Historia del levantamiento, guerra y revolución de España
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PRIMEROS INDICIOS DEL VIAJE DE LA CÓRTE.— ÓRDEN PARA QUE LA GUARNICION DE MA-
DRID PASE Á ARANJUEZ.— PROCLAMA DE CÁRLOS IV DE 16 DE MARZO.— CON-
DUCTA DEL EMBAJADOR DE FRANCIA Y DE MURAT.— SÍNTOMAS DE UNA CONMO-
CIÓN.— PRIMERA CONMOCION DE ARANJUEZ.— DECRETO DE CÁRLOS IV: PRISION DE
D. DIEGO GODOY.— CONTINÚA LA AGITACION Y TEMORES DE OTRA CONMOCION.—
SEGUNDA CONMOCION DE ARANJUEZ.— PRISION DE GODOY.— RETRATO DE GO-
DOY.— TERCER ALBOROTO DE ARANJUEZ.— ABDICACION DE CÁRLOS IV EL 19 DE
MARZO.— CONMOCION DE MADRID DEL 19 Y 20 DE MARZO.— ALBOROTOS DE LAS
PROVINCIAS.— JUICIO SOBRE LA ABDICACION DE CÁRLOS IV.— MINISTROS DEL NUE-
VO MONARCA.— ESCÓIQUIZ.— EL DUQUE DEL INFANTADO.— EL DUQUE DE SAN
CÁRLOS.— PRIMERAS PROVIDENCIAS DEL NUEVO REINADO.— PROCESO DEL PRÍNCI-
PE DE LA PAZ Y DE OTROS, 23 DE MARZO.— GRANDES ENVIADOS PARA OBSEQUIAR
Á MURAT Y Á NAPOLEON.— AVANZA MURAT HÁCIA MADRID.— ENTRADA DE FER-
NANDO EN MADRID EN 24 DE MARZO.— CONDUCTA IMPROPIA DE MURAT.— OPI-
NION DE ESPAÑA SOBRE NAPOLEON.— JUICIO SOBRE LA CONDUCTA DE NAPOLEON.—
PROPUESTA DE NAPOLEON Á SU HERMANO LUIS.— CORRESPONDENCIA ENTRE MURAT
Y LOS REYES PADRES.— JUICIO SOBRE LA PROTESTA.— SIGUEN LOS TRATOS ENTRE
MURAT Y LOS REYES PADRES.— DESASOSIEGO EN MADRID.— LLEGA ESCÓIQUIZ A
MADRID EN 28 DE MARZO.– FERRAN NUÑEZ EN TOURS.— ENTREGA DE LA ESPADA
DE FRANCISCO I.— CARTA DE NAPOLEON Á MURAT.— VIAJE DEL INFANTE D. CÁR-
LOS.— LLEGADA Á MADRID DEL GENERAL SAVARY.— AVISO DE HERVÁS.— 10 DE
ABRIL, SALIDA DEL REY PARA BÚRGOS.— NOMBRAMIENTO DE UNA JUNTA SUPRE-
MA.— SOBRE EL VIAJE DEL REY.— LLEGA EL REY EL 12 DE ABRIL Á BÚRGOS.—
LLEGA Á VITORIA EL 14.— ESCRIBE FERNANDO Á NAPOLEON; CONTESTA ÉSTE EN
17 DE ABRIL.— SEGURIDAD QUE DA SAVARY.— TENTATIVAS Ó PROPOSICIONES PARA
QUE EL REY SE ESCAPE.— PROCLAMA AL PARTIR EL REY DE VITORIA.— SALE DE VI-
TORIA EL 19 DE ABRIL.— 20 DE ABRIL, ENTRADA DEL REY EN BAYONA.— SIGUE LA
CORRESPONDENCIA ENTRE MURAT Y LOS REYES PADRES.— PASAN LOS REYES PADRES
AL ESCORIAL.— ENTREGA DE GODOY EN 20 DE ABRIL.— QUEJAS Y TENTATIVAS DE
MURAT.— RECLAMA CÁRLOS IV LA CORONA, Y ANUNCIA SU VIAJE Á BAYONA.— IN-
QUIETUD EN MADRID.— ALBOROTO EN TOLEDO.— EN BÚRGOS.— CONDUCTA ALTA-
NERA DE MURAT.— CONDUCTA DE LA JUNTA, Y MEDIDAS QUE PROPONE.— CREACION
DE UNA JUNTA QUE LA SUSTITUYA.— LLEGADA Á MADRID DE D. JUSTO IBARNAVA-




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RRO.— POSICION DE LOS FRANCESES EN MADRID.— REVISTA DE MURAT.— PIDE
LA SALIDA PARA FRANCIA DEL INFANTE D. FRANCISCO Y REINA DE ETRURIA.— 2
DE MAYO.— SALIDA DE LOS INFANTES PARA FRANCIA EL 3 Y EL 4.— LLEGA NA-
POLEON Á BAYONA.— SE ANUNCIA Á FERNANDO QUE RENUNCIE.— CONFERENCIAS
DE ESCÓIQUIZ Y CEVALLOS.— LLEGADA DE CÁRLOS IV Á BAYONA.— COME CON
NAPOLEON.— COMPARECE FERNANDO DELANTE DE SU PADRE.— CONDICIONES DE
FERNANDO PARA SU RENUNCIA.— NO SE CONFORMA EL PADRE.— COMPARECE POR
SEGUNDA VEZ FERNANDO DELANTE DE SU PADRE.— RENUNCIA CÁRLOS IV EN NAPO-
LEON.— CÁRLOS IV Y MARÍA LUISA.— REMUNCIA DE FERNANDO, COMO PRÍNCIPE
DE ASTÚRIAS.— LA REINA DE ETRURIA.— PLANES DE EVASION.— SE INTERNA EN
FRANCIA Á LA FAMILIA REAL DE ESPAÑA.— INACCION DE LA JUNTA DE MADRID.—
MURAT PRESIDENTE DE LA JUNTA.— EQUIVOCA CONDUCTA DE LA JUNTA.— NAPO-
LEON PIENSA DAR LA CORONA DE ESPAÑA Á JOSÉ.— DIPUTACION DE BAYONA.— ME-
DIDAS DE PRECAUCION DE MURAT.


Los habitadores de España, alejados de los negocios públicos, y go-
zando de aquella aparente tranquilidad, propia de los gobiernos des-
póticos, estaban todavía ajenos de prever la avenida de males que, re-
balsando en su suelo como en campo barbechado, iban á cubrirle de
espantosas ruinas. Madrid, sin embargo, agitado ya con voces vagas é in-
quietadoras, creció en desasosiego con los preparativos que se notaron
de largo viaje en casa de doña Josefa Tudó, particular amiga del Prín-
cipe de la Paz, y con la salida de éste para Aranjuez el dia 13 de Mar-
zo. Sin aquel incidente no hubiera la última ocurrencia llamado tanto la
atencion, teniendo el valido por costumbre pasar una semana en Madrid
y otra en el sitio en que habitaban SS. MM., quienes de mucho tiempo
atras se detenían solamente en la capital dos meses del año, y áun en
aquél, al trasladarse en Diciembre del Escorial á Aranjuez, no tomaron
allí su habitual descanso, retraidos por el universal disgusto á que habia
dado ocasion el proceso del Príncipe de Astúrias.


Vióse muy luégo cuán fundados eran los temores públicos, porque al
llegar al sitio el Príncipe de la Paz, y despues de haber conferenciado
con los reyes, anunció Cárlos IV á los ministros del Despacho la deter-
minacion de retirarse á Sevilla. A pesar del sigilo con que se quisieron
tomar las primeras disposiciones, se traslució bien pronto el proyectado
viaje, y acabaron de cobrar fuerza las voces esparcidas con las órdenes
que se comunicaron para que la mayor parte de la guarnicion de Madrid
se trasladase á Aranjuez. Prevenido para su cumplimiento el capitan ge-




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neral de Castilla la Nueva, D. Francisco Javier Negrete, se avistó en la
mañana del 16 con el Gobernador del Consejo el coronel D. Cárlos Ve-
lasco, dándole cuenta de la salida de las tropas en todo aquel dia, en vir-
tud de un decreto del Generalísimo-almirante, y previniéndole al propio
tiempo, de parte del mismo, publicar un bando que calmase la turba-
cion de los ánimos. No bastándole al Gobernador la órden verbal, exi-
gió de D. Cárlos Velasco que la extendiese por escrito, y con ella se fué
al Consejo, en donde se acordó, como medida prévia y ántes de obede-
cer el expresado mandato, que se expusiesen reverentemente á S. M. las
fatales consecuencias de un viaje tan precipitado. Aplaudióse la deter-
minacion del Consejo, aunque nos parece que no fué del todo desinte-
resada, si consideramos la incierta y precaria suerte que, con la temida
emigracion más allá de los mares de la dinastía reinante, había de caber
á muchos de sus servidores y empleados. Así se vió que hombres que,
como el Marqués Caballero, en los días de prosperidad habian sido su-
misos cortesanos, fueron los que con más empeño aconsejaron al Rey
que desistiese de su viaje.


Fuese influjo de aquellas representaciones, ó fuese más bien el fun-
dado temor á que daba lugar el público descontento, el Rey trató mo-
mentáneamente de suspender la partida, y mandó circular un decreto á
manera de proclama, que comenzaba por la desusada fórmula de «ama-
dos vasallos míos» (1). La gente ociosa y festiva comparaba, por la nove-
dad, el encabezamiento de tan singular publicacion al comenzar de cier-
tas y famosas relaciones que en sus comedias nos han dejado el insigne


(1) Proclama de Cárlos IV.
«Amados vasallos mios: Vuestra noble agitacion en estas circunstancias es un nue-


vo testimonio que me asegura de los sentimientos de vuestro corazon; y Yo, que cual pa-
dre tierno os amo, me apresuro á consolaros en la actual angustia que os oprime. Respi-
rad tranquilos: sabed que el ejército de mi caro aliado, el Emperador de los franceses,
atraviesa mi reino con ideas de paz y de amistad. Su objeto es trasladarse á los puntos
que amenaza el riesgo de algun desembarco del enemigo, y que la reunion de los cuer-
pos de mi guardia ni tiene el objeto de defender mi persona, ni acompañarme en un via-
je que la malicia os ha hecho suponer como preciso. Rodeado de la acendrada libertad de
mis vasallos amados, de la cual tengo tan irrefragables pruebas, ¿qué puedo Yo temer? Y
cuando la necesidad urgente lo exigiese, ¿podria dudar de las fuerzas que sus pechos ge-
nerosos me ofrecerian? No: esta urgencia no la verán mis pueblos. Españoles, tranquili-
zad vuestro espíritu; conducios como hasta aquí con las tropas del aliado de vuestro rey,
y veréis en breves dias restablecida la paz de vuestros corazones, y á Mi gozando la que
el cielo me dispensa en el seno de mi familia y vuestro amor. Dado en mi palacio real de
Aranjuez, á 16 de Marzo de 1808. YO EL REY.— Á D. PEDRO CEVALLOS.




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Calderon y otros ingenios de su tiempo; si bien no asistia al ánimo bas-
tante serenidad para detenerse al exámen de las mudanzas é innovacio-
nes del estilo. Tratábase en la proclama de tranquilizar la pública agita-
cion, asegurándose en ella que la reunion de tropas no tenía por objeto
ni defender la persona del Rey, ni acompañarle en un viaje que sólo la
malicia habia supuesto preciso; se insistia en querer persuadir que el
ejército del Emperador de los franceses atravesaba el reino con ideas de
paz y amistad, y sin embargo, se daba á entender que, en caso de nece-
sidad, estaba el Rey seguro de las fuerzas que le ofrecerian los pechos
de sus amados vasallos. Bien que con este documento no hubiese sobra-
do motivo de satisfaccion y alegría, la muchedumbre, que leia en él una
especie de retractacion del intentado viaje, se mostró gozosa y alboroza-
da. En Aranjuez apresuradamente se agolparon todos á palacio, dando
repetidos vivas al Rey y á la familia real, que juntos se asomaron á reci-
bir las lisonjeras demostraciones del entusiasmado pueblo. Mas como se
notó que en la misma noche del 16 al 17 habían salido las tropas de Ma-
drid para el sitio, en virtud de las anteriores órdenes, que no habían sido
revocadas, duró poco y se acibaró presto la comun alegría.


Entónces se desaprobó generalmente la resolucion tomada por la
córte de retirarse hácia las costas del Mediodía, y de cruzar el Atlán-
tico en caso urgente. Pero ahora, que con fria imparcialidad podemos
ser jueces desapasionados, nos parece que aquella resolucion, al punto
á que las cosas habían llegado, era conveniente y acertada, ya fuese pa-
ra prepararse á la defensa, ó ya para que se embarcase la familia real.
Desprovisto el erario, corto en número el ejército é indisciplinado, ocu-
padas las principales plazas, dueño el extranjero de várias provincias,
no podia en realidad oponérsele otra resistencia fuera de la que opusie-
se la nacion, declarándose con unanimidad y energía. Para tantear es-
te solo y único recurso, la posicion de Sevilla era favorable, dando más
treguas al sorprendido y azorado Gobierno. Y si, como era de temer, la
nacion no respondia al llamamiento del aborrecido Godoy ni del mismo
Cárlos IV, era para la familia real más prudente pasar á América que en-
tregarse á ciegas en brazos de Napoleon. Siendo, pues, esta determina-
cion la más acomodada á las circunstancias, D. Manuel Godoy, en acon-
sejar el viaje, obró atinadamente, y la posteridad no podrá en esta parte
censurar su conducta; pero le juzgará sí gravemente culpable en haber
llevado como de la mano á la nacion á tan lastimoso apuro, ora dejándola
desguarnecida para la defensa, ora introduciendo en el corazon del reino
tropas extranjeras, deslumbrado con la imaginaria soberanía de los Al-




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garbes. El reconcentrado ódio que habia contra su persona fué tambien
causa que al llegar al desengaño de las verdaderas intenciones de Na-
poleon, se le achacase que de consuno con éste habia procedido en to-
do; asercion vulgar, pero tan generalmente creida en aquella sazon, que
la verdad exige que abiertamente la desmintamos. Don Manuel Godoy
se mantuvo en aquellos tratos fiel á Cárlos IV y á María Luisa, sus firmes
protectores, y no anduvo desacordado en preferir para sus soberanos un
cetro en los dominios de América, más bien que exponerlos, continuan-
do en España, á que fuesen destronados y presos. Ademas Godoy, no ha-
biendo olvidado la manera destemplada con que en los últimos tiempos
se habia Napoleon declarado contra su persona, recelábase de alguna
dañada intencion, y temia ser víctima ofrecida en holocausto á la ven-
ganza y público aborrecimiento. Bien es verdad que fué despues su li-
bertador el mismo á quien consideraba enemigo; mas debiólo á la repen-
tina mudanza acaecida en el gobierno, por la cual fueron atropellados
los que confiadamente aguardaban del frances amistad y amparo, y pro-
tegido el que se estremecia al ver que su ejército se acercaba: tan incier-
tos son los juicios humanos.


Averiguada que fué la traslacion de las tropas de la capital al sitio,
volviéronse á agitar extraordinariamente las poblaciones de Madrid y
Aranjuez con todas las de los alrededores. En el sitio contribuía no poco
á sublevar los ánimos la opinion contraria al viaje que pública y decidi-
damente mostraba el Embajador de Francia, sea que ignorase los inten-
tos de su amo y siguiera abrigando la esperanza del soñado casamiento,
ó sea que tratára de aparentar; nos inclinamos á lo primero. Mas su opi-
nion, al paso que daba brios á los enemigos del viaje para oponerse á él,
servia tambien de estímulo y espuela á sus partidarios para acelerarlo,
esperando unos y temiendo otros la llegada de las tropas francesas que
se adelantaban. En efecto, Murat dirigia por Aranda su marcha hácia
Somosierra y Madrid, y Dupont, por su derecha, se encaminaba á ocu-
par á Segovia y el Escorial. Este movimiento, hecho con el objeto de im-
peler á la familia real, intimidándola, á precipitar su viaje, vino en apo-
yo del partido del Príncipe de Astúrias, alentándole con tanta más razon,
cuanto parecia darse la mano con el modo de explicarse del Embajador.
Murat en su lenguaje descubria incertidumbre, imputándose entónces á
disimulo lo que tal vez era ignorancia del verdadero plan de Napoleon.
Al despues tan malogrado don Pedro Velarde, comisionado para acom-
pañarle y cumplimentarle, le decian en Buitrago, en 18 de Marzo, que al
dia siguiente recibiria instrucciones de su gobierno; que no sabía si pa-




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saria ó no por Madrid, y que al continuar su marcha á Cádiz, probable-
mente publicaria en San Agustin las miras del Emperador, encaminadas
al bien de España.


Avisos anteriores á éste, y no menos ambiguos, ponían á la córte de
Aranjuez en extremada tribulacion. Sin embargo, es de creer que cuando
el 16 dió el Rey la proclama en que públicamente desmentia las voces de
viaje, dudó por un instante llevarlo ó no á efecto, pues es más justo atri-
buir aquella proclama á la perplejidad y turbacion propias de aquellos
dias, que al premeditado pensamiento de engañar bajamente á los pue-
blos de Madrid y Aranjuez. Continuando, no obstante, los preparativos
de viaje, y siendo la desconfianza en los que gobernaban fuera de todo
término, se esparció de nuevo y repentinamente en el sitio que la salida
de SS. MM. para Andalucía se realizaria en la noche del 17 al 18. La cu-
riosidad, junto probablemente con oculta intriga, habia llevado á Aran-
juez, de Madrid y de sus alrededores, muchos forasteros, cuyos sem-
blantes anunciaban siniestros intentos; las tropas que habian ido de la
capital participaban del mismo espíritu, y ciertamente hubieran podido
sublevarse sin instigacion especial. Aseguróse entónces que el Príncipe
de Astúrias habia dicho á un guardia de corps, en quien confiaba: «Esta
noche es el viaje, y yo no quiero ir»; y se añadió que con el aviso cobra-
ron más resolucion los que estaban dispuestos á impedirlo. Nosotros te-
nemos entendido que para el efecto advirtió S. A. á D. Manuel Francisco
Jáuregui, amigo suyo, quien, como oficial de guardias, pudo fácilmente
concertarse con sus compañeros de inteligencia, ya con otros de los de-
mas cuerpos. Prevenidos de esta manera, el alboroto hubiera comenzado
al tiempo de partir la familia real; una casualidad lo anticipó.


Puestos todos en vela, rondaba voluntariamente el paisanaje duran-
te la noche, capitaneándole disfrazado, bajo el nombre de tio Pedro, el
inquieto y bullicioso Conde del Montijo, cuyo nombre en adelante ca-
si siempre estará mezclado con los ruidos y asonadas. Andaba asimis-
mo patrullando la tropa, y unos y otros custodiaban de cerca y observa-
ban particularmente la casa del Príncipe de la Paz. Entre once y doce
salió de ella, muy tapada, doña Josefa Tudó, llevando por escolta á los
guardias de honor del Generalísimo; quiso una patrulla descubrir la ca-
ra de la dama, la cual, resistiéndolo, excitó una ligera reyerta, disparan-
do al aire un tiro uno de los que estaban presentes. Quién afirma fué el
oficial Tuyols, que acompañaba á doña Josefa, para que vinieran en su
ayuda; quién el guardia Merlo, para avisar á los conjurados. Lo cierto es
que éstos lo tomaron por una señal, pues al instante un trompeta apos-




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tado al intento tocó á caballo, y la tropa corrió á los diversos puntos por
donde el viaje podia emprenderse. Entónces, y levantándose terrible es-
trépito, gran número de paisanos, otros transformados en tales, criados
de palacio y monteros del infante D. Antonio, con muchos soldados des-
bandados, acometieron la casa de D. Manuel Godoy, forzaron su guar-
dia, y la entraron como á saco, escudriñando por todas partes y buscan-
do en balde el objeto de su enfurecida rabia. Creyóse por de pronto que,
á pesar de la extremada vigilancia, se habia su dueño salvado por algu-
na puerta desconocida ó excusada, y que, ó habia desamparado á Aran-
juez, ú ocultádose en palacio. El pueblo penetró hasta lo más escondi-
do, y aquellas puertas, ántes sólo abiertas al favor, á la hermosura y á lo
más brillante y escogido de la córte, dieron franco paso á una soldadesca
desenfrenada y tosca, y á un populacho sucio y desaliñado, contrastan-
do tristemente lo magnífico de aquélla mansion con el descuidado arreo
de sus nuevos y repentinos huéspedes. Pocas horas habian transcurrido
cuando desapareció tanta desconformidad, habiendo sido despojados los
salones y estrados de sus suntuosos y ricos adornos para entregarlos al
destrozo y á las llamas. Repetida y severa leccion que á cada paso nos
da la caprichosa fortuna en sus continuados vaivenes. El pueblo, si bien
quemó y destruyó los muebles y objetos preciosos, no ocultó para sí co-
sa alguna, ofreciendo el ejemplo del desinteres más acendrado. La pu-
blicidad, siendo en tales ocasiones un censor inflexible, y uniéndose á
un cierto linaje de generoso entusiasmo, enfrena al mismo desórden, y
pone coto á algunos de sus excesos y demasías. Las veneras, collares y
todos los distintivos de las dignidades supremas á que Godoy habia si-
do ensalzado, fueron preservados y puestos en manos del Rey; podero-
so indicio de que entre el populacho habia personas capaces de distin-
guir los objetos que era conveniente respetar y guardar, y aquellos que
podian ser destruidos. La Princesa de la Paz, mirada como víctima de la
conducta doméstica de su marido, y su hija, fueron bien tratadas y lle-
vadas á palacio, tirando la multitud de su berlina. Al fin, restablecida la
tranquilidad, volvieron los soldados á sus cuarteles, y para custodiar la
saqueada casa se pusieron dos compañías de guardias españolas y walo-
nas, con alguna más tropa, que alejase al populacho de sus avenidas.


La mañana del 18 dió el Rey (2) un decreto exonerando al Prínci-
pe de la Paz de sus empleos de generalísimo y almirante, y permitién-


(2) Decreto de S. M. el rey Cárlos IV exonerando á D. Manuel Godoy de sus empleos de
generalísimo y almirante.




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dole escoger el lugar de su residencia (3). Tambien anunció á Napoleon
esta resolucion, que en gran manera lo sorprendió. El pueblo, arrebata-
do de gozo con la novedad, corrió á palacio á victorear á la familia real,
que se asomó á los balcones, conformándose con sus ruegos. En nada se
turbó aquel dia el público sosiego sino por el arresto de D. Diego Go-
doy, quien, despojado por la tropa de sus insignias, fué llevado al cuartel
de guardias españolas, de cuyo cuerpo era coronel; pernicioso ejemplo,
entónces aplaudido y despues desgraciadamente renovado en ocasiones
más calamitosas.


Parecia que desbaratado el viaje de la real familia, y abatido el Prín-
cipe de la Paz, eran ya cumplidos los deseos de los amotinados; mas to-
davía continuaba una terrible y sorda agitacion. Los reyes, temerosos
de otra asonada, mandaron á los ministros del Despacho que pasasen
la noche del 18 al 19 en palacio. Por la mañana, el Príncipe de Castel-
Franco y los capitanes de guardias de corps, Conde de Villariezo y Mar-
qués de Albudeite, avisaron personalmente á SS. MM. de que dos oficia-
les de guardias con la mayor reserva, y bajo palabra de honor, acababan
de prevenirles que para aquella noche un nuevo alboroto se preparaba
mayor y más recio que el de la precedente. Habiéndoles preguntado el


«Queriendo mandar por mi persona el ejército y la marina, he venido en exonerar á
D. Manuel Godoy, príncipe de la Paz, de sus empleos de generalísimo y almirante, con-
cediéndole su retiro donde más le acomode. Tendréiselo entendido, y lo comunicareis á
quien corresponda. Aranjuez, 18 de Marzo de 1808.— Á D. Antonio Olaguer Feliu.»


(3) Carta del rey Carlos IV al emperador Napoleon, en Aranjuez, á 18 de Marzo de
1808.


«Señor mi hermano: Hacia bastante tiempo que el Príncipe de la Paz me habia he-
cho reiteradas instancias para que le admitiese la dimision de los encargos de generali-
simo y almirante, y he accedido á sus ruegos; pero como no debo poner en olvido los ser-
vicios que me ha hecho, y particularmente los de haber cooperado á mis deseos constan-
tes é invariables de mantener la alianza y la amistad intima que me une á V. M. I. y R.,
yo le conservaré mi gracia.


» Persuadido yo de que será muy agradable á mis vasallos, y muy conveniente para
realizar los importantes designios de nuestra alianza, encargarme yo mismo del mando de
mis ejércitos de tierra y mar, he resuelto hacerlo así, y me apresuro á comunicarlo á V. M.
I. y R., queriendo dar en esto nuevas pruebas de afecto á la persona de V. M. de mis de-
seos de conservar las íntimas relaciones que nos unen, y de la fidelidad que forma mi ca-
rácter, del que V. M. I. y R. tiene repetidos; y grandes testimonios.


» La continuacion de los dolores reumáticos, que de un tiempo á esta parte me im-
piden usar de la mano derecha, me privan del placer de escribir por mi mismo á V. M.
I. y R.


» Soy con los sentimientos de la mayor estimacion y del más sincero afecto de V. M.
I. y R. su buen hermano.— CÁRLOS.»




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Marqués Caballero si estaban seguros de su tropa, respondieron, enco-
giéndose de hombros, «que sólo el Príncipe de Astúrias podia compo-
nerlo todo.» Pasó entónces Caballero á verse con S. A., y consiguió que,
trasladándose al cuarto de sus padres, les ofreciese que impediria, por
medio de los segundos jefes de los cuerpos de casa real, la repeticion de
nuevos alborotos, como tambien el que mandaria á várias personas, cu-
ya presencia en el sitio era sospechosa, que regresasen á Madrid, dis-
poniendo al mismo tiempo que criados suyos se esparciesen por la po-
blacion para acabar de aquietar el desasosiego que áun subsistia. Estos
ofrecimientos del Príncipe dieron cuerno á la sospecha de que en mu-
cha parte obraban de concierto con él los sediciosos, no habiendo ha-
bido de casual sino el momento en que comenzó el bullicio, y tal vez
el haber despues ido más allá de lo que en un principio se habian pro-
puesto.


Tomadas aquellas determinaciones, no se pensaba en que la tranqui-
lidad volveria á perturbarse, é inesperadamente, á las diez de la maña-
na, se suscitó un nuevo y estrepitoso tumulto. El Príncipe de la Paz, á
quien todos creian léjos del sitio, y los reyes mismos camino de Andalu-
cía, fué descubierto á aquella hora en su propia casa. Cuando en la no-
che del 17 al 18 habian sido asaltados sus umbrales, se disponia á acos-
tarse, y al ruido, cubriéndose con un capote de bayeton que tuvo á mano,
cogiendo mucho oro en sus bolsillos y tomando un panecillo de la mesa
en que habia cenado, trató de pasar por una puerta escondida á la casa
contigua, que era la de la Duquesa viuda de Osuna. No le fué dado fu-
garse por aquella parte, y entónces se subió á los desvanes, y en el más
desconocido se ocultó, metiéndose en un rollo de esteras. Allí permane-
ció desde aquella noche por el espacio de treinta y seis horas, privado
de toda bebida y con la inquietud y desvelo propio de su crítica y angus-
tiada posicion. Acosado de la sed, tuvo, al fin, que salir de su molesto y
desdichado asilo. Conocido por un centinela de guardas walonas, que al
instante gritó á las armas, no usó de unas pistolas que consigo traia; fue-
ra cobardía, ó más bien desmayo con el largo padecer. Sabedor el pue-
blo de que se le habia encontrado, se agolpó hácia su casa, y hubiera
allí perecido si una partida de guardias de corps no le hubiese protegi-
do á tiempo. Condujéronle éstos á su cuartel, y en el tránsito, acometién-
dole la gente con palos, estacas y todo género de armas é instrumentos,
procuraba matarle ó herirle, buscando camino á sus furibundos golpes
por entre los caballos y los guardias, quienes escudándole le libraron de
un trágico y desastroso fin. Para mayor seguridad, creciendo el tumulto,




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aceleraron los guardias el paso, y el desgraciado preso en medio y apo-
yándose sobre los arzones de las sillas de dos caballos, seguia su levan-
tado trote ijadeando, sofocado y casi llevado en vilo. La travesía consi-
derable que desde su casa habia al paraje adonde le conducian, sobre
todo teniendo que cruzar la espaciosa plazuela de San Antonio, hubiera
dado mayor facilidad al furor popular para acabar con su vida, si teme-
rosos los que le perseguian de herir á alguno de los de la escolta, no hu-
biesen asestado sus tiros de un modo incierto y vacilante. Así fué que,
aunque magullado y contuso en várias partes de su cuerpo, sólo recibió
una herida algo profunda sobre una ceja. En tanto, avisado Cárlos IV de
lo que pasaba, ordenó á su hijo que corriera sin tardanza y salvára la vi-
da de su malhadado amigo. Llegó el Príncipe al cuartel adonde le habian
traido preso, y con su presencia contuvo á la multitud. Entónces, dicién-
dole Fernando que le perdonaba la vida, conservó bastante serenidad
para preguntarle, á pesar del terrible trance, «si era ya rey», á lo que le
respondió: «Todavía no, pero luégo lo seré.» Palabras notables y que de-
muestran cuán cercana creia su exaltacion al sólio. Aquietado el pueblo
con la promesa que el Príncipe de Astúrias le reiteró muchas veces de
que el preso sería juzgado y castigado conforme á las leyes, se dispersó
y se recogió cada uno tranquilamente á su casa. Godoy, desposeido de
su grandeza, volvió adonde habia habitado ántes de comenzar aquélla, y
maltratado y abatido, quedó entregado en su soledad á su incierta y ho-
rrenda suerte. Casi todos, á excepcion de los reyes padres, le abando-
naron; que la amistad se eclipsa al llegar el nublado de la desgracia. Y
aquel, á cuyo nombre la mayor parte de la monarquía todavía temblaba,
echado sobre unas pajas y hundido en la amargura, era quizá más des-
venturado que el más desventurado de sus habitantes. Así fué derroca-
do de la cumbre del poder este hombre, que de simple guardia de corps
se alzó en breve tiempo á las principales dignidades de la corona, y se
vió condecorado con sus órdenes y distinguido con nuevos y exorbitan-
tes honores. ¿Y cuáles fueron los servicios para tantos valimientos; cuá-
les los singulares hechos que le abrieron la puerta y le dieron suave y
fácil subida á tal grado de sublimada grandeza? Pesa el decirlo. La des-
enfrenada corrupcion y una privanza fundada ¡oh baldon! en la profana-
cion del tálamo real. Menester sería que retrocediésemos hasta D. Bel-
tran de la Cueva para tropezar en nuestra historia con igual mancilla, y
áun entónces, si bien aquel valido de Enrique IV principió su afortuna-
da carrera por el modesto empleo de paje de lanza, y se encaminó, co-
mo Godoy, por la senda del deshonor regio, nunca remontó su vuelo á tan




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desmesurada altura, teniendo que partir su favor con D. Juan Pacheco, y
cederlo á veces al temido y fiero rival.


