Historia del levantamiento, guerra y revolución de España
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LIBRO CUARTO.


JUNTA DE MADRID.— COMISION QUE DA AL MARQUÉS DE LAZAN.— SU PROCLAMA DE
4 DE JUNIO.— SU CELO EN FAVOR DE LA DIPUTACION DE BAYONA.— VALDÉS.—
MARQUÉS DE ASTORGA.— OBISPO DE ORENSE.— PROCLAMA DE BAYONA Á LOS
ZARAGOZANOS.— COMISIONADOS ENVIADOS Á ZARAGOZA.— AVISOS ENVIADOS POR
NAPOLEON Á AMÉRICA.— NAPOLEON RENUNCIA LA CORONA DE ESPAÑA EN JOSÉ.—
LLEGADA DE JOSÉ Á BAYONA.— RECIBIMIENTO DE JOSÉ EN MARRAC.— DIPUTA-
CIONES ESPAÑOLAS.— LA DE LOS GRANDES.— LA DEL CONSEJO DE CASTILLA.— LA
DE LA INQUISICION.— LA DEL EJÉRCITO.— OTRA PROCLAMA DE LOS DE BAYO-
NA.— PRÉVIAS DISPOSICIONES PARA ABRIR EL CONGRESO DE BAYONA.— ÁBREN-
SE SUS SESIONES.— SUS DISCUSIONES.— SI GOZÓ DE LIBERTAD.— JURAMENTO PRES-
TADO Á LA CONSTITUCION.— REFLEXIONES SOBRE LA CONSTITUCION.— VISITA DE LA
JUNTA DE BAYONA Á NAPOLEON.— FELICITACIONES DE LA SERVIDUMBRE DE FER-
NANDO.— FELICITACION DE FERNANDO MISMO.— MINISTERIO NOMBRADO POR JO-
SÉ.— JOVELLANOS.— EMPLEOS DE PALACIO.— JOSÉ ENTRA EN ESPAÑA EL 9 DE
JULIO.— PRIMERA EXPEDICION DE LOS FRANCESES CONTRA SANTANDER.— EXPE-
DICION CONTRA VALLADOLID.— QUEMA DE TORQUEMADA.— ENTRADA EN PALEN-
CIA.— ACCION DE CABEZON.— ENTRAN LOS FRANCESES EN VALLADOLID.— SEGUN-
DA EXPEDICION CONTRA SANTANDER.— OBISPO DE SANTANDER.— NOBLE ACCION DE
SU JUNTA.— EXPEDICION CONTRA ZARAGOZA.— ACCION DE MALLEN.— DE ALA-
GON.— CATALUÑA.— SOMATENES.— ACCION DEL BRUCH.— DEFENSA DE ESPA-
RRAGUERA.— CHABRAN EN TARRAGONA.— REENCUENTRO DE ARBÓS.— SAQUEO
DE VILLAFRANCA DE PANADÉS.— SEGUNDA ACCION DEL BRUCH.— EXPEDICION
DE DUHESME CONTRA GERONA.— RESISTENCIA DE MONGAT.— SAQUEO DE MA-
TARÓ.— ATAQUE DE LOS FRANCESES CONTRA GERONA.— VUELVE DUHESME Á
BARCELONA- REENCUENTRO DE GRANOLLERS.— SOMATENES DEL LLOBREGAT.—
MURAT.— ENVÍA Á DUPONT Á ANDALUCÍA.— ACCION DE ALCOLEA- .SACO DE
CÓRDOBA.— SITUACION ANGUSTIADA DE LOS FRANCESES.— EXCESOS DE LOS PAI-
SANOS ESPAÑOLES.— RESISTENCIA DE VALDEPEÑAS.— RETÍRASE DUPONT Á ANDÚ-
JAR.— SAQUEO DE JAEN.— EXPEDICION DE MONCEY CONTRA VALENCIA.— REEN-
CUENTRO DEL PUENTE PAJAZO.— DE LAS CABRILLAS.— PREPARATIVOS DE DEFENSA
EN VALENCIA.— REFRIEGA EN EL PUEBLO DE CUARTE.— DEFENSA DE VALENCIA.—
PROPOSICIÓN DE MONCEY PARA QUE CAPITULE LA CIUDAD.— HECHOS NOTABLES DE
ALGUNOS ESPAÑOLES.— RETÍRASE MONCEY.— INACCION DE CERVELLON.— CON-




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DUCTA LAUDABLE DE LLAMAS.— ENFERMEDAD DE MURAT.— ENFERMEDADES EN SU
EJÉRCITO.— OPINION DE LARREY.— SAVARY SUCEDE Á MURAT.— SINGULAR COMI-
SION DE SAVARY.— SU CONDUCTA.— ENVIA Á VEDEL PARA REFORZAR Á DUPONT.—
PASO DE SIERRA MORENA.— REFUERZOS ENVIADOS Á MONCEY.— CAULINCOURT.—
SAQUEA Á CUENCA.— FRERE.— SEGUNDO REFUERZO LLEVADO Á DUPONT POR EL
GENERAL GOBERT.— DESATIÉNDESE Á BESSIÈRES.— CUESTA.— EJÉRCITO DE GA-
LICIA DESPUES DE LA MUERTE DE FILANGIERI.— BATALLA DE RIOSECO, 14 DE JU-
LIO.— AVANZA BESSIÈRES Á LEON: SU CORRESPONDENCIA CON BLAKE.— VIAJE DE
JOSÉ Á MADRID.— RETRATO DE JOSÉ.— SU PROCLAMACION.— SU RECONOCIMIEN-
TO.— CONSEJO DE CASTILLA.— ACONTECIMIENTOS QUE PRECEDIERON Á LA BATALLA
DE BAILÉN.— DISTRIBUCION DEL EJÉRCITO ESPAÑOL DE ANDALUCÍA.— CONSEJO CE-
LEBRADO PARA ATACAR Á LOS FRANCESES.— ACCION DE MENJÍBAR.— BATALLA DE
BAILÉN, 19 DE JULIO.— CAPITULACION DEL EJÉRCITO FRANCES.— RINDEN LAS AR-
MAS LOS FRANCESES.— REFLEXIONES SOBRE LA BATALLA.— CAMINA EL EJÉRCITO
RENDIDO Á LA COSTA.— DESÓRDEN EN LEBRIJA, CAUSADO POR LA PRESENCIA DE LOS
PRISIONEROS.— EN EL PUERTO DE SANTA MARÍA.— CORRESPONDENCIA ENTRE DU-
PONT Y MORLA.— CONSTERNACION DEL GOBIERNO FRANCES EN MADRID.— RETÍRA-
SE JOSÉ.— ESPAÑOLES QUE LE SIGUEN.— DESTROZOS CAUSADOS EN LA RETIRADA.


Ántes de haber tomado la insurreccion de España el alto vuelo que
le dieron en los últimos dias de Mayo 1as renuncias de Bayona, recorda-
rá el lector cómo se habian derramado por las provincias emisarios fran-
ceses y españoles que con seductoras ofertas trataron de alucinar á los
jefes que las gobernaban. La Junta suprema de Madrid, principal ins-
tigadora de semejantes misiones y providencias, viéndose así compro-
metida, siguió con esmerada porfía en su propósito, y al crujido de la
insurrección general, reiterando avisos, instrucciones y cartas confiden-
ciales, avivó su desacordado celo en favor de la usurpacion extraña, con-
servando la ciega y vana esperanza de sosegar por medios tan frágiles el
asombroso sacudimiento de una grande y pundonorosa nacion.


Sobresaltada en extremo con la conmocion de Zaragoza, acudió con
presteza á su remedio. Punzábala este suceso, no tanto por su importan-
cia, cuanto por el temor, sin duda, de que con él se trasluciesen las órde-
nes que para resistir á los franceses le habian sido comunicadas desde
Bayona, y á cuyo cumplimiento habia faltado. Presumia que Palafox, sa-
bedor de ellas, y encargado de otras iguales ó parecidas, les daria entera
publicidad, poniendo así de manifiesto la reprensible omision de la Jun-
ta, á la que, por tanto, era urgente aplacar aquel levantamiento. Como el




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caso requeria pulso, se escogió al efecto al Marqués de Lazan, herma-
no mayor del nuevo capitan general de Aragon, en cuya persona concu-
rrian las convenientes calidades para no excitar con su nombre recelos
en el asustadizo pueblo, y poder influir con éxito y desembarazadamente
en el ánimo de aquel caudillo. Pero el de Lazan, al llegar á Zaragoza, en
vez de favorecer los intentos de los que le enviaban, y persuadido tam-
bien de cuán imposible era resistir al entusiasmo de aquellos morado-
res, se unió á su hermano, y en adelante partió con él los trabajos y pe-
nalidades de la guerra.


Arrugándose más y más el semblante del reino, y tocando á pun-
to de venir á las manos, en 4 de Junio circuló la Junta, de acuerdo con
Murat, una proclama (1) en la que se ostentaban las ventajas de que to-
dos se mantuviesen sosegados, y aguardasen á que el héroe que admira-
ba al mundo concluyera la grande obra, en que estaba trabajando, de la
regeneracion política. Tales expresiones alborotaban los ánimos, léjos de
apaciguarlos, y por cierto rayaba en avilantez el que una autoridad espa-
ñola osase ensalzar de aquel modo al causador de las recientes escenas
de Bayona, y ademas era, por decirlo así, un desenfreno del amor pro-
pio imaginarse que con semejante lenguaje se pondria pronto término á
la insurreccion.


Viendo cuán inútiles eran sus esfuerzos, y ansiosa de encontrar por
todas partes apoyo y disculpa á sus compromisos, trabajó con ahinco la
Junta para que acudiesen á Bayona los individuos de la diputacion con-
vocada á aquella ciudad. Crecian los obstáculos para la reunion con los
bullicios de las provincias, y con la repulsa que dieron algunos de los
nombrados. Indicamos ya cómo el bailío D. Antonio Valdés habia re-
husado ir, prefiriendo, con gran peligro de su persona, fugarse de Búr-
gos, donde residia, á la mengua de autorizar con su presencia los escán-
dalos de Bayona. Excusóse tambien el Marqués de Astorga, sin reparar
en que, siendo uno de los primeros próceres del reino, la mano enemiga
le perseguiria y le privaria de sus vastos estados y riquezas. Pero quien
aventajó á todos en la resistencia fué el reverendo obispo de Orense, D.
Pedro de Quevedo y Quintano. La contestacion de este prelado al llama-
miento de Bayona, obra señalada de patriotismo, unió á la solidez de las
razones un atrevimiento hasta entónces desconocido á Napoleon y sus
secuaces. Al modo de los oradores más egregios de la antigüedad, usó
con arte de la poderosa arma de la ironía, sin deslucirla con bajas é im-


(1) Esta proclama está inserta en la Gaceta de Madrid del 7 de julio de 1808.




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propias expresiones. Desde Orense, y en 29 de Mayo, no levantada toda-
vía Galicia, y sin noticia de la declaracion de otras provincias, dirigió su
contestacion al Ministro de Gracia y Justicia. Como en su contenido se
sentaron las doctrinas más sanas y los argumentos más convincentes en
favor de los derechos de la nacion y de la dinastía reinante, recomenda-
mos muy particularmente la lectura de tan importante documento, que
á la letra insertamos en nota aparte (2). Difícilmente pudieran trazarse


(2) Respuesta dada por el Illmo. Sr. Obispo de Orense á la Junta de Gobierno, con mo-
tivo de haber sido nombrado diputado para la Junta de Bayona.


Excmo. Sr.— Muy señor mio: Un correo de la Coruña me ha entregado en la tarde del
miércoles, 25 de éste, la de V. E. con fecha del 19, por la que, entre lo demas que contie-
ne, me he visto nombrado para asistir á la asamblea que debe tenerse en Bayona de Fran-
cia, á fin de ocurrir en cuanto pudiese á la felicidad de la monarquía, conforme á los de-
seos del grande Emperador de los franceses, celoso de elevarla al más alto grado de pros-
peridad y de gloria.


Aunque mis luces son escasas, en el deseo de la verdadera felicidad y gloria de la na-
cion no debo ceder á nadie, y nada omitiria que me fuese practicable y creyese conducen-
te á ello. Pero mi edad de setenta y tres años, una indisposicion actual, y otras notorias y
habituales me impiden un viaje tan largo y con un término tan corto que apenas basta pa-
ra él, y ménos para poder anticipar los oficios y para adquirir las noticias é instrucciones
que debian preceder. Por lo mismo me considero precisado á exonerarme de este encar-
go, como lo hago por ésta, no dudando que el Sermo. Sr. Duque de Berg y la suprema Jun-
ta de Gobierno estimarán justa y necesaria mi súplica de que admitan una excusa y exo-
neracion tan legitima.


Al mismo tiempo, por lo que interesa al bien de la nacion y á los designios mismos
del Emperador y Rey, que quiere ser como el ángel de paz y el protector tutelar de ella, y
no olvida lo que tantas veces ha manifestado, el grande interes que toma en que los pue-
blos y soberanos sus aliados aumenten su poder, sus riquezas y dicha en todo género, me
tomo la libertad de hacer presente á la Junta suprema de Gobierno, y por ella al mismo
Emperador, Rey de Italia, lo que ántes de tratar de los asuntos á que parece convocada,
diria y protestaria en la asamblea de Bayona, si pudiese concurrir á ella.


Se trata de curar males, de reparar perjuicios, de mejorar la suerte de la nacion y de
la monarquía; pero ¿sobre qué bases y fundamentos? ¿Hay medio aprobado y autorizado,
firme y reconocido por la nacion para esto? ¿Quiere ella sujetarse y espera su salud por
esta vía? Y ¿no hay enfermedades tambien que se agravan y exasperan con las medicinas;
de que se ha dicho: Tangant vulnera sacra nullæ manus? Y ¿no parece haber sido de es-
ta clase la que ha empleado con su aliado y familia real de España el poderoso protector,
el emperador Napoleon? Sus males se han agravado tanto, que está como desesperada su
salud. Se ve internada en el imperio frances, y en una tierra que la habia desterrado pa-
ra siempre; y vuelto á su cuna primitiva, halla el túmulo por una muerte civil, en donde
la primera rama fué cruelmente cortada por el furor y la violencia de una revolucion in-
sensata y sanguinaria. Y en estos términos, ¿qué podrá esperar España? Su curacion, ¿le
será más favorable? Los medios y medicinas no lo anuncian. Las renuncias de sus reyes
en Bayona é infantes en Burdeos, en donde, se cree que no podian ser libres, en donde




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con mayor vigor y maestría las verdades que en él se reproducen. Así fué
que aquella contestacion penetró muy allá en todos los corazones, cau-


se han contemplado rodeados de la fuerza y del artificio, y desnudos de las luces y asis-
tencia de sus fieles vasallos; estas renuncias, que no pueden concebirse ni parecen posi-
bles, atendiendo á las impresiones naturales del amor paternal y filial, y al honor y lus-
tre de toda la familia, que tanto interesa á todos los hombres honrados; estas renuncias,
que se han hecho sospechosas á toda la nacion, y de las que pende toda la autoridad de
que justamente puede hacer uso el Emperador y Rey, exigen para su validacion y firme-
za, y á lo ménos para la satisfaccion de toda la monarquía española, que se ratifiquen es-
tando los reyes é infantes que las han hecho libres de toda coaccion y temor. Y nada se-
ría tan glorioso para el grande emperador Napoleon, que tanto se ha interesado en ellas,
como en devolver á la España sus augustos monarcas y familia, disponer que dentro de
su seno, y en unas Córtes generales del reino, hiciesen lo que libremente quisiesen, y la
nacion misma, con la independencia y soberanía que la compete, procediese, en conse-
cuencia, á reconocer por su legitimo rey al que la naturaleza, el derecho y las circunstan-
cias llamasen al trono español.


Este magnánimo y generoso proceder sería el mayor elogio del mismo Emperador, y
sería más grande y admirable por él que por todas las victorias y laureles que le coronan
y distinguen entre todos los monarcas de la tierra, y áun saldria la España de una suerte
funestisima que la amenaza, y podria, finalmente, sanar de sus males y gozar de una per-
fecta salud, y dar, despues de Dios, las gracias y tributar el más sincero reconocimiento
á su salvador y verdadero protector, entónces el mayor de los emperadores de Europa, el
moderado, el justo, el magnánimo, el benéfico Napoleon el Grande.


Por ahora la España no puede dejar de mirarlo bajo otro aspecto muy diferente: se
entreve, si no se descubre, un opresor de sus príncipes y de ella; se mira como encadena-
da y esclava cuando se la ofrecen felicidades: obra, áun más que del artificio, de la vio-
lencia y de un ejército numeroso, que ha sido admitido como amigo ó por la indiscrecion
y timidez, ó acaso por una vil traicion, que sirve á dar una autoridad que no es fácil es-
timar legítima.


¿Quién ha hecho teniente-gobernador del reino al Sermo. Sr. Duque de Berg? ¿No
es un nombramiento hecho en Bayona de Francia por un rey piadoso, digno de todo res-
peto y amor de sus vasallos, pero en manos de lados imperiosos por el ascendiente sobre
su corazon y por la fuerza y el poder á que le sometió? Y ¿no es una artificiosa quimera
nombrar teniente de su reino á un general que manda un ejército que le amenaza, y re-
nunciar inmediatamente su corona? ¿Sólo ha querido volver al trono Cárlos IV para qui-
tarlo á sus hijos? Y ¿era forzozo nombrar un teniente que impidiese á la España por es-
ta autorizacion y por el poder militar cuantos recursos podia tener para evitar la consu-
macion de un proyecto de esta naturaleza? No sólo en España, en toda la Europa, dudo
se halle persona que no reclame en su corazon contra estos actos extraordinarios y sospe-
chosos, por no decir más.


En conclusion, la nacion se ve como sin rey, y no sabe á qué atenerse. Las renun-
cias de sus reyes y el nombramiento de teniente gobernador del reino son actos hechos en
Francia y á la vista de un emperador que se ha persuadido hacer feliz á España con darle
una nueva dinastía, que tenga su origen en esta familia tan dichosa, que se cree incapaz
de producir príncipes que no tengan ó los mismos ó mayores talentos para el gobierno de




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sando impresion profundísima y duradera. Pero Murat y la Junta de Ma-
drid no por eso cesaron en sus tentativas, y con fatal empeño aceleraron
la partida de las personas que de monton se nombraban para llenar el
hueco de las que esquivaban el ominoso viaje.


El 15 de Junio debian abrirse las sesiones de aquella famosa re-
union, y todavía en los primeros dias del propio mes no alcanzaban á
30 los que allí asistian. Miéntras que los demas llegaban, y para no dar-
les huelga, obligó Napoleon á los presentes á convidar á los zaragoza-
nos, por medio de una proclama (3), á la paz y al sosiego. Queriendo
agregar al escrito la persuasion verbal, fueron comisionados para llevar-
lo el Príncipe de Castel-Franco, D. Ignacio Martinez de Villela, conse-
jero de Castilla, y el alcalde de córte D. Luis Marcelino Pereira. No les
fué dable penetrar en Zaragoza, y ménos el que se atendiera á sus in-


los pueblos que el invencible, el victorioso, el legislador, el filósofo, el grande emperador
Napoleon. La suprema Junta de Gobierno, á más de tener contra sí cuanto va insinuado,
su presidente aunado y un ejército que la cerca obligan á que se la considere sin liber-
tad, y lo mismo sucede á los Consejos y tribunales de la córte. ¡Qué confusion, qué cáos
y qué manantial de desdichas para España! No puede evitarla una asamblea convocada
fuera del reino, y sujetos que, componiéndola, ni pueden tener libertad, ni áun teniéndo-
la creerse que la tuvieran. Y si se juntasen á los movimientos tumultuosos que pueden te-
merse dentro del reino, pretensiones de príncipes y potencias extrañas, socorros ofreci-
dos ó solicitados, y tropas que vengan á combatir dentro de su seno contra los franceses y
el partido que les siga, ¿qué desolacion y qué escena podrá concebirse más lamentable?
La compasion, el amor y la solicitud en su favor del Emperador podia, ántes que curarla,
causarla los mayores desastres.


Ruego, pues, con todo el respeto que debo, se hagan presentes á la suprema Junta de
Gobierno los que considero justos temores y dignos de su reflexion, y áun de ser expues-
tos al grande Napoleon. Hasta ahora he podido contar con la rectitud de su corazon, li-
bre de la ambicion, distante del dolo y de una política artificiosa, y espero, aunque reco-
nociendo no puede estar la salud de España en esclavizarla, no se empeñe en curarla en-
cadenada, porque no está loca ni furiosa. Establézcase primero una autoridad legítima, y
trátese despues de curarla.


Estos son mis votos, que no he temido manifestará la Junta y al Emperador mismo,
porque he contado con que, si no fuesen oidos, serán á lo ménos mirados, como en reali-
dad lo son, como efecto de mi amor á la patria, á la augusta familia de sus reyes y de las
obligaciones de Consejo, cuyo título temporal sigue al obispado en España. Y sobre todo,
los contemplo, no sólo útiles, sino necesarios á la verdadera gloria y felicidad del ilustre
héroe que admira la Europa, que todos veneran, y á quien tengo la felicidad de tributar
con esta ocasion mis humildes y obsequiosos respetos. Dios guarde á V. E. muchos años.
Orense, 29 de Mayo de 1808.— Excmo. Sr. B. L. M. de V. E. su afecto capellan.— PEDRO,
obispo de Orense. Excmo. Sr. D. Sebastian Piñuela.


(3) Esta proclama está inserta en la Gaceta de Madrid del 14 de Junio de 1808.




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tempestivas amonestaciones. Tuviéronse por dichosos de regresar á Ba-
yona; merced á los franceses que los custodiaban, bajo cuyo amparo pu-
dieron volver atras sin notable azar, aunque no sin mengua y sobresalto.


Napoleon, que miraba ya como suya la tierra peninsular, trató tam-
bien por entónces de alargar más allá de los mares su poderoso influjo,
expidiendo á América buques con cuyo arribo se previniesen los inten-
tos de los ingleses, y se preparasen los habitadores de aquellas vastas y
remotas regiones españolas á admitir sin desvío la dominacion del nue-
vo soberano, procedente de su estirpe. Hizo que á su bordo partiesen
proclamas y circulares autorizadas por D. Miguel Azanza, quien, ya fir-
memente adicto á la parcialidad de Napoleon, se figuraba que el Empe-
rador de los franceses habia de respetar la union íntegra de aquellos paí-
ses con España, y no seguir el impulso y las variaciones de su interes ó
su capricho.


Luégo que Fernando VII y su padre hubieron renunciado la corona,
se presumió que Napoleon cederia sus pretendidos derechos en alguna
persona de su familia. Fundábase sobre todo la conjetura en la indica-
cion que hizo Murat á la Junta de Madrid y Consejo Real de que pidie-
sen por rey á José. Ignorábase, no obstante, de oficio si tal era su pensa-
miento, cuando en 25 de Mayo dirigió Napoleon una proclama (4) á los
españoles, en la que aseguraba que «no queria reinar sobre sus provin-
cias, pero sí adquirir derechos eternos al amor y al reconocimiento de su
posteridad.» Apareció, pues, por este documento de una manera autén-
tica que trataba de desprenderse del cetro español, mas todavía guardó
silencio acerca de la persona destinada á empuñarlo. Por fin el 6 de Ju-
nio se pronunció claramente, dando en Bayona mismo un decreto del te-
nor siguiente (5): «Napoleon, por la gracia de Dios, etc. A todos los que
verán las presentes, salud. La Junta de Estado, el Consejo de Castilla, la
villa de Madrid, etc., etc., habiéndonos por sus exposiciones hecho en-
tender que el bien de España exigia que se pusiese prontamente un tér-
mino al interregno, hemos resuelto proclamar, como Nos proclamamos
por las presentes, rey de España y de las Indias á nuestro muy amado
hermano José Napoleon, actualmente rey de Nápoles y de Sicilia.


» Garantimos al Rey de las Españas la independencia é integridad
de sus estados, así los de Europa como los de África, Asia y América. Y
encargamos», etc. (Sigue la fórmula de estilo.)


(4) V. esta proclama en el Diario de Madrid de 1.º de Junio de 1808.
(5) Gaceta de Madrid de 14 de Junio de 1808.




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Era este decreto el precursor anuncio de la llegada de José, quien el
7 entró en Pau, á las ocho de la mañana, y puesto en camino poco des-
pues, se encontró con Napoleon á seis leguas de Bayona, hasta donde
habia salido á esperarle. Mostraba éste tanta diligencia porque, no ha-
biendo de antemano (6) consultado con su hermano la mudanza resuelta,
temió que no aceptase el nuevo sólio, y quiso remover prontamente cual-
quiera obstáculo que se le opusiese. En efecto, José, contento con su de-
licioso reino de Nápoles, no venía decidido á admitir el cambio, que pa-
ra otros hubiera sido tan lisonjero. Y aquí tenemos una corona arrancada
por la violencia á Fernando VII, adquirida tambien mal de su grado por
el señalado para sucederle.


Napoleon, atento á evitar la negativa de su hermano, le hizo subir en
su coche, y exponiéndole sus miras políticas en trasladarle al trono es-
pañol, trató con particularidad de inculcarle los intereses de familia, y
la conveniencia de que se conservase en ella la corona de Francia, pa-
ra cuyo propósito y el de prevenir la ambicion de Murat y de otros extra-
ños, nada era más acertado, añadia, que el poner como de atalaya á José
en España, desde donde con mayor facilidad y superiores medios se po-
sesionaria del trono de Francia, en caso de que vacase inesperadamente.
Ademas le manifestó haber ya dispuesto del reino de Nápoles para co-
locar en él á Luciano. Asegúrase que la última indicacion movió á José
más que otra razon alguna, por el tierno amor que profesaba á aquel su
hermano. Sea, pues, de esto lo que fuere, lo cierto es que Napoleon ha-
bia de tal modo preparado las cosas, que sin dar tiempo ni vagar, fué Jo-
sé reconocido y acatado como rey de España.


(6) Mr. Bignon, citado más arriba, aunque elogia nuestra imparcialidad, desmiente este
hecho, desfigurando el modo como lo contamos. Apóyase principalmente en lo que acerca
del caso refiere en sus Memorias Mr. Estanislao Girardin, si bien no le sigue á la letra, ó por
negligencia ó por dar mayor fuerza á su relacion. Nosotros hemos seguido en la nuestra, des-
pues de acudir á buenas fuentes, al general Foy, como quien concuerda mejor con ellas; pe-
ro no bastándonos ni áun esto, en vista de lo que asegura en contrario Mr. Bignon, hemos re-
currido por medio de personas autorizadas y fidedignas á José Bonaparte mismo y los que le
rodean y han merecido siempre su confianza. Todos ellos ahora (en 1842) viven en Floren-
cia; y satisfaciendo nuestros deseos, han respondido que de cuanto habian visto estampado,
inclusas las Memorias de Mr. Estanislao Girardin, acerca de lo acaecido en 1808 entre el rey
José y su hermano el emperador Napoleon, ya en Bayona, ya ántes, ninguna relacion era tan
puntual y exacta como la del Conde de Toreno en su historia; habiendo añadido José de por
si que se admiraba de que dicho Toreno hubiese tenido conocimiento tan verdadero y circuns-
tanciado de aquellos sucesos. De aqui inferirá el lector lo mucho que nos hemos afanado por
apurar la verdad, áun en los hechos que no pedian tanta y tan esmerada averiguacion.




