes de Napoleon, que en esta
parte no hubieran dejado de ser acertados si más á tiempo hubiesen te-
nido efecto los acontecimientos del norte de Portugal, vinieron del todo
á trastornar á Junot, y levantar un incendio universal en aquel reino.


Los españoles, á su vuelta de Oporto, habian sido puestos á las ór-
denes del general frances Quesnel. Desagradó la medida inoportuna
en un tiempo en que la indignacion crecia de punto, é inútil no siendo
afianzada con tropa francesa. Andaba así muy irritado el soldado espa-
ñol, cuando alzándose Galicia, comunicó aquella Junta avisos para que
los de Oporto se incorporasen á su ejército y llevasen consigo á cuantos
franceses pudiesen coger. Concertáronse los principales jefes, se colo-
có al frente el mariscal de Campo D. Domingo Belestá, como de mayor
graduacion, y el 6 de Junio, habiendo hecho prisionero á Quesnel y á los
suyos, que eran muy pocos, tomó toda la division española que estaba en
Oporto el camino de Galicia. Ántes de partir dijo Belestá á los portugue-
ses que les dejaba libres de abrazar el partido que quisieran, ya fuese el
de España, ya el de Francia, ó ya el de su propio país. Escogieron el úl-
timo, como era natural. Pero luégo que los españoles se alejaron, ame-
drentadas las autoridades, se sometieron de nuevo á Junot.


Continuaron de este modo algunos dias, hasta que el 11 de Junio, ha-
biéndose levantado la provincia de Tras-los-Montes, y nombrado por su




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jefe al teniente general Manuel Gomez de Sepúlveda, hombre muy an-
ciano, se extendió á la de Entre-Duero-y-Miño la insurreccion, y se re-
novó el 18 en Oporto, en donde pusieron á la cabeza á D. Antonio de San
José de Castro, obispo de la diócesis. Cundió tambien á Coimbra y otros
pueblos de la Beira, haciendo prisioneros y persiguiendo á algunas par-
tidas sueltas de franceses. Loison, que desde Almeida habia intentado
ir á Oporto, retrocedió al verse acometido por la poblacion insurgente de
las riberas del Duero.


Una junta se formó en Oporto, que mandó en union con el Obispo, la
cual fué reconocida por todo el norte de Portugal. Al instante abrió tra-
tos con Inglaterra, y diputó á Lóndres al Vizconde de Balsemao y á un
desem-bargador. Entabló tambien con Galicia convenientes relaciones, y
entre ambas juntas se concluyó una convencion ó tratado de alianza ofen-
siva y defensiva.


Súpose en Lisboa el 9 de Junio la marcha de las tropas españolas de
Oporto y lo demas que en esta ciudad habia pasado. Sin dilacion pen-
só Junot en tomar una medida vigorosa con los cuerpos de la misma na-
cion que tenía consigo, y cuyos soldados estaban con el ánimo tan albo-
rotado como todos sus compatriotas. Temíase una sublevacion de parte
de ellos, y no sin algun fundamento. Ya en el mes anterior, y cuando en
5 de Mayo dió en Extremadura la proclama, de que hicimos mencion, el
desgraciado Torre del Fresno, habia sido enviado allí, de Badajoz, el ofi-
cial D. Federico Moreti para concertarse con el general D. Juan Carrafa
y preparar la vuelta á España de aquellas tropas. La comision de Moreti
no tuvo resulta, así por ser temprana y arriesgada, como también por la
tibieza que mostró el mencionado Carrafa; pero despues embraveciéndo-
se la insurreccion española, llegaron de varios puntos emisarios que ati-
zaban, faltando sólo ocasion oportuna para que hubiese un rompimiento.
Ofrecíasela lo acaecido en Oporto, y con objeto de prevenir golpe tan fa-
tal, procuró Junot, ántes de que se esparciese la noticia, sorprender á los
nuestros y desarmarlos. Pudo, sin embargo, escaparse de Mafra y pasar
á España el Marqués de Malespina con el regimiento de dragones de la
Reina; y para engañar á los demas emplearon los franceses varios ardi-
des, cogiendo á unos en los cuarteles y á otros divididos. Mil y doscien-
tos de ellos, que estaban en el campo de Ourique, rehusaron ir al con-
vento de San Francisco, barruntando que se les armaba alguna celada.
Entónces Junot los mandó llamar al Terreiro do Pazo, fingiendo que era
con intento de embarcarlos para España. Alborozados por nueva tan ha-
lagüeña, llegaron á aquella plaza, cuando se vieron rodeados por 3.000