D. Manuel Godoy habia nacido en Badajoz, en 12 de Mayo de 1767,
de familia noble, pero pobre. Su educacion habia sido descuidada; pro-
funda era su ignorancia. Naturalmente dotado de cierto entendimiento, y
no falto de memoria, tenía facilidad para enterarse de los negocios pues-
tos á su cuidado. Vário é inconstante en sus determinaciones, deshacia
en un dia y livianamente lo que en otro, sin más razon, habia adoptado y
aplaudido. Durante su ministerio de Estado, á que ascendió en los pri-
meros años de su favor, hizo convenios solemnes con Francia perjudi-
ciales y vergonzosos; primer orígen de la ruina y desolacion de España.
Desde el tiempo de la escandalosa campaña de Portugal mandó el ejér-
cito con el titulo de generalísimo, no teniendo á sus ojos la ilustre pro-
fesion de las armas otro atractivo ni noble cebo que el de los honores y
sueldos; nunca se instruyó en los ejercicios militares; nunca dirigió ni
supo las maniobras de los diversos cuerpos; nunca se acercó al soldado
ni se informó de sus necesidades ó reclamaciones; nunca, en fin, orga-
nizó la fuerza armada de modo que la nacion, en caso oportuno, pudiera
contar con un ejército pertrechado y bien dispuesto, ni él con amigos y
partidarios firmes y resueltos; así la tropa fué quien primero le abando-
nó. Reducíase su campo de instruccion á una mezquina parada que al-
gunas veces ofrecia delante de su casa, á manera de espectáculo, á los
ociosos de la capital y á sus bajos y, por desgracia, numerosos adulado-
res; ridículo remedo de las paradas que en París solia tener Napoleon.
Tan pronto protegia á los hombres de saber y respeto, tan pronto los hu-
millaba. Al paso que fomentaba una ciencia particular, ó creaba una cá-
tedra, ó sostenía alguna mejora, dejaba que el Marqués Caballero, ene-
migo declarado de la ilustracion y de los buenos estudios, imaginase un
plan general de instruccion pública para todas las universidades, inco-
herente y poco digno del siglo, permitiéndole tambien hacer en los códi-
gos legales omisiones y alteraciones de suma importancia. Aunque con-
finaba lejos de la córte y desterraba á cuantos creia desafectos suyos ó
le desagradaban, ordinariamente no llevaba más allá sus persecuciones
ni fué cruel por naturaleza; sólo se mostró inhumano y duro con el ilus-
tre Jovellanos. Sórdido en su avaricia, vendia, como en pública almone-
da, los empleos, las magistraturas, las dignidades, los obispados, ya pa-
ra sí, ya para sus amigas, ó ya para saciar los caprichos de la Reina. La
Hacienda fué entregada á arbitristas más bien que á hombres profundos
en este ramo, teniéndose que acudir á cada paso á ruinosos recursos pa-




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ra salir de los continuos tropiezos causados por el derroche de la córte y
por gravosas estipulaciones. Desembozado y suelto en sus costumbres,
dió ocasion á que entre el vulgo se pusiese en crédito el esparcido rumor
de estar casado con dos mujeres; habiéndose dicho que era una doña
María Teresa de Borbon, prima carnal del Rey, que fué considerada co-
mo la verdadera, y otra doña Josefa Tudó, su particular amiga, de buena
índole y de condicion apacible, y tan aficionada á su persona, que qui-
so consignar en la gracia que se le acordó de condesa de Castillo-Fiel, el
timbre de su incontrastable fidelidad. Conteníale á veces en sus prontos
y violentos arrebatos. Godoy en el último año llegó al ápice de su privan-
za, habiendo recibido con la dignidad de grande almirante el tratamien-
to de alteza, distincion no concedida ántes en España á ningun particu-
lar. Su fausto fué extremado, su acompañamiento espléndido, su guardia
mejor vestida y arreada que la del Rey; honrado en tanto grado por su
soberano, fué acatado por casi todos los grandes y principales persona-
jes de la monarquía. ¡Qué contraste verle ahora, y comparar su suerte
con aquella en que áun brillaba dos dias ántes! Situacion que recuer-
da la del favorito Eutropio, que tan elocuentemente nos pinta uno de los
primeros padres de la iglesia griega (4): «Todo pereció, dice; una ráfaga
de viento soplando reciamente despojó aquel árbol de sus hojas, y nos le
mostró desnudo y conmovido hasta en su raíz….. ¿Quién habia llegado á
tanta excelsitud? ¿No aventajaba á todos en riquezas? ¿No habia subido
á las mayores dignidades? ¿No le temian todos y temblaban á su nom-
bre? Y ahora, más miserable que los hombres que están presos y aherro-
jados, más necesitado que el último de los esclavos y mendigos, sólo ve
agudas armas vueltas contra su persona; sólo ve destruccion y ruina, los
verdugos y el camino de la muerte.» Pasmosa semejanza, y tal, que en
otros tiempos hubiera llevado visos de sobrehumana profecía.


(4) poà nàn » lamp£ tÁj pØate…aj peridol»; poà dš aƒ Faidrai lamp£dej;
poàde oƒ crÒtoi cai oz coruˆ cai ai jal…ai cai a„ panhÚreij..... p£nta šce…na
Ò…cetai caˆ ¢nemoj pneÚtaj ¢qrÒon t¦ mn fÚlla catšdale, gunÕn d ¹u‹n tÒ
dšnÐron ›deixe, caˆ ¢pÒ thj r†xhj ¢utÁj saleuÒmenon loipÒn..... t…j g¦r toØtou
ggonen ØFhlÒteroj; oÙ p©san t»n o…coumšnhn periÁlze tJ ploÚtJ; oÝ prÕj
¦ut¦j twn ¢ziwm£twn ¢nedh t£j coruf£j;oÙcˆ;oÙcˆ pantej aÙton ?tremon,
caˆ ededo…ceisan; all’ …ÕÝ gšgone caˆ desmwtîn £qlièteroj, caˆ, o„cetîn
eleinÒteroj, caˆ tîn limî thcomšnwn ptwcwn šndeeseroj, caq’ šcajhn ¹mšran
xƒfh blšpwn ºconhmšna, caˆ b£raqron, caˆ dhm…ouj, ca… t»n epi q£naton
£pagwg»n.....


(OMILIA EIS EUTROPION.)




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Encerrado el Príncipe de la Paz en el cuartel de guardias de Corps,
y retirado el pueblo, como hemos dicho, á instancias y en virtud de las
promesas que le hizo el Príncipe de Astúrias, se mantuvo quieto y sose-
gado, hasta que, á las dos de la tarde, un coche con seis mulas á la puer-
ta de dicho cuartel movió gran bulla, habiendo corrido la voz que era pa-
ra llevar al preso á la ciudad de Granada. El pueblo en un instante cortó
los tirantes de las mulas y descompuso y estropeó el coche.


El rey Cárlos y la reina María Luisa, sobrecogidos con las nuevas de-
mostraciones del furor popular, temieron peligrase la vida de su desgra-
ciado amigo. El Rey, achacoso y fatigado con los desusados bullicios,
persuadido ademas por las respetuosas observaciones de algunos, que
en tal aprieto le representaron como necesaria la abdicacion en favor de
su hijo, y sobre todo, creyendo, juntamente con su esposa, que aquella
medida sería la sola que podria salvar la vida á D. Manuel Godoy, resol-
vió convocar para las siete de la noche del mismo dia 19 á todos los mi-
nistros del Despacho, y renunciar en su presencia la corona, colocándo-
la en las sienes del Príncipe heredero. Este acto fué concebido en los
términos siguientes: «Como (5) los achaques de que adolezco no me per-
miten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis reinos,
y me sea preciso, para reparar mi salud, gozar en un clima más templado
de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, despues de la más
séria deliberacion, abdicar mi corona en mi heredero y mi muy caro hijo
el Príncipe de Astúrias. Por tanto es mi real voluntad que sea reconoci-
do y obedecido como rey y señor natural de todos mis reinos y dominios.
Y para que este mi real decreto de libre y espontánea abdicacion tenga
su éxito y debido cumplimiento, lo comunicaréis al Consejo y demas á
quien corresponda.— Dado en Aranjuez, á 19 de Marzo de 1808.—YO
EL REY.— A D. Pedro Cevallos.»


Divulgada por el sitio la halagüeña noticia, fué indecible el conten-
to y la alegría; y corriendo el pueblo á la plazuela de Palacio, al cercio-
rarse de tamaño acontecimiento, unánimemente prorumpió en vítores y
aplausos. El Príncipe, despues de haber besado la mano á su padre, se
retiró á su cuarto, en donde fué saludado, como nuevo rey, por los minis-
tros, grandes y demas personas que allí asistian.


En Madrid se supo en la tarde del 19 la prision de D. Manuel Godoy,
y al anochecer se agrupó y congregó el pueblo en la plazuela del Almi-
rante, así denominada desde el ensalzamiento de aquél á esta dignidad,


(5) Véase la Gaceta de Madrid del 25 de Marzo de 1808.




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y sita junta al palacio de los duques de Alba. Allí, levantando gran gri-
tería con vivas al Rey y mueras contra la persona del derribado valido,
acometieron los amotinados su casa, inmediata al paraje de la reunion,
y arrojando por las ventanas muebles y preciosidades, quemáronlo todo,
sin que nada se hubiese robado ni escondido. Despues, distribuidos en
varios bandos, y saliendo otros de puntos distintos con hachas encendi-
das, repitieron la misma escena en várias casas, y señaladamente reci-
bieron igual quebranto en las suyas la madre del Príncipe de la Paz, su
hermano D. Diego, su cuñado Marqués de Branciforte, los exministros
Alvarez y Soler y D. Manuel Sixto Espinosa; conservándose en medio de
las bulliciosas asonadas una especie de órden y concierto.


Siendo universal el júbilo con la caída de Godoy, fué colmado entre
los que supieron, á las once de la noche, que Cárlos IV había abdica-
do. Pero como era tarde, la noticia no cundió bastantemente por el pue-
blo hasta el dia siguiente, domingo, confirmándose de oficio por carteles
del Consejo, que anunciaban la exaltacion de Fernando VII. Entónces
el entusiasmo y gozo creció á manera de frenesí, llevando en triunfo por
todas las calles el retrato del nuevo Rey, que fué al último colocado en
la fachada de la casa de la Villa. Continuó la algazara y la alegría toda
aquella noche del 20; pero habiéndose ya notado en ella varios excesos,
fueron inmediatamente reprimidos por el Consejo, y por órden suya cesó
aquel nuevo género de regocijos.


En las más de las ciudades y pueblos del reino hubo tambien fiesta y
motin, arrastrando el retrato de Godoy, que los mismos pueblos habian á
sus expensas colocado en las casas consistoriales; si bien es verdad que
ahora su imágen era abatida y despedazada con general consentimiento,
y ántes habian sido muy pocos los que la habian erigido y reverenciado,
buscando por este medio empleos y honores en la única fuente de donde
se derivaban las gracias: el pueblo siempre reprobó con expresivo mur-
mullo aquellas lisonjas de indignos conciudadanos.


Fué tal el gusto y universal contento, ya con la caída de D. Manuel
Godoy, y ya tambien con la abdicacion de Cárlos IV, que nadie reparó ya
entónces en el modo con que este último é importante acto se había ce-
lebrado, y si habia sido ó no concluido con entera y cumplida libertad:
todos lo creian así, llevados de un mismo y general deseo. Sin embar-
go, graves y fundadas dudas se suscitaron despues. Por una parte, Cár-
los IV se habia mostrado á veces propenso á alejarse de los negocios
públicos, y María Luisa en su correspondencia declara que tal era su in-
tencion cuando su hijo se hubiera casado con una princesa de Francia.




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Confirmó su propósito Cárlos al recibir al cuerpo diplomático con moti-
vo de su abdicacion, pues dirigiendo la palabra á Mr. de Strogonoff, mi-
nistro de Rusia, le dijo: «En mi vida he hecho cosa con más gusto.» Pe-
ro, por otra parte, es de notar que la renuncia fué firmada en medio de
una sedicion, no habiendo Cárlos IV en la víspera de aquel dia dado in-
dicio de querer tan pronto efectuar su pensamiento, porque exonerando
al Príncipe de la Paz del mando del ejército y de la marina, se encargó
el mismo Rey del manejo supremo. En la mañana del 19 tampoco anun-
ció cosa alguna relativa á su próxima abdicacion, y sólo al segundo albo-
roto en la tarde, y cuando creyó, juntamente con la Reina, poner á sal-
vo por aquel medio á su caro favorito, resolvió ceder el trono y retirarse
á vida particular. El público, léjos de entrar en el exámen de tan espi-
nosa cuestion, censuró amargamente al Consejo, porque, conforme á su
formulario, habia pasado á informe de sus fiscales el acto de la abdica-
cion; tambien se le reprendió con severidad por los ministros del nue-
vo Rey, ordenándole que inmediatamente lo publicase, como lo verificó
el 20, á las tres de la tarde. El Consejo obró de esta manera por conser-
var la fórmula con que acostumbraba proceder en sus determinaciones,
y no con ánimo de oponerse y ménos aún con el de reclamar los antiguos
usos y prácticas de España. Para lo primero ni tenía interes, ni le era da-
do resistir al torrente del universal entusiasmo manifestado en favor de
Fernando; y para lo segundo, pertinaz enemigo de Córtes ó de cualquie-
ra representacion nacional, más bien se hubiera mostrado opuesto que
inclinado á indicar ó promover su llamamiento. Sin embargo, para des-
vanecer todo linaje de dudas, conveniente hubiera sido repetir el acto
de la abdicacion de un modo más solemne y en ocasion más tranquila y
desembarazada. Los acontecimientos que de repente sobrevinieron pu-
dieron servir de fundada disculpa á aquella omision; mas parándonos á
considerar quiénes eran los íntimos consejeros de Fernando, cuáles sus
ideas y cuál su posterior conducta, podemos afirmar sin riesgo que nun-
ca hubieran para aquel objeto congregado Córtes, graduando su convo-
cacion de intempestiva y peligrosa. Con todo, su celelebracion, á ser po-
sible, hubiera puesto á la renuncia de Cárlos IV (conformándose con
los antiguos usos de España) un sello firme é incontrastable de legitimi-
dad. Congregar Córtes para asunto de tanta gravedad fué constante cos-
tumbre, nunca olvidada en las muchas renuncias que hubo en los dife-
rentes reinos de España. Las de doña Berenguela y la intentada por D.
Juan I, en Castilla; la de don Ramiro el Monje, en Aragon, con todas las
otras más ó ménos antiguas, fueron ejecutadas y cumplidas con la mis-




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ma solemnidad, hasta que la introduccion de dinastías extranjeras alteró
práctica tan fundamental, siendo, al parecer, lamentable prerogativa de
aquellos príncipes atropellar nuestros fueros, conservar nuestros vicios,
y olvidándose de lo bueno que en su patria dejaban, traernos solamente
lo perjudicial y nocivo. Así fué que en las dos célebres cesiones de Cár-
los I y Felipe V no se llamó á Córtes ni se guardaron las antiguas forma-
lidades. Verdad es que no hubo ni en una ni en otra asomo de violencia,
y á la de Cárlos I (6), celebrada en Brusélas públicamente con gran pom-
pa y aparato, asistieron ademas muchos grandes. La de Felipe V fué más
silenciosa, poniendo en esta parte nuestros monarcas más y más en olvi-
do la respetable antigüedad, segun que se acercaban á nuestro tiempo.
El Rey dijo que obraba (7) «con consentimiento y de conformidad con
la Reina, su muy cara y muy amada esposa.» Singular modo de autori-
zar acto de tanta trascendencia y de interes tan general. La opinion en-
tónces, á pesar de estar reprimida, no quedó satisfecha; pues los «juris-
peritos y los mismos del Consejo Real (8), nos dice el Marqués de San
Felipe, veian que no era válida la renuncia no hecha con acuerdo de sus
vasallos..... pero nadie replicó, pues al Consejo Real no se le preguntó
sobre la validacion de la renuncia, sino se le mandó que obedeciese el
decreto.....» Ahora lo mismo: ni á nadie se le preguntó cosa alguna, ni
nadie replicó, esperándolo todo de la caida de Godoy y del ensalzamien-
to de Fernando; imprevision propia de las naciones que, entregándose
ciegamente á la sola y casual sucesion de las personas, no buscan en las
leyes é instituciones el sólido fundamento de su felicidad.


Exaltado al sélio Fernando, VII del nombre, conservó por de pron-
to á los mismos ministros de su padre, pero sucesivamente removió á los
más de ellos. Fué el primero que estuvo en este caso don Miguel Caye-
tano Soler, dotado de cierto despejo, y que, encargado de la Hacienda,
fué más bien arbitrista que hombre verdaderamente entendido en aquel
ramo. Se puso en su lugar á D. Miguel José de Azanza, antiguo virey de
Méjico, quien, confinado en Granada, gozaba del concepto de hombre de
mucha probidad. Quedó en Estado D. Pedro Cevallos, con decreto hono-
rífico para que no le perjudicase su enlace con una prima hermana del
Príncipe de la Paz. Teníanle en el reinado anterior por un cortesano dó-


(6) Cesion de Cárlos V. (Véase FAMIANI ESTRADA, De bello belgico, lib. I, y F. PRUDEN-
CIO DE SANDOVAL, Historia de la vida y hechos de Cárlos V.)


(7) Véase MARINA, Teoría de las Córtes, tomo II, cap. X, refiéndose al documento que
existe en la Academia de la Historia.— Z. 52, fól. 301.


(8) Comentarios del Marqués de San Felipe, tomo II, año 1724.




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cil, estaba adornado de cierta instruccion, y si bien no descuidó los inte-
reses personales y de familia, pasó en la corrompida córte de Cárlos IV
por hombre de bien. Se notó posteriormente en su conducta propension
fácil á acomodarse á varios y encontrados gobiernos. Continuó al frente
de la Marina D. Francisco Gil y Lémus, anciano respetable y de carác-
ter entero y firme. Sucedió á pocos dias en Guerra al enfermizo y cere-
monioso don Antonio Olaguer Feliu, el general D. Gonzalo Ofárril, re-
cien venido de Toscana, en donde habia mandado una division española.
Gozaba créditos de hombre de saber y de más aventajado militar. Empe-
zó por nombrársele director general de artillería, y elevado al ministerio,
fué acometido de una enfermedad grave, que causó vivo y general sen-
timiento: tanta era la opinion de que gozaba, la cual hubiera conserva-
do intacta si la suerte de que todos se lamentaban hubiera terminado su
carrera. El Marqués de Caballero, ministro de Gracia y Justicia, enemi-
go del saber, servidor atento y solícito de los caprichos licenciosos de la
Reina, perseguidor del mérito y de los hombres esclarecidos, habia si-
do hasta entónces universalmente despreciado y aborrecido. Viendo en
Marzo á qué lado se inclinaba la fortuna, varió de lenguaje y de conduc-
ta, y en tanto grado, que se le creyó por algun tiempo autor en parte de
lo acaecido en Aranjuez: debió á su oportuna mudanza habérsele con-
servado en su ministerio durante algunos dias; pero, perseguido por su
anterior desconcepto, y ofreciendo poca confianza, pasó, en cambio de
su puesto, á ser presidente de uno de los Consejos. Contribuyó mucho á
su separacion el haber maliciosamente retardado cuatro dias el despa-
cho de la órden que llamaba á Madrid de su confinamiento á D. Juan Es-
cóiquiz. Entró en el despacho de Gracia y Justicia D. Sebastian Piñue-
la, ministro anciano del Consejo. Se alzaron los destierros á D. Mariano
Luis de Urquijo, al Conde de Cabarrus y al sabio y virtuoso D. Gaspar
Melchor de Jovellanos, víctima la más desgraciada y con más sana per-
seguida en la privanza de Godoy. Tambien fueron llamados todos los in-
dividuos comprendidos en la causa del Escorial, mereciendo entre ellos
particular mencion D. Juan Escóiquiz, el Duque del Infantado y el de
San Cárlos.


Era D. Juan Escóiquiz hijo de un general, y natural de Navarra. Edu-
cado en la casa de Pajes del Rey prefirió al estruendo de las armas el
quieto y pacífico estado eclesiástico, y obtuvo una canongía en la ca-
tedral de Zaragoza, de donde pasó á ser maestro del Príncipe de Astú-
rias. En el nuevo y honroso cargo, en vez de formar el tierno corazon de
su augusto discípulo, infundiendo en él máximas de virtud y tolerancia;




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en vez de enriquecer su mente y adornarla de útiles y adecuados cono-
cimientos, se ocupó más bien en intrigas y enredos de córte, ajenos de
su estado, y sobre todo de su magisterio. Queriendo derribar á Godoy,
se atrajo su propia desgracia, y se le alejó de la enseñanza del Prínci-
pe, dándole en la iglesia de Toledo el arcedianato de Alcaraz. Desde allí
continuó sus secretos manejos, hasta que al fin, de resultas de la causa
del Escorial, se le confinó al convento del Tordon. Aficionado á escribir
en prosa y verso, no descolló en las letras más que en la política. Tradu-
jo del inglés, con escaso númen, el Paraíso perdido, de Mílton, y de sus
obras en prosa debe en particular mencionarse una defensa que publicó
del tribunal de la Inquisicion; parto torcido de su poco venturoso inge-
nio. Fué siempre ciego admirador de Bonaparte, y creciendo de punto su
obcecacion, comprometió al Príncipe, su discípulo, y sepultó al reino en
un abismo de desgracias. Presumido y ambicioso, somero en su saber,
sin conocimiento práctico del corazon humano, y ménos de la córte y de
los gobiernos extraños, se imaginó que, cual otro Jimenez de Cisneros,
desde el rincon de su coro de Toledo, saliendo de nuevo al mundo, re-
giria la monarquía y sujetaria á la estrecha y limitada esfera de su com-
prension la extensa y vasta del indomable Emperador de los franceses.
Condecorado con la gran cruz de Cárlos III, fué nombrado por el nuevo
Rey consejero de Estado, y como tal asistió á las importantes discusio-
nes de que hablarémos muy pronto. El Duque del Infantado, dado al es-
tudio de algunas ciencias, fomentador en sus estados de la industria y
de ciertas fábricas, gozaba de buen nombre, realzado por su riqueza, por
el lustre de su casa, y principalmente por las persecuciones que su des-
apego al Príncipe de la Paz le habia acarreado. Como coronel ahora de
guardias españolas y presidente del Consejo Real, tomó parte en los ar-
duos negocios que ocurrieron, y no tardó en descubrir la flojedad y dis-
traccion de su ánimo, careciendo de aquella energía y asidua aplicacion
que se requiere en las materias graves. Tan cierto es que hombres cuyo
concepto ha brillado en la vida privada ó en tiempos serenos se eclip-
san si son elevados á puesto más alto ó si alcanzan dias turbulentos ó
borrascosos. Dió la América el sér al Duque de San Cárlos, quien des-
pues de haber hecho la campaña contra Francia en 1793, fué nombra-
do ayo del Príncipe de Astúrias y desterrado, al fin, de la córte con mo-
tivo de la causa del Escorial. La reina María Luisa decia que era el más
falso de todos los amigos de su hijo; pero sin atenernos ciegamente á tan
parcial testimonio, cierto es que durante la privanza de Godoy no mos-
tró respecto del favorito el mismo desvío que el Duque del Infantado, y




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solícito lisonjero, buscó en su genealogía el modo de entroncarse y em-
parentar con el ídolo á quien tanto reverenciaban. Escogido para mayor-
domo mayor en lugar del Marqués de Mós, estuvo especialmente á su
cargo, junto con el del Infantado y Escóiquiz, dirigir la nave del Estado
en medio del recio temporal que habla sobrevenido, é inexperto y desa-
visado, la arrojó contra conocidos escollos tan desatentadamente como
sus compañeros.


Fueron las primeras providencias del nuevo reinado, ó poco impor-
tantes ó dañosas al interes público, empezándose ya entónces el fatal
sistema de echar por tierra lo actual y existente, sin otro exámen que el
de ser obra del gobierno que habia antecedido. Se abolia la superinten-
dencia general de policía, creada el año anterior, y se dejaba resplande-
ciente y viva la horrible Inquisicion. Permitíase en los sitios y bosques
reales la destruccion de alimañas, y se suspendia la venta del séptimo
de los bienes eclesiásticos, concedida y aprobada dos años ántes por bu-
la del Papa; medida necesaria y urgentísima en España, obstruida en su
prosperidad con la embarazosa traba del casi total estancamiento de la
propiedad territorial; medida que, repetimos, hubiera convenido mante-
ner con firmeza, cuidando solamente de que se invirtiese el producto de
la venta en pro comunal. Se suprimió tambien un impuesto sobre el vi-
no con el objeto de halagar á los contribuyentes, como si abandonando el
verdadero y sólido interes del Estado, no fuera muy reprensible dejarse
llevar de una mal entendida y efímera popularidad. Pero aquellas pro-
videncias, fueran ó no oportunas, apénas fijaron la atencion de España,
inquieto el ánimo con el cúmulo de acontecimientos que unos en pos de
otros sobrevinieron y se atropellaron.


El Príncipe de la Paz, en la mañana del 23 de Marzo, habia sido tras-
ladado desde Aranjuez al castillo de Villaviciosa, escoltándole los guar-
dias de Corps, á las órdenes del Marqués de Castelar, comandante de
alabarderos, y allí fué puesto en juicio. Fuéronlo igualmente su hermano
D. Diego, el ex-ministro Soler, D. Luis Viguri, antiguo intendente de la
Habana; el corregidor de Madrid don José Marquina, el tesorero general
D. Antonio Noriega, el director de la caja de Consolidacion don Manuel
Sixto Espinosa, D. Simon de Viegas, fiscal del Consejo, y el canónigo D.
Pedro Estala, distinguido como literato. Para procesar á muchos de ellos
no hubo otro motivo que el haber sido amigos de D. Manuel Godoy y ha-
berle tributado esmerado obsequio; delito, si lo era, en que habian incu-
rrido todos los cortesanos y algunos de los que todavía andaban coloca-
dos en dignidades y altos puestos. Se confiscaron, por decreto del Rey,




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los bienes del favorito, aunque las leyes del reino entónces vigentes au-
torizaban sólo el embargo, y no la confiscacion, puesto que para imponer
la última pena debia preceder juicio y sentencia legal, no exceptuándo-
se ni aquellos casos en que el individuo era acusado del crímen de le-
sa majestad. Ademas conviene advertir que no obstante la justa censura
que merecia la ruinosa administracion de Godoy, en un gobierno como el
de Cárlos IV, que no reconocia límite ni freno á la voluntad del sobera-
no, difícilmente hubiera podido hacérsele ningun cargo grave, sobre to-
do habiendo seguido Fernando por la pésima y trillada senda que su pa-
dre le habia dejado señalada. El valido habia procedido en el manejo de
los negocios públicos autorizado con la potestad indefinida de Cárlos IV,
no habiéndosele puesto coto ni medida, y léjos de que hubiese aquel so-
berano reprobado su conducta despues de su desgracia, insistió con fir-
meza en sostenerle y en ofrecer á su caido amigo el poderoso brazo de su
patrocinio y amparo. Situacion muy diversa de la de don Alvaro de Lu-
na, desamparado y condenado por el mismo rey á quien debia su ensal-
zamiento. Don Manuel Godoy, escudado con la voluntad expresa y abso-
luta de Cárlos, sólo otra voluntad opresora é ilimitada podia atropellarle
y castigarle; medio legalmente atroz é injusto, pero debido pago á sus
demasías y correspondiente á las reglas que le habian guiado en tiem-
po de su favor.


Pasados los primeros dias de ceremonia y públicos regocijos se vol-
vieron los ojos á los huéspedes extranjeros, que insensiblemente se
aproximaban á la capital. La nueva córte, soñando felicidades y pensan-
do en efectuar el tan ansiado casamiento de Fernando con una princesa
de la sangre imperial de Francia, se esmeró en dar muestras de amistad
y afecto al Emperador de los franceses y á su cuñado Murat, gran duque
de Berg. Fué al encuentro de éste, para obsequiarle y servirle, el Duque
del Parque, y salieron en busca del deseado Napoleon, con el mismo ob-
jeto, los duques de Medinaceli y de Frias y el Conde de Fernan-Nuñez.