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Así sucedió que al llegar entre dos luces á Marrac recibió los obse-
quios de tal de boca de la Emperatriz, que con sus damas habia salido
á recibirle al pié de la escalera. Ya le aguardaban dentro del palacio los
españoles congregados en Bayona, á quienes se les habia citado de an-
temano, teniendo Napoleon tanta priesa en el reconocimiento del nuevo
rey, que no permitió cubrir las mesas ni descanso alguno á su hermano
ántes de desempeñar aquel cuidado, cuyo ceremonial se prolongó has-
ta las diez de la noche.


Naturalmente debió durar más de lo necesario, habiendo ignorado
los españoles el motivo á que eran llamados. Advertidos despues, tuvie-
ron que concertarse apresuradamente allí mismo, en uno de los salones,
y arreglar el modo de felicitar al soberano recien llegado. Para ello se di-
vidieron en cuatro diputaciones, á saber: la de los grandes, la del Con-
sejo de Castilla, la de los de la Inquisicion, Indias y Hacienda, reunidos
los tres en una, y la del ejército. Pusieron todas separadamente y por es-
crito una exposicion gratulatoria, y ántes de que se leyesen á José con
toda solemnidad, se presentaba cada una á Napoleon para su aprobacion
previa: menguada censura, indigna de su alta jerarquía.


Era la diputacion de los grandes la primera en órden, é iba á su ca-
beza el Duque del Infantado, quien habia tenido el encargo de extender
la felicitacion. Principiando por un cumplido vago, concluia ésta con de-
cir: «Las leyes de España no nos permiten ofrecer otra cosa á V. M. Es-
peramos que la nacion se explique y nos autorice á dar mayor ensanche á
nuestros sentimientos.» Difícil sería expresar la irritacion que provocó en
el altivo ánimo de Napoleon tan inesperada cortapisa. Fuera de sí y aba-
lanzándose al Duque, díjole que «siendo caballero, se portase como tal, y
que en vez de altercar acerca de los términos de un juramento, el cual, así
que pudiera, intentaba quebrantar, se pusiese al frente de su partido en
España, y lidiase franca y lealmente..... Pero le advertia que si faltaba al
juramento que iba á prestar, quizá estaria en el caso ántes de ocho dias de
ser arcabuceado.» Tardíos eran á la verdad los escrúpulos del Duque, y, ó
debia haberlos sepultado en lo más íntimo del pecho, ó sostenerlos con el
brío digno de su cuna, si arrastrado por el clamor de la conciencia, queria
acallarla, dándoles libre salida. Mas el del Infantado arredróse, y cedió á
la ira de Napoleon. Por eso hubo quien achacára á otro haberle apuntado
la cláusula, dejándole sólo al Duque la gloria de haberla escrito, sin pen-
sar en el aprieto en que iba á encontrarse. Corrigieron entónces los gran-
des su primera exposicion, reconocieron por rey á José, é hizo la lectura
de ella, aunque no pertenecia á la clase, D. Miguel José de Azanza.




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Los magistrados que llevaban la voz á nombre del Consejo de Casti-
lla, si bien incensaron al nuevo rey diciéndole (7): «V. M. es rama prin-
cipal de una familia destinada por el cielo para reinar», esquivaron
tambien, pero de un modo más encapotado que los grandes, el recono-
cimiento claro y sencillo, limitándose, por falta de autoridad, segun ex-
presaban, á manifestar cuáles eran sus deseos: tan cuidadosos andaban
siempre el Consejo y sus individuos de no comprometerse abiertamen-
te en ningun sentido.


A todos los parabienes respondió José con afable cortesanía, mere-
ciendo particular mencion el modo con que habló al inquisidor D. Rai-
mundo Ethenard y Salinas, á quien dijo «que la religion era la base de
la moral y de la prosperidad pública, y que aunque habia países en que
se admitian muchos cultos, sin embargo debia considerarse á la España
como feliz porque no se honraba en ella sino el verdadero.» Con un tan
claro elogio de las ventajas de una religion exclusiva, los inquisidores,
que fundadamente consideraban su tribunal como el principal baluarte
de la intolerancia, creyéronse asegurados. Ya ántes alimentaban la es-
peranza de mantenerse, desde que Murat mismo habia correspondido á
sus congratulaciones con halagüeñas y favorables palabras. El no haber-
se abolido aquel terrible tribunal en la Constitucion de Bayona, y el que
uno de sus ministros, en representacion suya, la autorizase con su firma,
acrecentó la confianza de los interesados en conservarle, y puso espanto
á los que á su nombre se estremecian. Ahora, que han trascurrido años,
y que otros excesos han casi borrado los de Napoleon, atribuiráse á sue-
ño de los partidarios del Santo Oficio el haberse imaginado que aquél
hubiera sostenido tan odiosa institucion. Mas si recordamos que en los
primeros tiempos de la irrupcion francesa muchos emisarios de su go-
bierno encarecerian la utilidad de la Inquisicion como instrumento polí-
tico, y si tambien atendemos al modo arbitrario y escudriñador con que
en la ilustrada Francia se disminuia y cercenaba la libertad de escribir
y pensar, no nos parecerá que fuesen tan desvariadas y fútiles las espe-
ranzas de los inquisidores. Quizá José y algunos españoles de su ban-
do hubieran querido la abolicion inmediata; pero ¿qué podia él ni qué
valian ellos contra la imperiosa voluntad de Napoleon? Que éste acaba-
se despues en Diciembre de 1808 con la Inquisicion, en nada destruye
nuestros recelos. Entónces restablecida, como á su tiempo verémos, por


(7) Todas estas gratulatorias pueden leerse en el Diario de Madrid del 12 de Junio de
1808 y en las Gacetas de aquel tiempo.




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la Junta Central, con gran descrédito suyo, entendió el soberano frances
ser oportuno descuajar tan mala planta, procurando granjearse por aquel
medio, y en contraposicion de la autoridad nacional, el aprecio de mu-
chos hombres de saber, atemorizados y desabridos con el renacimiento
de tan odioso tribunal.


En la contestacion que dió José al Duque del Parque, representan-
te del ejército, tambien notamos ciertas expresiones bastantemente sin-
gulares:


«Yo me honro, dijo, con el título de su primer soldado, y ora fuese
necesario, como en tiempos antiguos combatir á los moros, ora sea me-
nester rechazar las injustas agresiones de los eternos enemigos del con-
tinente, yo participaré de todos vuestros peligros.» Extraña mezcla po-
ner al par de los ingleses á los moros y sus guerras. Probablemente fué
adorno oratorio mal escogido, dado que no siendo creible que por aque-
llas palabras hubiera querido anunciar en nuestros dias temores de una
irrupcion agarena, era forzoso imaginarse que se encubria en su senti-
do el ulterior proyecto de invadir la costa africana, y cierto que si el pri-
mer pensamiento hubiera pasado de desvarío, hubiérase el segundo re-
prendido de sobradamente anticipado, cuando la nueva corona apénas
habia tocado su cabeza.


Todavía era muy corto el número de diputados que concurrian en Ba-
yona, á la sazon que en 8 de Junio dieron los presentes otra proclama (8)
á todos los españoles, con objeto de recomendar á su afecto la nueva di-
nastía y de reprimir la insurreccion. José por su parte aceptó, en decre-
to del 10 (9), la cesion de la corona de España que en su persona habia
hecho su hermano, confirmando á Murat en la lugartenencia del reino,
cuyo puesto habia ejercido sucesivamente á nombre de Cárlos IV y de
Napoleon. Acompañaba á este decreto otro (10) en que mostraba cuáles


(8) Esta proclama está inserta en el Diario de Madrid del 15 de Junio de 1808.
(9) Habiendo aceptado la cesion de la corona de España, que mi muy caro y muy


amado hermano, el Emperador de los franceses, etc., hizo á favor de mi persona, segun
el aviso que se comunicó al Consejo con fecha de 4 del corriente, he venido en nombrar
por mi lugarteniente general á S. A. I. y R. el gran Duque de Berg, segun se lo participo
con esta fecha, encargándole que haga expedir todos los decretos que convengan, á fin de
que los tribunales y los empleados de todas clases continúen en el ejercicio de sus fun-
ciones respectivas, por exigirlo así el bien general del reino, que es y será siempre el ob-
jeto de mis desvelos. Tendrálo entendido el Consejo para su inteligencia y cumplimien-
to en la parte que le toca.— YO EL REY.— En Bayona, á 10 de Junio de 1808.— Al De-
cano del Consejo.


(10) El augusto Emperador de los franceses, nuestro muy caro y muy amado herma-




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eran sus intenciones, y en el que ya llamaba suyos á los pueblos de Es-
paña. Estos documentos corrian con dificultad en las provincias; pero si
alguno de ellos se introducia, soplaba el fuego en vez de apagarle.


Acercábase el dia de abrirse el Congreso de Bayona, y á duras penas
crecia el número de individuos que debian componerle. Por fin fueron
llegando algunos de los que forzadamente obligaban á salir de Madrid, ó
de los que cogian en los pueblos ocupados por las tropas francesas. Po-
cos fueron los que de grado acudieron al llamamiento, y mal podia ser de
otra manera viendo los convocados que la insurreccion prendia por to-
das partes, y el gran compromiso á que se exponian. Antes de dar prin-
cipio á las sesiones, Napoleon entregó á D. Miguel José de Azanza un
proyecto de Constitucion. Extrema curiosidad se despertó con deseo de
averiguar quién fuese el autor. Ni entónces ni ahora ha sido dable el des-
cubrirle, bien que se advierta que una mano española debió en gran par-
te coadyuvar al desempeño de aquel trabajo. Nosotros no aventurarémos
conjeturas más ó ménos fundadas. Pero sí se nos ha aseverado de un mo-
do indudable por persona bien enterada, que dicha Constitucion, ó sus
bases más esenciales, fueron entregadas al Emperador frances en Ber-
lin despues de la batalla de Jena. Debió, pues, salir de pluma que vis-
lumbrase ya cuál suerte aguardaba á España con la incierta política del
Príncipe de la Paz y la desmesurada ambicion del gabinete de Francia.
Napoleon escogió á D. Miguel de Azanza, como en otro libro indicamos,
para presidir el Congreso, y se nombraron por secretarios á D. Mariano


no, nos ha cedido todos los derechos que habia adquirido á la corona de las Españas por
los tratados ajustados en los dias 5 y 10 de Mayo próximo pasado. La Providencia, abrién-
donos una carrera tan vasta, sin duda que ha penetrado nuestras intenciones; la misma
nos dará fuerzas para hacer la felicidad del pueblo generoso que ha confiado á nuestro
cuidado. Sólo ella puede leer en nuestra alma, y no serémos felices hasta el dia en que,
correspondiendo á tantas esperanzas, podamos darnos á Nos mismo el testimonio de ha-
ber llenado el glorioso cargo que se nos ha impuesto. La conservacion de la santa reli-
gion de nuestros mayores en el estado próspero en que la encontramos, la integridad y la
independencia de la monarquía serán nuestros primeros deberes. Tenemos derecho para
contar con la asistencia del clero, de la nobleza y del Pueblo, á fin de hacer revivir aquel
tiempo en que el mundo entero estaba lleno de la gloria del nombre español; y sobre todo
deseamos establecer el sosiego y fijar la felicidad en el seno de cada familia por medio de
una buena organizacion social. Hacer el bien público con el menor perjuicio posible de
los intereses articulares será el espíritu de nuestra conducta; y por lo que á Nos toca co-
mo nuestros pueblos sean dichosos, en su felicidad cifrarémos toda nuestra gloria. A este
precio ningun sacrificio nos será costoso. Para el bien de la España, y no para el nuestro,
nos proponemos reinar. El Consejo lo tendrá entendido y lo comunicara á nuestros pue-
blos.— YO EL REY.— En Bayona, á 10 de Junio de 1808.— Al Decano del Consejo.




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Luis de Urquijo, del Consejo de Estado, y á D. Antonio Ranz Romani-
llos, del de Hacienda. Encargó tambien que se eligiesen dos comisiones,
á cuyo prévio exámen se confiase el preparar los asuntos para los deba-
tes, y proponer las modificaciones que pareciere oportuno adoptar en la
nueva Constitucion.


Concluidas que fueron estas disposiciones preliminares, abrió sus se-
siones la Junta de Bayona el 15 de Junio, dia de antemano señalado. Pro-
nunció D. Miguel de Azanza, en calidad de presidente, el discurso de
apertura. En él decia (11): «Gracias y honor inmortal á este hombre ex-
traordinario (Napoleon), que nos vuelve una patria que habiamos perdi-
do….. Ha querido despues que en el lugar de su residencia, y á su misma
vista, se reunan los diputados de las principales ciudades y otras perso-
nas autorizadas de nuestro país, para discurrir en comun sobre los me-
dios de reparar los males que hemos sufrido, y sancionar la Constitucion
que nuestro mismo regenerador se ha tomado la pena de disponer, pa-
ra que sea la inalterable norma de nuestro gobierno. De este modo po-
drán ser útiles nuestros trabajos, y cumplirse los altos designios del héroe
que nos ha convocado…..» Pesa que un hombre cuyo concepto de probi-
dad se habia hasta entónces mantenido sin tacha, se abatiese á pronun-
ciar expresiones adulatorias, poco dignas de la boca de un ministro puro
y honrado. Porque, en efecto, ¿dónde estaban los diputados de las princi-
pales ciudades? Y si la patria estaba perdida, ¿no habia tambien el hom-
bre extraordinario contribuido en gran manera á hundirla en el abismo?
¿En dónde y cómo nos la habia vuelto? Sin la constancia española, sin la
pertinaz guerra de seis años, hubiera sido tratada con el vilipendio que
otros estados, y partida despues ó desmembrada al antojo del extranje-
ro. Suerte que hubiera merecido si en silencio hubiese dejado que tan in-
dignamente se la humillase y oprimiese. Pudiera Azanza haber cumplido
con el encargo de presidente, sin aparecer oficioso ni lisonjero.


Redujéronse á doce las sesiones de Bayona. En la misma del 15 se
procedió á la verificacion de poderes, y se leyó el decreto de Napoleon
por el que cedia la corona de España á su hermano José; habiéndose
acordado en la del 17 pasar á cumplimentar al nuevo monarca. En nada
fueron notables los discursos que al caso se pronunciaron, sino en ha-
berse especificado en el contexto del de la Junta «que habian hecho y
que harian (sus individuos) cuanto estuviese de su parte para atraer á la


(11) Este discurso está inserto en el suplemento á la Gaceta de Madrid del 21 de Ju-
nio de 1808.




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tranquilidad y al órden las provincias que estaban agitadas.» Por el mis-
mo tenor y segun costumbre fué la contestacion de José, no echando en
olvido la repetida cantinela de que los ingleses eran los que fomentaban
la inquietud de los pueblos.


Presentóse el dia 20 el proyecto de Constitucion, y ordenó la Junta
su impresion, habiéndose oido en los siguientes varios discursos acerca
de sus artículos. Se ventilaron tambien otros puntos, y en la citada se-
sion del 20 se propuso, para halagar al pueblo, la supresion de los 4 ma-
ravedises en cuartillo de vino, y la de 3 1/3 por 100 de los frutos que no
diezmaban; cuyo acuerdo quedó en el inmediato dia aprobado por José.
En la del 22 D. Ignacio de Tejada, designado por Murat para represen-
tar el nuevo reino de Granada, sostuvo en un vehemente discurso lo con-
veniente que sería afianzar la union con la metrópoli de las provincias
americanas. Cuatro religiosos que tenian voz, como diputados de los re-
gulares, pidieron en otra sesion que no se suprimiesen del todo los con-
ventos, y que sólo se minorase el número. ¡Ojalá se hubieran mostrado
siempre tan sumisos y conformes! Se atrevió á proponer la abolicion del
Santo Oficio D. Pablo Arribas, sosteniéndole D. José Gomez Hermosilla;
pero el inquisidor Ethenard, levantándose muy alborotado, se opuso, é
intentó probar lo útil del establecimiento, considerado por el lado polí-
tico. Apoyáronle con fuerza los consejeros de Castilla, siendo natural se
estrechasen para defensa mutua dos cuerpos que, en sus respectivas ju-
risdicciones, tanto daño habian acarreado á España. El Duque del In-
fantado queria que no se rebajase á ménos de 80.000 ducados el máximo
de los mayorazgos; desechóse la propuesta, no habiendo tampoco las dos
anteriores tenido resulta. Fué notable y digna de loa la que promovió D.
Ignacio Martinez de Villela, si no con mejor éxito, de que se compren-
diese en la ley fundamental un artículo para que ninguno pudiese ser in-
comodado por sus opiniones políticas y religiosas. Admiraria que aquel
mismo magistrado años adelante se convirtiese en duro y constante per-
seguidor, si, por desgracia, no ofreciese la flaqueza humana, la rencoro-
sa envidia ó la desapoderada ambicion repetidos ejemplos de tan lamen-
tables mudanzas. Por tal término anduvieron las discusiones, hasta que
el 30 se concluyeron y cerraron las de la Constitucion; en cuyo dia se le
añadió un último artículo, declarando que despues del año 20 se presen-
tarian de órden del Rey las mejoras y modificaciones que la experiencia
hubiese enseñado ser necesarias y convenientes.


En vista de la adicion de este artículo y de las cortas discusiones que
hubo, han pretendido algunos, y de aquellos que han tratado de defen-




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derse, que la Junta habia gozado de libertad. Concediendo que esto fue-
se cierto, levantaríase contra los miembros un grave cargo por no haber
sostenido mejor los derechos de la nacion, ya que hubiesen creido inútil
recordar los de Fernando y su familia. Pareceria, pues, imposible, á no
leerlo en sus obras, que hombres graves hayan querido persuadir al pú-
blico que allí se procedió sin embarazo, discutiéndose las materias con
toda franqueza y al sabor y segun el dictámen de los vocales. No hay du-
da que sobre puntos accesorios fué lícito hablar, y áun indicar leves mo-
dificaciones. Pero ¿qué hubiera acontecido si alguno se hubiese propa-
sado, no á renovar la cuestion, decidida ya, de mudanza de dinastía, sino
á enmendar cualquier artículo de los sustanciales de la Constitucion?
¿Qué si hubiese reclamado la libertad de imprenta, la publicidad de las
sesiones, una manera, en fin, más acertada de constituirse las Córtes? O
para siempre hubiera enmudecido el audaz diputado de cuyos labios hu-
bieran salido semejantes proposiciones, ó de prisa y estrepitosamente se
hubiera disuelto el Congreso de Bayona. Así en el corto número de doce
sesiones se cumplió con las formalidades de estilo, se tocaron várias ma-
terias, y se discutió y aprobó á la unanimidad una Constitucion de 146
artículos. Mas ¿á qué cansarse? Para conceptuar de qué libertad goza-
ron los diputados, basta decir que fué en Bayona y á vista de Napoleon
donde celebraron sus sesiones.


Al fin, el 7 de Julio, reunido el Congreso en el mismo sitio de los an-
teriores dias, que fué en el palacio llamado del Obispado Viejo, juró Jo-
sé la observancia de la Constitucion en manos del Arzobispo de Búrgos,
y tambien la juraron, aceptaron y firmaron los diputados, cuyo número
no pasó de 91, siendo de notar que apénas 20 habian sido nombrados
por las provincias. Los demas, ó eran de aquellos que habian acompaña-
do al rey Fernando, ó individuos de diversas corporaciones ó clases resi-
dentes en Madrid y ciudades oprimidas por los soldados franceses. Para
que subiera la cuenta obligaron tambien á españoles transeuntes ca-
sualmente en Bayona á que pusiesen su firma en la nueva Constitucion.
Pero, á pesar de tales esfuerzos, nunca pudo completarse el número de
150, que era el determinado en la convocatoria.


Ahora sería oportuno entrar en el exámen de esta Constitucion, si por
lo ménos hubiera gobernado de hecho la monarquía. Mas, ilegítima en
su orígen, y bastarda produccion de tierra extraña, nunca plantada en la
nuestra, no sería justo que nos detuviese largo tiempo, ni cortase el hilo
de nuestra narracion. Sin embargo, atendiendo al elogio que de algunos
ha merecido, séanos lícito poner aquí ciertas observaciones, que, si bien




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restrictas y generales, no por eso dejarán de dar una idea de los defectos
fundamentales que la oscurecian y anulaban.


Desde luégo nótase que falta en aquella Constitucion lo que forma
la base principal de los gobiernos representativos, á saber, la publici-
dad. Por ella se ilustra y conoce la opinion, y la opinion es la que dirige
y guia á los que mandan en estados así constituidos. Dos son los únicos
y verdaderos medios de conseguir que la voz pública suba con rapidez
á los representantes de una gran nacion, y que la de éstos descienda y
cunda á todas las clases del pueblo. Son, pues, la libertad de imprenta y
la publicidad en las discusiones del cuerpo ó cuerpos que deliberan. Por
la última, como decia el mismo Burke, llega á noticia de los poderdantes
el modo de pensar y obrar de sus diputados, sirviendo tambien de escue-
la instructiva á la juventud; y por la primera, esencialmente unida á la
naturaleza de un estado libre, conforme á la expresion del gran juriscon-
sulto Blackstone, se enteran los que gobiernan de las variaciones de la
opinion y de las medidas que imperiosamente reclama, por cuya mutua
y franca comunicacion, acumulándose cuantiosa copia de saber y datos,
las resoluciones que se toman en una nacion de aquel modo regida no se
apartan en lo general de lo que ordena su interes bien entendido; des-
apareciendo, en cotejo de tamaño beneficio, los cortos inconvenientes
que en ciertos y contados casos pudieran acompañar á la publicidad, y
de que nunca se ve del todo desembarazada la humana naturaleza. Pues
aquellos dos medios tan necesarios de estamparse en una Constitucion
que se preciaba de representativa, no se vislumbraban siquiera en la de
Bayona. Al contrario, por el artículo 80 se prevenia «que las sesiones de
las Córtes no fuesen públicas.» Y en tanto grado se huia de conceder di-
cha facultad, que en el 81 íbase hasta graduar de rebelion el publicar
impresas ó por carteles los opiniones ó votaciones. Quien con tanto es-
mero habia trabado la libertad de los diputados, no era de esperar obrase
más generosamente con la de la imprenta. Diferíase su goce á dos años
despues que la Constitucion se hubiese planteado, no debiendo ésta te-
ner su cumplido efecto ántes de 1813. Pero áun entónces, ademas de las
limitaciones que hubieran entrado en la ley, parece ser que nunca se hu-
bieran comprendido en su contexto los papeles periódicos. Así se infiere
de lo prevenido en el artículo 45; porque, al paso que se crea una junta
de cinco senadores encargados de velar acerca de la libertad de impren-
ta, se exceptúan determinadamente semejantes publicaciones, las que
sin duda reservaba el Gobierno á su propio exámen. Véase, pues, cuán
tardía y escatimada llegaria concesion de tal importancia.




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Tampoco se habia compuesto ni deslindado atinadamente la potes-
tad legislativa. Al sonido de la voz senado, cualquiera se figuraria haber
sido erigido aquel cuerpo con la mira de formar una segunda y separa-
da cámara, que tomase parte en la discusion y aprobacion de las leyes;
pero no era así. Ceñidas sus facultades, en los tiempos tranquilos, á ve-
lar sobre la conservacion de la libertad individual y de la de imprenta,
ensanchábanse en los borrascosos y cuando parecieren tales á la potes-
tad ejecutiva, á suspender la Constitucion y á adoptar las medidas que
exigiese la seguridad del Estado. Un cuerpo autorizado con facultad tan
ámplia y poderosa debiera al ménos haber ofrecido en su independen-
cia un equilibrio correspondiente y justo. Mas, constando de solos 24 in-
dividuos, nombrados por el Rey y escogidos entre empleados antiguos,
ántes era sostenimiento de la potestad ejecutiva que valladar contra sus
usurpaciones.


Para evitar éstas, ó resistirlas gananciosamente, no era más propi-
cia ni recomendable la manera como se habian constituido las Córtes,
las cuales, ademas de verse privadas de la publicidad, sólido cimiento
de su conservacion, llevaban consigo la semilla de su propia desorgani-
zacion y ruina. Por de pronto el Rey estaba obligado solamente á convo-
carlas cada tres años, y como para todo este intermedio se votaban las
contribuciones, no era probable que se las hubiera congregado con más
frecuencia. El número de vocales se limitaba á 162, divididos en tres es-
tamentos, clero, nobleza y pueblo; componiéndose los dos primeros de
50 individuos. Debian, reunidos en la misma sala, discutir las materias
y decidirlas á pluralidad de votos, y no por separacion de clase. En cuya
virtud, sin resultar las ventajas de la cámara de lores en Inglaterra, ni la
del Senado en los Estados-Unidos, sirviendo de contrapeso entre la po-
testad real ó ejecutiva y la popular, aquí juntos y amontonados todos los
estamentos ó brazos, hubieran presentado la imágen del desórden y la
confusion. Cuando el cuerpo que ha de formar las leyes está dividido en
dos cámaras, al choque funesto de las clases, que es temible exista es-
tando reunidos los privilegiados y los que no lo son, sucede, cuando de-
liberan separadamente, el saludable contrapeso de las opiniones indivi-
duales, estableciéndose una mutua correspondencia entre los vocales de
ambas cámaras, que no disienten en el modo de pensar, sin atender á la
clase á que pertenecen. Por lo ménos así nos lo muestra la experiencia,
gran maestra en semejantes materias. Cuanto más se reflexiona acerca
del artificio de esta Constitucion, más se descubre que sólo en el nombre
queria darse á España un gobierno monárquico representativo.