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franceses y asestada contra sus filas la artillería en las bocacalles. Fue-
ron, pues, desarmados todos y conducidos á bordo de los pontones que
habia en el Tajo. No se comprendió á los oficiales en precaucion tan ri-
gurosa; pero no habiendo creído algunos de ellos deber respetar una pa-
labra de honor que se les habia arrancado despues de una alevosía, se
fugaron á España, y de resultas sus compañeros fueron sometidos á igual
y desgraciada suerte que los soldados.


No fué tan fácil sorprender ni engañar á los que estando á la izquier-
da del Tajo vivian más desembarazadamente. Así desertó la mayor par-
te del regimiento de caballería de María Luisa, y fué notable la insurrec-
cion de los cuerpos de Valencia y Murcia, de los que, con una bandera,
se dirigieron á España muchos soldados. Estaban en Setúbal, y el gene-
ral frances Graindorge, que allí mandaba, los persiguió. Hubo un reen-
cuentro en Os-Pegoes, y los franceses, habiendo sido rechazados, no pu-
dieron detener á los nuestros en su marcha.


El haber desarmado á los españoles de Lisboa motivó la insurreccion
de los Algarbes, y por consecuencia, la de todo el mediodía de Portu-
gal. Gobernaba aquella provincia, de parte de los franceses, el general
Maurin, á quien, estando enfermo, sustituyó el coronel Maransin. Eran
cortas las tropas que estaban á sus órdenes, y cuidadoso dicho jefe por
los alborotos, habia salido para Villarreal, en donde construia una bate-
ría que asegurase aquel punto contra los ataques de Ayamonte. Ocupa-
do en guarecerse de un peligro, otro más inmediato vino á distraerle y
consternarle. Era el 16 de Junio cuando Olhá, pequeño pueblo de pesca-
dores, á una legua de Faro, se sublevó á la lectura de una proclama que
habia publicado Junot con ocasion de haber desarmado á los españoles.
Dió el coronel José Lopez de Sousa el primer grito contra los franceses,
que fué repetido por toda la poblacion. Este alboroto estuvo á punto de
apaciguarse; pero obligado Maransin, que habia acudido al primer rui-
do, á salir de Faro para combatir á los paisanos, que levantados descen-
dian de las montañas que parten término con el Alentejo, se sublevó, á
su vez, dicha ciudad de Faro, formó una junta, se puso en comunicacion
con los ingleses, y llevó á bordo de sus navíos al enfermo general Mau-
rin y á los pocos franceses que estaban en su compañía. Maransin, en
vista de la poca fuerza que le quedaba, se retiró á Mértola, para de allí
darse más fácilmente la mano con los generales Kellerman y Avril, que
ocupaban el Alentejo. Se aproximó despues á Beja, y por haberle asesi-
nado algunos soldados, la entró á saco el 25 de Junio. Prendió la in-su-
rreccion en otros puntos, y en todos aquellos en que el espíritu público




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no fué comprimido por la superioridad de la fuerza francesa, se repitió el
mismo espectáculo y hubo iguales alborotos que en la Península. Entre
la junta de Faro y los españoles suscitóse cierta disputa por haber éstos
destruido las fortificaciones de Castro-Marin. De ambos lados se dieron
las competentes satisfacciones, y amistosamente se concluyó un conve-
nio adecuado á las circunstancias entre los nuevos gobiernos de Sevi-
lla y Faro.


No faltó quien viese, así en este arreglo como en lo que ántes se ha-
bia estipulado entre Galicia y Oporto, una preparacion para tratados
más importantes, que hubieran podido rematar por una union y acomo-
damiento entre ambas naciones. Desgraciadamente varios obstáculos,
con los cuidados graves de entónces, debieron impedir que se prosiguie-
se en designio de tal entidad. Es, sin embargo, de desear que venga un
tiempo en que, desapareciendo añejas rivalidades, é ilustrándose unos y
otros sobre sus recíprocos y verdaderos intereses, se estrechen dos paí-
ses que, al paso que juntos formarán un incontrastable valladar contra
la ambicion de los extraños, desunidos sólo son víctima de ajenas con-
tiendas y pasiones.