Ya hemos indicado cómo las tropas francesas se avanzaban hácia
Madrid. El 15 de Marzo habia Murat salido de Búrgos, continuando des-
pues su marcha por el camino de Somosierra. Traia consigo la guardia
imperial, numerosa artillería y el cuerpo de ejército del Mariscal Mon-
cey, el que reemplazaba el de Bessières en los puntos que aquél iba des-
ocupando. Dupont tambien se avanzaba por el lado de Guadarrama con
toda su fuerza, á excepcion de una division que dejó en Valladolid pa-
ra observar las tropas españolas de Galicia. Se habia con particulari-
dad encargado á Murat que se hiciera dueño de la cordillera que divide




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las dos Castillas, ántes que se apoderase de ella Solano ú otras tropas;
igualmente se le previno que interceptára todos los correos, con otras
instrucciones secretas, cuya ejecucion no tuvo lugar, á causa de la sumi-
sa condescendencia de la nueva córte.


Murat, inquieto y receloso con lo acaecido en Aranjuez, no quiso di-
latar más tiempo la ocupacion de Madrid, y el 23 entró en la capital, lle-
vando delante, para excitar la admiracion, la caballería de la guardia
imperial y lo más escogido y brillante de su tropa, y rodeado él mismo de
un lujoso séquito de ayudantes y oficiales de estado mayor. No corres-
pondía la infantería á aquella primera y ostentosa muestra, constando en
general de conscriptos y gente bisoña. El vecindario de Madrid, si bien
ya temeroso de las intenciones de los franceses, no lo estaba á punto que
no los recibiese afectuosamente, ofreciéndoles por todas partes refres-
cos y agasajos. Contribuía no poco á alejar la desconfianza el traer á to-
dos embelesados las importantes y repentinas mudanzas sobrevenidas
en el gobierno. Sólo se pensada en ellas y en contarlas y referirlas una y
mil veces, ansiando todos ver con sus propios ojos y contemplar de cerca
al nuevo Rey, en quien se fundaban lisonjeras é ilimitadas esperanzas,
tanto mayores, cuanto así descansaba el ánimo, fatigado con el infausto
desconcierto del reinado anterior.


Fernando, cediendo á la impaciencia pública, señaló el dia 24 de
Marzo para hacer su entrada en Madrid. Causó el solo aviso indecible
contento, saliendo á aguardarle, en la víspera por la noche, numeroso
gentío de la capital, y concurriendo al camino con no menor diligencia y
afan todos los pueblos de la comarca. Rodeado de tan nuevo y grandioso
acompañamiento llegó á las Delicias, desde donde por la puerta de Ato-
cha entró en Madrid á caballo, siguiendo el paseo del Prado, y las calles
de Alcalá y Mayor, hasta palacio. Iban detras y en coche los infantes D.
Cárlos y D. Antonio. Testigos de aquel dia de placer y holganza, nos fué
más fácil sentirlo que nos será dar de él ahora una idea perfecta y acaba-
da. Horas enteras tardó el rey Fernando en atravesar desde Atocha has-
ta palacio: con una escasa escolta, por doquiera que pasaba estrecha-
do y abrazado por el inmenso concurso, lentamente adelantaba el paso,
tendiéndosele al encuentro las capas con deseo de que fueran holladas
por su caballo: de las ventanas se tremolaban los pañuelos, y los vivas y
clamores, saliendo de todas las bocas, repetían y resonaban en plazue-
las y calles, en tablados y casas, acompañados de las bendiciones más
sinceras y cumplidas. Nunca pudo monarca gozar de triunfo más mag-
nífico ni más sencillo; ni nunca tampoco contrajo alguno obligacion más




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sagrada de corresponder con todo ahinco al amor desinterado de súbdi-
tos tan fieles.


Murat, oscurecido y olvidado con la universal alegría, procuró recor-
dar su presencia con mandar que algunas de sus tropas maniobrasen en
medio de la carrera por donde el Rey habia de pasar. Desagradó órden
tan inoportuna en aquel dia, como igualmente el que, no estando satis-
fecho en el alojamiento que se le habia dado en el Buen Retiro, por sí
y militarmente, sin contar con las autoridades, se hubiese mudado á la
antigua casa del Príncipe de la Paz, inmediata al convento de doña Ma-
ría de Aragon. Acontecimientos eran éstos de leve importancia, pero que
influyeron no poco en indisponer los ánimos del vecindario. Aumentó-
se el disgusto en vista del desvío que mostró el mismo Murat con el nue-
vo rey; desvío imitado por el embajador Beauharnais, único individuo
del cuerpo diplomático que no le habia reconocido. La córte disculpa-
ba á entrambos con la falta de instrucciones, debida á lo impensado de
la repentina mudanza; mas el pueblo, comparando el anterior lenguaje
de dicho embajador, amistoso y solícito, con su fria actual indiferencia,
atribuia la súbita trasformacion á causa más fundamental. Así fué que la
opinion respecto de los franceses de dia en dia fué trocándose y toman-
do distinto y contrario rumbo.


Hasta entónces, si bien algunos se recelaban de las intenciones de
Napoleon, la mayor parte sólo veia en su persona un apoyo firme de la
nacion y un protector sincero del nuevo Monarca. La perfidia de la to-
ma de las plazas, ú otros sucesos de dudosa interpretacion, los achaca-
ban á viles manejos de don Manuel Godoy ó á justas precauciones del
Emperador de los franceses. Equivocado juicio sin duda, mas nada ex-
traño en un país privado de los medios de publicidad y libre discusion
que sirven para ilustrar y rectificar los extravíos de las opiniones. De
cerca habian todos sentido las demasías de Godoy, y de Napoleon só-
lo y de léjos se habian visto sus pasmosos hechos y maravillosas cam-
pañas. Los diarios de España, ó más bien la miserable Gaceta de Ma-
drid, eco de los papeles de Francia, y unos y otros esclavizados por la
censura prévia, describian los sucesos y los amoldaban á gusto y sabor
del que en realidad dominaba acá y allá de los Pirineos. Por otra par-
te, el clero español, habiendo visto que Napoleon habia levantado los
derribados altares, preferia su imperio y señorío á la irreligiosa y per-
seguidora dominacion que le habia precedido. No perdian los nobles la
esperanza de ser conservados y mantenidos en sus privilegios y hono-
res por aquel mismo que habia creado órdenes de caballería y erigido




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una nueva nobleza en la nacion en donde pocos años ántes habia sido
abolida y proscrita. Miraban los militares como principal fundamento
de su gloria y engrandecimiento al afortunado caudillo, que para ceñir
sus sienes con la corona no habia presentado otros abuelos ni otros títu-
los que su espada y sus victorias. Los hombres moderados, los amantes
del órden y del reposo público, cansados de los excesos de la revolu-
cion, respetaban en la persona del Emperador de los franceses al seve-
ro magistrado que con vigoroso brazo habia restablecido concierto en la
Hacienda y arreglo en los demas ramos. Y si bien es cierto que el edi-
ficio que aquél habia levantado en Francia no estribaba en el durade-
ro cimiento de instituciones libres, valladar contra las usurpaciones del
poder, habia entónces pocos en España y contados eran los que exten-
dían tan allá sus miras.


Napoleon, bien informado del buen nombre con que corria en Espa-
ña, cobró aliento para intentar su atrevida empresa, posible y hacede-
ra á haber sido conducida con tino y prudente cordura. Para alcanzar su
objeto dos caminos se le ofrecieron, segun la diversidad de los tiempos.
Antes de la sublevacion de Aranjuez, la partida y embarco para América
de la familia reinante era el mejor y más acomodado. Sin aquel impen-
sado trastorno, huérfana. España y abandonada de sus reyes, hubiera sa-
ludado á Napoleon como príncipe y salvador suyo. La nueva dominacion
fácilmente se hubiera afianzado si, adoptando ciertas mejoras, hubie-
ra respetado el noble orgullo nacional y algunas de sus anteriores cos-
tumbres y áun preocupaciones. Acertó, pues, Napoleon cuando vió en
aquel medio el camino más seguro de enseñorearse de España, proce-
diendo con grande desacuerdo desde el momento en que, desbaratado
por el acaso su primer plan, no adoptó el único y obvio que se le ofrecia
en el casamiento de Fernando con una princesa de la familia imperial;
hubiera hallado en su protegido un rey más sumiso y reverente que en
ninguno de sus hermanos. Cuando su viaje á Italia, no habia Napoleon
desechado este pensamiento, y continuó en el mismo propósito durante
algun tiempo, si bien con más tibieza. El ejemplo de Portugal le sugirió
más tarde la idea de repetir en España lo que su buena suerte le habia
proporcionado en el país vecino. Afirmóse en su arriesgado intento des-
pues que sin resistencia se habia apoderado de las plazas fuertes y des-
pues que vió á su ejército internado en las provincias del reino. Resuel-
to á su empresa, nada pudo ya contenerle.


Esperaba con impaciencia Napoleon el aviso de haber salido para
Andalucía los reyes de España, á la misma sazon que supo el importan-




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te é inesperado acontecimiento de Aranjuez. Desconcertado al principio
con la noticia, no por eso quedó largo tiempo indeciso; y obstinado y te-
naz, en nada alteró su primera determinacion. Claramente nos lo prueba
un importante documento. Habia el sábado en la noche, 26 de Marzo, re-
cibido en Saint-Cloud un correo con las primeras ocurrencias de Aran-
juez, y otro, pocas horas despues, con la abdicación de Cárlos IV. Has-
ta entónces solo él era sabedor de lo que contra España maquinaba: sin
compromiso y sin ofensa del amor propio hubiera podido variar sus plan.
Sin embargo, al dia siguiente, el 27 del mismo, decidido á colocar en el
trono de España á una persona de su familia, escribió con aquella fecha
á su hermano Luis, rey de Holanda (9): «El Rey de España acaba de ab-
dicar la corona, habiendo sido preso el Príncipe de la Paz. Un levanta-
miento habia empezado á manifestarse en Madrid cuando mis tropas es-
taban todavía á cuarenta leguas de distancia de aquella capital. El gran
Duque de Berg habrá entrado allí el 23 con cuarenta mil hombres, de-
seando con ánsia sus habitantes mi presencia. Seguro de que no tendré
paz sólida con Inglaterra sino dando un grande impulso al continente, he
resuelto colocar un príncipe frances en el trono de España..... En tal es-
tado, he pensado en tí para colocarte en dicho trono..... Respóndeme ca-
tegóricamente cuál sea tu opinion sobre este proyecto. Bien ves que no es
sino proyecto, y aunque tengo 100.000 hombres en España, es posible,
por circunstancias que sobrevengan ó que yo mismo vaya directamente,
ó que todo se acabe en quince dias, ó que ande más despacio, siguiendo
en secreto las operaciones durante algunos meses. Respóndeme categó-
ricamente: si te nombro rey de España, ¿lo admites? ¿Puedo contar con-
tigo?.....» Luis rehusó la propuesta. Documento es éste importantísimo,
porque fija de un modo auténtico y positivo desde qué tiempo habia de-
terminado Napoleon mudar la dinastía de Borbon, estando sólo incierto
en los medios que convendria emplear para el logro de su proyecto. Tam-
bien por estos dias, conferenciando con Izquierdo, le preguntó si los es-
pañoles le querrian como á soberano suyo. Replicóle aquél con oportu-
nidad plausible: «Con gusto y entusiasmo admitirán los españoles á V.
M. por su monarca, pero despues de haber renunciado á la corona de
Francia.» Imprevista respuesta y poco grata á los delicados oidos del or-
gulloso conquistador. Continuando, pues, Napoleon en su premeditado
pensamiento, y pareciéndole que era ya llegado el caso de ponerle en eje-


(9) Des documents historiques publiés par Louis Bonaparte, vol. II pág. 290, Paris
1820.




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cucion, trató de aproximarse al teatro de los acontecimientos, habiendo
salido de París el 2 de Abril, con direccion á Burdeos.


En tanto Murat, retrayéndose de la nueva córte, anunciaba todos los
dias la llegada de su augusto cuñado. En palacio se preparaba la habita-
cion imperial, adornábase el retiro para bailes, y un aposentador, envia-
do de París, lo disponia y arreglaba todo. Para despertar aún más la viva
atencion del público, se enseñaba hasta el sombrero y botas del desea-
do Emperador. Bien que en aquellos preparativos y anuncios hubiese de
parte de los franceses mucho de aparente y falso, es probable que, sin
el trastorno causado por el movimiento de Aranjuez, Napoleon hubiera
pasado á Madrid. Sorprendido con la súbita mudanza, determinó bus-
car en Bayona ocasion que desenredase los complicados asuntos de Es-
paña. Ofreciósela oportuna una correspondencia entablada entre Murat
y los reyes padres, y á que dió origen el ardiente deseo de libertar á D.
Manuel Godoy, y poner su vida fuera de todo riesgo. Fué mediadora en
la correspondencia la Reina de Etruria, y Murat, considerándola como
conveniente al final desenlace de los intentos de Napoleon, cualesquie-
ra que ellos fuesen, no desaprovechó la dichosa coyuntura que la casua-
lidad le ofrecia. De ella provino la famosa protesta de Cárlos IV contra
su abdicacion, sirviendo de base dicho acto á todas las renuncias y pro-
cedimientos que tuvieron despues lugar en Bayona.


(10) Nació aquella correspondencia poco despues del dia 19 de Mar-
zo. Ya en el 22 las dos reinas, madre é hija, escribian con eficacia en fa-


(10) Nota escrita por la Reina de España para el gran Duque de Berg, y remitida por
la Reina de Etruria, sin fecha.


«El Rey, mi esposo (que me hace escribir por no poderlo hacer á causa de los dolores
é hinchazon de su mano), desea saber si el gran Duque de Berg llevaría á bien encargar-
se de tratar eficazmente con el Emperador para asegurar la vida del Príncipe de la Paz, y
que fuese asistido de algunos criados suyos ó de capellanes.


» Si el gran Duque pudiera ir á librarle, ó por lo ménos darle algun consuelo, él tiene
todas sus esperanzas en el gran Duque, por ser su grande amigo. Él espera todo de S. A.
y del Emperador, á quien siempre ha sido afecto.


» Asimismo que el gran Duque consiga del Emperador que al Rey, mi esposo, á mí y
al Príncipe de la Paz se dé lo necesario para poder vivir todos tres juntos donde convenga
para nuestra salud, sin mando ni intrigas, pues nosotros no las tendrémos.


» El Emperador es generoso, es un héroe, y ha sostenido siempre á sus fieles aliados
y áun á los que son perseguidos. Nadie lo es tanto como nosotros. ¿Y por qué? Porque he-
mos sido siempre fieles á la alianza.


» De mi hijo no podemos esperar jamas sino miserias y persecuciones. Han comenza-
do á forjar y se continuará fingiendo todo lo que pueda contribuir á que el Príncipe de la




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vor del preso Godoy, manifestando la de España que estaba su felicidad
cifrada en acabar tranquilamente sus dias con su esposo y el único ami-


Paz (amigo inocente y afecto al Emperador, al gran Duque y á todos los franceses) parezca
criminal á los ojos del público y del Emperador. Es necesario que no se crea nada. Los ene-
migos tienen la fuerza y todos los medios de justificar como verdadero lo que en sí es falso.


» El Rey desea, igualmente que yo, ver y hablar al gran Duque y darse por si mismo
la protesta que tiene en su poder. Los dos estamos agradecidos al envio que ha hecho de
tropas suyas y á todas las pruebas que nos da de su amistad. Debe estar S. A. I. bien per-
suadido de la que nosotros le hemos tenido siempre y conservamos ahora. Nos ponemos
en sus manos y las del Emperador, y confiamos que nos concederá lo que pedimos.


» Éstos son todos nuestros deseos cuando estamos puestos en las manos de tan gran-
de y generoso monarca y héroe.»


Carta de la Reina de Etruria al gran Duque de Berg, en Aranjuez,
á 22 de Marzo de 1808, con una posdata del rey Cárlos IV.


«Señor mi hermano: Acabo de ver al edecan comandante, quien me ha entregado
vuestra carta, por la cual veo con mucha pena que mi padre y mi madre no han podido te-
ner el gusto de veros, aunque lo deseaban eficazmente, porque toda su confianza tienen
puesta en vos, de quien esperan que podréis contribuir á su tranquilidad.


» El pobre Príncipe de la Paz, cubierto de heridas y contusiones, está decaido en la
prision, y no cesa de invocar el terrible momento de su muerte. No hace recuerdo do otras
personas que de su amigo el gran Duque de Berg, y dice que éste es el único en quien
confia que le ha de conseguir su salud.


» Mi padre, mi madre y yo hemos hablado con vuestro edecan comandante. Él os dirá
todo. Yo fio en vuestra amistad, y que por ella nos salvaréis á los tres y al pobre preso.


» No tengo tiempo de deciros más: confio en vos. Mi padre añadirá dos lineas á esta
carta: yo soy de corazon vuestra afectisima hermana y amiga.— LUISA.»


Posdata de Cárlos IV.
«Señor y muy querido hermano: Habiendo hablado á vuestro edecan comandante, é


informádole de todo lo que ha sucedido, yo os ruego el favor de hacer saber al Empera-
dor que le suplico disponga la libertad del pobre Príncipe de la Paz, quien sólo padece
por haber sido amigo de la Francia, y asimismo que nos deje ir al país que más nos con-
venga, llevándonos en nuestra compañía al mismo Príncipe. Por ahora vamos á Badajoz:
confio recibir ántes vuestra respuesta, caso de que absolutamente carezcais de medios de
vernos, pues mi confianza sólo está en vos y en el Emperador. Miéntras tanto yo soy vues-
tro muy afecto hermano y amigo de todo corazon.— CÁRLOS.»


Carta de la Reina de España al gran Duque de Berg, en Aranjuez,
á 22 de Marzo de 1808, junta con la anterior de su hija.


«Señor mi querido hermano: Yo no tengo más amigos que V. A. I. El Rey, mi amado
esposo, os escribe implorando vuestra amistad. En ella está únicamente nuestra esperan-
za. Ambos os pedimos una prueba de que sois nuestro amigo, y es la de hacer conocer al
Emperador lo sincero de nuestra amistad y del afecto que siempre hemos profesado á su
persona, á la vuestra y á la de todos los franceses.




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go que ambos tenian. Con igual fecha lo mismo pedia Cárlos IV, aña-
diendo que se iban á Badajoz. Es de notar el contexto de dichas cartas,


» El pobre Príncipe de la Paz, que se halla encarcelado y herido por ser amigo nues-
tro, apasionado nuestro y afecto á toda la Francia, sufre todo por causa de haber deseado
el arribo de vuestras tropas y haber sido el único amigo nuestro permanente. Él hubiera
ido á ver á V. A. si hubiera tenido libertad, y ahora mismo no cesa de nombrar á V. A. y de
manifestar deseos de ver al Emperador.


» Consíganos V. A. que podamos acabar nuestros dias tranquilamente en un país con-
veniente á la salud del Rey (la cual está delicada como también la mia), y que sea esto en
compañía de nuestro único amigo, que tambien lo es de V. A.


» Mi hija será mi intérprete, si yo no logro la satisfaccion de poder conocer personal-
mente y hablar á V. A. ¿Podríais hacer esfuerzos para vernos, aunque fuera un solo ins-
tante, de noche ó como quisiérais? El comandante edecan de V. A. contará todo lo que
hemos dicho.


» Espero que V. A. conseguirá para nosotros lo que deseamos, y que perdonará las fal-
tas y olvidos que haya cometido yo en el tratamiento, pues no sé dónde estoy, y debeis creer
que no habrán sido por faltar á V. A. ni dejar de darle seguridad de toda mi amistad.


» Ruego á Dios guarde á V. A. I. muchos años. Vuestra más afecta.— LUISA.»


Carta del general Monthion al gran Duque de Berg, en Aranjuez, á 23 de Marzo de 1808.
«Conforme á las órdenes de V. A. I., vine á Aranjuez con la carta de V. A. para la Rei-


na de Etruria. Llegué á las ocho de la mañana: la Reina estaba todavia en cama: se levan-
tó inmediatamente : me hizo entrar: la entregué vuestra carta: me rogó esperar un momen-
to miéntras iba á leerla con el Rey y la Reina, sus padres media hora despues entraron to-
dos tres á la sala en que yo me hallaba.


» El Rey me dijo que daba gracias á V. A. de la parte que tomábais en sus desgracias,
tanto más grandes, cuanto era el autor de ellas un hijo suyo. El Rey me dijo «que esta revo-
lucion habia sido muy premeditada; que para ello se habla distribuido mucho dinero, y que
los principales personajes hablan sido su hijo y M. Caballero, ministro de la Justicia; que
S. M. habia sido violentado para abdicar la corona por salvar la vida de la Reina y la su-
ya, pues sabia que sin esta diligencia los dos hubieran sido asesinados aquella noche; que
la conducta del Príncipe de Astúrias era tanto más horrible, cuanto más prevenido estaba
de que conociendo el Rey los deseos que su hijo tenia de reinar, y estando S. M. próximo
á cumplir sesenta años habia convenido en ceder á su hijo la corona cuando éste se casara
con una princesa de la familia imperial de Francia, como S. M. deseaba ardientemente.»


» El Rey ha añadido que el Príncipe de Astúrias quería que su padre se retirase con
la Reina, su mujer, á Badajoz, frontera de Portugal; que el Rey le habia hecho la observa-
cion de que el clima de aquel país no le convenia, y le habia pedido permiso de escoger
otro, por lo cual el mismo rey Cárlos deseaba obtener del Emperador licencia de adquirir
un bien en Francia y de asegurar allí su existencia. La Reina me ha dicho «que habla su-
plicado á su hijo la dilacion del viaje á Badajoz; pero que no habia conseguido nada, por
lo que deberia verificarse en el próximo lúnes.»


» Al tiempo de despedirme yo de SS. MM. me dijo el Rey: «Yo he escrito al Empera-
dor poniendo mi suerte en sus manos: quise enviar mi carta por un correo; pero no es po-
sible medio más seguro que el de confiarla á vuestro cuidado.»




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en las que todavía no se hablaba de haber protestado el Rey padre con-
tra la abdicacion hecha en el dia 19, ni de asunto alguno conexo con pa-


» El Rey pasó entonces á su gabinete, y largo salió, trayendo en su mano la carta ad-
junta. Me la entregó y dijo estas palabras: «Mi situacion es de las más tristes; acaban de
llevarse al Príncipe de la Paz y quieren conducirlo á la muerte: no tiene otro delito que
haber sido muy afecto á mi persona toda su vida.»


» Añadió «que no habia modo de ruegos que no hubiese puesto en práctica para sal-
var la vida de su infeliz amigo; pero habia encontrado sordo á todo el mundo y dominado
del espíritu de venganza,


» Que la muerte del Príncipe de la Paz produciria la suya, pues no podría S. M. so-
brevivir á ella.» — B. DE MONTHION.»


Carta del rey Cárlos IV al emperador Napoleon, en Aranjuez, á 23 de Marzo de 1808.
«Señor mi hermano: V. M. Sabrá sin duda con pena los sucesos de Aranjuez y sus re-


sultas, y no verá con indiferencia á un rey que, forzado á renunciar la corona, acude á po-
nerse en los brazos de un grande monarca, aliado suyo subordinándose totalmente á la
disposicion del único que puede darle su felicidad, la de toda su familla y la de sus fie-
les vasallos.


» Yo no he renunciado en favor de mi hijo sino por la fuerza de las circunstancias,
cuando el estruendo de las armas y los clamores de una guardia sublevada me hacían co-
nocer bastante la necesidad de escoger la vida ó la muerte, pues esta última se hubiera
seguido despues de la de la Reina.


» Yo fui forzado á renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza en la magna-
nimidad y el genio del grande hombre que siempre ha mostrado ser amigo mio, yo he to-
mado la resolucion de conformarme con todo lo que este mismo grande hombre quiera
disponer de nosotros y de mi suerte, la de la Reina y la del Príncipe de la Paz.


» Dirijo á V. M. I. y R. una protesta contra los sucesos de Aranjuez y contra mi abdi-
cacion. Me entrego y enteramente confio en el corazon y amistad de V. M. con lo cual rue-
go á Dios que os conserve en su santa y digna guarda.


» De V. M. I. y R. su muy afecto hermano y amigo.» Cárlos.»


Carta de la Reina de Etruria, incluyendo otra de su madre la Reina de España
para el gran Duque de Berg, en Madrid, á 26 de Marzo de 1808.


«Señor mi hermano: Mi madre me envia la adjunta carta para que os la remita y la
conserveis. Hacednos la gracia, querido mio de no abandonarnos: todas nuestras espe-
ranzas estan en vos. Concededme el consuelo de ir á ver á mis padres. Respondedme al-
guna cosa que no alivie, y no os olvideis de una amiga que os ama de corazon.— MA-
RIA LUISA.»


P. D.— «Yo estoy enferma en la cama con algo de calentura, por lo cual no me veréis
fuera de mi habitacion.»


Carta inclusa en la antecedente.
«Querida hija mía: Decid al gran Duque de Berg la situacion del Rey, mi esposo, la


mía y la del pobre Príncipe de la Paz.
» Mi hijo Fernando era el jefe de la conjuracion: las tropas estaban ganadas por él;


él hizo poner una de las luces de su cuarto en una ventana para señal de que comenza-




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so de tanta gravedad. Sin embargo, cuando en 1810 publicó el Monitor
esta correspondencia, insertó ántes de las enunciadas cartas del 22, otra


se la explosion. En el instante mismo los guardias y las personas que estaban á la cabe-
za de la revolucion hicieron tirar dos fusilazos. Se ha querido persuadir que fueron tira-
dos por la guardia del Príncipe de la Paz, pero no es verdad. Al momento los guardias de
Corps, los de infantería española y los de la walona se pusieron sobre las armas, y sin re-
cibir órdenes de sus primeros jefes, convocaron todas las gentes del pueblo y las condu-
jeron adonde les acomodaba.


» El Rey y yo llamamos á mi hijo para decirle que su padre sufria grandes dolores,
por lo que no podia asomarse á la ventana, y que lo hiciese por si mismo á nombre del
Rey para tranquilizar al pueblo: me respondió con mucha firmeza que no lo haría, porque
lo mismo seria asomarse á la ventana que comenzar el fuego; y así no lo quiso hacer.


» Despues, á la mañana siguiente, le preguntamos si podria hacer cesar el tumulto y
tranquilizar los amotinados, y respondió que lo haria, pues enviaria á buscar á los segun-
dos jefes de los cuerpos de la casa real, enviando tambien algunos de sus criados con en-
cargo de decir en su nombre al pueblo y á las tropas que se tranquilizasen; que tambien
haria se volviesen á Madrid muchas personas que habian concurrido de allí para aumen-
tar la revolucion, y encargaria que no viniesen más.


» Cuando mi hijo habia dado estas órdenes, fué descubierto el Príncipe de la Paz. El
Rey envió á buscar á su hijo y le mandó salir adonde estaba el desgraciado Príncipe, que
ha sido victima por ser amigo nuestro y de los franceses, y principalmente del gran Du-
que. Mi hijo fué y mandó que no se tocase mas al Príncipe de la Paz y se le condujese al
cuartel de Guardias de Corps. Lo mandó en nombre propio, aunque lo hacia por encar-
go de su padre, y como si él mismo fuese ya rey dijo al Príncipe de la Paz: «Yo te perdo-
no la vida.»


» El Príncipe, á pesar de sus grandes heridas, le dió gracias, preguntándole si era ya
rey. Esto aludía á lo que ya se pensaba en ello, pues el Rey, el Príncipe de la Paz y yo te-
níamos la intencion de hacer la abdicacion en favor de Fernando cuando hubiéramos vis-
to al Emperador y compuesto todos los asuntos, entre los cuales el principal era el matri-
monio. Mi hijo respondió al Príncipe: «No: hasta ahora no soy rey; pero lo seré bien pron-
to.» Lo cierto es que mi hijo mandaba todo como si fuese rey, sin serlo y sin saber si lo
seria. Las órdenes que el Rey, mi esposo daba no eran obedecidas.


» Despues debia haber en el dia 19, en que se verificó la abdicacion, otro tumulto
más fuerte que el primero contra la vida del Rey, mi esposo, y la mía, lo que obligó á to-
mar la resolucion de abdicar.


» Desde el momento de la renuncia mi hijo trató á su padre con todo el desprecio
que puede tratarlo un rey, sin consideracion alguna para con sus padres. Al instante hizo
llamar á todas las personas complicadas en su causa que habían sido desleales á su pa-
dre, y hecho todo lo que pudiera ocasionarle pesadumbres. Él nos da priesa para que sal-
gamos de aquí, señalándonos la ciudad de Badajoz para residencia. Entre tanto nos de-
ja sin consideracion alguna, manifestando gran contento de ser ya rey, y de que nosotros
nos alejemos de aquí.


» En cuanto al Príncipe de la Paz, no quisiera que nadie se acordára de él. Los guar-
dias que le custodian tienen órden de no responder á nada que les pregunte, y lo han tra-
tado con la mayor inhumanidad.




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otra en que se hace mencion de aquel acto como de cosa consumada; pe-
ro el haberse omitido en ella la fecha, diciendo al mismo tiempo la Rei-
na que á nada aspiraba sino á alejarse con su esposo y Godoy, todos tres
juntos, de intrigas y mando, excita contra dicha carta vehementes sos-


» Mi hijo ha hecho esta conspiracion para destronar al Rey, su padre. Nuestras vidas
hubieran estado en grande riesgo, y la del pobre Príncipe de la Paz lo está todavía.


» El Rey, mi esposo, y yo esperamos del gran Duque que hará cuanto pueda en nues-
tro favor, porque nosotros siempre hemos sido aliados fieles del Emperador, grandes ami-
gos del gran Duque, y lo mismo sucede al pobre Príncipe de la Paz. Si él pudiese hablar,
daria pruebas, y Aun en el estado en que se halla no hace otra cosa que exclamar por su
grande amigo el gran Duque.


» Nosotros pedimos al gran Duque que salve al Príncipe de la Paz, y que salvándo-
nos á nosotros, nos le dejen siempre á nuestro lado, para que podamos acabar juntos tran-
quilamente el resto de nuestros días en un clima más dulce, y retirados, sin intrigas y sin
mando, pero con honor. Esto es lo que deseamos el Rey y yo, igualmente que el Príncipe
de la Paz, el cual estaría siempre pronto á servir á mi hijo en todo. Pero mi hijo (que no
tiene carácter alguno, y mucho ménos el de la sinceridad) jamas ha querido servirse de él,
y siempre le ha declarado guerra, como al Rey, su padre, y á mi.