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Habia, empero, artículos dignos de alabanza. Merécenla, pues, aque-
llos en que se declaraba la supresion de privilegios onerosos, la aboli-
cion del tormento, la publicidad en los procesos criminales, y el límite
de 20.000 pesos fuertes de renta señalado á la excesiva acumulacion de
mayorazgos. Mas estas mejoras, que ya desaparecian junto á las imper-
fecciones sustanciales arriba indicadas, del todo se deslustraban y en-
negrecian con la monstruosidad (no puede dársele otro nombre) de in-
sertar en la ley fundamental del Estado que habria perpétuamente una
alianza ofensiva y defensiva, tanto por tierra como por mar, entre Espa-
ña y Francia. Todo tratado ó liga de suyo variable supone por lo ménos el
convenio recíproco de los dos ó más gobiernos que están interesados en
su cumplimiento. Exigíase áun más en este caso: ya que quisiera darse
á la alianza la duracion y firmeza de una ley fundamental, menester era
que la otra parte, la Francia, se hubiese comprometido á lo mismo en las
constituciones del imperio. Podrá redargüirse que estaba sujeta esta de-
terminacion á un tratado posterior y especial entre ambas naciones. Pe-
ro segun el art. 24 de la Constitucion, que era en donde se adoptaba el
principio, debia el tratado limitarse á especificar el contingente con que
cada una habia de contribuir, y no de manera alguna á variar la base ad-
mitida de una alianza perpétua ofensiva y defensiva. No es de este lu-
gar examinar la utilidad ó perjuicio que se seguiria á España, país casi
aislado, de atarse con semejante vínculo y abrazar todas las desavenen-
cias de una nacion como la Francia, contigua á tantas otras y con intere-
ses tan complicados. Aquí sólo consideramos la cuestion constitucional,
bajo cuyo respecto no pudo ser ni más fuera de sazon ni más extraña. Al
ver adoptado semejante artículo, no podemos ménos de asombrarnos por
segunda vez de que haya habido españoles, de los firmantes, tan olvida-
dos de sí propios, que hayan asegurado en sus defensas haberse gozado
en Bayona de entera é ilimitada libertad. Porque, si á sabiendas y volun-
tariamente le admitieron y aprobaron, ¿cómo pudieran disculparse de
haber encadenado la suerte de su patria á la de otra nacion, sin que és-
ta se hubiera al propio tiempo comprometido á igual reciprocidad? Mas
afortunadamente, y para honra del nombre español, si hubo algunos que
con placer firmaron la Constitucion de Bayona, justo es decir que el ma-
yor número lo hicieron obligados de la penosa é involuntaria situacion
en que los habia colocado su aciaga estrella.


En el mismo dia 7 de Julio D. Miguel de Azanza propuso, y se acor-
dó, la acuñacion de dos medallas que perpetuasen la memoria del ju-
ramento á la Constitucion, trasladándose en seguida la Junta en cuer-




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po al palacio de Marrac á cumplimentar á Napoleon. Llevó la palabra
el Presidente, y en silencio aguardaron todos con ansiosa curiosidad la
respuesta del soberano de Francia, rodeado de los diputados españo-
les. Tres cuartos de hora duró el discurso del último, embarazoso en la
expresion é infecundo en sus conceptos. Levantando, pues, la cabeza y
echando una mirada esquiva y torva, la inclinaba despues aquel prín-
cipe sobre el pecho, articulando de tiempo en tiempo palabras suel-
tas ó frases truncadas é interrumpidas, sin que centellease ninguno de
aquellos rasgos originales que á veces brillaban en sus conversaciones
ó arengas. Parecia representar su voz el estado de su conciencia. Impa-
cientábanse todos, mas el disimulo reinaba por todas partes. Sus corte-
sanos quedaron inmobles, y aturdidos los españoles, á cuyos ojos achi-
cóse en gran manera el objeto que tan agigantado les habia parecido de
léjos. Fatigado el concurso, y quizá Napoleon mismo, despidió éste á los
diputados, que sobrecogidos y silenciosos se retiraron. Azaroso andaba
en todo lo de España.


Áun duraban las discusiones de la Constitucion, cuando llegó á Ba-
yona una carta escrita en Valencey, en 22 de Junio, por la servidumbre
de Fernando y los infantes, en la que «juraban (12) obediencia á la nue-


(12) Señor: Todos los españoles que componen la comitiva de SS. AA. RR. los prín-
cipes, Fernando, Cárlos y Antonio, noticiosos por los papeles públicos de la instalacion
de la persona de V. M. C. en el trono de la patria de los exponentes, con el consentimien-
to de toda la nacion, procediendo consecuentes al voto unánime, manifestado al Empe-
rador y Rey en la nota adjunta, de permanecer españoles sin sustraerse de sus leyes en
modo alguno, ántes bien queriendo siempre subsistir sumisos á ellas, consideran como
obligacion suya muy urgente la de conformarse con el sistema adoptado por su nacion, y
rendir, como ella, sus más humildes homenajes á V. M. C., asegurándole tambien la mis-
ma inclinacion, el mismo respeto y la misma lealtad que han manifestado al gobierno an-
terior, de la cual hay las pruebas más distinguidas, y creyendo que esta misma fidelidad
pasada será la garantía más segura de la sinceridad de la adhesion que ahora manifies-
tan, jurando, como juran, obediencia á la nueva Constitucion de su país, y fidelidad al
rey de España José I.


La generosidad de V. M. C., su bondad y su humanidad les hacen esperar que consi-
derando la necesidad que estos príncipes tienen de que los exponentes continúen sirvién-
doles en la situncion en que se hallan, se dignará V. M. C. confirmar el permiso que has-
ta ahora han tenido de S. M. I. y R. para permanecer aquí; y asimismo continuarles, por
atencion á los mismos príncipes, con igual magnanimidad el goce de los bienes y empleos
que tenian en España, con las otras gracias que á peticion suya les tiene concedidas S. M.
I. y R., hermano augusto de V. M. C., y constan de la adjunta nota, que tienen el honor de
presentar á los piés de V. M. C. con la más humilde súplica.


Una vez asegurados por este medio de que sirviendo á SS. AA. RR. serán considera-




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va Constitucion de su país y fidelidad al rey de España José I.» Segun
Escóiquiz, fué efecto de intimacion del Príncipe de Talleyrand, hecha á
nombre de Napoleon, añadiendo que para evitar mayores males accedie-
ron, encargándose él mismo de extender la carta en términos estudia-
dos y medidos. Si así hubiera pasado, merecian disculpa Escóiquiz y sus
compañeros; pero aconteció muy de otra manera; y, ó aquel se imaginó
que nunca se trasluciria el contenido de su carta, ó con los infortunios se
habia enteramente desmemoriado. En ella se prestaba el juramento de
un modo claro, no ambiguo, y lo que era peor, se pedian nuevas gracias,
expresadas en una nota adjunta, afirmándose tambien que estaban pron-
tos á obedecer ciegamente su voluntad (la de José) hasta en lo más míni-
mo. Véase, pues, lo que llamaba Escóiquiz juramento condicional y aé-
reo, y carta escrita en términos medidos.


Asimismo Fernando escribió con igual fecha (13) á Napoleon, en
nombre suyo y de su hermano y tio, dándole el parabien de haber sido


dos como vasallos fieles de V. M. C. y como españoles verdaderos, prontos á obedecer cie-
gamente la voluntad de V. M. C. hasta en lo más minimo; si se les quisiese dar otro des-
tino, participarán completamente de la satisfaccion de todos sus compatriotas, á quienes
debe hacer dichosos para siempre un monarca tan justo, tan humano y tan grande en to-
do sentido como V. M. C.


Ellos dirigen á Dios los votos más fervorosos y unánimes para que se verifiquen es-
tas esperanzas, y para que Dios se digne conservar por muchos años la preciosa vida de
V. M. C. En fin, con el más profundo y más sincero respeto, tienen el honor de ponerse á
los piés de V. M. C. sus más humildes servidores y fieles súbditos, en nombre de todas las
personas de la comitiva de los príncipes.— EL DUQUE DE SAN CÁRLOS, D. JUAN ESCÓIQUIZ,
EL MARQUÉS DE AYERBE, EL MARQUES DE FERIA, D. ANTONIO CORREA, D. PEDRO MACANAZ.—
Valencey, 22 de Junio de 1808.— (LLORENTE, tomo I, pág. 105.)


(13) He recibido con sumo gusto la carta de V. M. I. y R. de 15 del corriente, y le doy
gracias por las expresiones afectuosas con que me honra, y con las cuales yo he conta-
do siempre. Las repito á V. M. I. por su bondad en favor de la solicitud del Duque de San
Cárlos y de D. Pedro Macanaz, que tuve el honor de recomendar. Doy muy sinceramen-
te, en mi nombre y de mi hermano y tio, á V. M. I. la enhorabuena de la satisfaccion de
ver instalado á su querido hermano en el trono de España. Habiendo sido objeto de todos
nuestros deseos la felicidad de la generosa nacion que habita su vasto territorio, no po-
demos ver á la cabeza de ella un monarca más digno, ni más propio por sus virtudes para
asegurársela, ni dejar de participar al mismo tiempo del grande consuelo que nos da es-
ta circunstancia. Deseamos el honor de profesar amistad con S. M., y este afecto nos ha
dictado la carta adjunta, que me atrevo á incluir, rogando á V. M. I. que despues de leida
se digne presentarla á S. M. C. Una mediacion tan respetable nos asegura que será reci-
bida con la cordialidad que deseamos. Sire: perdonad una libertad que nos tomamos, por
la confianza sin límites que V. M. I. nos ha inspirado. Y con la seguridad de todo nuestro
afecto y respeto, permitid que yo le renueve los más sinceros é invariables sentimientos,




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ya instalado en el trono de España su hermano José; con una carta (lei-
da en 30 de Junio ante los diputados de Bayona) inclusa para el último,
en que se decia, despues de felicitarle, «que se consideraba miembro de
la augusta familia de Napoleon, á causa de que habia pedido al Empera-
dor una sobrina para esposa, y esperaba conseguirla»: tan caida y por el
suelo andaba la corona de Cárlos V y Felipe II.


En 4 de Julio habia José arreglado definitivamente su ministerio. To-
có á D. Mariano Luis de Urquijo la secretaría de Estado, á cuyo puesto
correspondia, segun la Constitucion de Bayona, refrendar todos los de-
cretos. En el reinado de Cárlos IV, todavía aquél muy jóven, habia si-
do nombrado ministro interino de Estado. Adornado de ciertas calidades
brillantes y exteriores, no se le reputaba por hombre de saber profundo;
tachábanle de presuntuoso. Quiso en su ministerio enfrenar el tribunal
de la Inquisicion, y restablecer á los obispos en sus primitivos derechos.
Acarreóle su intento la enemistad de Roma y de una parte del clero es-
pañol. Con esto, y haber el Príncipe de la Paz recobrado su antigua é ili-
mitada privanza, fué desgraciado Urquijo, encerrado en la ciudadela de
Pamplona, y confinado despues á Bilbao, su patria. No tuvo parte en los
primeros desaciertos de Madrid y Bayona, y sólo acudió á esta ciudad en
virtud de reiterado llamamiento de Napoleon, quien le deslumbró pro-
digando lisonjas á su amor propio. Encargóse D. Pedro Cevallos del mi-
nisterio de Negocios extranjeros, con repugnancia y violencia segun él
propio se expresa, con gusto y solicitud suya segun otros. Don Sebastian
Piñuela y D. Gonzalo Ofárril se mantuvieron en sus respectivos ministe-
rios de Gracia y Justicia y de Guerra. Obtuvo el de Indias D. Miguel José
de Azanza, reservándose el de Marina para D. José Mazarredo, quien en
dicho ramo gozaba de gran concepto, habiendo ilustrado su nombre en
várias campañas; pero que, sin práctica en las materias de estado, y pre-
ocupado y nimio en otras, abrazó sin discernimiento, á manera de frene-
sí, el partido del Rey intruso. Púsose la Hacienda al cuidado del Conde
de Cabarrus, francos de nacion, mas por aficion y enlaces de corazon es-
pañol. Decidido en Zaragoza á seguir la gloriosa causa de aquellos mora-
dores, fuese temor ó enfado de algun peligro que habia corrido en Agre-
da, mudó despues de parecer y aceptó el ministerio que José le confirió.


con los cuales tengo el honor de ser, Sire, de V. M. I. y R. su muy humilde y muy obedien-
te servidor.— FERNANDO.— (LLORENTE, tomo I, pág. 102.)


NOTA. La carta escrita á José, que se cita en la anterior, la oyeron todos los diputados
de Bayona, y se quedó con el original don Miguel José de Azanza.




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«Hombre extraordinario (segun le pinta su amigo Jovellanos), en quien
competian los talentos con los desvaríos, y las más nobles calidades con
los más notables defectos.» No era fácil que en un tiempo en que el nue-
vo rey ansiaba granjearse la estimacion pública, se hubiese olvidado en
la reparticion de empleos y gracias del hombre insigne que acabamos de
citar, de don Gaspar Melchor de Jovellanos. Libertado de su largo y pe-
noso encierro al advenimiento al trono de Fernando VII, habiase retira-
do á Jadraque en casa de un amigo para recobrar su salud, debilitada y
perdida con los malos tratamientos y duro padecer. Buscóle en su reti-
ro Murat, mandándole pasase á Madrid; excusóse con el mal estado de
su cuerpo y de su espíritu. Acosáronle poco despues los de Bayona: Jo-
sé de oficio para que fuese á Astúrias á reducir al sosiego á sus paisanos,
y confidencialmente D. Miguel de Azanza, anunciándole que se le desti-
naba para el ministerio de lo Interior. Disculpóse con el primero en tér-
minos parecidos á los que habia usado con Murat, y al segundo le mani-
festó «que estaba léjos de admitir ni el encargo, ni el ministerio, y que
le parecia vano el empeño de reducir con exhortaciones á un pueblo tan
numeroso y valiente, y tan resuelto á defender su libertad.» Reiteráron-
se las instancias por medio de Ofárril, Mazarredo y Cabarrus. Acometido
tan obstinadamente de todos lados, expresó en una de sus contestacio-
nes «que cuando la causa de la patria fuese tan desesperada como ellos
se pensaban, sería siempre la causa del honor y la lealtad, y la que á to-
do trance debia preciarse de seguir un buen español.» Sordos á sus ra-
zones y á sus disculpas, le nombraron ministro mal de su grado, é inser-
taron en la Gaceta de Madrid su nombramiento: señalada perfidia con
que trataron de comprometerle. Por dicha salvóle la honra lo terso y lim-
pio de su noble conducta, y sirvió de obstáculo á la persecucion que su
constante resistencia hubiera podido acarrearle, la victoria de Bailén:
con cierta prolijidad hemos referido este hecho, como ejemplo digno de
ser transmitido á la posteridad.


Formado que hubo su ministerio el rey intruso, se ocupó en proveer
los empleos de palacio en los grandes que estaban en Bayona (14), y cu-
ya enumeracion omitimos por inútil y fastidiosa. El Duque del Infanta-
do fué nombrado coronel de guardias españolas, y de walonas el Prínci-
pe de Castel-Franco. Mucho desmereció el primero, viéndole la nacion
volver favorecido por la estirpe que habia despojado del trono al rey Fer-
nando, y cuya pérdida habia en gran parte provenido de haber escucha-


(14) En la Gaceta de Madrid del 13 de Julio de 1808 y siguientes.




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do sus consejos. Pocos fueron los franceses que acompañaron á José, y
en eminente puesto solamente colocó al general Saligny, duque de San
German, escogido para ser uno de los capitanes de guardias de Corps.
Imitó en eso la política de Luis XIV, quien, segun expresa el Marqués
de San Felipe (15), «mandó prudentísimamente que ningun vasallo su-
yo entrase en España….. Con lo que explicaba entregar enteramente al
Rey (Felipe V) al dictámen de los españoles, y que ni los celos de su fa-
vor ni el mando turbase la pública quietud.»


Al fin, arreglado lo interior de palacio y el supremo gobierno, deter-
minó José, de acuerdo con su hermano, entrar en España el 9 de Julio,
confiados ambos en que á favor de ciertas ventajas militares alcanza-
das por las armas francesas, sería fácil llegar sin impedimento á la ca-
pital del reino; por lo cual es ya ocasion de hablar de las acciones de
guerra, y reencuentros que hubo por aquel tiempo, ántes de proceder
más adelante.


Santander, punto marítimo y cercano á las provincias aledañas de
Francia, fijó primero la atencion de Napoleon. Por su órden se encomen-
dó al mariscal Bessières que destacase la suficiente fuerza para ahogar
aquella insurreccion. Éste en 2 de Junio hizo partir de Búrgos al gene-
ral Merle, poniendo bajo su mando seis batallones y 200 caballos. Ya
dijimos que al levantarse Santander se habia colocado en las principa-
les gargantas de su cordillera la gente de nuevo alistada. El 4, adverti-
dos los jefes españoles de que los franceses avanzaban, dispusieron re-
plegarse á las posiciones más favorables, resueltos á impedir el paso.
Aguardaban ser acometidos en la mañana del 5; mas aclarando el dia y
disipada la densa niebla que con frecuencia cubre aquellas alturas, no-
taron con sorpresa que los franceses habian alzado el campo y desapa-
recido. La bisoña tropa atribuyó la retirada á temores del ejército ene-
migo, con lo que adquirió una desgraciada y ciega confianza; muy otra
era la causa.


Habiase insurreccionado Valladolid, cundia el fuego de un pueblo en
otro, y tocando casi á los mismos muros de Búrgos, en donde el mariscal
Bessières tenía asentado su cuartel general, recelóse éste de ver corta-
das sus comunicaciones si de pronto no acudia al remedio. Consideraba
mayor el peligro, y más graves las conmociones cercanas con un caudi-
llo de nombre, como lo era D. Gregorio de la Cuesta; y en tal estado, pa-
recióle oportuno no alejar ni esparcir su fuerza, y obrar solamente contra


(15) MARQUES DE SAN FELIPE, en sus Comentarios, año de 1700.




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el enemigo más inmediato. Mandó, por tanto, á las tropas enviadas án-
tes camino de Santander que, retrocediendo, viniesen al encuentro del
general Lassalle, quien asistido de cuatro batallones de infantería y 700
caballos, se dirigia hácia Valladolid. Habia el último salido de Búrgos el
5 de Junio, y al anochecer del 6 llegó á Torquemada, villa situada cerca
de Pisuerga y que domina el campo de la márgen opuesta. Muchos ve-
cinos abandonaron el pueblo, algunos se quedaron, y preparándose para
la defensa, atajaron con cadenas y carros el puente, bastante largo, por
donde se va á la villa. Ciento de los más animosos, parapetados detrás
ó subidos en la iglesia y casas inmediatas, dispararon contra los fran-
ceses que se adelantaban. No arredrados éstos con el incierto y lejano
fuego del paisanaje, aceleraron el paso, y bien pronto, desembarazando
el puente, penetraron por las calles y saquearon y quemaron lastimosa-
mente sus casas y edificios. Dispersos los defensores, fueron unos acu-
chillados por la caballería, otros atravesados por las bayonetas de los in-
fantes, y tratados los demas moradores con todo el rigor de la guerra, sin
que se perdonase á edad ni sexo.


En Palencia se habian tambien reunido los mozos con varios solda-
dos sueltos, á las órdenes del anciano general D. Diego de Tordesillas.
Mas, aterrorizados con el incendio de Torquemada, se retiraron á tierra
de Leon, procurando el Obispo aplacar la furia de los franceses con un
obsequioso recibimiento. Llegaron el 7, y á sus ruegos, se contentaron
con desarmar á los habitantes, imponiéndoles ademas una contribucion
bastante gravosa.


En Dueñas se engrosó la division de Lassalle con la de Merle, de
vuelta de Reinosa, y allí acordaron el modo de atacar á D. Gregorio de
la Cuesta. Habia el general español ocupado á Cabezon, distante dos le-
guas de Valladolid. Contaba bajo su mando 5.000 paisanos mal armados
y sin instruccion militar, 100 guardias de Corps de los que habian acom-
pañado á Bayona á la familia real, y 200 hombres del regimiento de ca-
ballería de la Reina. Reducíase su artilleria á cuatro piezas, que habian
salvado del colegio de Segovia sus oficiales y cadetes. Cabezon, situado
á la orilla izquierda de Pisuerga, contiguo al puente adonde viene á pa-
rar la calzada de Búrgos, y en paraje más elevado, ofrecia abrigo y repa-
ro á la gente allegadiza de Cuesta, si hubiera sabido ó querido éste apro-
vecharse de tamaña ventaja. Pero, con asombro de todos, haciendo pasar
al otro lado del rio lo grueso de sus tropas, colocó en una misma línea la
caballería y los paisanos, entre los que se distinguia por su mejor arreo
y disciplina el cuerpo de estudiantes. Situó cerca y á la salida del puen-




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te dos cañones, y dejó los otros dos del lado de Cabezon. Quedaron asi-
mismo por esta parte algunas compañías de paisanos de las parroquias
de Valladolid, cada una con su bandera, para guardar los vados del rio:
inexplicable arreglo y ordenacion en un general veterano.


Temprano, en la mañana del 12, empezó el ataque. El frances Las-
salle marchó por el camino real, cubriendo el movimiento de su izquier-
da con el monasterio de Bernardos de Palazuelo. El general Merle ti-
ró por su derecha hácia Cigales, con intento de interceptar á Cuesta si
queria retirarse del lado de Leon, como se lo habian los enemigos pen-
sado al verle pasar el rio, no pudiendo achacar á ignorancia semejante
determinacion. La refriega no fué ni larga ni empeñada. A las primeras
descargas los caballos, que estaban avanzados y al descubierto en cam-
po raso, empezaron á inquietarse, sin que fueran dueños los jinetes de
contenerlos. Perturbaron con su desasosiego á los infantes y los desor-
denaron. Al punto dióse la señal de retirada, agolpándose al puente la
caballería, precedida por los generales Cuesta y D. Francisco Eguía, su
mayor general. Los estudiantes se mantuvieron aún firmes, pero no tar-
daron en ser arrollados. Unos, huyendo hácia Cigales, fueron hechos
prisioneros por los franceses, ó acuchillados en un soto á que se habian
acogido. Otros, procurando vadear el rio ó cruzarle á nado, se ahogaron
con la precipitacion y angustia. No fueron tampoco más afortunados los
que se dirigieron al puente. Largo y angosto, caian sofocados con la mu-
chedumbre que allí acudia, ó muertos por los fuegos franceses, y el de
un destacamento de españoles situado al pié de la ermita de la Virgen
del Manzano, cuyos soldados, poco certeros, más bien ofendian á los su-
yos que á los contrarios. Grande fue la perdida de nuestra parte, cortísi-
ma la de los franceses. El general Cuesta tranquilamente continuó su re-
tirada, y sin detenerse se replegó con la caballería á Rioseco, pasando
por Valladolid. No faltó quien atribuyese su extraña conducta á la trai-
cion ó despique por haberle forzado á comprometerse en la insurreccion.
Otras batallas posteriores, en que, exponiendo mucho su persona, andu-
vo igualmente desacertado en las disposiciones, probaron que no obraba
de mala fe, sino con poco conocimiento de la estrategia.


Los enemigos, temerosos de alguna emboscada, cañonearon al prin-
cipio á Cabezon, sin entrar en el pueblo. Con el ruido y las balas ahu-
yentaron á los vecinos, y sólo á mediodía penetraron en las casas, sa-
queándolas y abrasando en las eras los efectos y ajuar que no pudieron
llevar consigo. Fué el botin abundante, porque, como era domingo, casi
todos los habitantes de Valladolid habian ido allí como á fiesta y rome-




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ría, imaginándose, á fuer de inexpertos, segura y fácil la victoria. El ca-
mino de Cabezon estaba sembrado de despojos de innumerable gentío,
que precipitadamente queria ponerse en salvo. Los franceses avanzaron
con lentitud, y no entraron en Valladolid hasta las cinco de la tarde. El
Obispo y unos cuantos regidores y ministros de la chancillería salieron
á recibirlos para calmar su enojo. Respetaron la ciudad, quitaron las ar-
mas á los vecinos, se llevaron algunos en rehenes y la gravaron con una
fuerte contribucion. No se detuvieron sino hasta el 16, en cuyo dia aban-
donaron la ciudad, queriendo apagar la insurreccion de Santander.


El general Lassalle se apostó en Palencia para observar á Cuesta y
apoyar la expedicion que iba á la montaña, capitaneada por el general
Merle. Llegó éste á Reinosa el 20 con fuerza considerable, y el 21 mar-
chó sobre Lantueno. Guardaba las entradas de aquel lado D. Juan Ma-
nuel Velarde con 3.000 hombres, los más paisanos, y dos piezas de grue-
so calibre. Cuando la primera retirada del enemigo, los españoles, en
vez de redoblar sus esfuerzos, descuidaron los preparativos de defensa,
y la gente, como nueva é indisciplinada, se desbandó en parte, juzgando
ya inútil su asistencia. Los franceses atacaron en dos columnas; opúso-
seles escasa resistencia, pues en breve cedieron á la pericia de aquéllos
los nuevos reclutas, salvándose el mayor número por las fraguras, y re-
parándose los ménos de una segunda línea de defensa, formada entre las
Fraguas y Somahoz. Estrechado allí el camino de un lado por un despe-
ñadero, y del otro por la roca Tajada, ofreció facilidad para que se le em-
barazase con ramas, peñascos y troncos, colocando detras algunos caño-
nes. Mas los españoles, desmayados con el primer descalabro, y viendo
que las tropas ligeras del enemigo avanzaban por su derecha é izquier-
da, y los flanqueaban á pesar de lo escabroso del terreno, se retiraron
apresuradamente, dejando libre el paso al general Merle, quien se pose-
sionó de Santander el 23.


Por el Escudo las avanzadas de la division española que ocupaba
aquel punto, á las órdenes de don Emeterio Velarde, ya el 19 reconocie-
ron al enemigo, que venía sobre ellos con 1.200 infantes y 60 coraceros.
Era su general el de brigada Ducos, quien había partido de Miranda de
Ebro, empezando su movimiento á la misma sazon que Merle. La fuer-
za española era aún más flaca por esta parte que por la de Reinosa, y só-
lo tenía un cañon servible. Rechazóse, sin embargo, en un principio al
enemigo. Disponíanse de nuevo á resistirle, cuando, informado D. Eme-
terio de la rota experimentada por los de Lantueno, formó un consejo de
guerra, y en él se decidió separarse, guarecidos de la densa niebla es-




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parcida por las montañas, y por cuya causa habia cesado el fuego de una
y otra parte. El general Ducos avanzó entónces, y juntándose con Merle,
llegó en su compañía á Santander.


El Obispo, luego que supo que los franceses se aproximaban á la
montaña, arrebatado de entusiasmo, montó en una mula, y pertrechado
de todas armas, se encaminó adonde acampaba el ejército; pero encon-
trándole á poco deshecho y disperso, decayó de ánimo, y huyó como los
demas, refugiándose á Astúrias, lo cual dió lugar á la voz de haber servi-
do dicho prelado de guía á las tropas en aquella sazon.


Pocos dias despues del levantamiento de Santander, habia entrado
de arribada en el puerto un buque frances, procedente de sus colonias
y ricamente cargado. La Junta, en medio de sus apuros, tuvo la genero-
sidad de no aprovecharse del precioso socorro que el acaso le ofrecia,
y permitió al buque seguir su viaje á Francia, dando ademas libertad y
poniendo á su bordo al cónsul y á los otros franceses que en un princi-
pio habian sido arrestados. Accion tan noble y rara no evitó á Santan-
der el ser molestado en lo sucesivo con derramas é imposiciones ex-
traordinarias.