» Su ambicion es grande, y mira á sus padres como si no lo fuesen. ¿Qué hará pa-
ra los damas? Si el gran Duque pudiera vernos, tendríamos grande placer, y lo mismo su
amigo el Príncipe de la Paz, que sufre porque lo ha sido siempre de los franceses y del
Emperador. Esperamos todo del gran Duque, recomendándole tambien á nuestra pobre
hija María Luisa, que no es amada de su hermano. Con esta esperanza estamos próximos
á verificar nuestro viaje.— LUISA.»


Nota de la Reina de España para el gran Duque de Berg, en 27 de Marzo de 1808.
«Mi hijo no sabe nada de lo que tratamos, y conviene que ignore todos nuestros pa-


sos. Su carácter es falso; nada le afecta; es insensible y no inclinado á la clemencia, Es-
tá dirigido por hombres malos, y hará todo por la ambicion que le domina; promete, pero
no siempre cumple sus promesas.


» Creo que el gran Duque debe tomar medidas para impedir que al pobre Príncipe de
la Paz se le quite la vida, pues los guardias de Corps han dicho que primero lo matarán
que entregarle vivo, aunque lo manden el Emperador y el gran Duque. Están llenos de ra-
bia contra él, é inflaman á todos los pueblos, á todo el mundo y áun á mi hijo, que defiere
á ellos en todo. Lo mismo sucede relativamente al Rey, mi esposo, y á mi. Nosotros esta-
mos puestos en manos del gran Duque y del Emperador; le rogamos que tenga la compla-
cencia de venir á vernos, de hacer que el pobre Príncipe de la Paz sea puesto en salvo lo
más pronto posible, y de concedernos todo lo demas que tenemos suplicado.


» El Embajador es todo de mi hijo, lo cual me hace temblar, porque mi hijo no quie-
re al gran Duque ni al Emperador, sino sólo el despotismo. El gran Duque debe estar per-
suadido que no digo esto por venganza ni resentimiento de los malos tratos que nos hace
sufrir, pues nosotros no deseamos sino la tranquilidad del gran Duque y del Emperador.
Estamos totalmente puestos en manos del gran Duque, deseando verle para que conoz-
ca todo el valor que damos á su augusta persona y á sus tropas, como á todo lo que le sea
relativo.»




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pechas, ó de que se omitió la fecha por haber sido posteriormente escri-
ta á la del 22, ó, lo que es tambien verosímil, que se intercaló el pasaje


Carta de la Reina de Etruria para el gran Duque de Berg, en Madrid,
á 29 de Marzo de 1808, con una nota de la Reina de España, su madre.


«Mi señor y querido hermano: Mi madre os escribe algunas lineas. Yo os incluyo la
adjunta mía para el Emperador, rogándoos dispongais que llegue prontamente á su des-
tino. Recomendadme á S. M., y prometedme, como os suplico, ir despues de mañana á
Aranjuez. Tomad en mis asuntos el interes que yo me tomo en lo relativo á vuestra per-
sona, y creedme que soy de todo mi corazon vuestra afecta hermana y amiga.— MARÍA
LUISA.»


Nota de puño y letra de la Reina de España.
«No quisiéramos ser importunos al gran Duque. El Rey me hace tomar la pluma para


decir que considera útil que el gran Duque escribiese al Emperador insinuando que con-
vendria que S. M. I. diese órdenes, sostenidas con la fuerza, para que mi hijo ó el Gobier-
no nos dejen tranquilos al Rey, A mi y al Príncipe de la Paz, hasta tanto que S. M. llegue.
En fin, el gran Duque y el Emperador sabrán tomar las medidas necesarias para que se
esperen su arribo ú órdenes, sin que ántes seamos víctimas.— LUISA.»


Carta de la Reina de Etruria al gran Duque de Berg, en Madrid, de 30 de Marzo de
1808, con otra de su madre, y un artículo escrito de mano propia de Cárlos IV


«Señor y hermano: Os remito una carta que mi madre me ha enviado, y os suplico que
me digais si vuestra guardia ó vuestras tropas han pasado á guardar al Príncipe de la Paz.
Deseo tambien saber cuál es el estado de la salud del Príncipe, y qué opina vuestro médi-
co en el asunto. Respondedme al instante, porque pienso visitar á mi madre uno de estos
días, sin detenerme allí más que lo preciso para hablar y volver aquí. Id pronto, pues sólo
vos podeis ser mi defensor, y vuelvo á rogaros que me respondais sin detencion: entre tan-
to soy de corazon vuestra afectisima hermana y amiga.— MARÍA LUISA.»


Carta de la Reina de España, citada en la anterior.
«Si el gran Duque no toma á su cargo que el Emperador exija prontamente órdenes


de impedir los progresos de las intrigas que hay contra el Rey, mi esposo, contra el Prín-
cipe de la Paz, su amigo, contra mi y áun contra mi hija Luisa, ninguno de nosotros es-
tá segaro. Todos los malévolos se reunen en Madrid al rededor de mi hijo; éste los cree
como á oráculos, y por si mismo no es muy inclinado á la magnanimidad ni á la clemen-
cia. Debe temerse de ellos toda mala resulta. Yo tiemblo, y lo mismo mi marido, si mi hi-
jo ve al Emperador ántes que éste haya dado sus órdenes, pues él y los que le acompañan
contarán á S. M. I. tantas mentiras, que lo pongan por lo ménos en estado de dudar de la
verdad. Por este motivo rogamos al gran Duque consiga del Emperador que proceda so-
bre el supuesto de que nosotros estamos absolutamente puestos en sus manos, esperando
que nos dé la tranquilidad para el Rey, mi esposo, para mí y para el Príncipe de la Paz, de
quien deseamos que nos lo deje á nuestro lado para acabar nuestros dias tranquilamente
en un pais conveniente á nuestra salud, sin que ninguno de nosotros tres les hagamos la
menor sombra. Rogamos con la mayor instancia al gran Duque que se sirva mandar dar-
nos diariamente noticias de nuestro amigo comun el Príncipe de la Paz, pues nosotros ig-
noramos todo absolutamente.»




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en que se habla de haber protestado, no aviniéndose con este acto, é im-
plicando más bien contradiccion, los deseos de la Reina allí manifesta-


El siguiente artículo está escrito de letra de Cárlos IV.
Yo he hecho á la Reina escribir todo lo que precede, porque no puedo escribir mucho


á causa de mis dolores.– CÁRLOS.»


Sigue escribiendo la Reina.
«El Rey, mi marido, ha escrito esta línea y media y la ha firmado, para que os asegu-


reis de ser él quien escribe.»


Nota de la Reina de España para el gran Duque de Berg,
remitida por medio de la Reina de Etruria, sin fecha, en 1808.


«El Rey, mi esposo, y yo no quisiéramos ser importunos ni enfadosos al gran Duque,
que tiene tantas ocupaciones, pero no tenemos otro amigo ni apoyo que él y el Empera-
dor, en quien están fundadas todas las esperanzas del Rey, las del Príncipe de la Paz,
amigo del gran Duque é íntimo nuestro, las de mi hija Luisa y las mias. Mi hija me es-
cribió ayer por la tarde lo que el gran Duque le habia dicho, y nos ha penetrado el cora-
zon, dejándonos llenos de reconocimiento y de consuelo, esperando todo bien de las dos
sagradas é incomparables personas del Emperador y del gran Duque. Pero no queremos
que ignoren lo que nosotros sabemos, á pesar de que nadie nos dice nada ni áun respon-
den á lo que preguntamos, por más necesidad que tengamos de respuesta. Sin embargo,
miramos esto con indiferencia, y sólo nos interesa la buena suerte de nuestro único é ino-
cente amigo el Príncipe de la Paz, que tambien lo es del gran Duque, como él mismo ex-
clamaba en su prision en medio de los horribles tratos que se le hacían, pues persevera-
ba llamando siempre amigo suyo al gran Duque, lo mismo que lo había hecho ántes de la
conspiracion, y solía decir: «Si yo tuviera la fortuna de que el gran Duque estuviese cer-
ca y llegase aquí, no tendria nada que temer.» Él deseaba su arribo á la córte, y se lison-
jeaba con la satisfaccion de que el gran Duque quisiese aceptar su casa para alojamiento.
Tenia preparados algunos regalos para hacerle; y en fin, no pensaba sino en que llegára
el momento, y despues presentarse ante el Emperador y el gran Duque con todo el afecto
imaginable; pero ahora nosotros estamos siempre temiendo que se le quite la vida, ó se le
aprisione más si sus enemigos llegan á entender que se trata de salvarle. ¿No seria posi-
ble tomar por precaucion algunas medidas ántes de la resolucion definitiva? El gran Du-
que pudiera enviar tropas sin decir á qué; llegar á la prision del Príncipe de la Paz y se-
parar la guardia que le custodia, sin darle tiempo de disparar una pistola ni hacer nada
contra el Príncipe; pues es de temer que su guardia la hiciese, porque todos sus deseos
son de que muera, y tendrán gloria en matarle. Así la guardia seria mandada absoluta-
mente por las órdenes del gran Duque; y si no, puede estar seguro el gran Duque de que
el Príncipe de la Paz morirá si prosigue bajo el poder de los traidores indignos y á las ór-
denes de mi hijo. Por lo mismo volvemos á hacer al gran Duque la misma súplica de que
haga sacarle del poder de las manos sanguinarias, esto es, de los guardias de Corps, de
mi hijo y de sus malos lados, porque si no, debemos estar siempre temblando por su vida,
aunque el gran Duque y el Emperador la quieran salvar, mediante que no lo podrán con-
seguir. De gracia volvemos á pedir al gran Duque que tome todas las medidas convenien-
tes para el objeto, porque, como se pierda tiempo, ya no está segara la vida; pues es co-




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dos. La protesta apareció con la fecha de 21; mas las cartas del 22, con
otras aserciones encontradas que se notan en la correspondencia, prue-


sa cierta que seria más fácil de conservar si el Príncipe estuviese entre las manos de leo-
nes y de tigres carnívoros.


» Mi hijo estuvo ayer, despues de comer, con Infantado, con Escóiquiz, que es un clé-
rigo maligno, y con San Cárlos, que es peor que todos ellos; y esto nos hace temblar, por-
que duró la conferencia secreta desde la una y media hasta las tres y media. El gentil-
hombre que va con mi hijo Cárlos es primo de San Cárlos; tiene talento y bastante ins-
truccion, pero es un americano maligno y muy enemigo nuestro, como su primo San
Cárlos, sin embargo de que todo lo que son lo han recibido del Rey, mi marido, á instan-
cias del pobre Príncipe de la Paz, de quien ellos decian ser parientes. Todos los que van
con mi hijo Cárlos son incluidos en la misma intriga, y muy propios para hacer todo el
mal posible, y que sea reputado por verdad lo que es una grande mentira.


» Yo ruego al gran Duque que perdone mis borrones y defectos que cometo cuando
escribo frances, mediante hacer ya cincuenta y dos años que hablo español desde que vi-
ne á casar en España, á la edad de trece años y medio, motivo por el cual, aunque hablo
frances, no sé hablarlo muy bien. El gran Duque conocerá la razon que me asiste, y disi-
mulará los defectos del idioma en que yo incurra.— LUISA.»


Nota de la Reina de España para el gran Duque de Berg,
por medio de la Reina de Etruria, su hija, sin fecha, en 1808.


«Ayer recibí un papel de un mahonés, que quería tener una audiencia secreta conmi-
go despues que el Rey, mi marido, estaba ya en cama, diciéndome que me daria grandes
luces sobre todo lo que sucede actualmente.


» Él quería que yo le diese por mí misma seis ú ocho millones, diciendo que yo los
podría pedir á la Compañía de Filipinas, y que él haría una contrarevolucion que librase
al Príncipe de la Paz y fuese tambien contra los franceses.


» El Rey y yo lo hicimos prender sin permitirle comunicacion, y permanecerá preso
hasta que se averigüe la verdad de todo lo que hay en este asunto; pues creemos que sea
un emisario de los ingleses para perdernos, supuesto que el Rey y el Príncipe de la Paz
siempre han sido únicamente amigos de los franceses, del Emperador, y en particular del
gran Duque, sin haberlo sido jamas de los ingleses, nuestros enemigos naturales.


» Creemos tambien muy necesario que el gran Duque haga asegurar al pobre Prín-
cipe de la Paz, que siempre ha sido y es amigo del gran Duque, de quien (asi como del
Emperador) esperaba su asilo en la forma que lo tenia escrito, por medio de Izquierdo, al
mismo gran Duque, y áun al Emperador mismo, bien que no sé si estas cartas habrán lle-
gado á sus manos.


» Convendria sacar de las manos de los guardias de Corps y de las tropas de mi hijo
al pobre Príncipe de la Paz, su amigo, pues es de recelar que se le quite la vida ó se le en-
venene y se diga que ha muerto de sus heridas; y por cuanto no tendrá seguridad de vivir
mientras estén á su lado algunos de estos malignos, será forzoso que el gran Duque, des-
pues de asegurar la persona del Príncipe de la Paz en su poder, tome medidas bien fuer-
tes para conservarle, pues las intrigas cada dia crecen contra ese pobre amigo del gran
Duque y áun contra el Rey, mi marido, cuya vida tampoco está bastante segura.




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ban que en la dicha protesta se empleó una supuesta y anticipada fecha,
y que Cárlos no tuvo determinación fija de extender aquel acto hasta pa-
sados tres dias despues de su abdicacion.


» Mi hijo hizo llamar al hijo de Biergol, que es oficial de la secretaría de Relacio-
nes exteriores. Estuvieron presentes á la sesion Infantado y todos los ministros. Mi hijo le
preguntó qué habia de nuevo en el sitio, y qué hacia el Rey, mi marido: Biergol respon-
dió lo que habia de verdad, diciendo: «No hay nada de nuevo: el Rey sale muy poco; la
Reina no ha salido: se ocupan en preparar una habitacion para el caso de que el gran Du-
que y el Emperador vayan allí.» Mi hijo le dió órden de volver aquí y de estar al servi-
cio de su padre hasta que éste emprenda su viaje, porque es uno que interviene en nues-
tras cuentas como tesorero. A todos los que nos siguen aplican el titulo de desertores. Yo
recelo que traman alguna grande intriga contra nosotros y que estamos en grande riesgo,
porque Infantado y los otros son tan malos y peores que los demas. Me persuado que el
Rey, y yo, y el pobre Príncipe de la Paz estamos muy expuestos, porque no manifiestan si-
no mala voluntad contra nosotros, y nuestra vida no está segura si no lo remedian el gran
Duque y el Emperador. Es necesario que tomen algunas medidas para contener las abo-
minables intenciones de estos malignos, y para que mi hijo se canse de dedicarse á pen-
sar todo lo que sea contra su padre y contra el pobre Príncipe de la Paz. Nosotros hemos
tenido esta noticia despues que salió de aquí el edecan. El clérigo Escóiquiz es tambien
de los más malos.— LUISA.»


Carta del rey Cárlos IV al gran Duque de Berg, con otra de la Reina, su esposa,
en Aranjuez, á 1.º de Abril de 1808.


«Mi señor y muy querido hermano: V. A. verá por el escrito adjunto que nosotros nos
interesamos en la vida del Príncipe de la Paz más que en la nuestra.


» Todo lo que se dice en la Gaceta extraordinaria sobre el proceso del Escorial, ha si-
do compuesto á gusto de los que lo publican, sin decir nada de la declaracion que mi hi-
jo hizo espontáneamente, la cual habrán mudado sin duda: ella está escrita por un gentil-
hombre, y firmada solamente por mi hijo. Si V. A. no hace esfuerzos para que el proceso
se suspenda hasta la venida del Emperador, temo mucho que quiten ántes la vida al Prín-
cipe de la Paz. Nosotros contamos con el afecto de V. A, para nosotros tres, fundados en la
alianza y amistad con el Emperador. Espero que V. A. me dará una respuesta consolatoria
que me tranquilice, y comunicará al Emperador esta carta mía, con expresion de que yo
descanso en su amistad y generosidad. Excusadme lo mal escrita que va esta carta, pues
los dolores que padezco son la causa. En este supuesto, mi señor y muy querido hermano,
de V. A. I. y R. soy su más afecto.— CÁRLOS.»


Carta de la Reina.
«Señor mi hermano: Yo junto mis sentimientos á los del Rey, mi marido, rogando á V.


A. la bondad de hacer lo que le pedimos ahora; y esperamos que su amistad y humani-
dad tomará á su cargo la buena causa de su íntimo y desgraciado amigo el pobre Príncipe
de la Paz, así como nuestra propia causa, que está unida á la suya, para que así cese y se
suspenda todo hasta que la generosidad y grandeza de alma sin igual del Emperador nos
salve á todos tres y haga que acabemos nuestros días tranquilamente y en reposo. No es-
pero ménos del Emperador y de V. A., que nos concederá esta gracia, pues es la única que




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La lectura atenta de toda la correspondencia, y lo que hemos oido á
personas de autoridad, nos induce á creer que Cárlos IV se resolvió á


deseamos. En este supuesto, ruego á Dios que tenga á V. A. en su santa y digna guarda.
Señor mi hermano de V. A. I y R. muy afecta hermana y amiga.— LUISA.»


Nota de la Reina de España para el gran Duque de Berg, remitida por medio
de la Reina de Etruria, en 1.º de abril de 1808.


«Habiendo visto la Gaceta extraordinaria, que habla solamente de haberse encontra-
do la causa del Escorial entre los papeles del pobre Príncipe de la Paz, veo que está lle-
na de mentiras. El Rey era quien guardaba la causa en la papelera de su mesa, y la con-
fió al pobre Príncipe de la Paz, para que la diera al gran Duque, con el fin de que la pre-
sentase al Emperador, de parte del Rey, mi marido. Como esta causa se halla escrita por
el Ministro de la Guerra y de Justicia, y firmada por mi hijo, éste y aquél mudarán lo que
quieran, como si fuese original y verdadero; y lo mismo sucederá en lo que quieran mu-
dar relativo á los damas comprendidos en la causa, pues todos están ahora al rededor de
mi hijo, y harán lo que éste mande y lo que quieran ellos mismos.


» Si el gran Duque no tiene la bondad y humanidad de hacer que el Emperador man-
de prontamente hacer suspender el curso de la cansa del pobre Príncipe de la Paz, ami-
go del mismo gran Duque, y del Emperador, y de los franceses, y del Rey, y mío, van sus
enemigos á hacerle cortar la cabeza en público, y despues á mi, pues lo desean tambien.
Yo temo mucho que no den tiempo para que pueda llegar la respuesta y resolucion del
Emperador; pues precipitarán la ejecucien para que cuando llegue aquélla no pueda sur-
tir efecto favorable, por estar ya decapitado el Príncipe. El Rey, mi marido, y yo no pode-
mos ver con indiferencia un atentado tan horrible contra quien ha sido íntimamente ami-
go nuestro y del gran Duque. Esta amistad, y la que ha tenido en favor del Emperador y
de los franceses, es la causa de todo lo que sufre; sobre lo cual no se debe dudar.


» Las declaraciones que mi hijo hizo en su causa no so manifiestan ahora; y caso de
que se publiquen algunas, no serán las que de véras hizo entónces. Acusan al pobre Prín-
cipe de la Paz de haber atentado contra la vida y trono de mi hijo; pero esto es falso, y só-
lo es verdad todo lo contrario. No tratan sino de acriminar el este inocente Príncipe de la
Paz, nuestro único amigo comun, para inflamar más al público y hacerle creer contra él
todas las infamias posibles.


» Despues harán lo mismo contra mí, pues tienen la voluntad preparada para ello.
Así convendrá que el gran Duque haga decir á mi hijo que se suspenda toda causa y
asunto de papeles hasta que el Emperador venga ó dé disposiciones; y tomar el gran Du-
que bajo sus órdenes la persona del pobre Príncipe de la Paz, su amigo, separando los
guardias y poniendo tropas suyas para impedir que lo maten, pues esto es lo que quie-
ren, ademas de infamarle, lo que tambien proyectan contra el Rey, mi marido, y contra
mí, diciendo que es necesario formarnos causa y hacer que despues demos cuenta de to-
das nuestras operaciones.


» Mi hijo tiene muy mal corazon; su carácter es cruel; jamas ha tenido amor á su pa-
dre ni á mí; sus consejeros son sanguinarios; no se complacen sino en hacer desdicha-
dos, sin exceptuar al padre ni á la madre. Quieren hacernos todo el mal posible, pero el
rey y yo tenemos mayor interes en salvar la vida y el honor de nuestro inocente amigo que
nuestra misma vida.




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formalizar su protesta despues de las vistas que el 23 tuvieron él y su es-
posa con el general Monthion, jefe del estado mayor de Murat. De cual-


» Mi hijo es enemigo de los franceses, aunque diga lo contrario. No extrañaré que co-
meta un atentado contra ellos. El pueblo está ganado con dinero y lo inflamará contra el
Príncipe de la Paz, contra el Rey, mi marido, y contra mí, porque somos aliados de los
franceses, y dicen que nosotros les hemos hecho venir.


» A la cabeza de todos los enemigos de los franceses está mi hijo, aunque aparente
ahora lo contrario, y quiere ganar al Emperador, al gran Duque y á los franceses para dar
mejor y seguro su golpe.


» Ayer tarde dijimos nosotros al general comandante de las tropas del gran Duque
que nosotros siempre permanecemos aliados de los franceses, y que nuestras tropas es-
tarán siempre unidas con las suyas. Esto se entiende de las nuestras que tenemos aquí,
pues de las otras no podemos disponer; y áun en cuanto á éstas, ignoramos las órdenes
que mi hijo habrá dado; pero nosotros nos pondriamos á su cabeza para hacerlas obedecer
lo que queremos, que es que sean amigas de los franceses.— LUISA.»


Nota de la Reina de España para el gran Duque de Berg, por medio
de la Reina de Etrura, su hija, en Abril de 1808.


«Nosotros remitimos al gran Duque la respuesta de mi hijo á la carta que el Rey, mi
marido, le escribió ántes de ayer, cuya copia fué remitida ayer al gran Duque. No esta-
mos contentos con el modo de explicarse mi hijo, ni áun con la sustancia de lo que res-
ponde; pero el gran Duque, por su amistad con nosotros, tendrá la bondad de componer-
lo todo y de hacer que el Emperador nos salve á todos tres; es decir: al Rey, mi marido, al
pobre Príncipe de la Paz, su amigo, y á mí. El gran Duque debe estar persuadido, y per-
suadir al Emperador, que habiendo puesto nuestra suerte en sus manos, sólo pendemos
de la generosidad, grandeza de alma y amistad que tenga para nosotros tres, que siem-
pre hemos sido sus buenos y fieles aliados, amigos y afectos, y que si no, nuestra suer-
te será muy infeliz.


» Se nos ha dicho que nuestro hijo Cárlos va á partir mañana ó ántes para recibir al
Emperador, y que si no lo encuentra, avanzará hasta París. A nosotros se nos oculta es-
ta resolucion, porque no quieren que la sepamos el Rey ni yo, lo cual nos hace recelar un
mal designio; pues mi hijo Fernando no se separa un momento de sus hermanos, y los ha-
ce malos con promesas y con los atractivos que agradan á los jóvenes que no conocen al
mundo por experiencia, etc.


» Por esto conviene que el gran Duque procure que el Emperador no se deje engañar
por medio de mentiras que lleven las apariencias de la verdad, respecto de que mi hijo no
es afecto á los franceses, sino que ahora manifiesta serlo porque cree tener necesidad de
aparentarlo. Yo recelo de todo si el gran Duque, en quien habemos puesto nuestras espe-
ranzas, no hace todos sus esfuerzos para que el Emperador tome nuestra cansa como su-
ya propia. Tampoco dudamos que la amistad del gran Duque sostendrá y salvará á su ami-
go, y nos lo dejará á nuestro lado, para que todos tres juntos acabemos nuestros días tran-
quilamente retirados. Asimismo creemos que el gran Duque tomará todos los medios para
que el pobre Príncipe de la Paz, amigo suyo y nuestro, sea trasladado á un pueblo cerca-
no á Francia, de manera que su vida no peligre, y sea fácil de trasportarlo á Francia y li-
brarlo de las manos de sus sanguinarios enemigos.




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quiera modo que dicho general nos haya pintado su conferencia, y bien
que haya querido indicarnos que los reyes padres estaban decididos de


» Deseamos igualmente que el gran Duque envie al Emperador alguna persona que
le informe de todo á fondo, para evitar que S. M. I. pueda ser preocupado por las menti-
ras que se fraguan aquí, de dia y de noche, contra nosotros y contra el pobre Príncipe de
la Paz, cuya suerte preferimos á la misma nuestra, porque estamos temblando de las dos
pistolas que hay cargadas para quitarle la vida en caso necesario, y sin duda son efecto de
alguna órden de mi hijo, que hace conocer asi cuál sea su corazon; y deseo que no se ve-
rifique jamas un atentado semejante con ninguno, aunque fuese el mayor malvado; y vos
debeis creer que el Príncipe no lo es.


» En fin, el gran Duque y el Emperador son los únicos que pueden salvar al Prínci-
pe de la Paz, así como á nosotros, pues si no resulta salvo, y si no se nos concede su com-
pañia, morirémos el Rey, mi marido, y yo. Ambos creemos que si mi hijo perdona la vida
al Príncipe de la Paz, será cerrándolo en una prision cruel, donde tenga una muerte civil;
por lo cual rogamos al gran Duque y al Emperador que lo salve enteramente, de manera
que acabe sus días en nuestra compañia donde se disponga.


» Conviene saber que se conoce que mi hijo teme mucho al pueblo; y los guardias de
Corps son siempre sus consejeros y sus tiranos.— LUISA.»


Carta del rey Cárlos IV al gran Duque de Berg, con otra de la Reina, su esposa,
en Aranjuez, á 3 de Abril de 1808.


» Mi señor y mi querido hermano: Teniendo que pasar á Madrid D. Joaquín de Ma-
nuel de Villena, gentil hombre de cámara y muy fiel servidor mio, para negocios particu-
lares suyos, le he encargada presentarse á V. A., y asegurarle todo mi reconocimiento al
interes que V. A. toma en mi suerte y en la del Príncipe de la Paz, que está inocente. Po-
deis fiaros de hablar con D. Joaquin de Villena, porque yo aseguro su fidelidad. No ha-
blaré ya de mis dolores, y mi esposa os dará en posdata razon detallada de los asuntos.
Pudiera suceder que Villena no se atreva á entrar en casa de V. A. por no hacerse sospe-
choso. En tal caso mi hija dispondrá que recibais esta carta. Perdonadme tantas importu-
nidades, y ruego á Dios que tenga á V. A. en su santa y digna guarda. Mi señor y muy que-
rido hermano: de V. A. I. y R. afecto hermano y amigo.— CÁRLOS.»


Carta de la Reina.
«Mi señor y hermano: La partida tan pronta de mi hijo Cárlos, que será mañana, nos


hace temblar. Las personas que le acompañan son malignas. El secreto inviolable que se
les hace observar para con nosotros, nos causa grande inquietud, temiendo que sea con-
ductor de papeles falsos, contrahechos é inventados.


» El Príncipe de la Paz no hacia ni escribia nada sin que lo supiéramos y viésemos
el Rey, mi marido, y yo; y podemos asegurar que no ha cometido crimen alguno contra mi
hijo ni contra nadie, pero mucho ménos contra el gran Duque, contra el Emperador, ni
contra los franceses. Él escribió de propio puño al gran Duque y al Emperador, pidien-
do á éste un asilo y hablando de matrimonio; pero yo creo que el pícaro de Izquierdo no
la entregó y la ha devuelto. El Príncipe de la Paz estaba ya desengañado de la mala fe de
Izquierdo, y por lo ménos dudaba de su sinceridad. Los enemigos del pobre Príncipe de
la Paz, amigo de V. A., pintarán con los colores más vivos y apariencias de verdad cua-




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antemano á protestar contra su abdicacion, lo cierto es que hasta aquel
dia Cárlos IV no se habia dirigido á Napoleon, y entónces lo hizo, comu-


lesquiera mentiras. Son muy diestros para esto, y cuantos ocupan ahora los empleos son
enemigos comunes suyos: ¿No podria V. A. enviar alguno que llegase ántes que mi hi-
jo Cárlos á ver al Emperador y prevenirle de todo, contándole la verdad y las imposturas
de nuestros enemigos?


» Mi hijo tiene veinte años, sin experiencia ni conocimientos del mundo. Los que le
acompañan y todos los demas le habrán dado instracciones á su gusto. ¡Ojalá que V. A. to-
me todas las medidas necesarias para anticipar noticias al Emperador! Mi hijo hace todo
lo posible para que no veamos al Emperador; pero nosotros queremos verle, así como á V.
A., en quien hemos depositado nuestra confianza y la seguridad de todos tres, que espe-
ramos conceda el Emperador.


» En este supuesto, ruego á Dios que tenga á V. A. en su santa y digna guarda. Mi se-
ñor y hermano: de V. A. I. y R. muy afecta hermana y amiga.— LUISA.»


Carta de la Reina de España al gran Duque de Berg, en Aranjuez,á 8 de Abril de 1808.
«Mi señor y hermano: El Rey no puede escribir por estar muy incomodado con la hin-


chazon de su mano. Cuando ha leido la carta de V. A., en que le deja eleccion de partir
mañana ni otro día, ha tenido presente que todo estaba preparado; que una parte de sus
criados parte hoy y que la dilacion podía dar que pensar á tantos intérpretes como hay,
malignos é impostores; por lo que se ha decidido á salir mañana á la una, como tenia ya
dicho, esperando que así le sería más fácil tambien ir á ver al Emperador. Tendrémos mu-
cho gusto de saber el arribo del Emperador á Bayona. Nosotros le esperamos con impa-
ciencia, y que V. A. nos dirá cuándo debemos ir. El Rey, mi marido, y yo deseamos con
vehemencia ver á V. A.: apetecemos con ánsia este momento, y nos ha servido de gran
placer el recado de V. A. de que vendria á vernos despues de dos dias. Repetimos nues-
tras súplicas, confiando enteramente en vuestra amistad, y pido á Dios tenga á V. A. en
su santa y digna guarda.