El vigilante cuidado de Napoleón no se adormeció del lado de Ara-
gon, disponiendo que el general de brigada Lefebvre Desnouettes, con
5.000 hombres de infantería y 800 caballos, partiese el 7 de Junio de
Pamplona. Llegó el 8 delante de Tudela. Los vecinos habian cortado el
puente del Ebro con intento de impedir el paso; pero los franceses, cru-
zando en barcas el rio, se apoderaron de la ciudad, á pesar de gente y so-
corros que habia enviado Zaragoza á las órdenes del Marqués de Lazan.
Arcabucearon, para escarmiento, algunas personas, como si fuera deli-
to defender sus hogares contra el extranjero; repararon el puente y pro-
siguieron su marcha. El Marqués de Lazan, que con tropa colecticia se
habia adelantado hasta Tudela, se replegó y tomó posicion el 13 junto á
un olivar, apoyando su izquierda en la villa de Mallen, y la derecha en el
canal de Aragon. Resistieron con valor sus soldados; mas, atacando los
enemigos vigorosamente uno de los flancos, comenzaron los nuestros á
ciar, y del todo se desordenaron con una carga que les dieron los lance-
ros polacos. No por eso se abatieron los aragoneses, y todavía aquel dia
mismo pelearon en Gallur, aunque tambien con desventaja. En la ma-
drugada del 14, noticioso el general Palafox de la rota de su hermano,
salió en persona de Zaragoza, acompañado de 5.000 paisanos mal arma-
dos, dos piezas de artillería, 80 caballos del regimiento de dragones del
Rey, con otros oficiales y soldados sueltos, y fué al encuentro del ene-




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migo, dirigiéndose á la villa de Alagon, cuatro leguas distante de aque-
lla capital. Pareció oportuno posesionarse de aquel punto, cuya posicion
elevada, entre los ríos Jalon y Ebro, era ademas favorecida por los oliva-
res y tapias que estrechan el camino que viene de Navarra. A las tres de
la tarde colocó su gente el general Palafox más allá de la villa, distribu-
yendo tiradores por delante de sus flancos, y enfilando la entrada con los
dos cañones que tenía. Los mal disciplinados paisanos fueron fácilmen-
te arrollados por las tropas aguerridas del enemigo. En vano se trató de
detenerlos. Sin embargo, con algunos de ellos más valerosos ó serenos,
con los pocos soldados de línea que allí habia y la artillería defendióse
por largo rato y vivamente la entrada de la villa. Al fin resolvió Palafox
retirarse con 250 hombres que le quedaban, y en cuyo número se con-
taban soldados del primer batallon de voluntarios de Aragon y los del
Rey, de caballería, con algunos tiradores diestros. De los paisanos, sien-
do muchos del partido de Alcañiz, se recogieron los más á sus casas, en-
trando por la noche con Palafox en Zaragoza los que eran de allí natura-
les. Los franceses entónces se aproximaron á aquella ciudad, en cuyas
cercanías los dejarémos, para tomar despues el hilo, y no interrumpirle
en la narracion de su memorable sitio.


Debia dar la mano á las operaciones de Aragon el ejército frances de
Cataluña. Napoleon, figurándose que, dueño de Barcelona y Figueras, lo
era de la provincia, no creyó arriesgado sacar parte de las fuerzas que la
ocupaban. Así ordenó que de aquel punto se enviasen socorros á Aragon
y Valencia. Conformándose el general Duhesme con lo que se le manda-
ba, dispuso que 3.800 hombres, conducidos por el general Schwartz, se
dirigiesen á Zaragoza, y que 4.200, á las órdenes de Chabran, se apode-
rasen de Tarragona y Tortosa, continuando en seguida su marcha á Va-
lencia. Los primeros debian al paso castigar á Manresa por su anterior
levantamiento, quemar sus molinos de pólvora, é imponer al vecindario
750.000 francos de contribucion. Ambas expediciones salieron de la ca-
pital el 4 de Junio. La de Schwartz se detuvo en Martorell el 5, á causa
de una abundante lluvia, con cuya feliz demora alcanzaron á tiempo á
Igualada y Manresa los avisos de sus confidentes. La insureccion ya co-
menzada tomó incremento y extraordinario ensanche, tocóse á somaten,
se despacharon expresos á todas partes, y resolvieron aguardar al ene-
migo en la posicion del Bruch y Casa-Masana.


Es el somaten en Cataluña «un género de socorro, como dice Zuri-
ta, repentino y cierto, que muchas veces ha sido de grande efecto.» Es-
tá conocido de tiempo inmemorial, teniendo que acudir al repique de la




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campana concejil todos los hombres aptos para las armas en las diversas
veguerías ó partidos, segun lo dispone el usaje de Barcelona. Fué en es-
te caso no ménos provechoso que en otros antiguos y renombrados. Ha-
bia pocas armas, y municiones tan escasas, que careciendo de balas de
fusil, se cortaron las varillas de hierro de las cortinas para que suplie-
sen la falta.


Los somatenes de Igualada y Manresa fueron los primeros que se
preparon, y al hijo de un mercader, llamado Francisco Rivera, teníase-
le por principal caudillo. Apostáronse, pues, y se escondieron entre los
matorrales y arboleda de las alturas del Bruch. Apénas habia pasado la
columna francesa las casas que llevan el mismo nombre, y tomado la re-
vuelta que forma el camino real ántes de emparejar con el de Manresa,
cuando fue detenida por el inesperado fuego de los encubiertos somate-
nes. Schwartz, despues de un rato de espera, embistió á sus contrarios;
replegáronse éstos, y disputando el terreno á palmos, se dividieron, unos
yendo la vuelta de Igualada, y otros de Casa-Masana. Desalojados del
último punto y teniéndose por perdidos, apriesa se retiraban, y completa
hubiera sido su derrota, á no haber afortunadamente Schwartz desistido
de perseguirlos. Admirados los manresanos de la suspension del fran-
ces, cobraron aliento, y engrosados con el somaten de San Pedor, com-
puesto de buenos y esforzados tiradores, volvieron de nuevo á la carga.
Venía con los recien llegados un tambor, quien, como más experto, hizo
las veces de general en jefe. Vivamente acometieron todos juntos á los
franceses de Casa-Masana, los que se recogieron al cuerpo de la colum-
na, que comia el rancho á retaguardia.


El número de somatenes crecia por momentos, sus ánimos se enar-
decian, adquiriendo ventaja sobre los franceses, descaecidos con la im-
pensada embestida. Schwartz, al ver retirarse su vanguardia, y al rui-
do de la caja del somaten de San Pedor, persuadióse que tropa de línea
auxiliaba al paisanaje. Formó entónces el cuadro para evitar ser envuel-
to, y al cabo de cierto tiempo determinó retroceder á Barcelona. Aunque
molestados los enemigos por los somatenes en flanco y retaguardia, lle-
garon sin desórden hasta Esparraguera.


Los vecinos de esta villa, puestos en acecho, y sabiendo que los ene-
migos se retiraban, atajaron la calle larga y angosta que la atraviesa, con
todo linaje de obstáculos, en especial con muebles y utensilios de casa.
Al anochecer se acercaron los franceses, y penetrando en la calle con
imprudencia la cabeza de la columna, cayeron en la celada que les esta-
ba armada. De todas partes comenzaron á ofenderlos á tejazos y pedra-




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das, con algunos escopetazos, y hasta con calderadas de agua hirviendo.
Schwartz suspendió el paso, y dividiendo su gente en dos trozos, la hizo
caminar á derecha é izquierda de la villa. Apretó despues la marcha du-
rante la noche, hostigado incesantemente por los somatenes, los que le
cogieron un cañon en la Riera de Cabrera, y le acosaron hasta Martorell.
No imitaron sus habitantes el ejemplo de los de Esparraguera, y así fué-
les permitido á los franceses entrar en Barcelona el 8 de Junio, pero tan
destrozados y abatidos, que dieron claro indicio de la rota experimenta-
da. Su pérdida no dejó de ser considerable, mayormente si se atiende á
que fueron acometidos por gente allegadiza y con escasas y malas armas.
De los nuestros pocos perecieron, estando siempre amparados del terre-
no y protegidos en el alcance por toda la poblacion.


Toca á los catalanes la gloria de haber sido los primeros en España
que postraron con feliz éxito el orgullo de los invasores. Fué, en efecto,
la victoria del Bruch la que ántes que ninguna otra mereció ser califi-
cada con tal nombre. Y semejante triunfo, admirable en sus circunstan-
cias, resonando por todo el principado, excitó noble emulacion en todos
sus habitadores, declarándose á porfía los pueblos unos en pos de otros
y denonadamente.


Con razon Duhesme se sobrecogió al saber el inesperado descalabro,
más que por su importancia, por el aliento que infundia en los apellida-
dos insurgentes. Atento al corto número de tropas que mandaba, obró
cuerdamente en no aventurarse á nuevos riesgos y en reconcentrar sus
fuerzas. Conservar sus comunicaciones con Francia debió ser su princi-
pal mira, y mal lo hubiera conseguido desparramando sus soldados en
diversas direcciones; así fué que llamó á Chabran á Barcelona.


Con mayor felicidad que Schwartz habia aquél dado principio á su
expedicion de Valencia, penetrando sin tropiezo el 7 de Junio en los mu-
ros de Tarragona. Guarnecia la plaza el regimiento suizo de Wimpffen,
al servicio de España, cuya oficialidad condújose con tal mesura, que no
despertando los recelos del frances, tuvo la dicha de mantener intacto su
cuerpo, despues señalado apoyo de la buena causa. El general Chabran,
en cumplimiento de las órdenes de su jefe, evacuó el 9 á Tarragona, mas
á su vuelta encontró sublevado el país que poco ántes habia pacífica-
mente atravesado. En el Vendrell y en Arbós opúsosele empeñada resis-
tencia. Trescientos suizos de Wimpffen, que iban á incorporarse con los
de Tarragona, ayudaron y sostuvieron á los paisanos, y defendieron jun-
tos con notable bizarría la posicion de Arbós, aunque no fuese el terreno
favorable á soldados bisoños. Despues de repetidos ataques, consiguie-




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ron los franceses ahuyentar á los somatenes y apoderarse de la artille-
ría que consigo tenian. Entraron en Arbós, y para vengarse del atrevido
arrojo de sus habitantes, maltrataron y mataron á muchos de ellos. Con-
tinuó Chabran á Villafranca de Panadés, y no cesó el estrago, saqueando
allí y quemando casas y edificios, en desagravio, segun decía, del ase-
sinato del gobernador español Toda, de que ya hablamos; singular equi-
dad la de castigar una poblacion entera por las demasías de contados in-
dividuos. Duhesme salió en busca de la tropa que volvia de Tarragona,
habiendo sabido que en la ruta topaba con resistencia, y reunidos unos y
otros entraron en Barcelona el dia 12.


Aunque resueltos á no intentar de nuevo expediciones lejanas ni
otras importantes operaciones que las que exigiese la libre comunica-
cion con Francia, quisieron, sin embargo, viéndose todos juntos, pro-
bar fortuna, con deseo de castigar al paisanaje de Manresa y su comar-
ca. Para lo cual, reunidas las columnas de Schwartz y Chabran, salieron
el 13 al mando del último, tomando el mismo camino que la vez primera.
En el tránsito saquearon y quemaron muchas casas de Martorell y Espa-
rraguera, ahora desapercibida, y cometieron todo linaje de desórdenes y
excesos, con cuyo desmandado porte provocábase la ira del tenaz cata-
lan; no se le arredraba.


Interesada la gloria de los manresanos en sostener el sitio del Bruch,
testigo de sus primeros laureles, habian atendido á fortificarle y guarne-
cerle debidamente, en union con la junta de Lérida y pueblos del con-
torno. Apellidaron allí sus somatenes, y les agregaron los soldados es-
capados de Barcelona, y cuatro compañías de voluntarios leridanos, al
mando de D. Juan Baguet, con algunas piezas de artillería traidas de las
fortalezas del principado. El 14 trató Chabran de forzar la posicion; mas,
á pesar de venir los franceses con dobles fuerzas y de caminar adverti-
dos, fué vana su empresa. Estrellóse su desapoderado orgullo contra las
flacas armas del somaten catalan y de pocos y mal regidos soldados. En
reiterados ataques quisieron enseñorearse de la posicion; rechazados en
todos, volvieron atras sus pasos, y con pérdida de 500 hombres y alguna
artillería, perseguidos y hostigados por los paisanos, se metieron vergon-
zosamente en Barcelona.


Frustradas las primeras tentativas, y no habiendo podido ser ejecuta-
das las órdenes de Napoleon, suspendió Duhesme darles el debido cum-
plimiento, y volvió exclusivamente la atencion á asegurar y poner libres
las comunicaciones con Francia. Para ello salió de Barcelona el 17 de
Junio con siete batallones, cinco escuadrones y ocho piezas de artille-




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ría, prefiriendo al camino que va por Hostalrich el de la marina. Habían-
se armado los paisanos del Vallés, y en número de 9.000 aguardaban á
los franceses en la cresta de Mongat. Los inexpertos somatenes se ima-
ginaron que sólo por el frente habian de ser acometidos; pero el general
frances, disfrazando con varios ataques falsos el verdadero, los envolvió
por su derecha, y en breve los deshizo y dispersó. Dueño el enemigo de
Mongat, batería de la costa, cometió con los paisanos inauditas cruelda-
des. Mataró, que había pensado en defenderse, no cejó en su propósito
con la desgracia acaecida. Colocando artillería en las avenidas del ca-
mino de Barcelona, hicieron los vecinos fuego contra las columnas fran-
cesas que se acercaban. No tardaron en ser desbaratados, y el mismo dia
17 entraron los enemigos en Mataró y la saquearon. Ciudad de 20.000
habitantes, y rica por sus fábricas de algodon, vidrio y encajes, ofreció al
vencedor copioso botin, no perdonando su codicia ni los vestidos de las
mujeres, ni otros objetos de poco valor y uso comun. El asesinato, la vio-
lencia hasta de las vírgenes más tiernas acompañaron al pillaje, confun-
diéndose á veces, cebados en los mismos excesos, el general con el sol-
dado; largos dias llorará Mataró aquel tan aciago y cruel.


En la mañana siguiente continuaron los franceses la marcha sobre
Gerona. En su tránsito dejaron sangriento rastro, por las muertes, robos
y destrozos con que afligieron á todos los pueblos. En tanto grado con-
vierte la guerra en hombres inhumanos á los soldados de una nacion
culta. Habia solamente de guarnicion en Gerona 300 hombres del regi-
miento de Ultonia y algunos artilleros, los que, con gente de mar de la
vecina costa, dirigieron los fuegos de aquella arma. Limitadísimo núme-
ro, si los nobles, el clero y todos los vecinos sin excepcion, inflamados
de amor patrio, no hubiesen sostenido con el mayor brío los puntos que
se confiaron á su cuidado. Era gobernador interino D. Julian de Bolívar.


A las nueve de la mañana del propio dia 20 se presentó el enemigo
en las alturas de la aldea de Palausacosta; mas, incomodado con algunos
cañonazos del baluarte de la Merced y fuerte de Capuchinos, se reple-
gó á Salt y Santa Eugenia, cuyas aldeas saqueó á sangre y fuego. Por la
tarde, despues de varios reconocimientos, atacó formalmente, dirigiendo
su izquierda por los lugares que acabamos de mencionar, al paso que su
derecha, cruzando el Oña, acometió con ímpetu é intentó forzar la puer-
ta del Cármen. Los sitiados le repelieron con valor y serenidad. Señaló-
se Ultonia, cuyo teniente coronel, D. Pedro Odally, quedó herido. Atacó
en seguida el fuerte de Capuchinos, en donde fué igualmente repelido,
habiendo experimentado considerable pérdida. Burladas sus esperan-




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zas, colocó una batería cerca de la cruz de Santa Eugenia, no léjos de la
plaza; causó algun daño en el colegio tridentino y otros edificios, y res-
pondiendo con acierto á sus fuegos las baterías de la plaza, la noche pu-
so término al combate.


Fué aquélla sumamente lóbrega, y confiados los franceses en la os-
curidad, se acercaron calladamente al muro, y de tal manera y con tanto
arrojo, que hasta hallarse muy cerca no fueron sentidos. Peleóse entón-
ces por ambos lados con braveza, alumbrados solamente por los fogona-
zos del cañon, y no interrumpido el silencio sino por su estruendo y los
ayes de los heridos moribundos. ¡Espantosa noche! El enemigo osó arri-
mar escalas al baluarte de Santa Clara. Algunos de sus soldados pusié-
ronse encima de la misma muralla, y apresuradamente les seguían sus
compañeros, cuando una partida del regimiento de Ultonia, matando á
los ya encaramados, precipitó á los otros y estorbó á todos continuar en
aquel intento. El fuego, sin embargo, no cesó hasta que el baluarte de
San Narciso, tirando á metralla, destrozó á los acometedores y los dis-
persó, dejando el campo, como despues se vió, sembrado de cadáveres
y heridos. No cansados todavía los franceses, renovaron el ataque á las
doce de la noche, queriendo asaltar el baluarte de San Pedro; pero fue-
ron rechazados de modo, que desistieron de proseguir en su empresa, re-
tirándose temprano por el camino de Barcelona, en la mañana del 21.
Aunque corta, fué notable esta primera defensa de Gerona, cuya plaza
tanto lustre adquirió despues en otra inmediata acometida, y sobre todo
en el célebre sitio del siguiente año. Los somatenes molestaron por todas
partes al enemigo, habiendo impedido, con su ayuda, que pasase al otro
lado del Ter. No fué ménos que de 700 hombres la pérdida de los france-
ses; la de los españoles mucho más reducida.


Duhesme volvió á Barcelona, dejando en Mataró parte de su ejérci-
to, que puso al cuidado de Chabran, y cuyo trozo, compuesto de 3.500
hombres, fué al Vallés á buscar vituallas. Rodeados siempre los france-
ses por el paisanaje, tuvieron en Moncada que romper á viva fuerza un
cordon de somatenes, siendo al cabo detenidos cerca de Granollers por
el teniente coronel D. Francisco Milans, quien los ahuyentó, haciéndo-
les perder la artillería. A la retirada, como de costumbre, talaron y des-
truyeron el país por donde pasaron.


Al propio tiempo que tan mal parados andaban los invasores en
aquella parte de Cataluña, tampoco se descuidaron sus naturales en
el mediodía, formando á la márgen derecha del Llobregat una línea de
hombres belicosos, que defendían los caminos de Garraf, Ordal y Espa-




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rraguera. Los capitaneaba D. Juan Baguet, que con los voluntarios de
Lérida habia la segunda vez contribuido á repeler en el Bruch á los fran-
ceses. Desde allí enviaban partidas sueltas, que recorrian la tierra en
todas direcciones. Incomodado Duhesme de verse así estrechado, en-
vió contra ellos el general Lechi, quien el 30 de Junio obligó á los soma-
tenes á abandonar su posicion, cogiéndoles algunos cañones y aventa-
jándose á todos los suyos en cometer demasías. No por eso desmayaron
los vencidos, apareciéndose en breve hasta en las cercanías de la mis-
ma Barcelona.


Por este término, y con éxito vário, se ejecutaron las órdenes de Na-
poleon en Cataluña, Aragon y Castilla. Fueron parecidas las que signi-
ficó para las otras provincias el gran Duque de Berg, cuya solícita dili-
gencia procuró aniquilar en derredor suyo la semilla insurreccional, que
brotaba con lozanía. Insinuamos ántes várias de sus providencias, y las
que de consuno con la Junta de Madrid se habian tomado para cortar las
conmociones sin tener que venir á las manos. Inútiles fueron sus esfuer-
zos, como lo serán siempre todos los que se dirijan á contener por la per-
suasion el levantamiento de una nacion entera. No le pesó quizá á Mu-
rat, á cuyo gusto y anterior vida se acomodaban más las armas que los
discursos. Así fué que, á veces á un tiempo y otras muy de cerca, mandó
que sus tropas acompañasen ó siguiesen á las proclamas y exhortacio-
nes de la Junta. Consideró como de mayor importancia las Andalucías
y Valencia, y de consiguiente trató ante todo de asegurarse de aquellas
provincias, mayormente habiendo dado Sevilla ya en primeros de Mayo
muestras de desasosiego y grave alteracion.


Dupont, acantonado en Toledo, recibió la órden de dirigirse á Cádiz,
y el 24 del mismo Mayo se puso en marcha. Llevaba consigo los dos re-
gimientos suizos de Reding y Preux al servicio de España, la division de
infantería del general Barbou, compuesta de 6.000 hombres y ademas
500 marinos de la guardia imperial, con 3.000 caballos, mandados por
el general Fresia. Iban todos tan confiados en el buen éxito de su em-
presa, que Dupont señalaba de antemano al ministro de Guerra de Fran-
cia el dia que habia de entrar en Cádiz. Atravesaron la Mancha tranqui-
lamente, y en tal abundancia hallaban los mantenimientos, que dejaron
almacenados en el pósito de Santa Cruz de Mudela la galleta y víve-
res que á prevencion traian, y de los que pocos dias despues se apode-
raron aquellos vecinos, cogiendo tambien parte de los soldados que los
custodiaban y matando otros. El 2 de Junio penetraron los franceses por
las estrechuras de Sierra-Morena. Hasta allí, si bien habian notado in-




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quietud y desvío en los habitantes, ningun síntoma grave se habia ma-
nifestado. En la Carolina se despertó su recelo viéndola sola y desier-
ta, y al entrar en Andújar supieron el levantamiento general de Sevilla
y la formacion de una junta suprema. No por eso suspendieron su mar-
cha, llegando al amanecer del 7 delante del puente de Alcolea. Don Pe-
dro Agustin de Echavarri, oficial de cierto arrojo, pero ignorante en el
arte de la guerra, y á quien vimos al frente de la insurreccion cordobe-
sa, se habia situado en aquel paraje. Tenía á sus órdenes 3.000 hombres
de línea, compuestos de parte de un batallon de Campo-Mayor, de solda-
dos de varios regimientos provinciales, con granaderos de los mismos, á
los que se agregaba alguna caballería y un destacamento de suizos. No
habia entre ellos cuerpo completo que estuviese presente. El número de
paisanos era más considerable, y habíase de Sevilla recibido bastante
artillería. Los españoles, levantando una cabeza de puente, habian colo-
cado en ella 12 cañones para impedir el paso del Guadalquivir y cubrir
así la ciudad de Córdoba, puesta á su márgen derecha, y distante unas
tres leguas de las ventas de Alcolea. El puente es largo y torcido, for-
mando un ángulo ó recodo, que estorba el que por él se enfilen los fuegos
de cañon. A la izquierda del rio se habia quedado la caballería española
con intento de acometer á los enemigos por el flanco y espalda al tiem-
po que éstos comenzasen el ataque de frente. Los franceses, para desem-
barazarse, trataron de dar á aquélla una vigorosa carga, la cual repetida,
contuvo á los jinetes españoles, sin lograr desbaratarlos. A poco la in-
fantería francesa avanzó al puente. Los fuegos bien dirigidos de la obra
de campaña recien construida, y sostenida tambien valerosamente por el
oficial Lasala, que mandaba á los de Campo-Mayor y granaderos provin-
ciales, mantuvieron por algun tiempo con firmeza la posicion atacada.
Pero el paisanaje, todavía no fogueado, desamparando á la tropa, facili-
tó á los franceses escalar la posicion, que, levantada de prisa, ni era per-
fecta ni estaba del todo concluida. Sin embargo, la caballería española,
no habiendo caido en desmayo, trató de favorecer á los suyos, y de nuevo
y con ventaja acometió á la francesa. Dupont, teniendo que enviar una
brigada al socorro de su gente, no prosiguió el alcance contra los infan-
tes españoles, los que, retirándose con órden, sólo perdieron un cañon,
cuya cureña se habia descompuesto. El reencuentro duró dos horas, cos-
tó á los franceses 200 hombres, no más á los españoles por haberse reti-
rado tranquilamente. Echavarri, juzgando que no era posible defender á
Córdoba, abandonó la ciudad sin detenerse en sus muros.


Llegaron á su vista los franceses á las tres de la tarde del mismo dia 7




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de Junio. Habian los vecinos cerrado las puertas, más bien para capitular
que para defenderse. Entabláronse sobre ello pláticas, cuando, con pretex-
to de unos tiros disparados de las torres del muro y de una casa inmedia-
ta, apuntaron los enemigos sus cañones contra la Puerta-Nueva, hundién-
dola á poco rato y sin grande esfuerzo. Metiéronse, pues, dentro, hiriendo,
matando y persiguiendo á cuantos encontraban; saquearon las casas y los
templos, y hasta el humilde asilo del pobre y desvalido habitante. La céle-
bre catedral, la antigua mezquita de los árabes, rival en su tiempo en san-
tidad de Medina y la Meca, y tan superior en magnificencia, esplendidez
y riqueza, fué presa de la insaciable y destructora rapacidad del extranje-
ro. Destruidos quedaron entónces los conventos del Cármen, San Juan de
Dios y Terceros, sirviéndoles de infame lupanar la iglesia de Fuensanta y
otros sitios no ménos reverenciados de los naturales. Grande fué el destro-
zo de Córdoba, muchas las preciosidades robadas en su recinto. Ciudad
de 40.000 almas, opulenta de suyo y con templos en que habia acumulado
mucha plata y joyas la devocion de los fieles, fué gran cebo á la codicia de
los invasores. De los solos depósitos de tesorería y consolidacion sacó el
general Dupont más de 10.000.000 de reales, sin contar con otros muchos
de arcas públicas y robos hechos á particulares. Así se entregó al pillaje
una poblacion que no habia ofrecido ni intentado resistencia. Bajo fingi-
dos motivos, á fuego y sangre penetraron los franceses por sus calles, y á la
misma sazon que se conferenciaba. Y no satisfechos con la ruina y deso-
lacion causada, acabaron de oprimir á los desdichados moradores graván-
dolos con imposiciones muy pesadas. Mas tan injusto y cruel trato alcanzó
en breve el merecido galardon; siendo quizá la principal causa de la pér-
dida posterior del ejército de Dupont el codicioso anhelo de conservar los
bienes mal adquiridos en el saco de aquella ciudad.


A pesar del triunfo conseguido, el general frances andaba inquie-
to. Sus fuerzas no eran numerosas. La insurreccion por todas partes le
cercaba; con instancia pedia auxilios á Madrid, cuyas comunicaciones,
ya ántes interrumpidas, fueron á lo último del todo cortadas. A su pro-
pia retaguardia, el 9 de Junio, partidas de paisanos entraron en Andú-
jar, y alborotada por la noche la ciudad, hicieron prisionero el destaca-
mento frances allí apostado, y mataron al comandante, con otros tres de
su guardia, que quisieron resistirse en casa de D. Juan de Salazar. Mo-
lestó, sobre todo, al enemigo D. Juan de la Torre, alcalde de Montero,
que á sus expensas habia levantado un cuerpo considerable; mas, cogi-
do por sorpresa, debió la vida á la generosa intercesion del general Fre-
sia, á quien habia ántes hospedado y obsequiado en su casa. En el Puer-




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to del Rey apresaron los naturales al abrigo de aquellas fraguras varios
convoyes; y como en la comarca se habia esparcido la voz de lo acaeci-
do en Córdoba, hubo ocasion en que, so color de desquite, se ensañó el
paisanaje contra los prisioneros con exquisita crueldad. Fué una de sus
víctimas el general René, á quien cogieron y mataron estando ántes heri-
do: lamentable suceso, pero desgraciadamente inevitable consecuencia
de los desmanes cometidos en Córdoba y otros parajes por el extranje-
ro. Pues si, en efecto, era difícil contener en una guerra de aquella cla-
se al soldado de una nacion culta como la Francia y sometido á la dura
disciplina militar, ¡cuánto no debia serlo reprimir los excesos del culti-
vador español, que, ciego en su venganza y sin freno que le contuviese,
veia talados sus campos y quemados los pacíficos hogares de sus antepa-
sados por los mismos que poco ántes preciábanse de ser amigos! Habia
corrido el alboroto de la Sierra hasta la Mancha, y el 5 de Junio los ve-
cinos de Santa Cruz de Mudela, arremetiendo á unos 400 franceses que
habia en el pueblo y matando á muchos, obligaron á los demas á fugar-
se camino de Valdepeñas. En esta villa opusiéronse los naturales al pa-
so de los enemigos, y éstos, para esquivar un duro choque, echando por
fuera de la poblacion, tomaron despues el camino real, aguardando á un
cuarto de legua, en el sitio apellidado de la Aguzadera, á ser reforzados.
No tardó, en efecto, en llegar en el mismo dia, que era el 6 de Junio, el
general Liger-Belair, procedente de Manzanares, con 600 caballos, é in-
corporados todos, revolvieron sobre Valdepeñas.


Los moradores de esta villa, alentados con la anterior retirada de los
franceses, y temiendo tambien que quisiesen vengar aquella ofensa, re-
solvieron impedir la entrada. Es Valdepeñas poblacion rica, de 3.000
vecinos, asentada en los llanos de la Mancha, y á la que dan celebridad
sus afamados vinos. Atraviésala por medio la calle llamada Real, tránsi-
to de los que viajan de Castilla á Andalucía, y la cual tiene de largo cer-
ca de un cuarto de legua. Aprovechándose de su extension, dispusiéron-
la los habitantes de modo que en ella se entorpeciese la marcha de los
franceses. La cubrieron con arena, esparciendo debajo clavos y agudos
hierros; de trecho en trecho y disimuladamente ataron maromas á las re-
jas, cerraron y atrancaron las puertas de las casas, y embarazaron las ca-
llejuelas que salian á la principal avenida. No contentos con resistir de-
tras de las paredes, osaron, en número de más de 1.000, ponerse en fila
á la orilla del pueblo. Pero viendo lo numeroso de la caballería enemiga,
despues de algun tiroteo se agacharon en lo interior, pertrechados de ar-
mas y medios ofensivos.




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Los franceses al aproximarse enviaron por delante una descubier-
ta, la cual, segun su costumbre, con paso acelerado se adelantó al pue-
blo. Penetró, y muy luego los caballos, tropezando y cayendo unos sobre
otros, miserablemente arrojaron á los jinetes. Entónces de todas partes
llovieron sobre los derribados tiros, pedradas, ladrillazos, atormentando
tambien sus carnes con agua y aceite hirviendo. Quisieron otros proteger
á los primeros, y cúpoles igual y malhadado fin. Irritado Liger-Belair con
aquel contratiempo, entró la villa por los costados, incendiando las ca-
sas y destrozándolas. Pasaron de 80 las que se quemaron, y muchas per-
sonan fueron degolladas hasta en los campos y las cuevas. Habian los
enemigos perdido ya más de 100 hombres, al paso que la villa se arrui-
naba y se hundia. Conmovidos de ello y recelosos de su propia suerte va-
rios vecinos principales, resolvieron, yendo á su cabeza el alcalde mayor
D. Francisco María Osorio, avistarse con el general Liger-Belair, quien,
temeroso tambien de la ruina de los suyos, escuchó las proposiciones,
convino en ellas, y saliendo todos juntos con una divisa blanca, pusieron
de consuno término á la matanza. Mas la contienda habia sido tan reñi-
da, que los franceses, escarmentados, no se atrevieron á ir adelante, y
juzgaron prudente retroceder á Madridejos.


Dupont, aislado, sin noticia de lo que á la otra parte de los montes
pasaba, aturdido con lo que de cerca veia, pensó en retirarse; y el 16 de
Junio, saliendo por la tarde de Córdoba, se encaminó á Andújar, en don-
de tomó posicion el 19. Desde aquel punto, con objeto de abastecer á
su gente, y deseoso de no abandonar el terreno sin castigar á Jaen, á la
cual se achacaba haber participado del alboroto y muerte del comandan-
te frances de Andújar, envió allí el 20 al oficial Baste con la suficien-
te fuerza. Entraron los enemigos en la ciudad sin hallar oposicion, y con
todo la pillaron y maltrataron horrorosamente. Degollaron hasta niños y
viejos, ejerciendo acerbas crueldades contra religiosos enfermos de los
conventos de Santo Domingo y de San Agustin: tal fué el último, notable
y fiero hecho cometido por los franceses en Andalucía ántes de rendirse
á las huestes españolas.


Casi al propio tiempo determinó Murat enviar tambien una expedi-
cion contra Valencia. Mandábala el mariscal Moncey, y se componia de
8.000 hombres de tropa francesa, á los que debian reunirse guardias es-
pañolas, walonas y de Corps. Mas todos estos en su mayor parte se des-
bandaron, pasando por atajos y trochas del lado de sus compatriotas.
Moncey salió de Madrid el 4 de Junio, y llegó á Cuenca el 11. Detenién-
dose algunos dias, disgustóse Murat, y despachó para aguijarle al gene-




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ral de caballería Excelmans con otros muchos oficiales, quienes, arres-
tados en Saelices y conducidos prisioneros á Valencia, terminaron su
comision de un modo muy diverso del que esperaban. En Cuenca fueron
recibidos los franceses con tibieza, mas no hostilmente. Prosiguiendo su
marcha, hallaron por lo general los pueblos desamparados, pronóstico
que vaticinaba la resistencia con que iban á tropezar.


La Junta de Valencia habia en tanto adoptado las medidas vigoro-
sas de defensa que la premura del tiempo le permitia. Recreciéronse al
oir que Moncey se aproximaba del lado de Cuenca, y se dieron nuevas
órdenes é instrucciones al mariscal de campo D. Pedro Adorno, á cuyo
mando, como ya dijimos, se habian confiado las tropas apostadas en los
desfiladeros de las Cabrillas, adonde el enemigo se dirigia. Lo más de
la gente era nueva é indisciplinada, y por eso convenia aprovecharse de
las ventajas que ofreciese el terreno. Tratóse, pues, de disputar primera-
mente á los franceses el paso del Cabriel, en el puente Pajazo, en donde
remata la cuesta de Contreras, y en cuya cabeza construyeron los espa-
ñoles una mala batería de cuatro cañones, sostenida por un trozo de un
regimiento suizo, colocándose la otra tropa en diferentes puntos de di-
cha cuesta. Detuviéronse los franceses, hasta que á duras penas por los
malos senderos y escabrosidades acercaron casi á la rastra unos caño-
nes. Con su auxilio, el 20 rompieron el fuego, y vadeando unos el rio, y
otros acometiendo de frente, se apoderaron de la batería española, ha-
biendo habido muchos de los suizos que se les pasaron. Los nuevos re-
clutas, que nunca habian sido fogueados, abandonados por aquellos ve-
teranos, no tardaron en dispersarse, replegándose parte de ellos, con
algunos soldados españoles, á las Cabrillas.


Cundió la nueva de la derrota; súpola la Junta de Valencia, y grande
fué la consternacion y el sobresalto. En tamaño apuro, envió al ejército
en comision á su vocal el padre Rico, ó ya quisiesen vengarse así algu-
nos del estrecho en que los habia metido, ó ya tambien porque, gozando
de suma popularidad, pensaron otros que era aquél el modo más propio
de calmar la pública agitacion y alejar la desconfianza. Obedeció Rico,
y el 23 por la noche llegó á las Cabrillas, ocho leguas de Valencia, y cu-
yos montes parten término con Castilla. Habíanse recogido á sus cum-
bres los dispersos del Cabriel, y allí se encontró el padre Rico con 180
hombres del regimiento de Saboya, mandados por el capitan Gamindez,
con tres cuerpos de nueva creacion, algunos caballos y artilleros, que
habian conservado dos cañones y un obus, componiendo en todo cerca
de 3.000 hombres. Eran contados los oficiales veteranos, siendo el de




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mayor graduacion el brigadier Marimon, de guardias españolas. Ignorá-
base el paradero de Adorno. Reunidas todas aquellas reliquias, se colo-
caron en situacion ventajosa á espaldas y á legua y media del pueblo de
Siete-Aguas, hasta cuyas casas enviaban sus descubiertas. Gamindez
mandó el centro, la izquierda Marimon, y colocáronse guerrillas sueltas
por la derecha. El 24 avanzaron los franceses, y los nuestros, favoreci-
dos de tierra tan quebrada, los molestaron bastantemente. Impacienta-
do Moncey, destacó por su izquierda y del lado de la sierra de los Ajos
al general Harispe con vascones acostumbrados á trepar por las aspere-
zas del Pirineo. Encaramáronse, pues, á pesar de escabrosidades y de-
rrumbaderos, y arrollando á las guerrillas, facilitaron el ataque de fren-
te. Defendiéronse bien los de Saboya, quedando los más de ellos y los
artilleros muertos junto á los cañones, y prisionero con otros su coman-
dante Gamindez. Lo restante de la gente bisoña huyó precipitadamen-
te. La pérdida de los españoles fué de 600 hombres, muy inferior la de
los contrarios. El mariscal Moncey al instante traspasó la sierra por el
portillo de las Cabrillas, desde donde registrándose las ricas y frondo-
sas campiñas de la huerta de Valencia, se encendió la ansiosa codicia
de sus fatigados soldados. Si entónces hubiera proseguido su marcha,
fácilmente se hubiera enseñoreado de la ciudad; pero, obligado á dete-
nerse el 25 en la venta de Buñol para aguardar la artillería, y querien-
do adelantarse cautelosamente, dió tiempo á que Rico, volviendo á Va-
lencia al rayar el alba de aquel mismo dia, apellidase guerra dentro de
sus muros.


Está asentada Valencia á la derecha del Guadalaviar ó Turia; 100.000
almas forman su oblacion, excediendo de 60.000 las que habitan en los
lugarejos, casas de campo y alquerías de sus deliciosas vegas. Ceñida de
un muro antiguo de mampostería con una mala ciudadela, no podia ofre-
cer al enemigo larga y ordenada resistencia si militarmente hubiera de
haberse considerado su defensa. Mas á la voz de la desgracia de las Ca-
brillas, en lugar de abatirse, creciendo el entusiasmo al más subido pun-
to, tomó la Junta activas providencias, y los moradores, no sólo las eje-
cutaron debidamente, sino que tambien por sí procedieron á dar á los
trabajos la amplitud y perfeccion que permitia la brevedad del tiempo.
Sin distincion de clase ni de sexo acudieron todos á trabajar en las forti-
ficaciones que se levantaban. En el corto espacio de sesenta horas cons-
truyéronse en las puertas baterías con sacos de tierra. En la de Cuarte,
como era por donde se aguardaba al enemigo, ademas de dos cañones de
á veinte y cuatro, se colocó otro en el primer piso de la torre, abriéndose




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una zanja ancha y profunda en medio de la calle del Arrabal, que embo-
caba la batería. A la derecha de esta puerta, y ántes de llegar á la de San
José, entre el muro y el rio, se situaron cuatro cañones y dos obuses, im-
pidiendo lo sólido del malecon que se abriese un foso. Dióse á esta obra
el nombre de batería de Santa Catalina, del de una torre ántes demolida,
y que ocupaba el mismo espacio. Lo expresamos por su importancia en
la defensa. Dentro del recinto se cortaron y atajaron las calles, callejue-
las y principales avenidas con carros, coches, vigas, calesas y tartanas.
Tapáronse las entradas y ventanas de las casas con colchones, mesas, si-
llas y todo género de muebles, cubriendo por el mismo término y cuida-
dosamente lo alto de las azoteas ó terrados. Detras de semejantes y tan
repentinos atrincheramientos estaban preparados sus dueños con armas
arrojadizas y de fuego, y áun hubo mujeres que no olvidaron el aceite
hirviendo. Afanados todos, mutuamente se animaban, habiendo resuelto
defender heroicamente sus hogares.


La Junta ademas, para dilatar el que los franceses se acercasen, tra-
tó de formar un campo avanzado á la salida del pueblo de Cuarte, distan-
te una legua de Valencia. Le componian cuerpos de nueva formacion, y
se habia puesto á las órdenes de D. Felipe Saint-March. Situóse la gen-
te en la ermita de San Onofre, á orillas del canal de regadío que atravie-
sa el camino que va á las Cabrillas. Entre tanto D. José Caro, nombra-
do brigadier al principio de la insurreccion, y que mandaba una division
de paisanos en el ejército de Cervellon, apostado, segun dijimos, en Al-
mansa, corrió apresuradamente al socorro de la capital luégo que su-
po el progreso del enemigo. A su llegada se unió á Saint-March, y jun-
tos dispusieron el modo de contener al mariscal frances. Emboscaron al
efecto en los algarrobales, viñedos y olivares que pueblan aquellos con-
tornos, tiradores diestros y esforzados. El cuerpo principal se colocó á
espaldas de una batería que enfilaba el camino hondo, por donde era de
creer arremetiese la caballería enemiga, y cuyo puente se habia corta-
do. Como los generales habian previsto que al fin tendrian que ceder á
la superioridad y pericia francesa, deseosos de que su retirada no cau-
sára terror en Valencia, habian pensado, Caro en tirar por la izquierda, y
Saint-March pasar el rio por la derecha y situarse en el collado del alma-
cen de pólvora. Pero para verificar, llegado el caso, su movimiento con
órden, y evitar que dispersos fueran á la ciudad, establecieron á su reta-
guardia una segunda línea en el pueblo de Cuarte, rompiendo el camino
y guarneciendo las casas para su defensa.


Á las once de la mañana del dia 27 empezó el fuego, duró hasta las




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tres, siendo muy vivo durante dos horas. Al fin los franceses cruzaron el
canal y forzaron la primera línea. Caro y Saint-March se retiraron, segun
habian convenido. Los franceses, vencedores, iban á perseguirlos, cuan-
do notaron que desde el pueblo de Cuarte se les hacia fuego. Molesta-
dos tambien por el continuado de los paisanos metidos en los cañamares
de dicho pueblo, no pudieron entrarle hasta las seis de la tarde, huyen-
do los vecinos al amparo de las acequias, cañaverales y moreras que cu-
bren sus campos. La pérdida fué considerable de ambas partes; la arti-
llería quedó en poder de los franceses.


Avanzó entónces Moncey hasta el huerto de Juliá, media legua de
Valencia. Por la noche pasó al capitan general, Conde de la Conquis-
ta, un oficio para que rindiese la plaza. Fué portador el coronel Solano.
Congregóse la Junta, á la que se unieron para deliberar en asunto tan es-
pinoso, el Ayuntamiento, la nobleza é individuos de todos los gremios.
El de la Conquista inclinábase á la entrega, viendo cuán imposible sería
resistir con gente allegadiza, y en ciudad, por decirlo así, abierta á ene-
migos aguerridos. Sostuvo la misma opinion el emisario Solano, y en tan-
to grado, que se esforzó en probar no habia nada que temer lo pasado, así
por la condicion suave y noble del mariscal frances, como tambien por
los vínculos particulares que le enlazaban con los valencianos; lo cual
aludia á conocerse en aquel reino familias del nombre de Moncey, y ha-
ber quien le conceptuára oriundo de la tierra. Así se discurria acerca de
la proposicion, cuando el pueblo, advertido de que se negociaba, desafo-
radamente se agolpó á la sala de sesiones de la Junta. Atemorizados los
que en su seno buscaban la rendicion, y alentados los de la parcialidad
opuesta, no se titubeó en desechar la demanda del enemigo; y puestos
todos sus individuos al frente del mismo pueblo, recorrieron la línea ani-
mando y exhortando á la pelea. Con la oportuna resolucion se embrave-
ció tanto la gente, que ya no hubo otra voz que la de vencer ó morir.


El 28, á las once de la mañana, se rompió el fuego. Como Moncey
era dueño de casi todo el arrabal de Cuarte, le fué fácil ordenar sus ba-
tallones detras del convento de San Sebastian. A su abrigo, dirigieron
los enemigos sus cañones contra la puerta de Cuarte y batería de San-
ta Catalina. Tres veces atacaron con el mayor ímpetu del lado de la pri-
mera, y otras tantas fueron rechazados. Mandaba la batería española con
mucho acierto el capitan D. José Ruiz de Alcalá, y el puesto los coro-
neles Baron de Petrés y D. Bartolomé de Georget. Los enemigos no per-
donaron medio de flanquear á los nuestros por derecha é izquierda, pe-
ro de un costado se lo estorbaron los fuegos de Santa Catalina, y del otro




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el graneado de fusilería que desde la muralla hacian los habitantes. El
entusiasmo de los defensores tocaba en frenesí cada vez que el enemi-
go huia, pero siempre se mantuvo el mejor órden. Temióse por un rato
carecer de metralla, y sin tardanza, de las casas inmediatas se arranca-
ron rejas, se enviaron barras y otros utensilios de hierro, que cortados
en menudos pedazos, pudieron suplir aquella falta, acudiendo á porfía
las señoras de la clase más elevada á coser los saquillos de la recien fa-
bricada metralla. Con tal ejemplo, ¿qué brazo varonil hubiera cedido el
paso al enemigo? El Capitan general, los magistrados y áun el Arzobis-
po aparecianse á veces en medio de aquel importante puesto, dando brío
con su presencia á los ménos esforzados.


Moncey, tratando de variar su ataque, recogió sus soldados á la cruz
de Mislata, y acometió, despues de un respiro, la batería de Santa Ca-
talina, á la derecha, como dijimos, de la de Cuarte. Era comandante del
puesto el coronel D. Firmo Vallés, y de la batería D. Manuel de Velasco
y D. José Soler. Dos veces y con gran furia embistieron los franceses. La
primera ciaron, abrasados por el fuego de cañon y el que por su flanco
izquierdo les hacia la fusilería; y la segunda huyeron atropelladamente,
sin que los contuviesen las exhortaciones de sus jefes. No por eso cedió
Moncey, y fingiendo querer atacar el muro por donde mira á la plazuela
del Carbon, emprendió nueva acometida contra la batería de Santa Ca-
talina. ¡Vano empeño! Sus soldados repelidos, dejaron el suelo empapa-
do en su sangre. Distinguióse allí el oficial D. Santiago O’Lalor, asesina-
do alevemente en el propio dia por mano desconocida.


Los franceses, perturbados con defensa tan inesperada y recia, trata-
ron de dar una última embestida á la ciudad. Eran las cinco de la tarde,
cuando avanzando Moncey con el grueso de su ejército hácia la puerta
de Cuarte, hizo marchar una columna por el convento de Jesus para ata-
car la de San Vicente, situada á la izquierda de la primera, y confiada al
cuidado del coronel D. Bruno Barrera, bajo cuyas órdenes dirigian la ar-
tillería los oficiales don Francisco Cano y D. Luis Almela. Considerába-
se aquella parte del muro la más flaca, mayormente su centro, en donde
está colocada, en medio de las otras dos, la puerta tapiada de Santa Lu-
cía, antiguamente dicha de la Boatella. Empezóse el ataque, y los espa-
ñoles apuntaron con tal acierto sus cañones, que lograron desmontar los
de los enemigos, y desalojarlos del punto que ocupaban con notable ma-
tanza. Desde aquella hora, que era ya la de las ocho de la noche, cesó el
fuego en ambas líneas. Durante los diversos ataques arrojaron los fran-
ceses á la ciudad granadas, que no causaron daño.




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El P. Rico anduvo constantemente por los parajes de mayor riesgo, y
coadyuvó grandemente á la defensa con su energía y brioso porte. Fué
imperturbable en su valor Juan Bautista Moreno, que sin fusil y con la
espada en la mano alentaba á sus compañeros, y tomó á su cargo abrir
y cerrar las puertas, sin reparar en el peligro que á cada paso le amena-
zaba. Más sublime ejemplo dió aún con su conducta Miguel García, me-
sonero de la calle de San Vicente, quien hizo, solo, á caballo, cinco sa-
lidas, y sacando en cada una de ellas 40 cartuchos, los empleaba, como
diestro tirador, atinadamente. Hechos son éstos dignos de la recordacion
histórica, y no deben desdeñarse aunque vengan de humilde lugar. Al
contrario, conviene repetirlos y grabarlos en la memoria de los buenos
ciudadanos, para que sean imitados en aquellos casos en que peligre la
independencia de la patria.


La resistencia de Valencia, aunque de corta duracion, tuvo visos de
maravillosa. No tenía soldados que la defendiesen, habiendo salido á di-
versos puntos los que ántes la guarnecian, ni otros jefes entendidos sino
oficiales subalternos, que guiaron el denuedo de los paisanos. Los fran-
ceses perdieron más de 2.000 hombres, y entre ellos al general de inge-
nieros Cazal con otros oficiales superiores. Los españoles, resguardados
detras de los muros y baterías, tuvieron que llorar pocos de sus compa-
triotas, y ninguno de cuenta.


Al amanecer del 29, D. Pedro Túpper, puesto de vigía en el miguele-
te ó torre de la catedral, avisó que los enemigos daban indicio de retirar-
se. Apénas se creia tan plausible nueva; mas bien pronto todos se cer-
cioraron de ello, viendo marchar al enemigo por Torrente para tomar la
calzada que va á Almansa. La alegría fué colmada, y esperábase que el
Conde de Cervellon acabaria en el camino de destruir al mariscal Mon-
cey, ó por lo ménos le molestaria y picaria por todos lados. Muy léjos es-
taba de obrar conforme al comun deseo. El general español habia veni-
do á Alcira cuando supo el paso de los franceses por las Cabrillas y su
marcha sobre Valencia. Allí permaneció tranquilo, y no trató de dispu-
tar á Moncey el paso del Júcar, despues de su derrota delante de los mu-
ros de la capital. Tachósele de remiso, principalmente porque habiendo
consultado á los oficiales superiores sobre el rumbo que en tal oportuni-
dad convendria seguir, opinaron todos que se impidiese á los franceses
cruzar el rio; no abrazó su dictámen, fundándose en lo indisciplinados
que todavía estaban sus soldados: prudencia quizá laudable, pero amar-
gamente censurada en aquellos tiempos.


Perjudicó tambien á su fama, y áun en el concepto de los juiciosos, la




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contraposicion que con la suya formó la conducta de D. Pedro Gonzalez
de Llamas y la de D. José Caro. A éste le hemos visto acudir al socorro
de Valencia, y si bien no con feliz éxito, por lo ménos retardó con su mo-
vimiento el progreso del enemigo, lo cual fué de suma utilidad para que
se preparasen los vecinos de la ciudad á una notable y afortunada re-
sistencia. El general Llamas, que de Murcia se había acercado al puer-
to de Almansa, noticioso por su parte de que los franceses iban á embes-
tir á Valencia, había avanzado rápidamente y colocádose á la espalda en
Chiva, cortándoles así sus comunicaciones con el camino de Cuenca. Y
despues, obedeciendo las órdenes de la junta provincial, hostigó al ene-
migo hasta el Júcar, en donde se paró, asombrado de que Cervellon hu-
biese permanecido inactivo. Prodigáronse, pues, alabanzas á Llamas, y
achacóse á Cervellon la culpa de no haber derrotado al ejército de Mon-
cey ántes de la salida del territorio valenciano. Como quiera que fuese,
costóle al fin el mando tal modo de comportarse, graduado por los más
de reprensible timidez. Moncey prosiguió su retirada, incomodado por el
paisanaje, y á punto que no osaba desviarse del camino real. Pasó el 2
de Julio el puerto de Almansa, y en Albacete hizo alto y dió descanso á
sus fatigadas tropas.


Entre tanto no sabía el gobierno de Madrid cuál partido le convenía
abrazar. Notaba con desconsuelo burladas sus esperanzas, no habiendo
reprimido prontamente la insurreccion de las provincias con las expedi-
ciones enviadas al intento. Temia tambien que las tropas desparramadas
por diversos y lejanos puntos, y molestadas sin gozar un instante de so-
siego, no acabasen por perder la disciplina. Mucho contribuyó á su des-
concierto la enfermedad grave de que fue acometido el gran Duque de
Berg en los primeros dias de Junio, con lo cual se hallaron los individuos
de la Junta faltos de un centro principal que diera union y fuerza. Hubo
entre los suyos quien le creyó envenenado, y entre los españoles no fal-
tó tambien quien atribuyera su mal á castigo del cielo por las tropelías
y asesinatos del 2 de Mayo. Los ociosos y lenguaraces buscaban el prin-
cipio en un origen impuro, dando lugar á sus sueltas palabras los desli-
ces de que no estaba exento el Duque. Mas la verdadera enfermedad de
éste era uno de aquellos cólicos por desgracia harto comunes en la ca-
pital del reino, y que por serlo tanto los ha distinguido en una diserta-
cion el docto Luzuriaga con el nombre de cólicos de Madrid. Agregáron-
sele unas tercianas tan pertinaces y recias, que descaeciendo su espíritu
y su cuerpo, tuvo que conformarse con el dictámen de los facultativos
de trasladarse á Francia y tomar las aguas termales de Barèges. Provocó




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tambien á sospecha de emponzoñamiento el haber amalado muchos de
los soldados franceses, y muerto algunos con síntomas de índole dudosa.
Para serenar los ánimos, el Baron Larrey, primer cirujano del ejército in-
vasor, examinó los alimentos, y el boticario mayor del mismo, Mr. Lau-
bert, analizó detenidamente el vino que se les vendia en várias tabernas
y bodegones de dentro y fuera de Madrid. Nada se descubrió de nocivo
en el líquido, solamente á veces habia con él mezcladas algunas sustan-
cias narcóticas más ó ménos excitativas, como el agua de laurel y el pi-
miento, que para dar fuerza suelen los vinateros y vendedores añadir al
vino de la Mancha, á semejanza del óxido de plomo, ó sea litargirio, que
se emplea en algunos de Francia para corregir su acedía. La mixtion no
causaba molestia á los españoles por la costumbre, y sobre todo por su
mayor sobriedad; dañó extremadamente á los franceses, no habituados á
aquella bebida, y que abusaban en sumo grado de los vinos fuertes y li-
corosos de nuestro terruño. El exámen y declaracion de Larrey y Laubert
tranquilizó á los franceses, recelosos de cualquiera asechanza de parte
de un pueblo gravemente ofendido; pero el de España con dificultad hu-
biera recurrido para su venganza á un medio que no le era usual, cuan-
do tantos otros justos y nobles se le presentaban.


En lugar de Murat envió Napoleon á Madrid al general Savary, el que
llegó el 15 de Junio. No agradó la eleccion á los franceses, habiendo en
su ejército muchos que por su graduacion y militar renombre reputában-
se como muy superiores. Asimismo en el concepto de algunos menos-
cababa la estimacion de la persona escogida al haber sido con frecuen-
cia empleada en comisiones más propias de un agente de policía que de
quien habia servido en la carrera honorífica de las armas. No era tam-
poco entre los españoles juzgado Savary con más ventaja, porque ha-
biendo sido el celador asiduo del viaje de Fernando, coadyuvó con pa-
labras engañosas á arrastrarle á Bayona. Sin embargo, su nombre no era
ni tan conocido ni odiado como el de Murat; ademas llegó en sazon en
que muy poco se curaban en las provincias de lo que se hacia ó desha-
cia en Madrid. Asuntos inmediatos y de mayor cuantía embargaban to-
da la atencion.