» Mi señor y hermano: de V. A. I. y R. muy afecta hermana y amiga.— LUISA.»


Carta del rey Fernando á su padre, en Madrid, de 8 de Abril de 1808.
«Padre mio: El general Savary acaba de separarse de mi compañia. Estoy muy satis-


fecho de él, como tambien de la buena inteligencia que hay entre el Emperador y mi per-
sona, por la buena fe que me ha manifestado.


» Por este motivo me parece justo que V. M. me dé una carta para el Emperador, fe-
licitándole de su arribo, y asegurándole que tengo para con él los mismos sentimientos
que V. M. le ha demostrado.


» Si V. M. considera conveniente, me enviará en respuesta dicha carta, porque yo sal-
dré despues de mañana y he dado órden de que vengan despues los tiros que debian ser-
vir á VV. MM.


» Vuestro más sumiso hijo.— FERNANDO.»


Segunda carta de la Reina de España al gran Duque de Berg, en 8 de Abril de 1808.
«Mi señor y hermano: No quisiéramos ocupar á V. A.; pero no teniendo otro apoyo, es


necesario que V. A. sepa todo lo relativo á nuestras personas. Remitimos á V. A. la carta




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nicándole cómo se habia visto forzado á renunciar : «Cuando el estruen-
do de las armas y los clamores de una guardia sublevada le habian da-


que el Rey ha recibido de su hijo Fernando, en respuesta de la que su padre le escribió,
diciéndole que partiamos el lúnes.


» Las pretensiones de mi hijo me parecen fuera de propósito; y siguiendo las mis-
mas ideas, le ha escrito el Rey, hace un instante, que nosotros llevamos ménos familia
y personas de servidumbre que plazas había, quedándose aquí algunas; que pasaríamos
la Semana Santa en el Escorial, sin poder decir cuántos días duraría aquella residencia,
y que en cuanto á guardias de Corps no importaba nada que no fuesen. Quisiéramos no
verlos, y si fuera de su poder á nuestro pobre Príncipe de la Paz. Ayer tarde se me ad-
virtió que viviésemos con cuidado, porque se intentaba hacer aluna cosa secreta, y que
aunque fuese tranquila la noche de ayer, no lo seria la siguiente. Yo dudo de todo y no
vemos á los guardias de Corps; pero es necesario vivir con cautela, por lo que lo hemos
advertido al general Watier. Los guardias son los autores de todo y hacen á mi hijo ha-
cer lo que quieren; lo mismo que los malignos ministros, que son muy crueles, sobre to-
do el clérigo Escóiquiz.


» Por gracia, V. A. líbrenos á todos tres, é igualmente á mi pobre hija Luisa, que pa-
dece por la propia razon que nuestro pobre amigo comun el Príncipe de la Paz y nosotros;
y todo porque somos amigos de V. A., de los franceses y del Emperador. Mi hijo Fernan-
do habló aquí de las tropas francesas que habia en Madrid con bastante desprecio, lo cual
es prueba de que no las mira con afecto. Nos han asegurado que los carabineros son como
los demas, y que los otros residentes en el sitio, como el capitan de guardias de Corps, no
hacen sino averiguar todo lo que pueden para hacerlo saber á mi hijo.


» Si el Emperador dijera dónde quiere que le veamos, tendríamos en ello mucho gus-
to; y rogamos á V. A. procure que el Emperador nos saque de España cuanto ántes al Rey,
mi marido, y á nuestro amigo el Príncipe de la Paz, á mi y á mi pobre hija, y sobre todo
á los tres, lo más pronto posible, porque de otro modo no estamos seguros. No dude V. A.
que nos hallamos en el mayor peligro, y con especialidad nuestro amigo, cuya seguridad
deseamos ántes que la nuestra; la que confiamos lograr de V. A. y del Emperador, en cu-
yo supuesto pido á Dios tenga á V. A. en su santa y digna guarda.


» Mi señor y hermano: de V. A. I. y R. afecta hermana y amiga.– LUISA.»


Carta de la Reina de España al gran Duque de Berg, en Aranjuez, á 9 de Abril de 1808.
«Mi señor y hermano: El reconocimiento á los favores de V. A. será eterno, y le da-


mos un millon de gracias por la seguridad que nos anuncia de que su amigo y nuestro, el
pobre Príncipe de la Paz, estará libre dentro de tres días. El Rey y yo ocultarémos con un
secreto inviolable tan necesario la alegría que V. A. nos ha producido con una noticia tan
deseada. Ella nos reanima, y nunca hemos dudado de la amistad de V. A., quien tampoco
deberá dudar de la nuestra, pues se la hemos profesado siempre, como tambien el pobre
amigo de V. A., cuyo crimen es el ser afecto al Emperador y á los franceses No asi mi hi-
jo, pues no lo es, aunque lo aparente. Su ambicion sin limites le ha hecho seguir los con-
sejos de todos los infames consejeros que ha puesto ahora en los empleos más principa-
les y elevados.


» Tenga V. A. la bondad de decirnos cuándo debemos ir á ver al Emperador, y en dón-
de; pues lo deseamos mucho, igualmente que V. A. no se olvide de mi pobre hija Luisa.




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do á conocer bastante la necesidad de escoger entre la vida ó la muerte;
pues (añadia) esta última se hubiera seguido á la de la Reina.» Concluia


» Damos gracias á V. A. de habernos enviado al general Watier, pues se ha conduci-
do perfectamente aqui. Mi marido queria escribir á V. A.; pero es absolutamente imposi-
ble, pues padece muchos dolores en la mano derecha, los cuales le han quitado el sue-
ño esta noche pasada.


«Nosotros saldrémos á la una para el Escorial, adonde llegarémos á las ocho de la
tarde. Rogamos á V. A. que disponga que sus tropas y V. A. libren á su amigo de los peli-
gros de todos los pueblos y tropas que están contra él y contra nosotros, no sea que lo ma-
ten si no lo salva V. A., pues como no esté asegurado por la guardia de V. A., hay mucho
peligro de que le quiten la vida.


» Deseamos mucho ver á V. A., pues somos totalmente suyos; en cuyo supuesto pido
á Dios que tenga á V. A. en su santa y digna guarda.


» Mi señor y hermano : de V. A. I. y R. muy afecta hermana y amiga.— LUISA.»


Segunda carta de la Reina de España al gran Duque de Berg, en el Escorial,
á 9 de Abril de 1808.


«Mi señor y hermano: Son las diez y hemos recibido una carta de mi hijo Fernando,
que el Rey, mi marido, envia á V. A. para que la vea y me diga lo que debemos hacer. El
Rey y yo no queremos hacer lo que nos pide mi hijo, cuya pretension nos ha sorprendi-
do infinito, y creemos que no nos conviene de ningun modo condescender. El Rey ha en-
cargado decir que estaba ya en cama, por lo que no podía responder á la carta. Esto ha si-
do un pretexto por si V. A. quiere decirnos lo que se le haya de responder, en inteligen-
cia de que miéntras tanto suspendemos el hacerlo, bien que será forzoso no dilatarlo más
que hasta mañana por la tarde.


» Nos hallamos con la satisfaccion de no tener guardias de Corps, ni las de infante-
ría en el Escorial, sino sólo los carabineros. Con vuestras tropas estamos seguros, y no
con las otras.


» El Rey y yo no escribimos la carta que mi hijo pide sino en el caso de que se nos
haga escribir por fuerza, como sucedió con la abdicacion, contra la cual hizo por eso la
protesta que envió á V. A. Lo que dice mi hijo es falso, y sólo es verdadero que mi marido
y yo tememos que se procure hacer creer al Emperador un millon de mentiras, pintándo-
las con los más vivos colores en agravio nuestro y del pobre Príncipe de la Paz, amigo de
V. A., admirador y afectisimo del Emperador, bien que nosotros estamos totalmente pues-
tos en manos de S. M. I. y V. A., lo cual nos tranquiliza de modo, que con tales amigos y
protectores no tememos á nadie. Ruego á Dios que tenga á V. A. en su santa y digna guar-
da. Mi señor y hermano: de V. A. I. y R. muy afecta hermana y amiga.— LUISA.»


Tercera carta de la Reina de España la gran Duque de Berg, en el Escorial,
á 9 de Abril de 1808.


«Mi señor y hermamo: Estamos muy agradecidos al obsequio de V. A. en habernos
enviado sus tropas, que nos han acompañado con la mayor atencion y cuidado. Tambien
le damos gracias por las que nos ha destinado para este sitio. Hemos dicho al general Bu-
det que cuide de hacer patrullas con sus tropas día y noche, pues hemos encontrado aquí
una compañia de guardias españolas y walonas, lo que nos ha sorprendido.




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poniendo enteramente su suerte en las manos de su poderoso aliado.
Acompañaba á la carta el acto de la protesta, así concebido (11): «Pro-


» V. A. nos ha dado pruebas completas de su amistad. Nosotros no habíamos dudado
jamas, y tanto el Rey como yo creemos firmemente que V. A. nos librará de todo riesgo,
igualmente que á su amigo el Príncipe de la Paz, y estamos satisfechos de que el Empe-
rador nos protegerá y hará felices á todos tres, como aliados, afectos y amigos suyos. Es-
peramos con grande impaciencia la satisfaccion de ver á V. A. y al Emperador. Aquí esta-
mos en mayor proporcion de salir al encuentro de S. M. I.


» Nuestro viaje ha sido muy feliz, y no podía dejar de serlo con tan buena compañía.
Los pueblos por donde hemos pasado nos han aclamarlo más que ántes.


» Esperamos con ánsia la respuesta de V. A. á la carta que le escribimos esta maña-
na, y no queremos incomodarle más ni quitarle el tiempo precioso que necesita para tan-
tas ocupaciones Ruego á Dios que tenga á V. A. en su santa y digna guarda. Mi señor y he-
mano: de V. A. I. y R. muy afecta hermana y amiga.— LUISA.»


Carta de la Reina de España el gran Duque de Berg, en 10 de Abril de 1808.
«Señor mi hermano : La carta que V. A. nos ha escrito, y hemos recibido hoy muy


temprano, me ha tranquilizado. Nosotros estamos puestos en las manos del Emperador y
de V. A. No debemos temer nada el Rey, mi marido, nuestro amigo comun y yo. Lo espe-
ramos todo del Emperador, que decidirá pronto nuestra suerte.


» Tenemos el mayor placer y consuelo en esperar mañana el momento de ver y po-
der hablar á V. A. Será para nosotros un instante bien feliz, así como el de ver al Empe-
rador. Miéntras tanto que esto se verifica rogamos de nuevo á V. A. que proceda de mo-
do que saque al Príncipe de la Paz, su amigo, del poder de las horribles manos que lo
tienen, y lo ponga en seguridad de que no se le mate ni se le haga mal alguno, pues los
malignos y falsos ministros actuales harán todo lo posible para anticiparse cuando lle-
gue el Emperador.


» Mi hijo habrá partido ya, y procurará en su viaje persuadir al Emperador todo lo
contrario de lo que ha pasado en verdad. Él y los que lo rodean habrán preparado tales
datos y mentiras, aparentándolas como verdades, que el Emperador, cuando ménos, en-
traria en dudas, si no hubiera sido informado ya de la verdad por V. A.


«Mi hijo ha dejado todas sus facultades al infante D. Antonio, su tío, el cual tiene
muy poco talento y luces; pero es cruel, é inclinado á todo cuanto pueda ser pesadumbre
del Rey, mi marido, y mia, y del Príncipe de la Paz y de mi hija Luisa. Aunque debe pro-
ceder de acuerdo de un Consejo que se le ha nombrado, éste se compone de toda la fac-
cion tan detestable que ha ocasionado toda la revolucion actual, y que no está en favor de
los franceses más que mi hijo Fernando, á pesar de todo lo que se ha dicho en la Gaceta
de ayer, pues sólo el miedo al Emperador hace hablar así.


» Me atrevo tambien á decir á V. A. que el Embajador está totalmente por el partido de
mi hijo, de acuerdo con el maligno hipócrita clérigo Escóiquiz, y harán lo que no es imagi-
nable para ganar á V. A., y sobre todo al Emperador. Prevenid todo esto á S. M. ántes que
lo vea mi hijo; pues como éste sale hoy, y el Rey, mi marido, tiene la mano tan hinchada,
no ha escrito la carta que mi hijo le pedia, por lo cual éste no llevará ninguna; y el Rey no
puede escribir de su mano á V. A., lo que le es muy sensible, pues nosotros no tenemos otro
amigo, ni confianza sino en V. A. y en el Emperador, de quien esperamos todo.




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testo y declaro que todo lo que manifiesto en mi decreto del 19 de Marzo,
abdicando la corona en mi hijo, fué forzado, por precaver mayores ma-
les y la efusion de sangre de mis queridos vasallos, y por tanto de ningun
valor.—YO EL REY.— Aranjuez, 21 de Marzo de 1808.»


Del cúmulo de pruebas que hemos tenido á la vista en un punto tan
delicado é importante, conjeturamos fundadamente que Cárlos, cuya ab-
dicacion fué considerada por la generalidad como un acto de su libre y
espontánea voluntad, y la cual el mismo Monarca, de carácter indolente
y flojo, dió momentáneamente con gusto; abandonado despues por todos,
solo y no acatado cual solia cuando empuñaba el cetro, advirtió muy lué-
go la diferencia que media entre un soberano reinante y otro desposei-
do y retirado. Fuéle doloroso, en su triste y solitaria situacion, comparar
lo que habia sido y lo que ahora era, y dió bien pronto indicio de pesarle
su precipitada resolucion. El arrepentimiento de haber renunciado fué
en adelante tan constante y tan sincero, que no sólo en Bayona mostraba
á las claras la violencia que se habia empleado contra su persona, sino
que todavía en Roma, en 1816, repetia á cuantos españoles iban á verle
y en quienes tenía confianza, que su hijo no era legítimo rey de España,
y que sólo él, Cárlos IV, era el verdadero soberano. No ménos ahondaba
y quebrantaba el corazon de la Reina el triste recuerdo de su perdido in-
flujo y poderío: andaba despechada con la ingratitud de tantos mudables
cortesanos, ántes en apariencia partidarios adictos y afectuosos, y gran-
demente la atribulaban los riesgos que cercaban á su idolatrado amigo.


» Vivid bien persuadido del grande afecto que tenemos á V. A., así como confianza y
seguridad; en cuyo supuesto ruego á Dios que tonga á V. A. en su santa y digna guarda.
Señor mi hermano: de V. A. I. y R. muy afecta hermana y amiga.— LUISA.»


NOTA. Toda esta correspondencia se halla inserta en el Monitor del 5 de febrero ele
1810, excepto el informe del general Monthion, que se insertó en el de 3 de Mayo de
1808. En el Monitor algunas de las cartas de las de la Reina de Etruria y de Cárlos IV es-
tán en italiano. Hemos tomado la traduccion de todas ellas de las Memorias de Nellerto,
tomo II, despues de haberla confrontado con las cartas originales insertas en los Monito-
res citados. Nos hemos cerciorado de la exactitud, objeto principal en la insercion de es-
tos documentos, sin habernos detenido en reparos acerca del estilo; pero no creemos in-
oportuno advertir que debe leerse con desconfianza la calificacion que se hace en algu-
nas de estas cartas del carácter y conducta de los personajes nombrados en ellas, por ser
hija del resentimiento de una señora sobrecogida, á la sazón de todo género de recelos, y
cuya vehemente imaginacion, alterada por el cúmulo de sucesos extraordinarios y adver-
sos ocurridos en aquellos memorables dias, le presentara las cosas y las personas con los
más negros colores.


(11) Protesta publicada en el Diario de Madrid de 12 de Mayo de 1808.




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Ambos, en fin, sintieron el haber descendido del trono acusándose á sí
mismos de la sobrada celeridad con que habian cedido á los temores de
una violenta sublevacion. No fueron los primeros reyes que derramaron
lágrimas tardías en memoria de su antiguo y renunciado poder.


Pesarosos Cárlos y Maria Luisa, y dispuestos sus ánimos á deshacer
lo que inconsideradamente habian ofrecido y ejecutado el dia 19, vislum-
braron un rayo de halagüeña esperanza al ver el respeto y miramiento con
que eran tratados por los principales jefes del ejército extranjero. Entón-
ces pensaron seriamente en recobrar la perdida autoridad, fundando más
particularmente su reclamacion en la razon poderosa de haber abdicado
en medio de una sedicion popular y de una sublevacion de la soldadesca.
Murat si no fué quien primero sugirió la idea, al ménos puso gran cona-
to en sostenerla, porque con ella, fomentando la desunion entre la familia
real, minaba por su cimiento la legitimidad del nuevo Rey, y ofrecia á su
gobierno un medio plausible de entrometerse en las disensiones interio-
res, mayormente acudiendo á buscar el anciano y desposeido Cárlos re-
paro y ayuda en su aliado el Emperador de los franceses.


Murat, al paso que urdia aquella trama, ó que por lo ménos ayudaba
á ella, no cesaba de anunciar la próxima llegada de Napoleon, insinuan-
do mañosamente á Fernando, por medio de sus consejeros, cuán conve-
niente sería que para allanar cualesquiera dificultades que se opusiesen
al reconocimiento, saliera á esperar á su augusto cuñado el Emperador.
Por su parte, el nuevo gobierno procuraba con el mayor esfuerzo gran-
jear la voluntad del gabinete de Francia. Ya en 20 de Marzo se mandó al
Consejo (12) publicar que Fernando VII, léjos de mudar el sistema polí-


(12) Don Bartolomé Muñoz de Torres, del Consejo de S. M., su secretario, escribano
de cámara más antiguo y de gobierno del Consejo.


Certifico que por el Excmo. Sr. D. Pedro Cevallos, primer secretario de Estado y del
Despacho, se ha comunicado al Illmo. Sr. Decano, gobernador interino del Consejo, la
real orden siguiente:


«Illmo. Sr.: Uno de los primeros cuidados del Rey, nuestro señor, despues de su adve-
nimiento al trono, ha sido el participar al Emperador de los franceses y Rey de Italia tan
feliz acontecimiento, asegurando al mismo tiempo á S. M. I. y R. que, animado de los mis-
mos sentenciamos que su augusto padre léjos de variar en lo más mínimo el sistema polí-
tico respecto á la Francia, procurá por todos los medios posibles estrechar más y más los
vínculos de amistad y estrecha alianza que felizmente subsisten entre la España y el impe-
rio frances S. M. me manda participarlo á V. I., para que, publicándolo en el Consejo, pro-
ceda el tribunal á consecuencia en todas las medidas que tome para restablecer la tran-
quilidad pública en Madrid y para rendir y suministrar á las tropas francesas, que están
dispuestas á entrar en esta villa, todos los auxilios que necesiten; procurando persuadir al




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tico de su padre respecto de aquel imperio, pondria su esmero en estre-
char los preciosos vínculos de amistad y alianza que entre ambos subsis-
tian, encargándose con especialidad recomendar al pueblo que tratase
bien y acogiese con afecto al ejército frances. Se despacharon igualmen-
te órdenes á las tropas de Galicia que habian dejado á Oporto para que
volviesen á aquel punto, y á las de Solano, que estaban ya en Extrema-
dura en virtud de lo últimamente dispuesto por Godoy, se les mandó que
retrocediesen á Portugal. Éstas, sin embargo, se quedaron por la mayor
parte en Badajoz, no cuidándose Junot de tener cerca de sí soldados cu-
ya conducta no merecia su confianza.


El pueblo español, entre tanto, empezaba cada dia á mirar con peo-
res ojos á los extranjeros, cuya arrogancia crecia segun que su morada
se prolongaba. Continuamente se suscitaban empeñadas riñas entre los
paisanos y los soldados franceses, y el 27 de Marzo, de resultas de una
más acalorada y extrepitosa, estuvo para haber en la plazuela de la Ce-
bada una grande conmocion, en la que hubiera podido derramarse mu-
cha sangre. La córte, acongojada, queria sosegar la inquietud pública,
ora por medio de proclamas, ora anunciando y repitiendo la llegada de
Napoleon, que pondria término á las zozobras é incertidumbre. Era tal
en este punto su propio engaño, que en 24 de Marzo se avisó al público
de oficio (13) «que S. M. tenía noticia que dentro de dos dias y medio á


pueblo que vienen como amigos y con objetos útiles al Rey de la nacion. S. M. se promete
de la sabiduria del Consejo, que, enterado de los vivos deseos que le animan de consolidar
cada dia más los estrechos vínculos que unen á S. M. con el Emperador de los franceses,
procurará el Consejo por todos los medios que estén á su alcance inspirar estos mismos
sentimientos en todas los vecinos de Madrid. Dios guarde á V. I. muchos años. Aranjuez,
20 de Marzo de 1808.— PEDRO CEVALLOS.— Señor Gobernador interino del Consejo.»


Publicada en el Consejo pleno de este dia la antecedente Real órden, se ha man-
dado guardar y cumplir; y para que llegue á noticia de todos se imprima y fije en los si-
tios públicos y acostumbrados de esta córte. Y para el efecto lo firmo en Madrid, á 21 de
Marzo de 1808.— DON BARTOLOMÉ MUÑOZ.— (Véase el Diario de Madrid del 22 de Mar-
zo de 1808.)


(13) BANDO.— Con fecha 28 del presente mes se ha comunicado al Illmo. Sr. Deca-
no del Consejo una Real órden, que, entre otras cosas, contiene lo siguiente:


«Teniendo noticia el Rey, nuestro señor, que dentro de dos y medio á tres dias lle-
gará á esta córte S. M. el Emperador de, los franceses, me manda S. M. decir á V. I. que
quiere sea recibido y tratado con todas las demostraciones de festejo y alegria que co-
rresponden á su alta dignidad é intima amistad y alianza con el Rey, nuestro señor, de la
que espera la felicidad de la nacion; mandando asimismo S. M. que la villa de Madrid
proporcione objetos agradables á S. M. I. y que contribuyan al mismo fin todas las cla-
ses del Estado.»




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tres llegaria el Emperador de los franceses.....» Así ya no solamente se
contaban los dias, sino las horas mismas; ansiosa impaciencia, desva-
riada en el modo de expresarse, y afrentosa en un gobierno cuyas provi-
dencias hubieran podido descansar en el seguro y firme apoyo de la opi-
nion nacional.


¡Cosa maravillosa! Cuanto más se iban en Madrid desengañando to-
dos y comprendiendo los fementidos designios del gabinete de Francia,
tanto más ciego y desatentado se ponia el gobierno español. Acabó de
perderle y descarriarle el 28 de Marzo, con su llegada, D. Juan de Escói-
quiz, quien no veia en Napoleon sino al esclarecido, poderoso y heroico
defensor del rey Fernando y sus parciales. Deslumbrado con la opinion
que de sí propio tenía, creyó que sólo á él le era dado acertar con los
oportunos medios de sacar airoso y triunfante de la embarazosa posicion
á su augusto discípulo, y cerrando los oidos á la voz pública y univer-
sal, llamó hácia su persona una severa y terrible responsabilidad. Cau-
sa asombro, repetimos, que los engaños y arterías advertidos por el más
ínfimo y rudo de los españoles, se ocultasen y oscureciesen á D. Juan de
Escóiquiz y á los principales consejeros del Rey, quienes, por el puesto
que ocupaban y por la sagacidad que debia adornarles, hubieran debi-
do descubrir ántes que ningun otro las asechanzas que se les armaban.
Pero los sucesos que en gran manera concurrian á excitar su desconfian-
za, eran los mismos que los confortaban y aquietaban. Tal fué el pliego
de Izquierdo, de que hablamos en el libro anterior. Las proposiciones en
él inclusas, y por las que nada menos se trataba que de ceder las pro-
vincias del Ebro allá, y de arreglar la sucesion de España, sobre la cual,
dentro del reino, nadie habia tenido dudas, no despertaron las dormi-
das sospechas de Escóiquiz ni de sus compañeros. Atentos sólo á la pro-
puesta indicada en el mismo pliego, de casar á Fernando con una prin-
cesa, pensaron que todo iba á componerse amistosamente, llevando tan
allá Escóiquiz y los suyos el extravío de su mente, que en su idea senci-
lla no se detiene en asentar «que su opinion, conforme con la del Conse-
jo del Rey, habia sido que las intenciones más perjudiciales que podian
recelarse del gobierno frances eran las del trueque de las provincias más
allá del Ebro por el reino de Portugal, ó tal vez la cesion de la Navarra»;
como si la cesion ó pérdida de cualquiera de estas provincias no hubie-
ra sido clavar un agudo puñal en una parte muy principal de la nacion,


Y habiéndose publicado en el Consejo, ha resuelto se entere de ello al público por
medio de este edicto. Madrid, 24 de Marzo de 1808. DON BARTOLOMÉ MUÑOZ, etc.




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desmembrándola y dejándola expuesta á los ataques que contra ella in-
tentase dirigir á mansalva su poderoso vecino.


El contagio de tamaña ceguedad habia cundido entre algunos cor-
tesanos, y hubo de ellos quienes sirvieron con su credulidad al entre-
tenimiento y burla de los servidores de Napoleon. Se aventajó á todos
el Conde de Fernan-Nuñez, quien, para merecer primero las albricias,
dejando atras á los que con él habian ido á recibir al Emperador de
los franceses, se adelantó á toda diligencia hasta Tours. No distante de
aquella ciudad, cruzándose en el camino con Mr. Bausset, prefecto del
palacio imperial, le preguntó con viva impaciencia si estaba ya cerca
la novia del rey Fernando, sobrina del Emperador. Respondióle aquél
que tal sobrina no era del viaje, ni habia oido hablar de novia ni de ca-
samiento. Tomando entonces Fernan-Nuñez en su ademan un compues-
to y misterioso semblante, atribuyó la respuesta del prefecto imperial á
estudiado disimulo ó á que no estaba en el importante secreto. No de-
jan estos hechos, por leves que parezcan, de pintar los hombres que
con su obcecacion dieron motivo á grandes y trascendentales aconte-
cimientos.


Léjos Murat de contribuir con su conducta á ofuscar á los ministros
del Rey, obraba de manera que más bien ayudaba al desengaño que á
mantener la lisonjera ilusion. Continuaba siempre en sus tratos con la
Reina de Etruria y los reyes padres, no ocupándose en reconocerá Fer-
nando ni en hacerle siquiera una mera visita de ceremonia y cumplido.
A pesar de su desvío, bastaba que mostrase el menor deseo para que los
ministros del nuevo Rey se afanasen por complacerle y servirle. Así fué
que, habiendo manifestarlo á D. Pedro Cevallos cuanto le agradaria te-
ner en su poder la espada de Francisco I, depositada en la Real Arme-
ría, le fué al instante entregada en 4 de Abril, siendo llevada con gran
pompa y acompañamiento, y presentada por el Marqués de Astorga en
calidad de caballerizo mayor. Al par que, como en sus anteriores proce-
dimientos, se portó en este paso el gobierno español débil y sumisamen-
te, el frances dejó ver estrecheza de ánimo en una demanda ajena de una
nacion famosa por sus hazañas y glorias militares, como si los triunfos
de Pavía y el inmortal trofeo ganado en buena guerra, y que adquirieron
á España sus ilustres hijos Diego de Ávila y Juan de Urbieta, pudieran
nunca borrarse de la memoria de la posteridad.


Napoleon no estaba del todo satisfecho de la conducta de Murat. En
una carta que le escribió en 29 de Marzo le manifestaba sus temores, y
con diestra y profunda mano le trazaba cuanto habia complicado los ne-




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gocios el acontecimiento de Aranjuez (14). Este documento, si fué escri-
to del modo que despues se he publicarlo, muestra el acertado tino y ex-
traordinaria prevision del Emperador frances, y que la precipitacion y
equivocados informes de Murat perjudicaron muy mucho al pronto y fe-
liz éxito de su empresa. Sin embargo ademas de las instrucciones que
aparecen por la citada carta, debió de haber otras por el mismo tiempo,
que indicasen ó expresasen más claramente la idea de llevar á Francia
á los príncipes de la real familia; pues Murat, siguiendo en aquel pro-
pósito, y no atreviéndose á insistir inmediatamente en sus anteriores in-
sinuaciones de que Fernando fuese al encuentro de Napoleon, propuso
como muy oportuna la salida al efecto del infante D. Cárlos en lo cual
conviniendo sin dificultad la córte, partió el Infante el 5 de Abril. No
habian pasado muchos dias, ni áun tal vez horas, cuando Murat, poco á
poco, volvió á renovar sus ruegos, para que el rey Fernando se pusiese
tambien en camino y halagase con tan amistoso paso á su amigo el em-
perador Napoleon. El Embajador frances apoyaba lo mismo y con parti-
cular eficacia, habiendo, en fin, claramente descubierto que la política
de su amo en los asuntos de España era muy otra de la que ántes se ha-
bia figurado.


Pero viendo el rey Fernando que su hermano el Infante no habia en-
contrado en Búrgos á Napoleon, y proseguía adelante sin saber cuál se-
ría el término de su viaje, vacilaba todavía en su resolucion. Sus con-
sejeros andaban divididos en sus dictámenes: Cevallos se oponia á la
salida del Rey hasta tanto que se supiera de oficio la entrada en Espa-
ña del Emperador frances. Escóiquiz, constante en su desvarío, sostenia
con empeño el parecer contrario, y á pesar de su poderoso influjo, hubie-
ra difícilmente prevalecido en el ánimo del Rey, si la llegada á Madrid
del general Savary no hubiese dado nuevo peso á sus razones y cambia-
do el modo de pensar de los que hasta entónces habian estado irresolu-
tos é inciertos. Savary, general de division y ayudante de Napoleon, iba
á Madrid con el encargo de llevar á Fernando á Bayona, adoptando pa-
ra ello cuantos medios estimase convenientes al logro de la empresa.
Juzgóse que era la persona más acomodada para desempeñar tan ardua
comision, encubriendo bajo un exterior militar y franco, profunda disi-
mulacion y astucia. Apénas, por decirlo así, apeado, solicitó audiencia
particular de Fernando, la cual concedida, manifestó con aparente sin-
ceridad «que venía de parte del Emperador para cumplimentar al Rey


(14) Mémorial de Sainte Hélène, vol, IV, pág. 246, ed. de 1823.




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y saber de S. M. únicamente si sus sentimientos con respecto á la Fran-
cia eran conformes con los del Rey, su padre, en cuyo caso el Empera-
dor, prescindiendo de todo lo ocurrido, no se mezclaria en nada de lo in-
terior del reino, y reconoceria desde luégo á S. M. por rey de España y
de las Indias.» Fácil es acertar con la contestacion que daria una cór-
te no ocupada sino en alcanzar el reconocimiento del Emperador de los
franceses. Savary anunció la próxima llegada de su soberano á Bayona,
de donde pasaria á Madrid, insistiendo poco despues en que Fernando
saliese á recibirle, con cuya determinacion probaria su particular anhe-
lo por estrechar la antigua alianza que mediaba entre ambas naciones, y
asegurando que la ausencia sería tanto ménos larga, cuanto que se en-
contraría en Búrgos con el mismo Emperador. El Rey, vencido con tan-
tas promesas y palabras, resolvió, al fin, condescender con los deseos
de Savary, sostenido y apoyado por los más de los ministros y conseje-
ros españoles.


Cierto que el paso del general frances hubiera podido hacer titu-
bear al hombre más tenaz y firme, si otros indicios poderosos no hubie-
ran contrapesado su aparente fuerza. Ademas era sobrada precipitacion,
ántes de saberse el viaje de Napoleon á España de un modo auténtico
y de oficio, exponer la dignidad del Rey á ir en busca suya, habiéndose
hasta entónces comunicado su venida sólo de palabra é indirectamente.
Con mayor lentitud y circunspeccion hubiera convenido proceder en ne-
gocio en que se interesaban el decoro del Rey, su seguridad y la suerte
de la nacion, principalmente cuando tantas perfidias habian precedido,
cuando Murat tenía conducta tan sospechosa y cuando, en vez de reco-
nocer á Fernando, cuidaba solamente de continuar sus secretos manejos
con la antigua córte. Mas el deslumbrado Escóiquiz proseguía no viendo
las anteriores perfidias, y achacaba las intrigas de Murat á actos de pu-
ra oficiosidad, contrarios á las intenciones de Napoleon. Sordo á la voz
del pueblo, sordo al consejo de los prudentes, sordo á lo mismo que se
conversaba en todo el ejército extranjero, en corrillos y plazas, se man-
tuvo porfiadamente en su primer dictámen, y arrastró al suyo á los más
de los ministros, dando al mundo la prueba más insigne de terca y des-
variada presuncion, probablemente aguijada por ardiente deseo de am-
biciosos crecimientos.


Hubo aún para recelarse el que D. José Martinez de Hervás, quien
como español y por su conocimiento en la lengua nativa había venido en
compañía del general Savary, avisó que se armaba contra el Rey una ce-
lada, y que obrara con prudente cautela desistiendo del viaje ó difirién-




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dole. Pero ¡oh colmo de ceguedad! los mismos que desacordadamente se
fiaban en las palabras de un extranjero, del general Savary, tuvieron por
sospechosa la loable advertencia del leal español. Y como si tantos indi-
cios no bastasen, el mismo Savary dió ocasion á nuevos recelos con pe-
dir, de órden del Emperador, que se pusiese en libertad al enemigo de-
clarado é implacable del nuevo gobierno, al odiado Godoy. Incomodó,
sin embargo, la intempestiva solicitud, y hubiera tal vez perjudicado al
resuelto viaje, si el frances, á ruego del Infantado y Ofárril, no hubiera
abandonado su demanda.


Firmes, pues, en su propósito los consejeros de Fernando, y condu-
cidos por un hado adverso, señalaron el dia 10 de Abril para su partida,
en cuyo dia salió S. M., tomando el camino de Somosierra para Búrgos.
Iban en su compañía D. Pedro Cevallos, ministro de Estado, los duques
del Infantado y San Cárlos, el Marqués de Muzquiz, D. Pedro Labrador,
D. Juan de Escóiquiz, el capitan de guardias de Corps, Conde de Villa-
riezo, y los gentiles hombres de Cámara, Marqués de Ayerbe, de Gua-
dalcázar y de Feria. La víspera habia escrito Fernando á su padre pi-
diéndole una carta para el Emperador, con súplica de que asegurase en
ella los buenos sentimientos que le asistian, queriendo seguir las mis-
mas relaciones de amistad y alianza con Francia que se habian segui-
do en su anterior reinado. Cárlos IV ni le dió la carta, ni le contestó, con
achaque de estar ya en cama: precursora señal de lo que en secreto se
proyectaba.


Ántes de su salida dispuso el rey Fernando que se nombrase una
junta suprema de gobierno, presidida por su tio el infante D. Antonio
y compuesta de los ministros del Despacho, quienes á la sazon eran D.
Pedro Cevallos, de Estado, que acompañaba al Rey; D. Francisco Gil y
Lémus, de Marina; D. Miguel José de Azanza, de Hacienda; D. Gonza-
lo Ofárril, de Guerra, y D. Sebastian Piñuela, de Gracia y Justicia. Esta
junta, segun las instrucciones verbales del Rey, debia entender en todo
lo gubernativo y urgente, consultando en lo demas con S. M.


En tanto que el Rey con sus consejeros va camino de Bayona. será
bien que nos detengamos á considerar de nuevo resolucion tan desacer-
tada. La pintura triste que para disculparse traza Escóiquiz en su obra
acerca de la situacion del reino, sería juiciosa si en aquel caso se hubie-
se tratado de medir las fuerzas militares de España y sus recursos pe-
cuniarios con los de Francia, á la manera de una guerra de ejército á
ejército y de gobierno á gobierno. Le estaba bien al Príncipe de la Paz
calcular fundado en aquellos datos, como quien no tenía el apoyo nacio-




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nal; mas la posicion de Fernando era muy otra, siendo tan extraordina-
rio el entusiasmo en favor suyo, que un ministro hábil y entendido no de-
bia en aquel caso dirigirse por las reglas ordinarias de la fria razon, sino
contar con los esfuerzos y patriotismo de la nacion entera, la cual se hu-
biera alzado unánimemente á la voz del Rey, para defender sus derechos
contra la usurpacion extranjera; y las fuerzas de una nacion levantada
en cuerpo son tan grandes é incalculables á los ojos de un verdadero es-
tadista, como lo son las fuerzas vivas á las del mecánico. Así lo pensa-
ba el mismo Napoleon, quien en la carta á Murat del 29 de Marzo arriba
citada decia: «La revolucion de 20 de Marzo prueba que hay energía en
los españoles. Habrá que lidiar contra un pueblo nuevo, lleno de valor,
y con el entusiasmo propio de hombres á quienes no han gastado las pa-
siones políticas.....»; y más abajo: «.....Se harán levantamientos en ma-
sa, que eternizarán la guerra.....» Acertado y perspicaz juicio, que forma
pasmoso contraste con el superficial y poco atinado de Escóiquiz y sus
secuaces. Era ademas dar sobrarda importancia á un paso de puro cere-
monial para concebir la idea de que la política de un hombre como Na-
poleon en asunto de tal cuantía hubiera de moderarse ó alterarse por en-
contrar al Rey algunas leguas más ó ménos léjos; ántes bien era propio
para encender su ambicion un viaje que mostraba imprevision y extre-
mada debilidad. Se cede á veces en política á un acto de fortaleza heroi-
ca, nunca á míseros y menguados ruegos.


El Rey en su viaje fué recibido por las ciudades, villas y lugares del
tránsito con inexplicable gozo, haciendo á competencia sus moradores
las demostraciones más señaladas de la lealtad y amor que los inflama-
ban. Entró en Búrgos el 12 de Abril, sin que hubiese allí ni más léjos
noticia del Emperador frances. Deliberóse en aquella ciudad sobre el
partido que debia tomarse; de nuevo reiteró sus promesas y artificios el
general Savary, y de nuevo se determinó que prosiguiese el Rey su via-
je á Vitoria. Y hé aquí que los mismos y mal aventurados consejeros que
sin tratado alguno ni formal negociacion, y sólo por meras é indirectas
insinuaciones, habian llevado á Fernando hasta Búrgos, le llevan tam-
bien á Vitoria, y le traen de monte en valle y de valle en monte en busca
de un soberano extranjero, mendigando con desdoro su reconocimiento
y ayuda; como si uno y otro fuera necesario y decoroso á un rey que, ha-
biendo subido al sólio con universal consentimiento, afianzaba su poder
y legitimidad sobre la sólida é incontrastable base del amor y unánime
aprobacion de sus pueblos.


Llegó el Rey á Vitoria el 14. Napoleon, que habia permanecido en




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Burdeos algunos días, salió de allí á Bayona, en donde entró en la noche
del 14 al 15, de lo que noticioso el infante D. Cárlos, hasta entónces de-
tenido en Tolosa, pasó á aquella plaza. Savary, sabiendo que el Empera-
dor se aproximaba á la frontera, y viendo que ya no le era dado por más
tiempo continuar con fruto sus artificios si no acudía á algun otro medio,
resolvió pasar á Bayona, llevando consigo una carta de Fernando para
Napoleon. No tardó en recibirse la respuesta (15), estando con ella de


(15) Carta de S. M. el Emperador de los franceses, rey de Italia y protector de la con-
federacion del Rin.


«Hermano mío: He recibido la carta de V. A. R. Ya se habrá convencido V. A. por los
papeles que ha visto del Rey, su padre, del interes que siempre le he manifestado; V. A.
me permitirá que en las circunstancias actuales le hable con franqueza y lealtad. Yo es-
peraba, en llegando á Madrid, inclinar á mi augusto amigo á que hiciese en sus dominios
algunas reformas necesarias, y que diese alguna satisfaccion á la opinion pública. La se-
paracion del Príncipe de la Paz me parecia una cosa precisa para su felicidad y la de sus
vasallos. Los sucesos del Norte han retardado mi viaje: las ocurrencias de Aranjuez han
sobrevenido. No me constituyo juez de lo que ha sucedido, ni de la conducta del Prínci-
pe de la Paz; pero lo que sé muy bien es que es muy peligroso para los reyes acostumbrar
sus pueblos á derramar la sangre haciéndose justicia por si mismos. Ruego á Dios que V.
A. no lo experimente un dia. No seria conforme al interes de la España que se persiguie-
se á un príncipe que se ha casado con una princesa de la familia real, y que tanto tiempo
ha gobernado el reino. Ya no tiene más amigos: V. A. no los tendrá tampoco si algun dia
llega á ser desgraciado. Los pueblos se vengan gustosos de los respetos que nos tributan.
Ademas, ¿cómo se podría formar causa al Príncipe de la Paz sin hacerla tambien al Rey
y á la Reina, vuestros padres? Esta causa fomentaria el ódio y las pasiones sediciosas; el
resultado seria funesto para vuestra corona. V. A. R. no tiene á ella otros derechos sino los
que su madre le ha trasmitido; si la causa mancha cn honor, V. A. destruye sus derechos.
No preste V. A. oidos á consejos débiles y pérfidos. No tiene V. A. derecho para juzgar al
Príncipe de la Paz; sus delitos, si se le imputan, desaparecen en los derechos del trono.
Muchas veces he manifestado mi deseo de que se separase de los negocios al Príncipe de
la Paz; si no he hecho más instancias, ha sido por un efecto de mi amistad por el rey Cár-
los, apartando la vista de las flaquezas de su amistad. ¡Oh miserable humanidad! Debili-
dad y error: tal es nuestra divisa. Mas todo esto se puede conciliar: que el Príncipe de la
Paz sea desterrado de España, y yo lo ofrezco un asilo en Francia.


» En cuanto á la abdicacion de Cárlos IV, ella ha tenido efecto en el momento en que
mis ejércitos ocupaban la España, y á los ojos de la Europa y de la posteridad podría pa-
recer que yo he enviado todas esas tropas con el solo objeto de derribar del trono á mi
aliado y amigo. Como soberano vecino debo enterarme de lo ocurrido ántes de reconocer
esta abdicacion. Lo digo á V. A. R., á los españoles, al universo entero: si la abdicacion
del rey Cárlos es espontánea, y no ha sido forzado á ella por la insmreccion y motin suce-
dido en Aranjuez, yo no tengo dificultad en admitirla y en reconocer á V. A.R. como rey
de España. Deseo, pues, conferenciar con V. A. R. sobre este particular.


» La circunspeccion que de un mes á esta parte he guardado en este asunto debe con-
vencerá V. A, del apoyo que hallará en mí si jamas sucediese que facciones de cualquie-




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vuelta en Vitoria el dia 17 el mismo Savary, y la cual estaba concebida
en términos que era suficiente por sí sola á sacar de su error á los más
engañados. En efecto, la carta respondia á la última de Fernando, y en
parte tambiem á la que le había escrito en 11 de Octubre del año ante-
rior. Sembrada de verdades expresadas con cierta dureza, no se soltaba
en ella prenda que empeñase á Napoleon á cosa alguna: lo dejaba todo
en dudas, dando sólo esperanzas sobre el ansiado casamiento. Notába-
se con especialidad en su contexto el injurioso aserto que Fernando «no
tenía otros derechos al trono que los que le habia trasmitido su madre»;
frase altamente afrentosa al honor de la Reina, y no ménos indecorosa al
que la escribia que ofensiva á aquel á quien iba dirigida. Pero una car-
ta tan poco circunspecta, tan altanera y desembozada embelesó al canó-
nigo Escóiquiz, quien se recreaba con la vaga promesa del casamiento.
Por entónces vimos lo que escribia á un amigo suyo desde Vitoria, y le
faltaban palabras con que dar gracias al Todopoderoso por el feliz éxito
que la carta de Napoleon pronosticaba á su viaje. Realmente rayaba ya
en demencia su continuada obcecacion.


Savary, auxiliado con la carta, aumentó sus esfuerzos y concluyó con
decir al Rey: «Me dejo cortar la cabeza si al cuarto de hora de haber lle-
gado S. M. á Bayona no le ha reconocido el Emperador por rey de Espa-
ña y de las Indias..... Por sostener su empeño empezará probablemente
por darle el tratamiento de alteza; pero á los cinco minutos le dará ma-


ra especie viniesen á inquietarle en su trono. Cuando el rey Cárlos me participó los suce-
sos del mes de octubre próximo pasado, me causaron el mayor sentimiento, y me lisonjeo
de haber contribuido por mis instancias al buen éxito del asunto del Escorial. V. A. no es-
tá exento de faltas: basta para prueba la carta que me escribió y que siempre he querido
olvidar. Siendo rey, sabrá cuán sagrados son los derechos del trono; cualquier paso de un
príncipe hereditario cerca de un soberano extranjero es criminal. El matrimonio de una
princesa francesa con V. A. R. le juzgo conforme á los intereses de mis pueblos, y sobre
todo como una circunstancia que me uniria con nuevos vínculos á una casa á quien no
tengo sino motivos de alabar desde que subí al trono. V. A. R. debe recelarse de las con-
secuencias de las emociones populares: se podrá cometer algun asesinato sobre mis sol-
dados esparcidos; pero no conducirán sino á la ruina de España. He visto con sentimiento
que se han hecho circular en Madrid unas cartas del capitan general de Cataluña, y que
se ha procurado exasperar los ánimos. V. A. R. conoce todo lo interior de mi corazon ob-
servará que me hallo combatido por várias ideas, que necesitan fijarse; pero puede estar
seguro de que en todo caso me conduciré con su persona del mismo modo que lo he hecho
con el Rey, su padre. Esté V. A. persuadido de mi deseo de conciliarlo todo, y de encon-
trar ocasion de darle pruebas de mi afecto y perfecta estimacion. Con lo que ruego á Dios
os tenga, hermano mío, en su santa y digna guarda. En Bayona, á 16 de Abril de 1808.—
NAPOLEÓN.»— (Véase el Manifiesto de D. Pedro Cevallos.)




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jestad, y á los tres dias estará todo arreglado, y S. M. podrá restituirse á
España inmediatamente.....» Engañosas y pérfidas palabras, que acaba-
ron de decidir al Rey á proseguir su viaje hasta Bayona.


Sin embargo, hubo españoles más desconfiados ó cautos, que, no
dando crédito á semejantes promesas, propusieron varios medios para
que el Rey se escapase. Todavía hubiera podido conseguirse en Vitoria
ponerle en salvo, aunque los obstáculos crecian de dia en dia. Los fran-
ceses habian redoblado su vigilancia, y no contentos con los 4.000 hom-
bres que ocupaban á Vitoria, á las órdenes del general Verdier, habian
aumentado la guarnicion especialmente con caballería enviada de Búr-
gos. Savary tenía órden de arrebatar al Rey por fuerza en la noche del
18 al 19 si de grado no se mostraba dispuesto á pasar á Francia. Cuida-
doso de no faltar á su mandato, estando muy sobre aviso, hacia rondar
y observar la casa donde el Rey habitaba. A pesar de su esmerado ce-
lo, la evasion se hubiera fácilmente ejecutado á haberse Fernando re-
suelto á abrazar aquel partido. Don Mariano Luis de Urquijo, que habia
ido á Bilbao á cumplimentarle á su paso por Vitoria, propuso, de acuer-
do con el alcalde Urbina, un medio para que de noche se fugase disfra-
zado. Hubo tambien otros y varios proyectos, mas entre todos es digno
de particular mencion, como el mejor y más asequible, el propuesto por
el Duque de Mahon. Era, pues, que saliendo el Rey de Vitoria por el ca-
mino de Bayona, y dando confianza á los franceses con la direccion que
habria tomado, siguiera así hasta Vergara, en cuyo pueblo, abandonando
la carretera real, torciese del lado de Durango y se encaminase al puer-
to de Bilbao. Añadia el Duque que la evasion sería protegida por un ba-
tallon del Inmemorial del Rey, residente en Mondragon, y de cuya fideli-
dad respondia. Escóiquiz, con quien siempre nos encontrarémos cuando
se trate de alejar al Rey de Bayona y librarle de las armadas asechanzas,
dijo: «Que no era necesario, habiendo S. M. recibido grandes pruebas de
amistad de parte del Emperador.» Eran las grandes pruebas la consabida
carta. El de Mahon no por eso dejó de insistir la misma víspera de la sa-
lida para Bayona, habiéndose aumentado las sospechas de todos con la
llegada de 300 granaderos á caballo de la guardia imperial. Mas al que-
rer hablar, poniéndole la mano en la boca, pronunció Escóiquiz estas no-
tables palabras: «Es negocio concluido: mañana salimos para Bayona;
se nos han dado todas las seguridades que podíamos desear.»


Tratóse, en fin, de partir. Sabedor el pueblo, se agrupó delante del
alojamiento del Rey, cortó los tirantes de las mulas y prorumpió en vo-
ces de amor y lealtad para que el Rey escuchase sus fundados temores




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(16). Todo fué en vano. Apaciguándose el bullicio á duras penas, se pu-
blicó un decreto, en que afirmaba el Rey «estar cierto de la sincera y
cordial amistad del Emperador de los franceses, y que ántes de cuatro ó
seis dias darian gracias á Dios y á la prudencia de S. M. de la ausencia
que ahora les inquietaba.»


Partió el Rey de Vitoria el 19 de Abril, y en el mismo llegó á Irun, ca-
si solo, habiéndose quedado atras el general Savary, por habérsele des-
compuesto el coche. Se albergó en casa del Sr. Olazábal, sita fuera de la
villa, en donde habia de guarnicion un batallon del regimiento de Afri-
ca, decidido á obedecer rendidamente las órdenes de Fernando. La Pro-
videncia á cada paso parecia querer advertirle del peligro, y á cada pa-
so le presentaba medios de salvacion. Mas un ciego instinto arrastraba
al Rey al horroroso precipicio. Savary tuvo tal miedo de que la importan-
te presa se le escapase, á la misma sazon que ya la tenía asegurada, que
llegó á Irun asustado y despavorido.


El 20 cruzó el Rey y toda la comitiva el Bidasoa, y entró en Bayona
á las diez de la mañana de aquel día. Nadie le salió á recibir al camino
á nombre de Napoleon. Más allá de San Juan de Luz encontró á los tres
grandes de España, comisionados para felicitar al Emperador frances,
quienes dieron noticias tristes, pues la víspera por la mañana habian oí-
do al mismo de su propia boca que los Borbones nunca más reinarian en
España. Ignoramos por qué no anduvieron más diligentes en comunicar
al Rey el importante aviso, que podria descansadamente haberle alcan-
zado en Irún: quizá se lo impidió la vigilancia de que estaban cercados.
Abatió el ánimo de todos lo que anunciaron los grandes, echando tam-
bien de ver el poco aprecio que á Napoleon merecia el rey Fernando en
el modo solitario con que le dejaba aproximarse á Bayona, no habiendo
salido persona alguna elevada en dignidad á cumplimentarle y honrar-
le, hasta que á las puertas de la ciudad misma se presentaron con aquel


(16) El Rey, nuestro señor, haciendo el más alto aprecio de los deseos que el Empera-
dor de los franceses ha manifestado de disponer de la suerte del preso D. Manuel de Go-
doy, escribió desde luégo á S. M. I, mostrando su pronta y gustosa voluntad de complacer-
le asegurado S. M. de que el preso pasaria inmediatamente la frontera de España, y que
jamas volverla á entrar en ninguno de sus dominios.


El Emperador de los franceses ha admitido este ofrecimiento de S. M. y mandado al
gran duque de Berg que reciba el preso y le haga conducir á Francia con escolta segura.


La Junta de Gobierno, instruida de estos antecedentes y de la reiterada expresion de
la voluntad de S. M., mandó ayer al general, á cuyo cargo estaba la custodia del citado
preso, que lo entregase al oficial que destinase para su conduccion el gran Duque; dispo-
sicion que ya queda cumplida en todas sus partes. Madrid, 21 de Abril de 1808.




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objeto el Príncipe de Neufchatel y Duroc, gran mariscal de palacio. Ad-
miró en tanto grado á Napoleon ver llegar á Fernando, sin haberle espe-
cialmente convidado á ello, que al anunciarle un ayudante su próximo
arribo exclamó: «¿Cómo?..... ¿viene?..... no, no es posible.....» Aun no
conocia personalmente á los consejeros de Fernando.


Despues de la partida del Rey, prosiguiendo Murat en su principal
propósito de apoyar las intrigas que se preparaban en la enemistad y
despecho de los reyes padres, avivó la correspondencia que con ellos
habia entablado. Hasta entónces no habian conferenciado juntos, sien-
do sus ayudantes y la Reina de Etruria el conducto por donde se enten-
dian. Mucho desagradaron los secretos tratos de la última, á los que par-
ticularmente la arrastró el encendido deseo de conseguir un trono para
su hijo, aunque sus esfuerzos fueron vanos. En la correspondencia, des-
pues de ocuparse en el asunto que más interesaba á Murat y á su gobier-
no, esto es, el de la protesta de Cárlos IV, llamó á la Reina y á su espo-
so intensamente la atencion la desgraciada suerte de su amigo Godoy,
del pobre Príncipe de la Paz, con cuyo epíteto á cada paso se le denomi-
na en las cartas de María Luisa. Duda el discurso, al leer esta corres-
pondencia, si es más de maravillar la constante pasion de la Reina ó la
ciega amistad del Rey. Confundian ambos su suerte con la del desgra-
ciado, á punto que decía la Reina: «Si no se salva el Príncipe de la Paz
y si no se nos concede su compañía, morirémos el Rey, mi marido, y yo.»
Es digna de la atenta observacion de la historia mucha parte de aquella
correspondencia, y señaladamente lo son algunas cartas de la Reina ma-
dre. Si se prescinde del enfado y acrimonia con que están escritas cier-
tas cláusulas, da su contexto mucha luz sobre los importantes hechos de
aquel tiempo, y en él se pinta al vivo y con colores por desgracia harto
verdaderos el carácter de varios personajes de aquel tiempo. Posteriores
acontecimientos nos harán ver lastimosamente con cuánta verdad y co-
nocimiento de los originales trazó la reina María Luisa algunos de estos
retratos. Los reyes padres habian desde Marzo continuado en Aranjuez,
teniendo para su guardia tropas de la casa real. Tambien habia fuerza
francesa á las órdenes del general Watier, so color de proteger á los Re-
yes y continuar dando mayor peso á la idea de haberse ejercido contra
ellos particular violencia en el acto de la abdicacion. El 9 de Abril pa-
saron al Escorial por insinuacion de Murat, con el intento de aproximar-
los al camino de Francia. No tuvieron allí otra guardia más que la de las
tropas francesas y los carabineros reales.


En Madrid, apénas habia salido el Rey, cuando Murat pidió con




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ahinco á la Junta que se le entregase á D. Manuel Godoy, afirmando que
así se lo habia ofrecido Fernando la víspera de su partida en el cuarto de
la Reina de Etruria; asercion tanto más dudosa, cuanto si bien allí se en-
contraron, parece cierto que nada se dijeron, retenidos por no querer ni
uno ni otro ser el primero en romper el silencio. Resistiéndose la Junta
á dar libertad al preso, amenazó Murat con que emplearia la fuerza si al
instante no se le ponía en sus manos. Afanábase por ser dueño de Godoy,
considerándole necesario instrumento para influir en Bayona en las de-
terminaciones de los reyes padres, á quienes, por otra parte, en las pri-
meras vistas que tuvo con ellos en el Escorial uno de aquellos dias, les
habia prometido su libertad. La Junta se limitó por de pronto á mandar
al Consejo, con fecha del 13, que suspendiese el proceso intentado con-
tra D. Manuel Godoy hasta nueva órden de S. M., á quien se consultó por
medio de D. Pedro Cevallos. La posicion de la Junta realmente era muy
angustiada, quedando expuesta á la indignacion pública si le soltaba, ó
á las iras del arrebatado Murat si lo retenia. Don Pedro Cevallos contes-
tó desde Vitoria que se habia escrito al Emperador ofreciendo usar con
Godoy de generosidad, perdonándole la vida en caso de que fuese con-
denado á la pena de muerte. Bastóle esta contestacion á Murat para in-
sistir en 20 de Abril en la soltura del preso, con el objeto de enviarle á
Francia, y con engaño y despreciadora befa decia á su nombre el gene-
ral Belliard en su oficio (17): «El gobierno y la nacion española sólo ha-


(17) Oficio del general Belliard á la Junta de Gobierno (Véase la Memoria de Ofá-
rril y Azanza).


«Habiendo S. M. el Emperador y Rey manifestado á S. A. el gran Duque de Berg que
el Príncipe de Astúrias acababa de escribirle diciendo que le hacia dueño de la suerte
del Príncipe de la Paz», S. A. me encarga en consecuencia que entere á la Junta de las
intenciones del Emperador, que le reitera la órden de pedir la persona de este príncipe y
de enviarle á Francia.


» Puede ser que esta determinacion de S. A. R. el Príncipe de Astúrias no haya lle-
gado todavía á la Junta. En este caso se deja conocer que S. A. R. habrá esperado la res-
puesta del Emperador; pero la Junta comprenderá que el responder al Príncipe de Astú-
rias seria decidir una cuestion muy diferente, y ya es sabido que S. M. I. no puede reco-
nocer sino á Cárlos IV.


» Ruego, pues, á la Junta se sirva tomar esta nota en consideracion, y tener la bon-
dad de instruirme sobre este asunto, para dar cuenta á S. A. I. el gran Duque de la deter-
minacion que tomas.


» El gobierno y la nacion española sólo hallará en esta resolucion de S. M. I. nuevas
pruebas del interes que toma por la España; porque, alejando al Príncipe de la Paz, quie-
re quitar á la malevolencia los medios de creer posible que Cárlos IV volviese el poder y
su confianza al que debe haberla perdido para siempre; y por otra parte la Junta de Go-




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llarán en esta resolucion de S. M. I. nuevas pruebas del interes que to-
ma por la España, porque alejando al Príncipe de la Paz quiere quitar
á la malevolencia los medios de creer posible que Cárlos IV volviese el
poder y su confianza al que debe haberla perdido para siempre.» ¡Así
se escribia á una autoridad puesta por Fernando y que no reconocia á
Cárlos IV! La Junta accedió á lo último á la demanda de Murat, habién-
dose opuesto con firmeza el ministro de Marina, D. Francisco Gil y Lé-
mus. Mucho se motejó la condescendencia de aquel cuerpo; sin embar-
go, eran tales y tan espinosas las circunstancias, que con dificultad se
hubiera podido estorbar con éxito la entrega de D. Manuel Godoy. Acor-
dada que ésta fué, se dieron las convenientes órdenes al Marqués de
Castelar, quien, ántes de obedecer, temeroso de algun nuevo artificio de
los franceses, pasó á Madrid á cerciorarse de la verdad de boca del mis-
mo Infante, presidente. El pundonoroso general, al oir la confirmacion
de lo que tenía por falso, hizo dejacion de su destino, suplicando que no
fuesen los guardias de Corps quienes hiciesen la entrega, sino los gra-
naderos provinciales. El bueno del Infante le replicó que «en aquella
entrega consistia el que su sobrino fuese rey de España»; á cuya pode-
rosa razon cedió Castelar, y puso en libertad al preso Godoy á las 11 de
la noche del mismo dia 20, entregándole en manos del coronel frances
Martel. Sin detencion tomaron el camino de Bayona, adonde llegó Go-
doy con la escolta francesa el 26, habiéndosele reunido poco despues su
hermano don Diego. Se albergó aquél en una quinta que le estaba pre-
parada á una legua de la ciudad, y á poco tuvo con Napoleon una larga
conferencia. El Rey, si bien no desaprobó la conducta de la Junta, tam-
poco la aplaudió, elogiando de propósito al Consejo, que se habia opues-
to á la entrega. En asunto de tanta gravedad procuraron todos sincerar su
modo de proceder; entre ellos se señaló el Marqués de Castelar, aprecia-
ble y digno militar, quien envió para informar al Rey no ménos que á tres
sujetos: á su segundo, el brigadier D. José Palafox, á su hijo, el Marqués
de Belveder, y al ayudante Butron. Así, y como milagrosamente, se libró
Godoy de una casi segura y desastrada muerte.