El encargo confiado á Savary era nuevo y extraño en su forma. Auto-
rizado con iguales facultades que el lugarteniente Murat, no le era líci-
to poner su firma en resolucion alguna. Al general Belliard tocaba con
la suya legalizarlas. El uno leía las cartas, oficios é informes dirigidos al
lugarteniente; respondía, determinaba: el otro ceñíase, á manera de una
estampilla viva, á firmar lo que le era prescrito. Los decretos se encabe-




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zaban á nombre del gran Duque, como si estuviese presente ó hubiese
dejado sus poderes á Savary, y éste, disponiendo en todo soberanamente,
incomodaba á varios de los otros jefes, que se consideraban desairados.


Para mostrar que él era la suprema cabeza, á su llegada se alojó en
palacio, y tomó sin tardanza providencias acomodadas al caso. Prosiguió
las fortificaciones del Retiro, y construyó un reducto alrededor de la fá-
brica Real de porcelana allí establecida, y á que dan el nombre de ca-
sa de la China, en donde almacenó las vituallas y municiones de guerra.
Pensó despues en sostener los ejércitos esparcidos por las provincias.
Tal habia sido la órden verbal de Napoleon, quien juzgaba «ser lo más
importante ocupar muchos puntos, á fin de derramar por todas partes las
novedades que habia querido introducir…..» Conforme á ella, é incier-
to de la suerte de Dupont, cuya correspondencia estaba cortada, resol-
vió Savary reforzarle con las tropas mandadas por el general Vedel, que
se hallaban en Toledo. Ascendía á 6.000 infantes y 700 caballos con 12
cañones. El 19 de Junio salieron de aquella ciudad, juntándoseles en el
camino los generales Roize y Liger Belair con sus destacamentos, los
cuales hemos visto fueron compelidos á recogerse á Madridejos por la
insurreccion general de la Mancha.


Los franceses por todas partes se encontraban con pueblos solita-
rios, incomodándoles á menudo los tiros del paisanaje oculto detras de
los crecidos panes, y ¡ay de aquellos que se quedaban rezagados! No
obstante, asomaron sin notable contratiempo á Despeñaperros en la ma-
ñana del 26 de Junio. La posicion estaba ocupada por el teniente coro-
nel español D. Pedro de Valdecañas, empleado ántes en la persecucion
de contrabandistas por aquellas sierras, y ahora apostado allí con obje-
to de que, colocándose á la retaguardia de Dupont, le interceptase la co-
rrespondencia é impidiese el paso de los socorros que de Madrid le lle-
gasen. Habia atajado el camino en lo más estrecho con troncos, ramas y
peñascos, desmoronándole del lado del despeñadero, y situando detras
seis cañones. Paisanos los más de su tropa, y él mismo poco práctico en
aquella clase de guerra, desaprovechó la superioridad que le daba el te-
rreno. Cedieron luégo los nuestros al ataque bien concertado de los fran-
ceses, perdieron la artillería, y Vedel prosiguió sin embarazo á la Caro-
lina, en cuya ciudad se le incorporó un trozo de gente que le enviaba
Dupont, á las órdenes del oficial Baste, el saqueador de Jaen. Llevada,
pues, á feliz término la expedicion, creyó Vedel conveniente enviar atrás
alguna tropa para reforzar ciertos puntos que eran importantes y conser-
var abierta la comunicacion. Por lo demas, bien que pareciesen cumpli-




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dos los deseos del enemigo en la union de Vedel y Dupont, pudiendo no
sólo corresponder libremente con Madrid, mas áun hacer rostro á los es-
pañoles y desbaratar sus mal formadas huestes, no tardarémos en ver
cuán de otra manera de lo que esperaban remataron las cosas.


Aquejábale igualmente á Savary el cuidado de Moncey, cuya suer-
te ignoraba. Despues de haberse adelantado este mariscal más allá de
la provincia de Cuenca, habian sido interrumpidas sus comunicaciones,
hechos prisioneros soldados suyos sueltos y descarriados, y áun algunas
partidas. Juntándose, pues, número considerable de paisanos, alentados
con aquellos que calificaban de triunfos, fué necesario pensar en disper-
sarlos. Con este objeto se ordenó al general Caulincourt, apostado en Ta-
rancon, que marchase con una brigada sobre Cuenca. Dió vista á la ciu-
dad el 3 de Julio, y una gavilla de hombres desgobernada le hizo fuego
en las cercanías á bulto y por corto espacio. Bastó semejante demostra-
cion para entregar á un horroroso saco aquella desdichada ciudad. Hubo
regidores é individuos del Cabildo eclesiástico, que, saliendo con ban-
dera blanca, quisieron implorar la merced del enemigo; mas resuelto és-
te al pillaje, sin atenderá la señal de paz, los forzó á huir, recibiéndolos á
cañonazos. Espantáronse á su ruido los vecinos, y casi todos se fugaron,
quedando solamente los ancianos y enfermos y cinco comunidades reli-
giosas. No perdonaron los contrarios casa ni templo que no allanasen y
profanasen. No hubo mujer, por enferma ó decrépita, que se libertase de
su brutal furor. Al venerable sacerdote D. Antonio Lorenzo de Urban, de
edad de ochenta y tres años, ejemplar por sus virtudes, le traspasaron de
crueles heridas, despues de recibir de sus propias manos el escaso pe-
culio que todavía su ardiente caridad no había repartido á los pobres. Al
franciscano el P. Gaspar Navarro, tambien octogenario, atormentáronle
crudamente para que confesase dinero que no tenía. Otras y no ménos
crueles, bárbaras y atroces acciones mancharon el nombre frances en el
no merecido saco de Cuenca.


No satisfecho Savary con el refuerzo que se enviaba á Moncey al
mando de Caulincourt, despachó otro nuevo á las órdenes del general
Frere, el mismo que ántes habia ido á apaciguar á Segovia. Llegó éste á
Requena el 5 de Julio, donde, noticioso de que Moncey se retiraba del
lado de Almansa, y de estar guardadas las Cabrillas por el general espa-
ñol Llamas, revolvió sobre San Clemente y se unió con el mariscal. Poco
despues, informado Savary de haberse puesto en cobro las reliquias de
la expedicion de Valencia, y deseoso de engrosar su fuerza en derredor
suyo, mandó á Caulincourt y á Frere que se restituyesen á Madrid; con




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lo que enflaquecido el cuerpo de Moncey, y quizá ofendido éste de que
un oficial inferior en graduacion y respetos pudiese disponer de la gen-
te que debia obedecerle, desistió de toda empresa ulterior, y se replegó
á las orillas del Tajo.


Los franceses, que esparcidos no habian conseguido las esperadas
ventajas, comenzaron á pensar en mudar de plan, y reconcentrar más
sus fuerzas. Napoleon, sin embargo, tenaz en sus propósitos, insistia en
que Dupont permaneciese en Andalucía, al paso que mereció su des-
aprobacion el que le enviasen continuados refuerzos. Savary, inmediato
al teatro de los acontecimientos, y fiado en el favor de que gozaba, tomó
sobre sí obrar por rumbo opuesto, é indicó á Dupont la conveniencia de
desamparar las provincias que ocupaba. Para que con más desembarazo
pudiera este jefe efectuar el movimiento retrógrado, dirigió aquél sobre
Manzanares al general Gobert con su division, en la que estaba la briga-
da de coraceros que habia en España. Mas Dupont, ya fuese temor de su
posicion, ó ya deseos de conservarse en Andalucía, ordenó á Gobert que
se le incorporase, y éste se sometió á dicho mandato despues de dejar un
batallon en Manzanares y otro en el Puerto del Rey.


Tan discordes andaban unos y otros, como acontece en tiempos bo-
rrascosos, estando sólo conformes y empeñados en aumentar fuerzas há-
cia el Mediodía. Y al mismo tiempo el punto que más urgia auxiliar, que
era el de Bessières, amenazado por las tropas de Galicia, Leon y Astú-
rias, quedaba sin ser socorrido. Claro era que una ventaja conseguida
por los españoles de aquel lado comprometeria la suerte de los france-
ses en toda la Península, interrumpiria sus comunicaciones con la fron-
tera, y los dejaria á ellos mismos en la imposibilidad de retirarse. Pues
á pesar de reflexion tan obvia, desatendióse á Bessières, y sólo tarde y
con una brigada de infantería y 300 caballos se acudió de Madrid en su
auxilio. Felizmente para el enemigo, la fortuna le fué allí más favorable,
merced á la impericia de ciertos jefes españoles.


Despues de la batalla de Cabezon se habia retirado á Benavente el
general Cuesta. Recogió dispersos, prosiguió los alistamientos, y se le
juntaron el cuerpo de estudiantes de Leon y el de Covadonga de As-
túrias. Diéronse en aquel punto las primeras lecciones de táctica á los
nuevos reclutas, se los dividió en batallones, que llamaron tercios, y es-
meróse en instruirlos D. José de Zayas. De esta gente se componia la in-
fantería de Cuesta, limitándose la caballería al regimiento de la Reina y
guardias de Corps que estuvieron en Cabezon, y al escuadron de carabi-
neros, que ántes habia pasado á Astúrias. Era ejército endeble para sa-




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lir con él á campaña, si las tropas de la última provincia y las de Galicia
no obraban al propio tiempo y mancomunadamente. Por lo cual con ins-
tancia pidió el general Cuesta que avanzasen y se le reuniesen. La Jun-
ta de Astúrias, propensa á condescender con sus ruegos, fué detenida
por las oportunas reflexiones de su presidente el Marqués de Santa Cruz
de Marcenado, manifestando en ellas que, lejos de acceder, se debia ex-
hortar al Capitan general de Castilla á abandonar sus llanos y ponerse al
abrigo de las montañas; pues no teniendo soldados ni unos ni otros, sino
hombres, infaliblemente serian deshechos en descampado, y se apaga-
ria el entusiasmo, que estaba tan encendido. Convencida la Junta de lo
fundado de las razones del Marqués, acordó no desprenderse de su ejér-
cito, y sólo por halagar á la multitud consintió en que quedase unido á
los castellanos el regimiento de Covadonga, compuesto de más de 1.000
hombres y mandado por D. Pedro Mendez de Vigo, y ademas que otros
tantos bajasen á Leon del puerto de Leitariegos, á las órdenes del maris-
cal de campo Conde de Toreno, padre del autor.


Tambien encontró en Galicia la demanda de Cuesta graves dificulta-
des. Habia sido el plan de Filangieri fortificar á Manzanal, y organizar
allí y en otros puntos del Vierzo sus soldados, antes de aventurar accion
alguna campal. Mas la Junta de Galicia, atenta á la quebrantada salud
de aquel general y al desvío con que por extranjero le miraban algunos,
relevándole del mando activo, le habia llamado á la Coruña, y nombrado
en su lugar al cuartel maestre general D. Joaquin Blake. Púsose éste al
frente del ejército el 21 de Junio, y perseguido Filangieri de adversa es-
trella, pereció, como hemos dicho, el 24. Persistió Blake en el plan an-
terior de adiestrar la tropa, esperando que con los cuerpos que habia en
Galicia, los de Oporto y nuevos alistados conseguirla armar y disciplinar
40 mil hombres. La inquietud de los tiempos le impidió llevar su lauda-
ble propósito á cumplido efecto. Deseoso de examinar y reconocer por si
la sierra y caminos de Fuencebadon y Manzanal, habia salido de Villa-
franca, y pareciéndole conveniente tomar posicion en aquellas alturas,
que forman una cordillera avanzada de la de Cebrero y Piedrafita, límite
de Galicia, se situó allí, extendiendo su derecha hasta el monte Teleno,
que mira á Sanabria, y su izquierda hácia el lado de Leon por la Cepe-
da. Así no solamente guarecia todas las entradas principales de Galicia,
sino tambien disfrutaba de los auxilios que ofrecia el Vierzo. Empeza-
ba, pues, á poner en planta su intento de ejercitar y organizar su gen-
te, cuando el 28 de Junio se le presentó D. José de Zayas, rogándole, á
nombre del general Cuesta, que con todo ó parte de su ejército avanza-




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se á Castilla. Negóse Blake, y entónces pasó el comisionado á avistarse
con la Junta de la Coruña, de quien aquél dependia. La desgracia ocu-
rrida con Filangieri, el terror que infundió su muerte, las instancias de
Cuesta y los deseos del vulgo, que casi siempre se gobiernan más bien
por impulso ciego que por razon, lograron que triunfase el partido más
pernicioso, habiéndose prevenido á Blake que se juntare con el ejérci-
to de Castilla en las llanuras. Poco ántes de haber recibido la órden re-
dujo aquel general á cuatro divisiones las seis en que á principios de
Junio se habia distribuido la fuerza de su mando, ascendiendo su núme-
ro á 27.000 hombres de infantería, con más de 30 piezas de campaña y
150 caballos de distintos cuerpos. Tomó otras disposiciones con acier-
to y diligencia, y si al saber y práctica militar que le asistia se le hubie-
ra agregado la conveniente fortaleza ó mayor influjo para contrarestar la
opinion vulgar, hubiera al fin arreglado debidamente el ejército puesto á
sus órdenes. Mas, oprimido bajo el peso de aquélla, tuvo que ceder á su
impetuoso torrente, y pasar en los primeros dias de Julio á unirse en Be-
navente con el general Cuesta. Dejó sólo en Manzanal la segunda divi-
sion, compuesta de cerca de 6.000 hombres, á las órdenes del mariscal
de campo D. Rafael Martinengo, y en la Puebla de Sanabria un trozo de
1.000 hombres, á las del Marqués de Valladares, el que obró despues en
Portugal de concierto con el ejército de aquella nacion. Llegado que fué
á Benavente con las otras tres divisiones, dejó allí la tercera, al mando
del brigadier D. Francisco Riquelme, sirviendo como de reserva y cons-
tando de 5.000 hombres. Púsose en movimiento camino de Rioseco con
la primera y cuarta division, acaudilladas por el jefe de escuadra D. Fe-
lipe Jado Cagigal y el mariscal de campo Marqués de Portago; llevó ade-
mas el batallon de voluntarios de Navarra, que pertenecia á la tercera.
Se habia tambien arreglado para la marcha una vanguardia, que guiaba
el Conde de Maceda, grande de España y coronel del regimiento de in-
fantería de Zaragoza. Ascendía el número de esta fuerza á 15.000 hom-
bres, la cual formaba, con la de Cuesta, un total de 22.000 combatien-
tes. Contábanse entre unos y otros muchos paisanos vestidos todavía con
su humilde y tosco traje, y no llegaban á 500 los jinetes. Reunidos am-
bos generales, tomó el mando el de Castilla, como más antiguo, si bien
era muy inferior en número y calidad su tropa. No reinaba entre ellos la
conveniente armonía. Repugnábanle á Blake muchas ideas de Cuesta, y
ofendíase éste de que un general nuevamente promovido, y por una au-
toridad popular, pudiese ser obstáculo á sus planes. Pero el primero, por
desgracia, sometiéndose á la superioridad que daban al de Castilla los




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años, la costumbre del mando, y sobre todo, ser su dictámen el que con
más gusto y entusiasmo abrazaba la muchedumbre, no se opuso, segun
hemos visto, á salir de Benavente, ni al tenaz propósito de ir al encuen-
tro del enemigo por las llanuras que se extendian por el frente.


Noticiosos los franceses del intento de los españoles, quisieron ade-
lantárseles, y el 9 salió de Búrgos el general Bessières. No estaban el 13
á larga distancia ambos ejércitos, y al amanecer del 14 de Julio se avis-
taron sus avanzadas en Palacios, legua y media distante de Rioseco. El
de los franceses constaba de 12.000 infantes y más de 1.500 caballos;
superior en número el de los españoles, era inferiorísimo en disciplina,
pertrechos, y sobre todo en caballería, tan necesaria en aquel terreno,
siendo de admirar que con ejército novel y desapercibido se atreviese
Cuesta á arriesgar una accion campal.


La desunion que habia entre los generales españoles, si no del todo
manifiesta todavía, y la condicion imperiosa y terca del de Castilla, im-
pidieron que de antemano se tomasen mancomunadamente las conve-
nientes disposiciones. Blake, en la tarde del 13, al aviso de que los fran-
ceses se acercaban, pasó desde Castromonte, en donde tenía su cuartel
general, á Rioseco, en cuya ciudad estaba el de Cuesta, y juntos se con-
tentaron con reconocer el camino que va á Valladolid, persuadido el úl-
timo que por allí habian de atacar los franceses. A esto se limitaron las
medidas préviamente combinadas.


Volviendo D. Joaquin Blake á su campo, preparó su gente, recono-
ció de nuevo el terreno, y á las dos de la madrugada del 14 situó sus di-
visiones en el paraje que le pareció más ventajoso, no esperando grande
ayuda de la cooperacion de Cuesta. Empezó, sin embargo, éste á mover
su tropa en la misma direccion á las cuatro de la mañana; pero de re-
pente hizo parada, sabedor de que el enemigo avanzaba del lado de Pa-
lacios, á la izquierda del camino que de Rioseco va á Valladolid. Adver-
tido Blake, tuvo tambien que mudar de rumbo y encaminarse á aquel
punto. Ya se deja discurrir de cuánto daño debió de ser para alcanzar la
victoria movimiento tan inesperado, teniendo que hacerse por paisanos
y tropas bisoñas. Culpa fué grande del general de Castilla no estar mejor
informado en un tiempo en que todos andaban solícitos en acechar vo-
luntariamente los pasos del ejército frances. Cuesta, temiendo ser ataca-
do, pidió auxilio al general Blake, quien le envió su cuarta division, al
mando del Marqués de Portago, y se colocó él mismo, con la vanguardia,
los voluntarios de Navarra y primera division, en la llanura que, á ma-
nera de mesa, forma lo alto de una loma puesta á la derecha del cami-




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no que media entre Rioseco y Palacios, y á cuyo descampado llaman los
naturales campos de Monclin. Constaba esta fuerza de 9.000 hombres.
No era respetable la posicion escogida, siendo por varios puntos de ac-
ceso no difícil. Cuesta se situó detras, á la otra orilla del camino, dejan-
do entre sus cuerpos y los de Blake un claro considerable. Mantúvose
así apartado por haber creido, segun parece, que eran franceses los sol-
dados del provincial de Leon, que se mostraron á lo léjos por su izquier-
da, y quizá tambien llevado de los celos que lo animaban contra el otro
general, su compañero.


Al avanzar dudó un momento el mariscal Bessières si acometeria á
los españoles, imaginándose que eran muy superiores en número á los
suyos. Pero habiendo examinado de más cerca la extraña disposicion,
por la cual quedaba un claro en tanto grado espacioso, que parecian las
tropas de su frente más bien ejércitos distintos que separados trozos de
uno mismo y solo, recordó lo que había pasado allá en Cabezon, y arre-
metiendo sin tardanza, resolvió interponerse entre Blake y Cuesta. Ha-
bia juzgado el frances que eran dos líneas diversas, y que la ignorancia
é impericia de los jefes habia colocado á los soldados tan distantes unos
de otros. Difícil era, por cierto, presumir que el interes de la patria, ó por
lo ménos el honor militar, no hubiese acallado en un dia de batalla mez-
quinas pasiones. Nosotros creemos que hubo de parte de Cuesta el de-
seo de campear por sí solo, y acudir al remedio de la derrota luégo que
hubiese visto destrozado en parte, ó por lo menos muy comprometido, á
su rival. No era dado á su ofendido orgullo descubrir lo arriesgado y áun
temerario de tal empresa. De su lado Blake hubiera obrado con mayor
prudencia si, conociendo la inflexible dureza de Cuesta, hubiese evitado
exponerse á dar batalla con una parte reducida de su ejército.


Prosiguiendo Bessières en su propósito, ordenó que el general Mer-
le y Sabathier acometiesen, el primero la izquierda de la posicion de
Blake, y el segundo su centro. Iba con ellos el general Lasalle, acompa-
ñado de dos escuadrones de caballería. Resistieron con valor los nues-
tros, y muchos, aunque bisoños, aguantaron la embestida, como si estu-
vieran acostumbrados al fuego de largo tiempo. Sin embargo, el general
Merle encaramándose del lado del camino por el tajo de la meseta, los
nuestros comenzaron á ciar, y á desordenarse la izquierda de Blake. En
tanto avanzaba Mouton para acometer á los de Cuesta, é interponerse
entre los dos grandes y separados trozos del ejército español. A su vista
los carabineros reales y guardias de Corps, sin aguardar aviso, se movie-
ron, y en una carga bizarrísima arrollaron las tropas ligeras del enemi-




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go, y las arrojaron en una torrentera de las que causan en aquel país las
lluvias. Fué al socorro de los suyos la caballería de la guardia imperial,
y nuestros jinetes, cediendo al número, se guarecieron de su infante-
ría. Cayeron muertos en aquel lance los ayudantes mayores de carabine-
ros, Escobedo y Chaperon, lidiando éste bravamente y cuerpo á cuerpo
con varios soldados del ejército contrario. Arreciando la pelea, se ade-
lantó la cuarta division de Galicia, puesta ántes á las órdenes inmedia-
tas de Cuesta con consentimiento de Blake. Dicen unos que obró por
impulso propio, otros por acertada disposicion del primer general. Iban
en ella dos batallones de granaderos, entresacados de varios regimien-
tos, el provincial de Santiago y el de línea de Toledo, á los que se agre-
garon algunos bisoños, entre otros el de Covadonga. Arremetieron con
tal brío, que fueron los franceses rechazados y deshechos, cogiendo los
nuestros cuatro cañones. Momento apurado para el enemigo, y que dió
indicio de cuán otro hubiera sido el éxito de la batalla á haber habido
mayor acuerdo entre los generales españoles. Mas la adquirida ventaja
duró corto tiempo. En el intervalo habia crecido el desórden y la derro-
ta en las tropas de Blake. En balde este general habia querido contener
al enemigo con la columna de granaderos provinciales que tenia como
en reserva. Estos no correspondieron á lo que su fama prometia, por cul-
pa, en gran parte, de algunos de los jefes. Fueron, como los demas, en-
vueltos en el desórden, y caballos enemigos que subieron á la altura aca-
baron de aumentar la confusion. Entónces Merle, más desembarazado,
revolvió sobre la cuarta division, que labia alcanzado la ventaja arriba
indicada, y flanqueándola por su derecha, la contuvo y desconcertó. Los
franceses luégo acometieron intrépidamente por todos lados, extendié-
ronse por la meseta ó alto de la posicion de Blake, y todo lo atropellaron
y desbarataron, apoderándose de nuestras no aguerridas tropas la con-
fusion y el espanto. Individualmente hubo soldados, y sobre todo oficia-
les, que vendieron caras sus vidas, contándose entre los más valerosos
al ilustre Conde de Maceda, quien, pródigo de su grande alma, cual otro
Paulo, prefirió arrojarse á la muerte ántes que ver con sus ojos la rota de
los suyos. Vanos fueron los esfuerzos del general Blake y de los de su es-
tado mayor, particularmente de los distinguidos oficiales D. Juan Mosco-
so, D. Antonio Burriel y D. José Maldonado, para rehacer la gente. Eran
sordos á su voz los más de los soldados, manteniéndose por aquel pun-
to sólo unido y lidiando el batallon de voluntarios de Navarra, mandado
por el coronel D. Gabriel de Mendizábal. Cundiendo el desórden, no fué
tampoco dable á Cuesta impedir la confusion de los suyos, y ambos ge-




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nerales españoles se retiraron á corta distancia uno de otro, sin ser muy
molestados por el enemigo; pero entre si con ánimo más opuesto y en-
conado. Tomaron el camino de Villalpando y Benavente. Pasó de 4.000
la pérdida de los nuestros entre muertos, heridos, prisioneros y extra-
viados, con varias piezas de artillería. De los contrarios perecieron unos
300 y más de 700 fueron los heridos. Lamentable jornada, debida á la
obstinada ceguedad é ignorancia de Cuesta, al poco concierto entre él y
el Blake, y á la débil y culpable condescendencia de la Junta de Galicia.
La tropa bisoña, y áun el paisanaje, habiendo peleado largo rato con en-
tusiasmo y denuedo, claramente mostraron lo que, con mayor disciplina
y mejor acuerdo de los jefes, hubieran podido llevar á glorioso remate.
Mucho perjudicó á la causa de la patria tan triste suceso. Se perdieron
hombres, se consumieron en balde armas y otros pertrechos, y sobre to-
do, se menoscabó en gran manera la confianza.


Rioseco pagó duramente la derrota padecida casi á sus puertas. Nun-
ca pudo autorizar el derecho de la guerra el saqueo y destruccion de un
pueblo que por sí no habia opuesto resistencia. Mas el enemigo, con pre-
texto de que soldados dispersos habian hecho fuego cerca de los arra-
bales, entró en la ciudad matando por calles y plazas. Los vecinos que
quisieron fugarse, murieron casi todos á la salida. Allanaron los france-
ses las casas, los conventos y los templos, destruyeron las fábricas, ro-
bándolo todo y arruinándolo. Quitaron la vida á mozos, ancianos y niños,
á religiosos y á várias mujeres, violándolas á presencia de sus padres y
maridos. Lleváronse otras al campamento, abusando de ellas hasta que
hubieron fallecido. Quemaron más de cuarenta casas, y coronaron tan
horrorosa jornada con formar de la hermosa iglesia de Santa Cruz un in-
fame lupanar, en donde fueron víctimas del desenfreno de la soldadesca
muchas monjas, sin que se respetase aún á las muy ancianas. No pocas
horas duró el tremendo destrozo.


Bressières, despues de avanzar hasta Benavente, persiguió á Cuesta
camino de Leon, á cuya ciudad legó éste el 17, abandonándola en la no-
che del 18, para retirarse hácia Salamanca. El general frances, que ha-
bia dudado ántes si iria ó no á Portugal, sabiendo este movimiento, y que
Blake y los asturianos se habian replegado detrás de las montañas, de-
sistió de su intento y se contentó con entrar en Leon y recorrer la tierra
llana. Desde el 22 abrió el mariscal frances correspondencia con Blake,
haciéndole proposiciones muy ventajosas para que él y su ejército reco-
nociesen á José. Respondióle el general español con firmeza y decoro,
concluyendo los tratos con una carta de éste demasiadamente vanaglo-




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riosa, y una respuesta de su contrario atropellada, y en que se pintaban
el enfado y despecho.


La batalla de Rioseco, fatal para los españoles, llenó de júbilo á Na-
poleon, comparándola con la de Villaviciosa, que había asegurado la co-
rona en las sienes de Felipe V. Satisfecho con la agradable nueva, ó más
bien sirviéndole de honroso y simulado motivo, abandonó á Bayona, de
donde el 21 de Julio por la noche salió para París, visitando ántes los de-
partamentos del Mediodía. No fué la vez primera ni la única en que, ale-
jándose á tiempo, procuraba que sobre otros recayesen las faltas y erro-
res que se cometian en su ausencia.