En todos aquellos dias no habia cesado Murat de incomodar y aco-
sar á la Junta con sus quejas é infundadas reclamaciones. El 16 habia


bierno hace ciertamente justicia á la nobleza de los sentimientos de S. M. el Emperador,
que no quiere abandonar á su fiel aliado.


» Tengo el honor de ofrecer á la Junta las seguridades de mi alta consideracion.— El ge-
neral y jefe del estado mayor general, AUGUSTO BELLIARD.— Madrid, 20 de Abril de l808».




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llamado á Ofárril para lamentarse con acrimonia, ó ya de asesinatos, ó
ya de acopios de armas que se hacian en Aragon. Eran éstos meros pre-
textos para encaminar su plática á asunto más serio. Al fin le declaró el
verdadero objeto de la conferencia. Era, pues, que el Emperador no re-
conocía en España otro rey sino á Cárlos IV, y que habiendo para ello
recibido órdenes suyas, iba á publicar una proclama, que manuscrita le
dió á leer. Se suponia extendida por el Rey padre, asegurando en ella
haber sido forzada su abdicacion, como así se lo habia comunicado á su
aliado el Emperador de los franceses, con cuya aprobacion y arrimo vol-
veria á sentarse en el trono. Absorto Ofárril con lo que acababa de oir,
informó de ello á la Junta, la cual de nuevo comisionó al mismo, en com-
pañía de Azanza, para apurar más y más las razones y el fundamento
de tan extraña resolucion. Murat, acompañado del Conde de Laforest,
se mantuvo firme en su propósito, y sólo consintió en aguardar la últi-
ma contestacion de la Junta, que, verbalmente y por los mismos encar-
gados, respondió : «1.º Que Cárlos IV, y no el gran Duque, debia comu-
nicarle su determinacion. 2.º Que comunicada que le fuese, se limitaria
á participarla á Fernando VII. Y 3.º Pedia que, estando Cárlos IV próxi-
mo á salir para Bayona, se guardase el mayor secreto y no ejerciese du-
rante el viaje ningun acto de soberanía.» En seguida pasó Murat al Es-
corial, y poniéndose de acuerdo con los reyes padres, escribió Cárlos IV
á su hermano el infante D. Antonio una carta (18), en la que aseguraba


(18) Carta remitiendo la protesta al Emperador y Rey.
«Hermano y señor: V. M. sabrá ya con sentimiento el suceso de Aranjuez y sus resul-


tas, y no dejará de ver sin algun tanto de interes á un rey, que forzado á abdicar la coro-
na, se echa en los brazos de un gran monarca su aliado, poniéndose en todo y por todo á
su disposicion, pues que es el único que puede hacer su dicha, la de toda su familia y la
de sus fieles y amados vasallos….. Heme visto obligado á abdicar; pero seguro en el día y
lleno de confianza en la magnanimidad y genio del grande hombre que siempre se ha ma-
nifestado mi amigo, he tomado la resolucion de dejar á su arbitrio lo que se sirviese hacer
de nosotros, mi suerte, la de la Reina….. Dirijo á V. M. I. una protesta contra el aconte-
cimiento de Aranjuez y contra mi abdicacion. Me pongo y confio enteramente en el cora-
zon y amistad de V. M. I. Con esto ruego á Dios que os mantenga en su santa y digna guar-
da.— Hermano y señor: de V. M. I. su afectísimo hermano y amigo.— CÁRLOS.»


Reiteracion de la protesta dirigida al Sr. infante D. Antonio.
«Muy amado hermano: El 19 del mes pasado he confiado á mi hijo un decreto de ab-


dicacion En el mismo dia extendi una protesta contra el decreto, dado en medio del tu-
multo y forzado por las críticas circunstancias..... Hoy, que la quietud está restablecida;
que mi protesta ha llegado á las manos de mi augusto amigo y fiel aliado el Emperador de
los franceses y Rey de Italia, que es notorio que mi hijo no ha podido lograr que le reco-




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haber sido forzada su abdicacion del 19 de Marzo, y que en aquel mismo
dia habia protestado solemnemente contra dicho acto. Ahora reiteraba
su primera declaracion, confirmando provisionalmente á la Junta en su
autoridad, como igualmente á todos los empleados nombrados desde el
19 de Marzo último, y anunciaba su próxima salida para ir á encontrar-
se con su aliado el Emperador de los franceses. Es digno de reparo que
en aquella carta expresase Cárlos IV haber protestado solemnemente el
19, cuando despues dató su protesta del 21, cuya fecha ya ántes adver-
timos envolvia contradiccion con cartas posteriores escritas por el mis-
mo Monarca. Prueba notable y nueva de la precipitacion con que en todo
se procedió, y del poco concierto que entre sí tuvieron los que arregla-
ron aquel negocio; puesto que, fuera la protesta extendida en el dia de
la abdicacion ó fuéralo despues, siendo Cárlos IV y sus confidentes los
dueños y únicos sabedores de su secreto, hubieran, por lo ménos, debido
coordinar unas fechas cuya contradiccion habia de desautorizar acto de
tanta importancia, mayormente cuando la legitimidad ó fuerza de la pro-
testa no dimanaba de que se hubiese realizado el 19, el 21 ó el 23, sino
de la falta de libre voluntad con que aseguraban ellos habia sido dada la
abdicacion. Respecto de lo cual, como se habia verificado en medio de
conmociones y bullicios populares, sólo Cárlos IV era el único y com-
petente juez, y no habiendo variado su situacion en los tres dias sucesi-
vos á punto que pudiera atribuirse su silencio á completa conformidad,
siempre estaba en el caso de alegar fundadamente que, cercado de los
mismos riesgos, no habia osado extender por escrito un acto que, descu-
bierto, hubiera sobremanera comprometido su persona y la de su espo-
sa. En nada de eso pensaron; creyeron de más, al parecer, detenerse en
cosas que imaginaron leves, bastándoles la protesta para sus premedi-
tados fines. Cárlos IV, despues de haber remitido igual acto á Napoleon,
en compañía de la Reina y de la hija del Príncipe de la Paz se puso en
camino para Bayona el 25 de Abril, escoltado por tropas francesas y ca-


nozca bajo ese titulo….. declaro solemnemente que el acto de la abdicacion que firmé el
día 19 del pasado mes de Marzo es nulo en todas sus partes; y por eso quiero que hagais
conocer á todos mis pueblos que su buen rey, amante de sus vasallos, quiere consagrar lo
que le queda de vida en trabajar para hacerlos dichosos. Confirmo provisionalmente en
sus empleos de la Junta actual de gobierno los individuos que la componen, y todos los
empleos civiles y militares que han sido nombrados desde el 19 del mes de Marzo últi-
mo. Pienso en salir luégo al encuentro de mi augusto aliado, despues de lo cual trasmiti-
ré mis últimas órdenes á la Junta. San Lorenzo, á 17 de Abril de 1808.— YO EL REY.— A
la Junta superior de Gobierno.»




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rabineros reales, los mismos que le habian hecho la guardia en el Esco-
rial. Fácil es figurarse cuán atribulados debieron quedar el Infante y la
Junta con novedades que oscurecian y encapotaban más y más el hori-
zonte político.


La salida de Godoy, las conferencias de Murat con los reyes padres,
la arrogancia y modo de explicarse de gran parte de los oficiales france-
ses y de su tropa, aumentaban la irritacion de los ánimos, y á cada pa-
so corria riesgo de alterarse la tranquilidad pública de Madrid y de los
pueblos que ocupaban los extranjeros. Un incidente agravó en la capi-
tal estado tan crítico. Murat habia ofrecido á la Junta guardar reservada
la protesta de Cárlos IV; pero á pesar de su promesa no tardó en faltar á
ella, ó por indiscrecion propia, ó por el mal entendido celo de sus sub-
alternos. El dia 20 de Abril se presentó al Consejo el impresor Eusebio
Álvarez de la Torre para avisarle que dos agentes franceses habian esta-
do en su casa con el objeto de imprimir una proclama de Cárlos IV. Ya
habia corrido la voz por el pueblo, y en la tarde hubiera habido una gran-
de conmocion, si el Consejo de antemano no hubiese enviado al alcalde
de casa y córte, D. Andres Romero, quien sorprendió á los dos franceses
Funiel y Ribat con las pruebas de la proclama. Quiso el juez arrestarlos;
mas ni consintieron ellos en ir voluntariamente, ni en declarar cosa al-
guna sin órden prévia de su jefe el general Grouchy, gobernador frances
de Madrid. Impaciente el pueblo, se agolpó á la imprenta, y temiendo el
Alcalde que al sacarlos fuesen dichos franceses víctimas del furor popu-
lar, los dejó allí arrestados hasta la determinacion del Consejo, el cual,
no osando tomar sobre sí la resolucion, acudió á la Junta, que, no que-
riendo tampoco comprometerse, dispuso ponerlos en libertad, exigiendo
solamente de Murat nueva promesa de que en adelante no se repetirian
iguales tentativas. Tan débiles é irresolutas andaban las dos autoridades
en quienes se libraba entónces la suerte y el honor nacional. La libertad
de Godoy y el caso sucedido en la imprenta, al parecer poco importan-
te, fueron acontecimientos que muy particularmente indispusieron el es-
píritu público contra los franceses. En el último claramente aparecia el
deseo de reponer en el trono á Cárlos IV, y renovar así las crueles y re-
cientes llagas del anterior reinado; y con el primero se arrancaba de ma-
nos de la justicia y se daba suelta al objeto odiado de la nacion entera.


No se circunscribia á Madrid la pública inquietud. En Toledo el dia
21 de Abril se turbó tambien la tranquilidad por la imprudencia del ayu-
dante general Marcial Tomas, que habia salido enviado á aquella ciu-
dad con el objeto de disponer alojamientos para la tropa francesa. Ex-




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plicábase sin rebozo contra el alzamiento de Fernando VII, afirmando
que Napoleon había decidido restablecer en el trono á Cárlos IV. Espar-
cidos por el vecindario semejantes rumores, se amotinó el pueblo, aga-
villándose en la plaza de Zocodover, y paseando armado por las calles
el retrato de Fernando, á quien todos tenian que saludar ó acatar, fueran
franceses ó españoles. La casa del corregidor, D. José Joaquin de San-
ta María, y las de los particulares D. Pedro Segundo y D. Luis del Casti-
llo fueron acometidas, y públicamente quemados sus muebles y efectos,
achacándose á estos sujetos afecto al valido y á Cárlos IV; crímen entón-
ces muy grave en la opinion popular. Duró el tumulto dos dias. Le apaci-
guó el Cabildo y la llegada del general Dupont, quien, con la suficiente
fuerza, pasó el 26 de Aranjuez á aquella ciudad. Iguales ruidos y alboro-
tos hubo en Búrgos por aquellos dias, de resultas de haber detenido los
franceses á un correo español. El intendente, Marqués de la Granja, es-
tuvo muy cerca de perecer á manos del populacho, y hubo con esta oca-
sion varios heridos.


Apoyado en aquellos tumultos, provocados por la imprudencia ú osa-
día francesa, y seguro por otra parte de que Fernando habia atravesa-
do la frontera, levantó Murat su imperioso y altanero tono, encareciendo
agravios é importunando con sus peticiones. Guardaba con la Junta, au-
toridad suprema de la nacion, tan poco comedimiento, que en ocasiones
graves procedia sin contar con su anuencia. Asi fué que queriendo Bo-
naparte congregar en Bayona una diputacion de españoles, para que en
tierra extraña tratase de asuntos interiores del reino, á manera de la que
ántes habia reunido en Leon respecto de Italia; y habiendo Murat comu-
nicado dicha resolucion á la Junta gubernativa, á fin de que nombrase
sujetos y arreglase el modo de convocacion; al tiempo que ésta, en me-
dio de sus angustias, entraba en deliberacion acerca de la materia, lle-
gó á su noticia que el gran duque Murat habia, por sí, escogido al intento
ciertas personas, quienes, rehusando pasar á Francia sin órden ó pasa-
porte de su gobierno, le obligaron á dirigirse á la misma Junta para ob-
tenerlos. Diólos aquélla, creciendo en debilidad á medida que el frances
crecia en insolencia.


Más adelante volverémos á hablar de la reunion que se indicaba pa-
ra Bayona. Ahora conviene que paremos nuestra atencion en la conduc-
ta de la Junta suprema, autoridad que quedó al frente de la nacion, y la
gobernó hasta que grandes y gloriosos levantamientos limitaron su fla-
ca dominacion á Madrid y puntos ocupados por los franceses. A pesar
de no haber sido su mando muy duradero, varió en su composicion, ya




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por el número de sujetos que despues se le agregaron, ya por la mudan-
za y alteracion sustancial que experimentó al entrar Murat á presidir-
la. Nos ceñirémos por de pronto al espacio de su gobernacion, que com-
prende hasta los primeros días de Mayo, en cuyo tiempo se componia de
las personas ántes indicadas, bajo la presidencia del infante D. Antonio,
asistiendo con frecuencia á sus sesiones el Príncipe de Castel-Franco,
el Conde de Montarco y D. Arias Mon, gobernador del Consejo. Se agre-
garon en 1.º de Mayo, por resolucion de la misma Junta, todos los presi-
dentes y decanos de los Consejos, y se nombró por secretario al Conde
de Casa-Valencia. En su difícil y ardua posicion, hostigada de un lado
por un jefe extranjero impetuoso y altivo, y reprimida de otro con las in-
certidumbres y contradicciones de los que habían acompañado al Rey á
Bayona, puede encontrar disculpa la flojedad y desmayo con que gene-
ralmente obró durante todos aquellos dias. Hubiérase tambien achaca-
do su indecision al modo restricto con que Fernando la había autoriza-
do á su partida, si D. Pedro Cevallos no nos hubiera dado á conocer que,
para acudir al remedio de aquel olvido ó falta de prevision, se le habia
enviado á dicha Junta desde Bayona una Real órden para «que ejecuta-
se cuanto convenia al servicio del Rey y del reino, y que al efecto usa-
se de todas las facultades que S. M. desplegaria si se hallase dentro de
sus estados.» Parece ser que el decreto fué recibido por la Junta, y en
verdad que con él tenía ancho campo para proceder sin trabas ni mira-
miento. Sin embargo, constante en su timidez é irresolucion, no se atre-
vió á tomar medida alguna vigorosa sin consultar de nuevo al Rey. Fue-
ron despachados con aquel objeto á Bayona D. Evaristo Perez de Castro
y don José de Zayas: llegó el primero sin tropiezo á su destino; detúvose
el segundo en la raya. Susurróse entónces que una persona bien entera-
da del itinerario del último lo habia revelado para entorpecer su mision:
no fué así con Perez de Castro, quien encubrió á todos el camino ó ex-
traviada vereda que llevaba. La Junta remitia por dichos comisionados
cuatro preguntas, acerca de las cuales pedia instrucciones: «1.ª Si con-
venia autorizar á la Junta á sustituirse, en caso necesario, en otras perso-
nas, las que S. M. designase, para que se trasladasen á paraje en que pu-
diesen obrar con libertad, siempre que la Junta llegase á carecer de ella.
2.ª Si era la voluntad de S. M. que empezasen las hostilidades, el modo
y tiempo de ponerlo en ejecucion. 3.ª Si debia ya impedirse la entrada
de nuevas tropas francesas en España, cerrando los pasos de la frontera.
4.ª Si S. M. juzgaba conducente que se convocasen las Córtes, dirigien-
do su real decreto al Consejo, y en defecto de éste (por ser posible que al




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llegar la respuesta de S. M: no estuviera ya en libertad de obrar), á cual-
quiera chancillería ó audiencia del reino.»


Preguntas eran éstas con que más bien daba indicio la Junta de que-
rer cubrir su propia responsabilidad que de desear su aprobacion. Con
todo, habiendo dentro de su seno individuos sumamente adictos al bien
y honor de su patria, no pudieron ménos de acordarse con oportunidad
algunas resoluciones que, ejecutadas con vigor, hubieran, sin duda, in-
fluido favorablemente en el giro de los negocios. Tal fué la de nombrar
una junta que sustituyese la de Madrid, llegado el caso de carecer és-
ta de libertad. Propuso tan acertada providencia el firme y respetable D.
Francisco Gil y Lémus, impelido y alentado por una reunion oculta de
buenos patriotas que se congregaban en casa de su sobrino D. Felipe Gil
Taboada. Fueron los nombrados para la nueva junta el Conde de Ezpele-
ta, capitan general de Cataluña, que debia presidirla; D. Gregorio Gar-
cía de la Cuesta, capitan general de Castilla la Vieja; el teniente general
D. Antonio de Escaño, D. Gaspar Melchor de Jovellanos, y en su lugar,
y hasta tanto que llegase de Mallorca, D. Juan Perez Villamil, y D. Feli-
pe Gil Taboada. El punto señalado para su reunion era Zaragoza, y el úl-
timo de los nombrados salió para dicha ciudad en la mañana misma del
aciago 2 de Mayo, en compañía de D. Damian de la Santa, que debia ser
secretario. Luégo veremos cómo se malogró la ejecucion de tan oportu-
na medida.


Los individuos que en la Junta de Madrid propendian á no exponer á
riesgo sus personas abrazando un activo y eficaz partido, se apoyaban en
el mismo titubear de los ministros y consejeros de Bayona, quienes, ni
entre sí andaban acordes, ni sostenian con uniformidad y firmeza lo que
una vez habian determinado. Hemos visto ántes cómo don Pedro Ceva-
llos había expedido un decreto autorizando á la Junta para que obrase
sin restriccion ni traba alguna; de lo que hubiéramos debido inferir cuán
resuelto estaba á sobrellevar con fortaleza los males que de aquel de-
creto pudieran originarse á su persona y á los demas españoles que ro-
deaban al Rey. Pues era tan al contrario, que el mismo D. Pedro envió á
decir á la Junta, en 23 de Abril, por D. Justo Ibarnavarro, oidor de Pam-
plona, que llegó á Madrid en la noche de 29 (19), «que no se hiciese no-
vedad en la conducta tenida con los franceses, para evitar funestas con-


(19) Illmo. Sr.: Al fólio 33 del manifiesto del Consejo se dice que se presentó un oi-
dor del de Navarra, disfrazado, que había logrado introducirse en la habitacion del Sr. D.
Fernando VII, y traia instrucciones verbales de S. M., reducidas á estrechos encargos y




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secuencias contra el Rey y cuantos españoles (porque no se olvidaban)
acompañaban á S. M.» El mencionado oidor, despues de contar lo que


deseos de que se siguiese el sistema de amistad y armonia con los franceses. Las con-
sideraciones que debo á esa supremo tribunal por haber suprimido mi nombre y lo más
esencial de la comision sólo con el objeto de evitar que padeciese mi persona, sujeta al
tiempo de la publicacion, á la dominacion francesa, exigen mi gratitud y reconocimien-
to, y así pido á V. S. I. que se lo haga presente; pero ahora que aunque á costa de dificul-
tades y contingencias me veo en este pueblo libre de todo temor, juzgo preciso que sepa
el público mi mision en toda su extension.


«Hallábame yo en Bayona con otros ministros de los tribunales de Navarra cuando
llegó el Rey á aquella ciudad: no tardó muchas horas el Emperador de los franceses en
correr el velo que ocultaba su misteriosa conducta; hizo saber á cara descubierta á S. M.
el escandaloso é inesperado proyecto de arrancarle violentamente la corona de España;
y persuadido sin duda de que á su más pronto logro convenía estrechar al Rey por todos
medios, uno de los que primero puso en ejecucion fué la interceptacion de correos. Dia-
riamente se expedian extraordinarios; pero la garantia del derecho de las gentes no era un
sagrado que los asegurase contra las tropelias de un gobierno acostumbrado á no escru-
pulizar en la eleccion de los medios para realizar sus depravados fines: en estas circuns-
tancias creyó S. M. preciso añadir nuevos y desconocidos conductos de comunicacion con
la Junta suprema, presidida por el infante D. Antonio, y me honró con la confianza de que
fuese yo el que, pasando á esa capital, la informase verbalmente de los sucesos ocurridos
en aquellos tres primeros aciagos días. Salí á su virtud de Rayona sobre las seis de la tar-
de del 23, y llegué á esta villa por caminos y sendas extraviadas, no sin graves peligros y
trabajos, al anochecer del 29 de Abril: inmediatamente me dirigí á la Junta y anuncián-
dola la Real órden dije: «que el Emperador de los franceses queria exigir imperiosamen-
te del Rey D. Fernando VII que renunciase por si y en nombre de la familia toda de los
Borbones, el trono de España y todos sus dominios en favor del mismo Emperador y de
su dinastía, prometiéndole en recompensa el reino de Etruria; y que la comitiva que ha-
bia acompañado á S. M. hiciese igual renuncia en representacion del pueblo español; que
desentendiéndose S. M. I. y R. de la evidencia con que se demostró que ni el Rey ni la
comitiva podían ni debian en justicia accederá tal renuncia, y despreciando las amargas
quejas que se le dieron por haber sido conducido S. M. á Bayona con el engaño y perfidia
que carecen de ejemplo, tanto más execrables, cuanto que iban encubiertos con el sagra-
do titulo de amistad y utilidad reciproca, alanzadas en palabras las más decisivas y termi-
nantes, insistia en ella sin otras razones que dos pretextos indignos de pronunciarse por
un soberano que no haya perdido todo respeto á la moral de los gabinetes y aquella buena
fe que forma el vinculo de las naciones; reducidos el primero á que su política no le per-
mitia otra cosa, pues que su persona no estaba segura miéntras que alguno de los Borbo-
nes, enemigos de su casa, reinase en una nacion poderosa; y el segundo á que no era tan
estúpido que despreciase la ocasion tan favorable que se le presentaba de tener un ejér-
cito formidable dentro de España, ocupadas sus plazas y puntos principales, nada que te-
mer por la parte del Norte, y en su poder las persnaas del Rey y del señor infante D. Cár-
los; ventajas todas bien dificiles para que se las ofreciesen los tiempos venideros. Que con
la idea de procurar dila ciones y sacar de ellas el mejor partido posible se habia pasado
una nota, dirigida á que se autorizase un sujeto que explicase sus intenciones por escrito;




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pasaba en Bayona, tambien anunció, de parte de S. M., «que estaba re-
suelto á perder primero la vida que á acceder á una inicua renuncia…..
y que con esta seguridad procediese la Junta»; asercion algun tanto in-
compatible con el encargo de D. Pedro Cevallos. Siendo tan grande la
vacilacion de todos, siendo tantas y tan frecuentes sus contradicciones,
fué más fácil que despues cada uno descargase su propia responsabi-
lidad, echándose recíprocamente la culpa. Por consiguiente, si en este
primer tiempo procedió la Junta de Madrid con duda y perplejidad, las
circunstancias eran harto graves para que no sea disimulable su inde-
cisa y á veces débil conducta, examinándola á la luz de la rigurosa im-
parcialidad.


La fuerte y hostil posicion de los franceses era tambien para desalen-
tar al hombre más brioso y arrojado. Tenían en Madrid y sus alrededores
25.000 hombres, ocupando el Retiro con numerosa artillería. Dentro de
la capital estaba la guardia imperial de á pié y de á caballo, con una divi-
sion de infantería, mandada por el general Musnier, y una brigada de ca-
ballería. Las otras divisiones del cuerpo de observacion de las costas del
Océano, á las órdenes del mariscal Moncey, se hallaban acantonadas en


pero que cuando el Emperador se obstinase en no retroceder, estaba S. M. resuelto á per-
der primero la vida que acceder á tan inicua renuncia: que con esta seguridad y firme in-
teligencia procediese la Junta en sus deliberaciones. Y concluí añadiendo que habiendo
preguntado yo voluntariamente al señor D. Pedro Cevallos, al despedirme de S. E., si pre-
vendría algo á la Junta sobre la conducta que debiera observar con los franceses, me res-
pondió que, aunque la comision no comprendia este punto, podia decir que estaba acor-
dado por la regla general que por entónces no se hiciese novedad, porque era de temer de
lo contrario que resultasen funestas consecuencias contra el Rey, el Sr. Infante y cuantos
españoles se hallaban acompañando á S. M., y el reino se arriesgaba descubriendo ideas
hostiles ántes que estuviese preparado para sacudir el yugo de la opresion.» V. S. I. sabe
que con esas mismas ó semejantes expresiones lo expuse todo, no sólo en la noche del 29,
si tambien en la inmediata del 30 de Abril, en que quiso S. A. el Sr. infante D. Antonio
que asistiese yo á la sesion que se celebró en ella, compuesta, á más de los señores indi-
viduos de la Junta suprema, de todos los presidentes de los tribunales y de dos ministros
de cada uno, con el doble objeto de que todos se informasen de mi comision, y yo de las
novedades de aquel día y damas de que se tratase, á fin de que diese cuenta de todo á. S.
M. en Bayona, adonde regresé la tarde del 6 de Mayo, con continuos riesgos y sobresal-
tos, que se aumentaron á mi salida; y pues es, á mi parecer, muy debido que no se ignore
este rasgo heroico del carácter firme de nuestro amado soberano, y yo tampoco debo pres-
cindir de que conste del modo más auténtico el exacto cumplimiento y desempeño de mi
comision en todas sus partes, ruego á V. I. y al Consejo que, no hallando inconveniente,
mande insertar este papel en la Gaceta y Diario de esta córte. Dios guarde á V. S. I. mu-
chos años. Madrid, 27 de Setiembre de 1808.— JUSTO MARÍA IBARNAVARRO.— Illmo. Sr. D.
Antonio Arias Mon y Velarde.




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Fuencarral, Chamartin, convento de San Bernardino, Pozuelo y la Casa de
Campo. En Aranjuez, Toledo y el Escorial habia divisiones del cuerpo de
Dupont; de suerte que Madrid estaba ocupado y circundado por el ejérci-
to extranjero, al paso que la guarnicion española constaba de poco más de
3.000 hombres, habiéndose insensiblemente disminuido desde los acon-
tecimientos de Marzo. Mas el vecindario, en lugar de contener y reprimir
su disgusto, lo manifestaba cada dia más á cara descubierta y sin poner
ya límites á su descontento. Eran extraordinarias la impaciencia y la agi-
tacion, y ora delante de la imprenta Real para aguardar la publicacion de
una gaceta, ora delante de la casa de correos para saber noticias, se veian
constantemente grupos de gente de todas clases. Los empleados dejaban
sus oficinas, los operarios sus talleres, y hasta el delicado sexo sus caseras
ocupaciones, para acudir á la Puerta del Sol y sus avenidas, ansiosos de
satisfacer su noble curiosidad; interes loable y señalado indicio de que el
fuego patrio no se habia aún extinguido en los pechos españoles.


Murat, por su parte, no omitia ocasion de ostentar su fuerza y sus re-
cursos para infundir pavor en el ánimo de la desasosegada multitud. To-
dos los domingos pasaba revista de sus tropas en el paseo del Prado,
despues de haber oido misa en el convento de Carmelitas descalzos, ca-
lle de Alcalá. La demostracion religiosa, acompañada de la estrepitosa
reseña, léjos de conciliar los ánimos ó de arredrarlos, los llenaba de en-
fado y enojo. No se creia en la sinceridad de la primera, tachándola de
impío fingimiento, y se veia en la segunda el deliberado propósito de in-
sultar y de atemorizar con estudiada apariencia á los pacíficos, si bien
ofendidos, moradores. De una y otra parte fué creciendo la irritacion,
siendo por ambas extremada. El español tenía á vilipendio el orgullo y
desprecio con que se presentaba el extranjero, y el soldado frances, te-
meroso de una oculta trama, anhelaba por salir de su situacion penosa,
vengándose de los desaires que con frecuencia recibia. A tal punto ha-
bia llegado la agitacion y la cólera, que al volver Murat el domingo 1.º
de Mayo de su acostumbrada revista, y á su paso por la Puerta del Sol,
fué escarnecido y silbado, con escándalo de su comitiva, por el numero-
so pueblo que allí á la sazon se encontraba. Semejante estado de cosas
era demasiado violento para que se prolongase sin haber de ambas par-
tes un abierto y declarado rompimiento. Sólo faltaba oportuna ocasion,
la cual desgraciadamente se ofreció muy luégo.


El 30 de Abril presentó Murat una carta de Cárlos IV para que la
Reina de Etruria y el infante don Francisco pasasen á Bayona. Se opu-
so la Junta á la partida del Infante, dejando á la Reina que obrase segun




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su deseo. Reiteró Murat el 1.º de Mayo la demanda acerca del Infante,
tomando á su cuidado evitar á la Junta cualquiera desazon ó responsa-
bilidad. Tratóse largamente en ella si se habia ó no de acceder; los pa-
receres anduvieron muy divididos, y hubo quien propuso resistir con la
fuerza. Consultóse acerca del punto con D. Gonzalo Ofárril, como mi-
nistro de la Guerra, quien trazó un cuadro en tal manera triste, si bien
cierto, de la situacion de Madrid, apreciada militarmente, que no sólo
arrastró á su opinion á la mayoría, sino que tambien se convino en conte-
ner con las fuerzas nacionales cualquiera movimiento del pueblo. Hasta
ahora la Junta habia sido débil é indecisa; en adelante, ménos atenta á
sus sagrados deberes, irá poco á poco uniéndose y estrechándose con el
orgulloso invasor. Resuelto, pues, el viaje de la Reina de Etruria confor-
me á su libre voluntad, y el del infante D. Francisco por consentimiento
de la Junta, se señalo la mañana siguiente para su partida.