José, á quien dejamos á la raya de España y pisando su territorio, el
9 de Julio habia seguido su camino á cortas jornadas. A doquiera que
llegaba acogíanle fríamente; las calles de los pueblos estaban en sole-
dad y desamparo, y no habia para recibirle sino las autoridades, que
pronunciaban discursos, forzadas por la ocupacion francesa. El 16 supo
en Búrgos las resultas de la batalla de Rioseco, con lo que más desaho-
gadamente le fué lícito continuar su viaje á Madrid. En el tránsito qui-
so manifestarse afable, lo cual dió ocasion á los satíricos donaires de los
que le oian. Porque, poco práctico en la lengua española, alteraba su pu-
reza con vocablos y acento de la italiana, y sus arengas, en vez de cauti-
var los ánimos, sólo los movian á risa y burla.


El 20, en fin, llegó á Chamartin á mediodia, y se apeó en la quinta
del Duque del Infantado, disponiéndose á hacer su entrada en Madrid.
Verificóla, pues, en aquella propia tarde, á las seis y media, yendo por
la puerta de Recoletos, calle de Alcalá y Mayor, hasta palacio. Habian
mandado colgar y adornar las casas. Raro ó ninguno fué el vecino que
obedeció. Venía escoltado, para seguridad y mayor pompa, de mucha in-
fantería y caballería, generales y oficiales de estado mayor, y contados
españoles de los que estaban más comprometidos. Interrumpíase la si-
lenciosa marcha con los solos vivas de algunos franceses establecidos en
Madrid y con el estruendo de la artillería. Las campanas, en lugar de ta-
ñer como á fiesta, las hubo que doblaron á manera de dia de difuntos.
Pocos fueron los habitantes que se asomaron ó salieron á ver la ostento-
sa solemnidad. Y áun el grito de uno que prorumpió en viva Fernando
VII causó cierto desórden, por el recelo de alguna oculta trama. Recibi-
miento que representaba al vivo el estado de los ánimos, y singular en su
contraste con el que se habia dado á Fernando VII en 24 de Marzo. Ase-
mejóse muy mucho al de Cárlos de Austria en 1710, en el que se mez-
claron con los pocos vítores que le aplaudian, varios que osaron aclamar




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á Felipe V. Pero José no se ofendió ni de extraños clamores ni de la ex-
presiva soledad, como el austriaco. Este, al llegar á la puerta de Guada-
lajara, torció á la derecha y se salió por la calle de Alcalá, diciendo «que
era una córte sin gente.» José se posesionó de palacio, y desde luégo ad-
mitió á cumplimentarle á las autoridades, Consejos y principales perso-
nas, al efecto citadas.


Ahora no parecerá fuera de propósito que nos detengamos á dar una
idea, si bien sucinta, del nuevo rey, de su carácter y prendas. Comenza-
remos por asentar con desapasionada libertad que en tiempos serenos,
y asistido de autoridad, si no más legítima, por lo ménos de orígen mé-
nos odioso, no hubiera el intruso deshonrado el sólio, mas sí cooperado á
la felicidad de España. José habia nacido en Córcega, año de 1768. Ha-
biendo estudiado en el colegio de Autun, en Borgoña, volvió á su patria
en 1785, en donde despues fué individuo de la administración departa-
mental, á cuya cabeza estaba el célebre Paoli. Casado en 1794 con una
hija de Mr. Clari, hombre de los más acaudalados de Marsella, acompa-
ñó al general Bonaparte en su primera campaña de Italia. Hallábase de
embajador en Roma á la sazon que sublevándose el pueblo acometió su
palacio, y mató á su lado al general Duphot. Miembro, á su regreso, del
Consejo de los Quinientos, defendió con esfuerzo á su hermano, que, en-
tónces en Egipto, era vivamente atacado por el Directorio. Después de
desempeñar comisiones importantes y de haber firmado el concordato
con el Papa, los tratados de Luneville, Amiens y otros, tomó asiento en
el Senado. Mas cuando Napoleon convirtió la Francia en un vasto cam-
po militar, y sus habitantes en soldados, ciñó á su hermano la espada,
dándole el mando del cuarto regimiento de línea, uno de los destinados
al tan pregonado desembarco de Inglaterra. No descolló, empero, en las
armas, cual conviniera al que fué á domeñar despues una nacion fiera y
altiva como la española. Al subir Napoleon al trono, ofreció á José la co-
rona de Lombardía, que se negó á admitir, accediendo en 1806 á reci-
bir la de Nápoles, cuyo reino gobernó con algun acierto. Fué en España
más desgraciado, á pesar de las prendas que le adornaban. Nacido en la
clase particular, y habiendo pasado por los vaivenes y trastornos de una
gran revolucion política, poseia á fondo el conocimiento de los negocios
públicos y el de los hombres. Suave de condicion, instruido y agracia-
do de rostro, y atento y delicado en sus modales, hubiera cautivado á su
partido las voluntades españolas, si ántes no se las hubiera tan grave-
mente lastimado en su pundonoroso orgullo. Ademas la extrema propen-
sion de José á la molicie y deleites, oscureciendo algun tanto sus bellas




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dotes, dió ocasion á que se inventasen respecto de su persona ridículas
consejas y cuentos, creidos por una multitud apasionada y enemiga. Así
fué que, no contentos con tenerle por ebrio y disoluto, deformáronle has-
ta en su cuerpo, fingiendo que era tuerto. Su misma locucion fácil y flori-
da perjudicóle en gran manera, pues arrastrado de su facundia, se arro-
jaba, como hemos advertido, á pronunciar discursos en lengua que no le
era familiar, cuyo inmoderado uso, unido á la fama exagerada de sus de-
fectos, provocó á componer farsas populares, que, representadas en to-
dos los teatros del reino, contribuyeron, no tanto al ódio de su persona,
como á su desprecio, afecto del ánimo más temible para el que anhela
afianzar en sus sienes una corona. Por tanto, José, si bien enriquecido
de ciertas y laudables calidades, carecia de las virtudes bélicas y aus-
teras que se requerian entónces en España, y sus imperfecciones, débi-
les lunares en otra coyuntura, ofrecíanse abultadas á los ojos de una na-
cion enojada y ofendida.


Los pocos dias que el nuevo rey residió en Madrid se pasaron en ce-
remonias y cumplidos. Señalóse el 25 de Julio para su proclamacion.
Prefirieron aquel dia por ser el de Santiago, creyendo así agradar á la
devocion española, que le reconocia como patron del reino. Hizo las ve-
ces de alférez mayor el Conde de Campo de Alange, estando ausente y
habiendo rehusado asistir el Marqués de Astorga, á quien de derecho
competia.


Todas las autoridades, despues de haber cumplimentado á José, le
prestaron, con los principales personajes, juramento de fidelidad. Sólo
se resistieron el Consejo de Castilla y la sala de alcaldes. Muy de elogiar
sería la conducta del primero, si con empeño y honrosa porfía se hubiera
ántes constantemente opuesto á las resoluciones de la autoridad intrusa.
Habia, sí, á veces suprimido la fórmula, al publicar sus decretos, de que
éstos se guardasen y cumpliesen, pero imprimiéndose y circulándose á
su nombre; el pueblo, que no se detenia en otras particularidades, acha-
caba al Consejo y vituperaba en él la autorizacion de tales documentos,
y los hombres entendidos deploraban que se sirviese de un efugio indig-
no de supremos magistrados; porque, al paso que doblaban la cerviz al
usurpador, buscaban con sutilezas é impropios ardides un descargo á la
severa responsabilidad que sobre ellos pesaba; proceder que los mal-
quistó con todos los partidos.


Desde la llegada de José á España, habíase ordenado al Consejo que
se dispusiese á prestar el debido juramento. En el 22 de Julio expresa-
mente se le reiteró cumpliese con aquel acto, segun lo prevenido en la




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Constitucion de Bayona, la cual ya de antemano se le habia ordenado
que circulase. El Consejo, sabedor de la resistencia general de las pro-
vincias, y previendo el compromiso á que se exponia, había procurado
dar largas, y no, antes del 24 respondió á las mencionadas órdenes. En
dicho dia remitió dos representaciones, que abrazaban ambos puntos, el
del juramento y el de la Constitucion. Acerca de la última expuso : «Que
él no representaba á la nacion, y sí únicamente las Córtes, las que no
habian recibido la Constitucion. Que sería una manifiesta infraccion de
todos los derechos más sagrados el que tratándose, no ya del estableci-
miento de una ley, sino de la extincion de todos los códigos legales y de
la formacion de otros nuevos, se obligase á jurar su observancia ántes
que la nacion los reconociese y aceptase.» Justa y saludable doctrina, de
que en adelante se desvió con frecuencia el mismo Consejo.


Hasta en el presente negocio cedió al fin respecto de la Constitucion
de Bayona, cuya publicacion y circulacion tuvo efecto, con su anuencia,
en 26 de Julio. Animáronle á continuar en la negativa del pedido jura-
mento los avisos confidenciales que ya llegaban del estado apurado de
los franceses en Andalucía; por lo cual el 28 insistió en las razones ale-
gadas, añadiendo nuevas de conciencia. A unas y otras le hubiera la ne-
cesidad obligado á encontrar salida y someterse á lo que se le ordenaba,
segun ántes habia en todo practicado, si grandes acontecimientos allen-
de la Sierra Morena no hubieran distraido de los escrúpulos del Consejo
y suscitado nuevos é impensados cuidados al gobierno intruso.


Al llegar aquí, de suyo se nombra la batalla de Bailén; memorable
suceso, que exige lo refiramos circunstanciadamente.


No habrá el lector olvidado cómo Dupont, despues de abandonar á
Córdoba, se habia replegado á Andújar, y asentando allí su cuartel ge-
neral, sucesivamente habia recibido los refuerzos que le llevaron los ge-
nerales Vedel y Gobert. Antes de esta retirada, y para impedirla, se ha-
bia formado un plan por los españoles. Don Francisco Javier Castaños se
oponia á que éste se realizase, pensando, quizá fundadamente, que ante
todo debia organizarse el ejército en un campo atrincherado delante de
Cádiz. En tanto Dupont frustró con su movimiento retrógrado el inten-
to que habia habido de rodearle. Alentáronse los nuestros, y sólo Casta-
ños insistió de nuevo en su anterior dictámen. Inclinábase á adoptarle la
Junta de Sevilla, hasta que, arrastrada por la voz pública, y noticiosa de
que tropas de refresco avanzaban á unirse al enemigo, determinó que se
le atacase en Andújar.


Castaños, desde que habia tomado el mando del ejército de Andalu-




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cía, habia tratado de engrosarle y disciplinar á los innumerables paisa-
nos que se presentaban á alistarse voluntariamente. En Utrera estable-
ció su cuartel general, y en aquel pueblo y Carmona se juntaron, unas en
pos de otras, todas las fuerzas, así las que venian de San Roque, Cádiz y
Sevilla, como las que con Echavarri habian peleado en Alcolea. No tar-
daron mucho los de Granada en aproximarse y darse la mano con los de-
mas. Para mayor seguridad, rogó Castaños al general Spencer, quien con
5.000 ingleses, segun se apuntó, estaba en Cádiz á bordo de la escuadra
de su nacion, que desembarcase y tomase posicion en Jerez. Por entón-
ces no condescendió este general con su deseo, prefiriendo pasar á Aya-
monte y sostener la insurreccion de Portugal. No tardó, sin embargo, el
inglés en volver y desembarcar en el Puerto de Santa María, en donde
permaneció corto tiempo, sin tomar parte en la guerra de Andalucía.


Puestos de inteligencia los jefes españoles, dispusieron su ejérci-
to en tres divisiones, con un cuerpo de reserva. Mandaba la primera
D. Teodoro Reding con la gente de Granada, la segunda el Marqués de
Coupigny, y se dejó la tercera á cargo de D. Félix Jones, que debia obrar
unida á la reserva, capitaneada por D. Manuel de la Peña. El total de la
fuerza ascendia á 25.000 infantes y 2.000 caballos. A las órdenes de D.
Juan de la Cruz habia una corta division, compuesta de las compañías
de cazadores de algunos cuerpos, de paisanos y otras tropas ligeras, con
partidas sueltas de caballería, que en todo ascendian á 1.000 hombres.
Tambien D. Pedro Valdecañas mandaba por otro lado pequeños destaca-
mentos de gente allegadiza.


Los españoles, avanzando, se extendieron desde el 1.º de Julio por
el Carpio y ribera izquierda del Guadalquivir. Los franceses, para bus-
car víveres y cubrir su flanco, habian al propio tiempo enviado á Jaen al
general de brigada Cassagne con 1.500 hombres. A las once del mismo
dia, acercándose los franceses á la ciudad, tuvieron varios reencuentros
con los nuestros, y hasta el 3, que por la noche la desampararon, estu-
vieron en continuado rebato y pelea, ya con paisanos, y ya con el regi-
miento de suizos de Reding y voluntarios de Granada, que habian acu-
dido á la defensa de los suyos. Dupont, sabedor del movimiento del
general Castaños, no queriendo tener alejadas sus fuerzas, habia orde-
nado á Cassagne que retrocediese, y así se libertó Jaen de la ocupacion
de unos soldados que tanto daño le habian ocasionado en la primera.


Instando de todos lados para que se acometiese decididamente al
enemigo, celebraron en Porcuna, el 11 de Julio, los jefes españoles un
consejo de guerra, en el que se acordó el plan de ataque. Conforme á lo




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convenido, debia D. Teodoro Reding cruzar el Guadalquivir por Menjíbar
y dirigirse sobre Bailén, sosteniéndole el Marqués de Coupigny, que ha-
bia de pasar el rio por Villanueva. Al mismo tiempo D. Francisco Javier
Castaños quedó encargado de avanzar con la tercera division y la reserva,
y atacar de frente al enemigo, cuyo flanco derecho debia ser molestado
por las tropas ligeras y cuerpos francos de D. Juan de la Cruz, quien, atra-
vesando por el puente de Marmolejo, que, aunque cortado anteriormente,
estaba ya transitable, se situó al efecto en las alturas de Sementera.


El 13 se empezó á poner en obra el concertado movimiento, y el 15
hubo várias escaramuzas. Dupont, inquieto con las tropas que veia de-
lante de sí, pidió á Vedel que le enviase de Bailén el socorro de una bri-
gada; pero éste, no queriendo separarse de sus soldados, fué en perso-
na con su division, dejando solamente á Liger-Belair con 1.300 hombres
para guardar el paso de Menjíbar. En el mismo 15 los franceses ataca-
ron á Cruz, quien, despues de haber combatido bizarramente, se transfi-
rió á Peñascal de Morales, replegándose los enemigos á sus posiciones.
No hubo en el 16 por el frente, ó sea del lado de Castaños, sino un recio
cañoneo; pero fué grave y glorioso para los españoles el choque en que
se vió empeñado en el propio dia el general Reding.


Segun lo dispuesto, trató este general de atacar al enemigo, y al tiem-
po que le amenazaba en su posicion de Menjíbar, á las cuatro de la ma-
ñana cruzó el rio á media legua por el vado apellidado del Rincon. Le
desalojó de todos los puntos, y obligó á Liger-Belair á retirarse hácia
Bailén, de donde volando á su socorro el general Gobert, recibió éste un
balazo en la cabeza, de que murió poco despues. Cuerpos nuevos, como
el de Antequera y otros, se estrenaron aquel dia con el mayor lucimien-
to. Contribuyó en gran manera al acierto de los movimientos el experto
y entendido mayor general D. Francisco Javier Abadía. Nada embaraza-
ba ya la marcha victoriosa de los españoles; mas Reding, como pruden-
te capitan, suspendió perseguir al enemigo, y repasando por la tarde el
rio, aguardó á que se le uniese Coupigny. Pareció ser dia de buen agüe-
ro, porque en 1212 en el mismo 16 de Julio, segun el cómputo de entón-
ces, habíase ganado la célebre batalla de las Navas de Tolosa, pueblo de
allí poco distante; siendo de notar que el paraje en donde hubo mayor
destrozo de moros, y que áun conserva el nombre de Campo de Matanza,
fué el mismo en que cayó mortalmente herido el general Gobert.


De resultas de este descalabro, determinó Dupont que Vedel torna-
se á Bailén y arrojase los españoles del otro lado del rio. Empezaba el
terror á desconcertar á los franceses. Aumentóse con la noticia que re-




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cibieron de lo ocurrido en Valencia, y por doquiera no veian ni soñaban
sino gente enemiga. Así fué que Doufour, sucesor de Gobert, y Liger-Be-
lair, escarmentados con la pérdida que el 16 experimentaron en Menjí-
bar, y temerosos de que los españoles mandados por D. Pedro Valdeca-
ñas, que habian acometido y sorprendido en Linares un destacamento
frances, se apoderasen de los pasos de la sierra y fuesen despues soste-
nidos por la division victoriosa de Reding, en vez de mantenerse en Bai-
lén, caminaron á Guarroman, tres leguas distante. Ya se habian puesto
en marcha, cuando Vedel, de vuelta de Andújar, llegó al primer pue-
blo, y sin aguardar noticia ni aviso alguno, recelándose que Doufour y
su compañero pudiesen ser atacados, prosiguió adelante, y uniéndose á
ellos, avanzaron juntos á la Carolina y Santa Elena.


En el intermedio y al dia siguiente de la gloriosa accion que habia
ganado, movió el general Reding su campo, repasó de nuevo el rio en la
tarde del 17, é incorporándosele al amanecer el Marqués de Coupigny,
entraron ambos el 18 en Bailén. Sin permitir á su gente largo descanso,
disponíanse á revolver sobre Andújar, con intento de coger á Dupont en-
tre sus divisiones y las que habian quedado en los Visos, cuando impen-
sadamente se encontraron con las tropas de dicho general, que de prie-
sa y silenciosamente caminaban. Habia el frances salido de Andújar al
anochecer del 18, despues de destruir el puente y las obras que para su
defensa habia levantado. Escogió la oscuridad, deseoso de encubrir su
movimiento y salvar el inmenso bagaje que acompañaba á sus huestes.


Abria Dupont la marcha con 2.600 combatientes, mandando Bar-
bou la columna de retaguardia. Ni franceses ni españoles se imagina-
ban estar tan cercanos; pero desengañólos el tiroteo que de noche empe-
zó á oirse en los puntos avanzados. Los generales españoles, que estaban
reunidos en una almazara, ó sea molino de aceite, á la izquierda del ca-
mino de Andújar, paráronse un rato con la duda de si eran fusilazos de
su tropa bisoña ó reencuentro con la enemiga. Luégo los sacó de ella una
granada que casi cayó á sus piés á las doce y minutos de aquella misma
noche, y principio ya del dia 19. Eran, en efecto, fuegos de tropas fran-
cesas, que habiendo las primeras y más temprano salido de Andújar, ha-
bian tenido el necesario tiempo para aproximarse á aquellos parajes.
Los jefes españoles mandaron hacer alto, y D. Francisco Venégas Saave-
dra, que en la marcha capitaneaba la vanguardia, mantuvo el convenien-
te orden y causó diversion al enemigo, en tanto que la demas tropa, ya
puesta en camino, volvia á colocarse en el sitio que ántes ocupaba. Los
franceses, por su parte, avanzaron más allá del puente que hay á media




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legua de Bailén. En unas y otras no empezó á trabarse formalmente la
batalla hasta cerca de las cuatro de la mañana del citado 19. Aunque los
dos grandes trozos ó divisiones en que se habia distribuido la fuerza es-
pañola allí presente estaban al mando de los generales Reding y Cou-
pigny, sometido éste al primero, ambos jefes acudan indistintamente con
la flor de sus tropas á los puntos atacados con mayor empeño. Ayudóles
mucho para el acierto el saber y tino del mayor general Abadía.


La primera acometida fué por donde estaba Conpigny. Rechazáron-
la sus soldados vigorosamente, y los guardias walonas, suizos, regimien-
to de Bujalance, Ciudad-Real, Trillo, Cuenca, zapadores y el de caba-
llería de España embistieron las alturas que el enemigo señoreaba y le
desalojaron. Roto éste enteramente, se acogió al puente y retrocedió lar-
go trecho. Reconcentrando en seguida Dupont sus fuerzas, volvió á po-
sesionarse de parte del terreno perdido, y extendió su ataque contra el
centro y costado derecho español, en donde estaba D. Pedro Grimarest.
Flaqueaban los nuestros de aquel lado; pero, auxiliados oportunamen-
te por D. Francisco Venégas, fueron los franceses del todo arrollados, te-
niendo que replegarse. Muchas y porfiadas veces repitieron los enemi-
gos sus tentativas por toda la línea, y en todas fueron repelidos con igual
éxito. Manejaron con destreza nuestra artillería los soldados y oficiales
de aquella arma, mandados por los coroneles D. José Juncar y D. Anto-
nio de la Cruz, consiguiendo desmontar de un modo asombroso la de los
contrarios. La sed causada por el intenso calor era tanta, que nada dis-
putaron los combatientes con mayor encarnizamiento como el apoderar-
se, ya unos, ya otros, de una noria sita más abajo de la almazara ántes
mencionada.


A las doce y media de la mañana, Dupont, lleno de enojo, púsose con
todos los generales á la cabeza de las columnas, y furiosa y bravamente
acometieron juntos al ejército español. Intentaron con particular arrojo
romper nuestro centro, en donde estaban los generales Reding y Abadía,
llegando casi á tocar con los cañones los marinos de la guardia imperial.
Vanos fueron sus esfuerzos, inútil su conato. Tanto ardimiento y maestría
estrellóse contra la bravura y constancia de nuestros guerreros. Cansa-
dos los enemigos, del todo decaidos, menguados sus batallones, y no en-
contrando refugio ni salida, propusieron una suspension de armas, que
aceptó Reding.


Miéntras que la victoria coronaba con sus laureles á este general,
D. Juan de la Cruz no habia permanecido ocioso. Informado del movi-
miento de Dupont, en la misma noche del 18 se adelantó hasta los ba-




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ños, y colocándose cerca del Herrumblar, á la izquierda del enemigo,
le molestó bastantemente. Castaños debió tardar más en saber la reti-
rada de los franceses, puesto que hasta la mañana del 19 no mandó á
D. Manuel de la Peña ponerse en marcha. Llevó éste consigo la terce-
ra division de su mando reforzada, quedándose con la reserva en An-
dújar el general en jefe. Peña llegó cuando se estaba ya capitulando;
habia ántes tirado algunos cañonazos para que Reding estuviese ad-
vertido de su llegada, y quizá este aviso aceleró el que los franceses
se rindiesen.


Vedel en su correría, no habiendo descubierto por la sierra tropas es-
pañolas, unido con Doufour, permaneció el 18 en la Carolina, despues de
haber dejado para resguardar el paso en Santa Elena y Despeñaperros
dos batallones y algunas compañías. Allí estaba, cuando al alborear el
19, oyendo el cañoneo del lado de Bailén, emprendió su marcha, aunque
lentamente, hácia el punto de donde partia el ruido. Tocaba ya á las avan-
zadas españolas, y todavía reposaban éstas con el seguro de la pactada
tregua. Advertido, sin embargo, Reding, envió al frances un parlamento
con la nueva de lo acaecido. Dudó Vedel si respetaria ó no la suspension
convenida, mas al fin envió un oficial suyo para cerciorarse del hecho.


Ocupaban por aquella parte los españoles las dos orillas del camino.
En la ermita de San Cristóbal, que está á la izquierda yendo de Bailén
á la Carolina, se habia situado un batallon de Irlanda y el regimiento de
Ordenes militares, al mando de su valiente coronel D. Francisco de Pau-
la Soler; enfrente y del otro lado se hallaba otro batallon de dicho regi-
miento de Irlanda con dos cañones. Pesaroso Vedel de haber suspendi-
do su marcha, ú obrando quizá con doblez, media hora despues de haber
contestado al parlamento de Reding y de haber enviado un oficial á Du-
pont, mandó al general Cassagne que atacase el puesto de los españoles
últimamente indicado. Descansando nuestros soldados en la buena fe
de lo tratado, fuéle fácil al frances desbaratar al batallon de Irlanda que
allí habia, cogerle muchos prisioneros, y áun los dos cañones. Mayor
oposicion encontró el enemigo en las fuerzas que mandaba Soler, quien
aguantó bizarramente la acometida que le dió el jefe de batallon Roche.
Interesaba mucho aquel punto de la ermita de San Cristóbal, porque se
facilitaba, apoderándose de ella, la comunicacion con Dupont. Viendo la
porfiada y ordenada resistencia que los españoles ofrecian, iba Vedel á
atacar en persona la ermita, cuando recibió la órden de en general en je-
fe de no emprender cosa alguna, con lo que cesó en su intento, califica-
do por los españoles de alevoso.




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Negociábase, pues, el armisticio que ántes se habia entablado. Fué
enviado por Dupont, para abrir los tratos, el capitan Villoutreys, de su
estado mayor. Pedia el frances la suspension de armas y el permiso de
retirarse libremente á Madrid. Concedió Reding la primera demanda,
advirtiendo que para la segunda era menester abocarse con don Fran-
cisco Javier Castaños, que mandaba en jefe. A él se acudió, autorizan-
do los franceses al general Chabert para firmar un convenio. Inclinába-
se Castaños á admitir la proposicion de dejar á los enemigos repasar sin
estorbo la Sierra Morena; pero la arrogancia francesa, disgustando á to-
dos, excitó al Conde de Tilly á oponerse, cuyo dictamen era de gran pe-
so como individuo de la Junta de Sevilla, y de hombre que tanta parte
habia tomado en la revolucion. Vino en su apoyo el haberse intercepta-
do un despacho de Savary, de que era portador el oficial Mr. de Fenélon.
Preveníasele á Dupont, en su contenido, que se recogiese al instante á
Madrid en ayuda de las tropas que iban á hacer rostro á los generales
Cuesta y Blake, que avanzaban por la parte de Castilla la Vieja. Tilly, á
la lectura del oficio, insistió con ahinco en su opinion, añadiendo que la
victoria alcanzada en los campos de Bailén de nada serviria sino de fa-
vorecer los deseos del enemigo, caso que se permitiese á sus soldados ir
á juntarse con los que estaban allende la sierra. A sus palabras, irritados
los negociadores franceses, se propasaron en sus expresiones, hablando
mal de los paisanos españoles y exagerando sus excesos. No quedaron
en zaga en su réplica los nuestros, echándoles en cara escándalos, sa-
queos y perfidias. De ambas partes agriándose sobremanera los ánimos,
rompiéronse las entabladas negociaciones.


Mas los franceses no tardaron en renovarlas. La posicion de su ejér-
cito por momentos iba siendo más crítica y peligrosa. Al ruido de la vic-
toria habia acudido de la comarca la poblacion armada, la cual y los
soldados vencedores, estrechando en derredor al enemigo abatido y can-
sado, sofocado con el calor y sediento, le sumergian en profunda aflic-
cion y desconsuelo. Los jefes franceses, no pudiendo los más sobrellevar
la dolorosa vista que ofrecian sus soldados, y algunos, si bien los ménos,
temerosos de perder el rico botin que los acompañaba, generalmente
persistieron en que se concluyese una capitulacion. Y como las prime-
ras conferencias no habian tenido feliz resulta, escogióse para ajustar-
la al general Marescot, que por acaso se habia incorporado al ejército de
Dupont. De antiguo conocia al nuevo plenipotenciario D. Francisco Ja-
vier Castaños, y lisonjeáronse los que le eligieron con que su amistad
llevaría la negociacion á pronto y cumplido remate.




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Habíanse ya trabado nuevas pláticas, y todavía hubo oficiales fran-
ceses que, escuchando más á los ímpetus de su adquirida gloria que á lo
que su situacion y la fe empeñada exigian, propusieron embestir de re-
pente las líneas españolas, y uniéndose con Vedel, salvarse á todo trance.
Dupont mismo, sobrecogido y desatentado, dió órdenes contradictorias, y
en una de ellas insinuó á Vedel que se considerase como libre y se pusie-
se en cobro. Bastóle á este general el permiso para empezar á retirarse por
la noche, burlándose de la tregua. Notando los españoles su fuga, intima-
ron á Dupont que, de no cumplir él y los suyos la palabra dada, no sola-
mente se rompería la negociacion, sino que tambien sus divisiones serían
pasadas á cuchillo. Arredrado con la amenaza, envió el frances oficiales
de su estado mayor que detuviesen en la marcha á Vedel, el cual, aunque
cercado de un enjambre de paisanos y hostigado por el ejército español,
vaciló si habia ó no de obedecer. Mas, aterrorizados oficiales y soldados,
era tanto su desaliento, que de veinte y tres jefes que convocó á consejo
de guerra, sólo cuatro opinaron que debia continuarse la comenzada reti-
rada. Mal de su grado, sometióse Vedel al parecer de la mayoría.


Terminóse, pues, la capitulacion, oscura y contradictoria en algunas
de sus partes, lo que en seguida dió márgen á disputas y altercados (16).
Segun los primeros artículos, se hacia una distincion bien marcada en-


(16) Capitulaciones ajustadas entre los respectivos generales de los ejércitos español y
frances.


Los Excmos. Sres. Conde de Tilly y D. Francisco Javier Castaños, general en jefe del
ejército de Andalucía, queriendo dar una prueba de su alta estimacion al Excmo. Sr. ge-
neral Dupont, grande águila de la Legion de honor, etc., así como al ejército de suman-
do, por la brillante y gloriosa defensa que han hecho contra un ejército muy superior en
número y que lo envolvía por todas partes, y el señor general Chavet, encargado con ple-
nos poderes por S. E. el señor General en jefe del ejército frances, y el Excmo. Sr. general
Marescot, grande águila, etc., han convenido en los artículos siguientes:


1.º Las tropas del mando del Excmo. Sr. general Dupont quedan prisioneras de gue-
rra, exceptuando la division de Vedel y otras tropas francesas que se hallan igualmente
en Andalucía.


2.º La division del general Vedel, y generalmente las demas tropas francesas de la
Andalucía que no se hallan en la posicion de las comprendidas en el articulo anteceden-
te, evacuarán la Andalucía.


3.º Las tropas comprendidas en el art. 2.º conservarán generalmente todo su bagaje; y
para evitar todo motivo de inquietud durante su viaje, dejarán su artillería, tren y otras ar-
mas al ejército español, que se encarga de devolvérselas en el momento de su embarque.


4.º Las tropas comprendidas en el art. 1.º del tratado saldrán del campo con los hono-
res de la guerra, dos cañones á la cabeza de cada batallon y los soldados con sus fusiles,
que se rendirán y entregarán el ejército español á cuatrocientas toesas del campo.




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tre las tropas del general Dupont y las de Vedel. Las unas eran conside-
radas como prisioneras de guerra, debiendo rendir las armas y sujetarse


5.º Las tropas del general Vedel y otras que no deben rendir sus armas, las colocarán
en pabellones sobre su frente de banderas, dejando del mismo modo su artillería y tren,
formándose el correspondiente inventario por oficiales de ambos ejércitos, y todo les será
devuelto, segun queda convenido en el art. 3.º


6.º Todas las tropas francesas de Andalucía pasarán á Sanlúcar y Rota por los trán-
sitos que se les señalen, que no podrán exceder de cuatro leguas regulares al día con los
descansos necesarios, para embarcarse en buques con tripulacion española, y conducir-
los al puerto de Rochefort, en Rancia.


7.º Las tropas francesas se embarcarán así que lleguen al puerto de Rota, y el ejército
español garantirá la seguridad de su travesía contra toda empresa hostil.


8.º Los señores generales, jefes y demas oficiales conservarán sus armas, y los solda-
dos sus mochilas.


9.º Los alojamientos, víveres y forrajes durante la marcha y travesea se suministrarán
á los señores generales y demas oficiales, así como á la tropa, á proporcion de su empleo,
y con arreglo á los goces de las tropas españolas en tiempo de guerra.


10. Los caballos que segun sus empleos corresponden á los señores generales, je-
fes y oficiales del E. M. se transportarán á Francia, mantenidos con la racion de tiem-
po de guerra.


11. Los señores generales conservarán cada uno un coche y un carro, los jefes y ofi-
ciales de E. M. un coche solamente, exentos de reconocimiento, pero sin contravenir á los
reglamentos y leyes del reino.


12. Se exceptúan del articulo antecedente los carruajes tomados en Andalucía, cuya
inspeccion hará el general Chavert.


13. Para evitar la dificultad del embarque de los caballos de los cuerpos de caballería
y los de artillería comprendidos en el art. 2.º, se dejarán unos y otros en España, pagando
su valor, segun el aprecio que se haga por dos comisionados español y frances.


14. Los heridos y enfermos del ejército frances que queden en los hospitales se asis-
tirán con el mayor cuidado, y se enviarán á Francia con escolta segura así que se hallen
buenos.


15. Como en varios parajes, particularmente en el ataque de Córdoba, muchos solda-
dos, á pesar de las órdenes de los señores generales y del cuidado de los señores oficia-
les, cometieron excesos que son consiguientes é inevitables en las ciudades que hacen
resistencia al tiempo de ser tomadas, los señores generales y demas oficiales tomarán las
medidas necesarias para encontrar los vasos sagrados que pueden haberse quitado, y en-
tregarlos si existen.


16. Los empleados civiles que acompañan al ejército frances no se considerarán pri-
sioneros de guerra; pero, sin embargo, gozarán durante su transporte á Francia todas las
ventajas concedidas á las tropas francesas, con proporcion á sus empleos.


17. Las tropas francesas empezarán á evacuar la Andalucía el día 23 de Julio. Para
evitar el gran calor se efectuará por la noche la marcha, y se conformarán con la jornada
diaria, que arreglarán los señores jefes del E. M. español y frances, evitando el que las
tropas pasen por las ciudades de Córdoba y Jaen.




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á la condicion de tales. A las otras, si bien forzadas á evacuar la Andalu-
cía, no se las obligaba á entregar las armas sino en calidad de depósito,
para devolvérselas á su embarco. Pero esta distincion desaparecía en el
art. 6.º, en que se estipulaba que todas las tropas francesas de Andalu-
cía se harian á la vela desde Sanlúcar y Rota, para Rochefort, en buques
tripulados por españoles. Ignoramos si hubo ó no malicia en la insercion
del artículo. Si procedió de ardid de los negociadores franceses, enredá-
ronse entónces en su propio lazo, pues no era hacedero aprestar los sufi-
cientes barcos con tripulacion nacional. Tenemos por más probable que
anhelando todos concluir el convenio, se precipitaron á cerrarle, deján-
dole en parte ambiguo y vago.


La capitulacion firmóse en Andújar, el 22 de Julio, por D. Francisco
Javier Castaños y el Conde de Tilly á nombre de los españoles, y lo fué


18. Las tropas francesas en su marcha irán escoltadas de tropa española, á saber :
300 hombres de escolta por cada 3.000 hombres, y los señores generales serán escoltados
por destacamentos de caballeria de línea.


19. A la marcha de las tropas precederán siempre los comisionados español y fran-
ces para asegurar los alojamientos y víveres necesarios, segun los estados que se les en-
tregarán.


20. Esta capitulacion se enviará desde luégo a S. E. el Duque de Róvigo, general en
jefe de los ejércitos franceses en España; con un oficial frances, escoltado por tropa de lí-
nea española.


21. Queda convenido entre los dos ejércitos que se añadirán como suplemento a esta
capitulacion los artículos de cuanto pueda haberse omitido para aumentar el bienestar de
los franceses durante su permanencia y pasaje en España.— Firmado.


Artículos adicionales, igualmente autorizados.
1.º Se facilitarán dos carretas por batallon para transportar las maletas de los seño-


res oficiales.
2.º Los señores oficiales de caballería de la division del Sr. general Dupont conserva-


rán sus caballos solamente para hacer en viaje, y los entregarán en Rota, punto de su em-
barco, á un comisionado español encargado de recibirlos. La tropa de caballería de guar-
día del Sr. General en jefe gozará la misma facultad.


3.º Los franceses enfermos que están en la Mancha, así como los que haya en Anda-
lucía, se conducirán á los hospitales de Andújar, ú otro que parezca más conveniente.


Los convalecientes les acompañarán á medida que se vayan curando; se conducirán
á Rota, donde se embarcarán para Francia bajo la misma garantía mencionada en el art.
6.º de la capitulacion.


4.º Los Excmos. Sres. Conde de Tilly y general Castaños prometen interceder con su
valimiento para que el Sr. general Erselinaut, el Sr. coronel La Grange y el Sr. teniente
coronel Roseti, prisioneros de guerra en Valencia, se pongan en libertad y conduzcan á
Francia bajo la misma garantía expresada en el articulo anterior.— Firmado.— (Véase la
Lealtad española, tomo II.)




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al de los franceses por los generales Marescot y Chabert. Al día siguien-
te desfiló la fuerza que estaba á las órdenes inmediatas del general Du-
pont por delante de la reserva y tercera division españolas, á cuyo frente
se hallaban los generales Castaños y D. Manuel de La Peña. Censuróse
que se diera la mayor honra y prez de la victoria á las tropas que ménos
habian contribuido á alcanzarla. Componíase la primera fuerza francesa
de 8.248 hombres, la cual rindió sus armas á 400 toesas del campo. El
24 trasladóse el mismo Castaños á Bailén, donde las divisiones de Vedel
y Doufour, que constaban de 9.393 hombres, abandonaron sus fusiles,
colocándolos en pabellones sobre el frente de banderas. Ademas entre-
garon unos y otros las águilas, como tambien los caballos y la artillería,
que contaba 40 piezas. De suerte que, entre los que habian perecido en
la batalla, los rendidos y los que despues sucesivamente se rindieron en
la Sierra y Mancha, pasaba el total del ejército enemigo de 21.000 hom-
bres. El número de sus muertos ascendia á más de 2.000, con gran nú-
mero de heridos. Entre ellos perecieron el general Dupré y varios oficia-
les superiores. Dupont quedó tambien contuso. De los nuestros murieron
243, quedando heridos más de 700.


Dia fué aquél de ventura y gloria para los españoles, de eterna fa-
ma para sus soldados, de terrible y dolorosa humillacion para los contra-
rios. Ántes vencedores éstos contra las más aguerridas tropas de Euro-
pa, tuvieron que rendir ahora sus armas á un ejército bisoño, compuesto
en parte de paisanos, y allegado tan apresuradamente, que muchos, sin
uniforme, todavía conservaban su antiguo y tosco vestido. Batallaron,
sin embargo, los franceses con honra y valentía; cedieron á la necesidad,
pero cedieron sin afrenta. Algunos de sus caudillos no pudieron ponerse
á salvo de una justa y severa censura. Allá en Roma, en parecido trance,
pasaron sus cónsules bajo el yugo despojados y medio desnudos, al decir
de Tito Livio : «Aquí hubo jefes que tuvieron más cuenta con la mal ad-
quirida riqueza que con el buen nombre.» No ha faltado entre sus com-
patriotas quien haya achacado la capitulacion al deseo de no perder el
cuantioso botin que consigo llevaban. Pudo caber tan ruin pensamiento
en ciertos oficiales, mas no en su mayor y más respetable número. Gue-
rreros bravos y veteranos, lidiaron con arrojo y maestría; sometiéronse á
su mala estrella y á la dicha y señalado brío de los españoles.


La victoria, pesada en la balanza de la razon, casi tocó en portento.
Cierto que las divisiones de Reding y de Coupigny, únicas que en reali-
dad lidiaron, contaban un tercio de fuerza más que las de Dupont, cons-
tando éstas de 8.000 hombres, y aquéllas de 14.000. Pero ¡qué inferio-




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ridad en su composicion! Las francesas, superiosísimas en disciplina,
bajo generales y oficiales inteligentes y aguerridos, bien pertrechadas
y con artillería completa y bien servida, tenian la confianza que dan ta-
mañas ventajas y una serie no interrumpida de victorias. Las españolas,
mal vestidas y armadas, con oficiales por la mayor parte poco prácticos
en el arte de la guerra y con soldados inexpertos, eran más bien una ma-
sa de hombres de repente reunidos que un ejército en cuyas filas hubie-
se la concordancia y órden propios de un ejército á punto de combatir.
Nuestra caballería, por su mala organizacion, conceptuábase como nu-
la, á pesar del valor de los jinetes, al paso que la francesa brillaba y se
aventajaba por su arreglo y destreza. La posicion ocupada por los espa-
ñoles no fué más favorable que la de los enemigos, habiendo, al contra-
rio, tenido éstos la ventaja de acometer los primeros á los nuestros, que
comenzaban su marcha. Podrá alegarse que hallándose á la retaguar-
dia de Dupont las fuerzas de Castaños y Peña, se le inutilizaba á aquél
su superioridad, viéndose así perseguido y estrechado; pero en respues-
ta dirémos que tambien Reding tuvo á sus espaldas las tropas de Vedel,
con la diferencia que las de Peña nunca llegaron al ataque, y las otras
le realizaron por dos veces. No es extraño que, mortificados los venci-
dos con la impensada rota, la hayan asimismo achacado á la penuria que
experimentaban sus soldados, al cansancio y al calor terrible en aque-
lla estacion y en aquel clima. Pero si los víveres abundaban en el campo
de los españoles, era igual ó mayor la fatiga, y no herian con ménos vio-
lencia los rayos del sol á muchos de los que, siendo de provincias más
frescas, estaban tan desacostumbrados como los franceses á los ardores
de las del Mediodía, de que varios cayeron sofocados y muertos. Han-
se reprendido á Dupont y á sus generales graves faltas, y ¡cuáles no co-
metieron los españoles! Si Vedel y los suyos corrieron á la Carolina tras
un enemigo que no existía, Castaños y La Peña se pararon sobrado tiem-
po en los visos de Andújar, figurándose tener delante un enemigo que
habia desaparecido. El general frances, reputado como uno de los pri-
meros de su nacion, aventajábase en nombradía al español, habiéndose
ilustrado con gloriosos hechos en Italia y en las orillas del Danubio y del
Elba. Castaños, despues de haber servido con distincion en la campa-
ña de Francia de 1793, gozaba fama de buen oficial y de hombre esfor-
zado, mas no habia todavía tenido ocasion de señalarse como general en
jefe. Suave de condicion, amábanle sus subalternos; mañero en su con-
ducta, acusábanle otros de saber aprovecharse en beneficio propio de
las hazañas ajenas. Así fué que quisieron privarle de todo loor y gloria




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en los triunfos de Bailén; juicio apasionado é injusto, pues si á la verdad
no asistió en persona á la accion, y anduvo lento en moverse de Andú-
jar, no por eso dejó de tomar parte en la combinacion y arreglo acorda-
do para atacar y destruir al enemigo. Por lo demas, la ventaja real que
en esta célebre jornada asistió á los españoles, fué el puro y elevado en-
tusiasmo que los animaba, y la certeza de la justicia de la causa que de-
fendian, al paso que los franceses, decaidos en medio de un pueblo que
los aborrecia, abrumados con su bagaje y sus riquezas, conservaban sí
el valor de la disciplina y el suyo propio, pero no aquella exaltacion su-
blime con que habian asombrado al mundo en las primeras campañas de
la revolucion.


Nos hemos detenido algun tanto en el cotejo de los ejércitos comba-
tientes y en el de sus operaciones, no para dar preferencia en las armas á
ninguna de las dos naciones, sino para descubrir la verdad y ponerla en
su más espléndido y claro punto. Los habitadores de España y Francia,
como todos los de Europa, igualmente bravos y dispuestos á las acciones
más dignas y elevadas, han tenido sus tiempos de gloria y abatimiento,
de fortuna y desdicha, dependiendo sus victorias, ó de la prevision y ti-
no de sus gobiernos, ó de la maestría de sus caudillos, ó de aquellos aca-
sos tan comunes en la guerra, y por los que con razon se ha dicho que las
armas tienen sus dias.


Los franceses, despues de haberse rendido, emprendieron su viaje
hácia la costa de noche y á cortas jornadas. Ademas de las contradiccio-
nes é inconvenientes que en sí envolvia la capitulacion, casi la imposi-
bilitaban las circunstancias del dia. La autoridad, falta de la necesaria
fuerza, no podia enfrenar el ódio que habia contra los franceses, causa-
dores de una guerra que Napoleon mismo calificó alguna vez de sacríle-
ga (17). El modo pérfido con que ella habia comenzado, los excesos, ro-
bos y saqueos cometidos en Córdoba y su comarca, tanto más pesados,
cuanto recaian sobre pueblos no habituados desde siglos á ver enemigos
en sus hogares, excitaban un clamor general, y creíase universalmente
que ni pacto ni tratado debia guardarse con los que no habian respeta-
do ninguno. En semejante conflicto, la Junta de Sevilla consultó con los
generales Morla y Castaños acerca de asunto tan grave. Disintieron am-
bos en sus pareceres. Con razon el último sostenia el fiel cumplimiento
de lo estipulado, en contraposicion del primero, que buscaba la aproba-
cion y aplauso popular. Adhirió la Junta al dictámen de éste, aunque in-


(17) Mémoires du Duc de Rovigo, vol III, cap. XVIII.




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justo é indebido. Para sincerarse circuló un papel, en cuyo contexto in-
tentó probar que los franceses habian infringido la capitulacion, y que
suya era la culpa si no se cumplia. Efugio indigno de la autoridad sobe-
rana, cuando habia una razon principalísima y que fundadamente podia
producirse, cual era la falta de trasportes y marinería.


Por pequeña ocasion aumentáronse las dificultades. Acaeció, pues,
en Lebrija que descubriéndose casualmente en las mochilas de algunos
soldados más dinero que el que correspondia á su estado y situacion,
irritóse en extremo el pueblo, y ellos, para libertarse del enojo que ha-
bia promovido el hallazgo, trataron de descargarse acusando á los oficia-
les. Del alboroto y pendencia resultaron muertes y desgracias. Propúso-
seles entónces á los prisioneros que, para evitar disturbios, se sujetasen
á un prudente registro, depositando los equipajes en manos de la autori-
dad. No cedieron al medio indicado, y otro incidente levantó en el Puer-
to de Santa María gran bullicio. Al embarcarse allí el 14 de Agosto para
pasar la bahía, cayóse de la maleta de un oficial una patena y la copa de
un cáliz. Fácil es adivinar la impresion que causaria la vista de semejan-
tes objetos; porque, ademas de contravenirse á la capitulacion, en que
se habia expresamente estipulado la restitucion de los vasos sagrados,
se escandalizaba sobremanera á un pueblo que en tan grave veneracion
tenía aquellas alhajas. Encendidos los ánimos, se registraron los más de
los equipajes, y apoderándose de ellos, se maltrató á muchos prisioneros
y se les despojó en general de casi todo lo que poseian.


Promovieron tales incidentes reclamaciones vivas del general Du-
pont, y una correspondencia entre él y D. Tomas de Morla, gobernador
de Cádiz. Pedia el frances en ella los equipajes de que se habia privado
á los suyos, é insistiendo en su demanda, contestóle, entre otras cosas,
Morla: «¿Si podia una capitulacion, que sólo hablaba de la seguridad de
sus equipajes, darle la propiedad de los tesoros que con asesinatos, pro-
fanacion de cuanto hay sagrado, crueldades y violencias habia acumu-
lado su ejército de Córdoba y otras ciudades? ¿Hay razon (continuaba),
derecho ni principio que prescriba que se debe guardar fe ni áun huma-
nidad á un ejército que ha entrado en un reino aliado y amigo so pre-
textos capciosos y falaces; que se ha apoderado de su inocente y amado
rey y toda su familia con igual falacia; que les ha arrancado violentas é
imposibles renuncias á favor de su soberano, y que con ellas se ha crei-
do autorizado á saquear sus palacios y pueblos, y que porque no acce-
den á tan inicuo proceder, profanan sus templos y los saquean, asesinan
sus ministros, violan las vírgenes, estupran á su placer bárbaro, y car-




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gan y se apoderan de cuanto pueden transportar, y destruyen lo que no?
¿Es posible que estos tales tengan la audacia, oprimidos, cuando se les
priva de estos que para ellos deberian ser horrorosos frutos de su iniqui-
dad, de reclamar los principios de honor y probidad?» Verdades eran és-
tas, si bien mal expresadas, por desgracia sobradamente obvias y de to-
dos conocidas. Mas las perfidias y escándalos pasados no autorizaban el
quebrantamiento de una capitulacion contratada libremente por los ge-
nerales españoles. ¿Qué sería de las naciones, qué de su progreso y ci-
vilizacion, si echándose recíprocamente en cara sus extravíos, sus vio-
lencias, olvidasen la fe empeñada, y traspasasen y abatiesen los linderos
que ha fijado el derecho público y de gentes? En Morla fué más repren-
sible aquel lenguaje, siendo militar antiguo, y hombre que despues, á
las primeras desgracias de su patria, la abandonó villanamente y deser-
tó al bando enemigo.


Al paso que con las victorias de Bailén fué en las provincias colma-
do el júbilo, y universal y extremado el entusiasmo, consternóse y cayó
como postrado el gobierno de Madrid. Empezó á susurrarse tan grave su-
ceso en el dia 23. De antemano y varias veces se habia anunciado la de-
seada victoria como si fuera cierta, por lo que los franceses calificaban
la voz esparcida de vulgar é infundada. Sacóles del error el aviso de que
un oficial suyo se aproximaba con la noticia. Llegó, pues, éste, y supie-
ron los pormenores de la desgracia acaecida. Habia cabido ser portador
de la infausta nueva al mismo Mr. de Villoutreys, que habia entablado
en Bailén los primeros tratos, y á cuyo hado adverso tocaba el desempe-
ño de enfadosas comisiones. Segun lo convenido en la capitulacion, un
oficial frances, escoltado por tropa española, debia en persona comuni-
carla al Duque de Róvigo, general en jefe del ejército enemigo, y orde-
nar tambien, en su tránsito por la Sierra y Mancha, á los destacamentos
apostados en la ruta, y que formaban parte de las divisiones rendidas,
ir á juntarse con sus compañeros, ya sometidos, para participar de igual
suerte. Cumplió fielmente Mr. de Villoutreys con lo que se le previno, y
todos obedecieron, incluso el destacamento de Manzanares. Fué el de
Madridejos el que primero resistió á la órden comunicada.


Llegó á Madrid el fatal mensajero en 29 de Julio. Congregó José sin
dilacion un consejo, compuesto de personas las más calificadas. Varia-
ron los pareceres: fué el del general Savary retirarse al Ebro. Todos, al
fin, se sometieron á su opinion, así por salir de la boca del más favoreci-
do de Napoleon, como tambien porque avisos continuados manifestaban
cuánto se empeoraba el semblante de las cosas. Por todas partes se con-




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movían los pueblos cercanos á la capital; no les intimidaba la proximi-
dad de las tropas enemigas; cortábanse las comunicaciones; en la Man-
cha eran acometidos los destacamentos sueltos, y ya ántes, en Villarta,
habian sus vecinos desbaratado é interceptado un convoy considerable.
Agolpáronse uno tras otro los reveses y los contratiempos; pocos hubo en
Madrid, de los enemigos y parciales, que no se abatiesen y descorazo-
nasen. A muchos faltábales tiempo para alejarse de un suelo que les era
tan contrario y ominoso.


José, resuelto á partir, dejó á la libre voluntad de los españoles que
con él se habian comprometido, quedarse ó seguirle en la retirada. Con-
tados fueron los que quisieron acompañarle. De los siete ministros, Ca-
barrus, Ofárril, Mazarredo, Urquijo y Azanza mantuviéronse adictos á su
persona, y no se apartaron de su lado. Permanecieron en Madrid Piñue-
la y Cevallos. Imitaron su ejemplo los duques del Infantado y el del Par-
que, como casi todos los que habian presenciado los acontecimientos de
Bayona y asistido á su congreso. No faltó quien los tachase de inconsi-
guientes y desleales. Juzgaban otros diversamente, y decian que los más
habian sido arrastrados á Francia ó por fuerza ó por engaño, y, que si
bien se propasaron algunos á pedir empleos ó gracias, nunca era tarde
para reconciliarse con la patria, arrepentirse de un tropiezo causado por
el miedo ó la ciega ambicion, y contribuir á la justa causa en cuyo favor
la nacion entera se habia pronunciado. Lo cierto es que ni uno quizá de
los que siguieron á José hubiera dejado de abrazar el mismo partido, á
no haberles arredrado el temor de la enemistad y del ódio que las pasio-
nes del momento habian excitado contra sus personas.


Antes de abrir la marcha reconcentraron los enemigos hácia Madrid
las fuerzas de Moncey y las desparramadas á orillas del Tajo. Clavaron
en el Retiro y casa de la China más de 80 cañones, llevándose las vaji-
llas y alhajas de los palacios de la capital y sitios reales que no habian
sido de antemano robadas. Tomadas estas medidas, empezaron á eva-
cuar la capital inmediatamente. Salió José el 30, cerrando la retaguar-
dia, en la noche del 31, el mariscal Moncey. Respiraron del todo y des-
embarazadamente aquellos habitantes en la mañana del 1.º de Agosto.
El 9 entró el fugitivo rey en Búrgos con Bessières, quien, segun las órde-
nes recibidas, se habia replegado allí de tierra de Leon.


Acompañaron á los franceses en su retirada lágrimas y destrozos.
Soldados desmandados y partidas sueltas esparcieron la desolacion y es-
panto por los pueblos del camino ó los poco distantes. Rezagábanse, se
perdian para merodear y pillar, saqueaban las casas, talaban los cam-




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pos, sin respetar las personas ni lugares más sagrados. Buitrago, el Mo-
lar, Iglesias, Pedrezuela, Gandullas, Braojos, y sobre todo la villa de
Venturada, abrasada y destruida, conservarán largo tiempo triste memo-
ria del horroroso tránsito del extranjero.


Continuó José su marcha, y en Miranda de Ebro hizo parada, exten-
diéndose la vanguardia de su ejército, á las órdenes del mariscal Bes-
siéres, hasta las puertas de Burgos. Terminóse así su malogrado y corto
viaje de Madrid, del que libres y ménos apremiados por los aconteci-
mientos, pasarémos á referir los nuevos y esclarecidos triunfos que al-
canzaron las armas españolas en las provincias de Aragon y Cataluña.