Amaneció, en fin, el 2 de Mayo, dia de amarga recordacion, de luto y
desconsuelo, cuya dolorosa imágen nunca se borrará de nuestro afligido
y contristado pecho. Un présago é inexplicable desasosiego pronostica-
ba tan aciago acontecimiento, ó ya por aquel presentir oscuro que á ve-
ces antecede á las grandes tribulaciones de nuestra alma, ó ya más bien
por la esparcida voz de la próxima partida de los infantes. Esta voz, y la
suma inquietud excitada por la falta de dos correos de Francia, habian
llamado desde muy temprano á la plazuela de Palacio numeroso concur-
so de hombres y mujeres del pueblo. Al dar las nueve subió en un co-
che, con sus hijos, la Reina de Etruria, mirada más bien como princesa
extranjera que como propia, y muy desamada por su contínuo y secre-
to trato con Murat: partió sin oponérsele resistencia. Quedaban todavía
dos coches, y al instante corrió por la multitud que estaban destinados
al viaje de los dos infantes don Antonio y D. Francisco. Por instantes
crecia el enojo y la ira, cuando al oir de la boca de los criados de pala-
cio que el niño D. Francisco lloraba y no queria ir, se enternecieron to-
dos, y las mujeres prorumpieron en lamentos y sentidos sollozos. En es-
te estado, y alterados más y más los ánimos, llegó á palacio el ayudante
de Murat Mr. Augusto Lagrange, encargado de ver lo que allí pasaba,
y de saber si la inquietud popular ofrecia fundados temores de alguna
conmocion grave. Al ver al ayudante, conocido como tal por su particu-
lar uniforme, nada grato á los ojos del pueblo, se persuadió éste que era
venido allí para sacar por fuerza á los infantes. Siguióse un general su-
surro, y al grito de una mujerzuela: Que nos los llevan, fué embestido
Mr. Lagrange por todas partes, y hubiera perecido á no haberle escuda-




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do con su cuerpo el oficial de walonas D. Miguel Desmaisieres y Florez;
mas subiendo de punto la gritería, y ciegos todos de rabia y desespera-
cion, ambos iban á ser atropellados y muertos si afortunadamente no hu-
biera llegado á tiempo una patrulla francesa, que los libró del furor de
la embravecida plebe. Murat, prontamente informado de lo que pasaba,
envió sin tardanza un batallon con dos piezas de artillería; la proximidad
á palacio de su alojamiento facilitaba la breve ejecucion de su órden. La
tropa francesa, llegada que fué al paraje de la reunion popular, en vez de
contener el alboroto en su orígen, sin prévio aviso ni determinacion an-
terior, hizo una descarga sobre los indefensos corrillos, causando así una
general dispersion, y con ella un levantamiento en toda la capital, por-
que derramándose con celeridad hasta por los más distantes barrios los
prófugos de palacio, cundió con ellos el terror y el miedo, y en un instan-
te y como por encanto se sublevó la poblacion entera.


Acudieron todos á buscar armas, y con ánsia, á falta de buenas, se
aprovechaban de las más arrinconadas y enmohecidas. Los franceses
fueron impetuosamente acometidos por doquiera que se les encontra-
ba. Respetáronse, en general, los que estaban dentro de las casas ó iban
desarmados, y con vigor se ensañaron contra los que intentaban juntar-
se con sus cuerpos ó hacian fuego. Los hubo que arrojando las armas é
implorando clemencia se salvaron, y fueron custodiados en paraje segu-
ro. ¡Admirable generosidad en medio de tan ciego y justo furor! El gentío
era inmenso en la calle Mayor, de Alcalá, de la Montera y de las Carre-
tas. Durante algun tiempo los franceses desaparecieron, y los inexpertos
madrileños creyeron haber alcanzado y asegurado su triunfo; pero des-
graciadamente fué de corta duracion su alegría.


Los extranjeros, prevenidos de antemano, y estando siempre en ve-
la, recelosos por la pública agitacion de una populosa ciudad, apresu-
radamente se abalanzaron por las calles de Alcalá y Carrera de San
Jerónimo, barriéndolas con su artillería, y arrollando á la multitud la ca-
balleria de la guardia imperial, á las órdenes del jefe de escuadron Dau-
mesnil. Señaláronse en crueldad los lanceros polaco y los mamelucos,
los que, conforme á las órdenes de los generales de brigada Guillot y
Daubray, forzaron las puertas de algunas casas, ó ya porque desde den-
tro hubiesen tirado, ó ya porque así lo fingieron para entrarlas á saco y
matar á cuantos se les presentaban. Así, asaltando entre otras la casa del
Duque de Híjar, en la Carrera de San Jerónimo, arcabucearon delante de
sus puertas al anciano portero. Estuvieron tambien próximos á experi-
mentar igual suerte el Marqués de Villamejor y el Conde de Talara, aun-




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que no habian tomado parte en la sublevacion. Salváronlos sus alojados.
El pueblo, combatido por todas partes, fué rechazado y disperso, y sólo
unos cuantos siguieron defendiéndose y áun atacaron con sobresaliente
bizarría. Entre ellos los hubo que, vendiendo caras sus vidas, se arroja-
ron en medio de las filas francesas, hiriendo y matando hasta dar el pos-
trer aliento; hubo otros que, parapetándose en las esquinas de las calles,
iban de una en otra haciendo continuado y mortífero fuego; algunos tam-
bien, en vez de huir, aguardaban á pié firme, ó asestaban su último y fu-
ribundo golpe contra el jefe ú oficial, conocido por sus insignias. ¡Esté-
riles esfuerzos de valor y personal denuedo!


La tropa española permanecia en sus cuarteles por órden de la Jun-
ta y del capitan general D. Francisco Javier Negrete, furiosa y encoleri-
zada, mas retenida por la disciplina. Entre tanto, paisanos sin resguardo
ni apoyo se precipitaron al parque de artillería, en el barrio de las Ma-
ravillas, para sacar los cañones y resistir con más ventaja. Los artille-
ros andaban dudosos en tomar ó no parte con el pueblo, á la misma sa-
zon que cundió la voz de haber sido atacado por los franceses uno de los
otros cuarteles. Decididos entónces, y puestos al frente D. Pedro Velar-
de y D. Luis Daoiz, abrieron las puertas del parque, sacaron tres caño-
nes y se dispusieron á rechazar al enemigo, sostenidos por los paisanos
y un piquete de infantería, á las órdenes del oficial Ruiz. Al principio
se cogieron prisioneros algunos franceses, pero poco despues una co-
lumna de éstos, de los acantonados en el convento de San Bernardino,
se avanzó, mandada por el general Lefranc, trabándose de ambos lados
una porfiada refriega. El parque se defendió valerosamente, menudea-
ron las descargas, y allí quedaron tendidos número crecido de enemi-
gos. De nuestra parte perecieron bastantes soldados y paisanos; el oficial
Ruiz fué desde el principio gravemente herido. Don Pedro Velarde fene-
ció, atravesado de un balazo; y escaseando ya los medios de defensa con
la muerte de muchos, y aproximándose denodadamente los franceses á
la bayoneta, comenzaron los nuestros á desalentar y quisieron rendirse.
Pero cuando se creia que los enemigos iban á admitir la capitulacion,
se arrojaron sobre las piezas, mataron á algunos, y entre ellos traspasa-
ron desapiadadamente á bayonetazos á D. Luis Daoiz, herido ántes en
un muslo. Así terminaron su carrera los ilustres y beneméritos oficiales
Daoiz y Velarde; honra y gloria de España, dechado de patriotismo, ser-
virán de ejemplo á los amantes de la independencia y libertad nacional.
El reencuentro del parque fué el que costó más sangre á los franceses y
en donde hubo resistencia más ordenada.




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Entre tanto la débil Junta, azorada y sorprendida, pensó en buscar
remedio á tamaño mal. Ofárril y Azanza, habiendo recorrido inútilmen-
te los alrededores de Palacio, y no siendo escuchados de los franceses,
montaron á caballo y fueron á encontrarse con Murat, quien desde el
principio de la sublevacion, para estar más desembarazado y más á ma-
no de dar órdenes, ya á las tropas de afuera, ya á las de adentro, se co-
locó, con el mariscal Moncey y principales generales, fuera de puertas,
en lo alto de la cuesta de San Vicente. Llegaron allí los comisionados de
la Junta, y dijeron al gran Duque que si mandaba suspender el fuego y
les daba para acompañarlos uno de sus generales, se ofrecian á restable-
cer la tranquilidad. Accedió Murat y nombró al efecto al general Haris-
pe. Juntos los tres pasaron á los Consejos, y asistidos de individuos de
todos ellos, se distribuyeron por calles y plazas, y recorriendo las princi-
pales, alcanzaron que la multitud se aplacase, con oferta de olvido de lo
pasado y reconciliacion general. En aquel paseo se salvó la vida á varios
desgraciados, y señaladamente á algunos traficantes catalanes, á ruego
de D. Gonzalo Ofárril.


Retirados los españoles, todas las bocacalles y puntos importantes
fueron ocupados por los franceses, situando particularmente en las en-
crucijadas cañones con mecha encendida.


Aunque sumidos todos en dolor profundo, se respiraba algun tanto
con la consoladora idea de que por lo ménos haria pausa la desolacion
y la muerte. ¡Engañosa esperanza! A las tres de la tarde una voz lúgu-
bre y espantosa empezó á correr con la celeridad del rayo. Afirmábase
que españoles tranquilos habian sido cogidos por los franceses y arcabu-
ceados junto á la fuente de la Puerta del Sol y la iglesia de la Soledad,
manchando con su inocente sangre las gradas del templo. Apénas se da-
ba crédito á tamaña atrocidad, y conceptuábanse falsos rumores de ilu-
sos y acalorados patriotas. Bien pronto llegó el desengaño. En efecto, los
franceses, despues de estar todo tranquilo, habian comenzado á pren-
der á muchos españoles, que en virtud de las promesas creyeron poder
acudir libremente á sus ocupaciones. Prendiéronlos con pretexto de que
llevaban armas; muchos no las tenian, á otros sólo acompañaba ó una
navaja ó unas tijeras de su uso. Algunos fueron arcabuceados sin dila-
cion, otros quedaron depositados en la casa de Correos y en los cuarte-
les. Las autoridades españolas, fiadas en el convenio concluido con los
jefes franceses, descansaban en el puntual cumplimiento de lo pactado.
Por desgracia fuimos de los primeros á ser testigos de su ciega confian-
za. Llevados á casa de don Arias Mon, gobernador del Consejo, con de-




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seo de librar la vida á D. Antonio Oviedo, quien sin motivo habia sido
preso al cruzar de una calle, nos encontramos con que el venerable an-
ciano, rendido al cansancio de la fatigosa mañana, dormia sosegadamen-
te la siesta. Enlazados con él por relaciones de paisanaje y parentesco,
conseguimos que se le despertase, y con dificultad pudimos persuadir-
le de la verdad de lo que pasaba, respondiendo á todo que una persona
como el gran Duque de Berg no podia descaradamente faltar á su pala-
bra..... ¡Tanto repugnaba el falso proceder á su acendrada probidad! Cer-
ciorado al fin, procuró aquel digno magistrado reparar por su parte el
grave daño, dándonos tambien á nosotros en propia mano la órden pa-
ra que se pusiese en libertad á nuestro amigo. Sus laudables esfuerzos
fueron inútiles, y en balde nuestros pasos en favor de D. Antonio Ovie-
do. A duras penas, penetrando por las filas enemigas con bastante peli-
gro, de que nos salvó el hablar la lengua francesa, llegamos á la casa de
Correos, donde mandaba por los españoles el general Sesti. Le presen-
tamos la órden del Gobernador, y friamente nos contestó que para evitar
las continuadas reclamaciones de los franceses, les habia entregado to-
dos sus presos y puéstolos en sus manos; así aquel italiano al servicio de
España retribuyó á su adoptiva patria los grados y mercedes con que le
habia honrado. En dicha casa de Correos se habia juntado una comision
militar francesa con apariencias de tribunal; mas por lo comun, sin ver á
los supuestos reos, sin oirles descargo alguno ni defensa, los enviaba en
pelotones unos en pos de otros para que pereciesen en el Retiro ó en el
Prado. Muchos llegaban al lugar de su horroroso suplicio ignorantes de
su suerte; y atados de dos en dos, tirando los soldados franceses sobre
el monton, caian ó muertos ó mal heridos, pasando á enterrarlos cuan-
do todavía algunos palpitaban. Aguardaron á que pasase el dia para au-
mentar el horror de la trágica escena. Al cabo de veinte años nuestros
cabellos se erizan todavía al recordar la triste y silenciosa noche, sólo
interrumpida por los lastimeros ayes de las desgraciadas víctimas y por
el ruido de los fusilazos y del cañon que de cuando en cuando y á lo lé-
jos se oia y resonaba. Recogidos los madrileños á sus hogares, lloraban
la cruel suerte que habia cabido ó amenazaba al pariente, al deudo ó al
amigo. Nosotros nos lamentábamos de la suerte del desventurado Ovie-
do, cuya libertad no habíamos logrado conseguir, á la misma sazon que
pálido y despavorido le vimos impensadamente entrar por las puertas
de la casa en donde estábamos. Acababa de deber la vida á la generosi-
dad de un oficial frances, movido de sus ruegos y de su inocencia, expre-
sados en la lengua extraña con la persuasiva elocuencia que le daba su




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crítica situacion. Atado ya en un patio del Retiro, estando para ser arca-
buceado, le soltó, y áun no habia salido Oviedo del recinto del palacio
cuando oyó los tiros que terminaron la larga y horrorosa agonía de sus
compañeros de infortunio. Me he atrevido á entretejer con la relacion
general un hecho que, si bien particular, da una idea clara y verdadera
del modo bárbaro y cruel con que perecieron muchos españoles, entre
los cuales habia sacerdotes, ancianos y otras personas respetables. No
satisfechos los invasores con la sangre derramada por la noche, conti-
nuaron todavía en la mañana siguiente pasando por las armas á algunos
de los arrestados la víspera, para cuya ejecucion destinaron el cercado
de la casa del Príncipe-Pío. Con aquel sangriento suceso se dió corres-
pondiente remate á la empresa comenzada el 2 de Mayo, dia que cubri-
rá eternamente de baldon al caudillo del ejército frances, que friamente
mandó asesinar, atraillados, sin juicio ni defensa, á inocentes y pacíficos
individuos. Léjos estaba entónces de prever el orgulloso y arrogante Mu-
rat que años despues, cogido, sorprendido y casi atraillado tambien á la
manera de los españoles del 2 de Mayo, sería arcabuceado sin detenidas
formas y á pesar de sus reclamaciones, ofreciendo en su persona un se-
ñalado escarmiento á los que ostentan hollar impunemente los derechos
sagrados de la justicia y de la humanidad.


Difícil sería calcular ahora con puntualidad la pérdida que hubo por
ambas partes. El Consejo, interesado en disminuirla, la rebajó á unos
200 hombres del pueblo. Murat, aumentando la de los españoles redu-
jo la suya, acortándola el Monitor á unos 80 entre muertos y heridos. Las
dos relaciones debieron ser inexactas por la sazon en que se hicieron y
el diverso interes que á todos ellos movia. Segun lo que vimos, y aten-
diendo á lo que hemos consultado despues y al número de heridos que
entraron en los hospitales, creemos que aproximadamente puede com-
putarse la pérdida de unos y otros en 1.200 hombres.


Calificaron los españoles el acontecimiento del 2 de Mayo de trama
urdida por los franceses, y no faltaron algunos de éstos que se imagina-
ron haber sido una conspiracion preparada de antemano por aquéllos;
suposiciones falsas y desnudas ambas de sólido fundamento. Mas, dese-
chando los rumores de entónces, nos inclinamos sí á que Murat celebró
la ocasion que se le presentaba, y no la desaprovechó, jactándose, como
despues lo hizo, de haber humillado con un recio escarmiento la fiere-
za castellana. Bien pronto vió cuán equivocado era su precipitado juicio.
Aquel dia fué el orígen del levantamiento de España contra los france-
ses, contribuyendo á ello en gran manera el concurso de forasteros que




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habia en la capital con motivo del advenimiento de Fernando VII al tro-
no. Asustados éstos y horrorizados, volvieron á sus casas, difundiendo
por todas las provincias la infausta nueva y excitando el ódio y la abomi-
nacion contra el cruel y fementido extranjero.


Profunda tristeza y abatimiento señalaron el dia 3. Las tiendas y las
casas cerradas, las calles solitarias y recorridas solamente por patrullas
francesas, ofrecian el aspecto de una ciudad desierta y abandonada. Mu-
rat mandó fijar en las esquinas una proclama (20) digna de Atila, respi-
rando sangre y amenazas, con lo que la indignacion, si bien reconcentra-
da entónces, tomó cada vez mayor incremento y braveza.


Aterrado así el pueblo de Madrid, se fué adelante en el propósito de
trasladar á Francia toda la real familia, y el mismo día 3 salió para Ba-
yona el infante D. Francisco. No se habia pasado aquella noche sin que
el Conde Laforest y Mr. Freville indicasen en una conferencia secreta al
infante don Antonio la conveniencia y necesidad de que fuese á reunir-
se con los demas individuos de su familia, para que en presencia de to-
dos se tomasen, de acuerdo con el Emperador, las medidas convenientes
al arreglo de los negocios de España. Condescendió el infante, conster-


(20) Órden del dia.
Soldados: La poblacion de Madrid se ha sublevado, y ha llegado hasta el asesinato.


Sé que los buenos españoles han gemido de estos desórdenes; estoy muy léjos de mez-
clarlos con aquellos miserables que no desean más que el crimen y el pillaje. Pero la san-
gre francesa ha sido derramada; clama por la venganza: en su consecuencia mando lo si-
guiente:


Artículo 1.º El general Grouchi convocará esta noche la comision militar.
Art. 2.º Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano se-


rán arcabuceados.
Art. 3.º La Junta de Estado va á hacer desarmar los vecinos de Madrid. Todos los ha-


bitantes y estantes, quienes despues de la ejecucion de esta órden se hallasen armados ó
conservasen armas sin una permision especial serán arcabuceados.


Art. 4.º Todo lugar en donde sea asesinado un frances será quemado.
Art. 5.º Toda reunion de más de ocho personas será considerada como una junta se-


diciosa, y deshecha por la fusileria.
Art. 6.º Los amos quedarán responsables de sus criados; los jefes de talleres, obrado-


res y demas, de sus oficiales; los padres y madres, de sus hijos, y los ministros de los con-
ventos, de sus religiosos.


Art. 7.º Los autores, vendedores y distribuidores de libelos impresos ó manuscritos
provocando á la sedicion, seran considerados como unos agentes de la Inglaterra, y ar-
cabuceados.


Dado en nuestro cuartel general de Madrid, á 2 de Mayo de 1803.— JOACHIN.— Por
mandado de S. A. I. y R.— El jefe del estado mayor general, BELLIARD.




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nado con los sucesos precedentes, y señaló para su partida la madruga-
da del 4, habiéndose tomado un coche de viaje de la Duquesa viuda de
Osuna, á fin de que caminase más disimuladamente. Dirigió ántes de su
salida un papel ó decreto (no sabemos qué nombre darle) á D. Francis-
co Gil y Lémus, como vocal más antiguo de la Junta y persona de su par-
ticular confianza. Aunque temamos faltar á la gravedad de la historia, lo
curioso del papel, así en la sustancia como en la forma, exige que le in-
sertemos aquí literalmente. «Al señor Gil.— A la Junta, para su gobier-
no, la pongo en su noticia cómo me he marchado á Bayona, de órden del
Rey, y digo á dicha Junta que ella sigue en los mismos términos como si
yo estuviese en ella.— Dios nos la dé buena.— A Dios, señores, hasta
el valle de Josafat.— ANTONIO PASCUAL.» Bastaba esta carta del buen in-
fante D. Antonio Pascual para conjeturar cuán superior era á sus fuer-
zas la pesada carga que le habia encomendado su sobrino. Habia sido
siempre reputado por hombre de partes poco aventajadas, y en los bre-
ves dias de su presidencia no ganó ni en concepto ni en estimacion. La
reina María Luisa le graduaba en sus cartas de hombre de muy poco ta-
lento y luces, agregábale ademas la calidad de cruel. El juicio de la Rei-
na en su primera parte era conforme á la opinion general; pero en lo de
cruel, á haberse entónces sabido, se hubiera atribuido á injusta califi-
cacion de enemistad personal. Por desgracia, la saña con que aquel in-
fante se expresó el año de 1814 contra todos los perseguidos y proscrip-
tos confirmó triste y sobradamente la justicia é imparcialidad con que la
Reina habia bosquejado su carácter. Aquí acabó, por decirlo así, la pri-
mera época de la Junta de Gobierno, hasta cuyo tiempo si bien se echa
de ménos energía y la conveniente prevision, falta disculpable en tan
delicada crísis, no se nota en su conducta connivencia ni reprensibles
tratos con el invasor extranjero. En adelante su modo de proceder fué
variando y enturbiándose más y más. Pero ya es tiempo de que volvamos
los ojos á las escenas no ménos lamentables que al mismo tiempo se re-
presentaban en Bayona.


Napoleon, al día siguiente de su llegada, 16 de Abril, dió audiencia
en aquella ciudad á una diputacion de portugueses enviada para cum-
plimentarle, y les ofreció conservar su independencia, no desmembran-
do parte alguna de su territorio ni agregándola tampoco á España. No
pudo verle el infante D. Cárlos por hallarse indispuesto; mas Napoleon
pasó á visitar á Fernando una hora despues de su arribo, el que se veri-
ficó, como hemos dicho, el dia 20. El recien llegado bajó á recibirle á la
puerta de la calle, en donde, habiéndose estrechamente abrazado, estu-




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vieron juntos corto rato, y solamente se tocaron en la conversacion pun-
tos indiferentes. Fernando fué convidado á comer para aquella misma
tarde con el Emperador, y á la hora señalada, yendo en carruajes impe-
riales con su comitiva, fué conducido al palacio de Marrac, donde Na-
poleon residía. Salióle éste á recibir hasta el estribo del coche, etiqueta
sólo usada con las testas coronadas. En la mesa evitó tratarle como prín-
cipe ó como rey. Acabada la comida permanecieron poco tiempo juntos,
y se despidieron quedando los españoles muy contentos del agasajo con
que habian sido tratados, y renaciendo en ellos la esperanza de que todo
iba á componerse bien y satisfactoriamente. Vuelto Fernando á su posa-
da, entró en ella muy luégo el general Savary con el inesperado mensaje
de que el Emperador habia resuelto irrevocablemente derribar del trono
la estirpe de los Borbones, sustituyendo la suya, y que por consiguien-
te S. M. I. exigia que el Rey, en su nombre y en el de toda su familia, re-
nunciase la corona de España é Indias en favor de la dinastía de Bona-
parte. No se sabe si debe sorprender más la resolucion en sí misma y el
tiempo y ocasion de anunciarla, ó la serenidad del mensajero encargado
de dar la noticia. No habian transcurrido aún cinco dias desde que el ge-
neral Savary habia respondido con su cabeza de que el Emperador reco-
noceria al Príncipe de Astúrias por rey si hiciese la demostracion amis-
tosa de pasar á Bayona; y el mismo general encargábase ahora, no ya
de poner dudas ó condiciones á aquel reconocimiento, sino de intimar
al Príncipe y á su familia el despojo absoluto del trono heredado de sus
abuelos. ¡Inaudita audacia! Aguardar tambien para notificar la terrible
decision de Napoleon el momento en que acababan de darse á los prín-
cipes de España pruebas de un bueno y amistoso hospedaje fué verda-
deramente rasgo de inútil y exquisita inhumanidad, apénas creible á no
habérnoslo trasmitido testigos oculares. Los héroes del político florenti-
no César Borja y Oliveretto di Fermo en sus crueldades y excesos, pare-
cidos en gran manera á éste de Napoleon, hallaban por lo ménos cierta
disculpa en su propia debilidad y en ser aquélla la senda por donde ca-
minaban los príncipes y estados de su tiempo. Mas el hombre colocado
al frente de una nacion grande y poderosa, y en un siglo de costumbres
más suaves, nunca podrá justificar ó paliar siquiera, ni su aleve resolu-
cion, ni el modo odioso é inoportuno de comunicarla.


Despues del intempestivo y desconsolador anuncio, tuvieron acerca
del asunto D. Pedro Cevallos y D. Juan de Escóiquiz importantes confe-
rencias. Comenzó la de Cevallos con el ministro Champagny, y cuando
sostenia aquél con teson y dignidad los derechos de su príncipe, en me-




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dio de la discusion presentóse el Emperador, y mandó á ambos entrar en
su despacho, en donde, enojado con lo que á Cevallos le habia oido, pues
detras de una puerta habia estado escuchando, le apellidó traidor, por
desempeñar cerca de Fernando el mismo destino de que habia disfrutado
bajo Cárlos IV. Añadidos otros denuestos, se serenó al fin y concluyó con
decir que «tenía una política peculiar suya; que debia (Cevallos) adoptar
ideas más francas, ser ménos delicado sobre el pundonor, y no sacrificar
la prosperidad de España al interes de la familia de Borbon.»


La primera conferencia de Escóiquiz fué desde luégo con Napoleon
mismo, quien le trató con más dulzura y benignidad que á Cevallos,
merced probablemente á los elogios que el canónigo le prodigó con larga
mano. La conversacion tenida entre ambos nos ha sido conservada por
Escóiquiz, y aunque dueño éste de modificarla en ventaja suya, lleva vi-
sos de verídica y exacta, así por lo que Bonaparte dice, como tambien
por aparecer en ella el bueno de Escóiquiz en su original y perpétua
simplicidad. El Emperador frances, poco atento á floreos y estudiadas
frases, insistió con ahinco en la violencia con que á Cárlos IV se le ha-
bia arrancado su renuncia, siendo el punto que principalmente le intere-
saba. No por eso dejó Escóiquiz de seguir perorando largamente; pero su
cicerónica arenga, como por mofa la intitulaba Napoleon, no conmovió el
imperial ánimo de éste, que terminó la conferencia con autorizar á Es-
cóiquiz para que en nombre suyo ofreciese á Fernando el reino de Etru-
ria en cambio de la corona de España, en cuya propuesta queria dar al
Príncipe una prueba de su estimacion, prometiendo ademas casarle con
una princesa de su familia. Despues de lo cual, y de tirarle amistosa si
bien fuertemente de las orejas, segun el propio relato del canónigo, dió
fin á la conversacion el Emperador frances.


Apresuradamente volvió á la posada del rey Fernando D. Juan de Es-
cóiquiz, á quien todos aguardaban con ánsia. Comunicó la nueva pro-
puesta de Napoleon, y se juntó el Consejo de los que acompañaban al
Rey para discutirla. En él, los más de los asistentes, á pesar de los repe-
tidos desengaños, sólo veian en las nuevas proposiciones el deseo de pe-
dir mucho para alcanzar algo, y todos, á excepcion de Escóiquiz, vota-
ron por desechar la propuesta del reino de Etruria. Cierto que si por una
parte horroriza la pérfida conducta de Napoleon, por otra causa lástima
y despecho el constante desvarío de los consejeros de Fernando y aquel
continuado esperar en quien sólo habia dado muestras de mala volun-
tad. La opinion de Escóiquiz fué aún ménos disculpable; la de los otros
consejeros se fundaba en un juicio equivocado, pero la del último, no só-




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lo le deshonraba como español, queriendo que se trocase el vasto y po-
deroso trono de su patria por otro pequeño y limitado; no sólo daba indi-
cio de mísera y personal ambicion, sino que tambien probaba de nuevo
imprevision incurable en imaginarse que Bonaparte respetaria más al
nuevo Rey de Etruria que lo que habia respetado al antiguo y á los que
eran legítimamente príncipes de España.


Continuaron las conferencias, habiendo sustituido á Cevallos D. Pe-
dro Labrador, y entendiéndose con Escóiquiz Mr. de Pradt, obispo de
Poitiers. Labrador rompió desde luégo sus negociaciones con Mr. de
Champagny; los otros prosiguieron sin resultado alguno su recíproco tra-
to y explicaciones. Daba ocasion á muchas de estas conferencias la va-
cilacion misma de Napoleon, quien deseaba que Fernando renunciase
sus derechos sin tener que acudir á una violencia abierta, y tambien pa-
ra dar lugar á que Cárlos IV y el otro partido de la córte llegasen á Bayo-
na. Así fué que la víspera del dia en que se aguardaba á los reyes viejos
anunció Napoleon á Fernando que ya no trataria sino con su padre.


Ya hemos visto cómo el 25 de Abril habian salido aquéllos del Es-
corial, ansiosos de abrazar á su amigo Godoy, y persuadidos hasta cierto
punto de que Napoleon los repondria en el trono. Pruébanlo las conver-
saciones que tuvieron en el camino, y señaladamente la que en Villa-
Real trabó la Reina con el Duque de Mahon, á quien habiéndole pre-
guntado qué noticias corrian, respondió dicho Duque: «Asegúrase que
el Emperador de los franceses reune en Bayona todas las personas de
la familia real de España para privarlas del trono.» Paróse la Reina co-
mo sorprendida, y despues de haber reflexionado un rato, replicó: «Na-
poleon siempre ha sido enemigo grande de nuestra familia; sin embargo,
ha hecho á Cárlos reiteradas promesas de protegerle, y no creo que obre
ahora con perfidia tan escandalosa.» Arribaron, pues, á Bayona el 30,
siendo desde la frontera cumplimentados y tratados como reyes, y con
una distincion muy diversa de aquella con que se habia recibido á su hi-
jo. Napoleon los vió el mismo día, y no los convidó á comer sino para el
siguiente 1.º de Mayo, queriéndoles hacer el obsequio de que descan-
sasen. Desembarazados de las personas que habian ido á darles el pa-
rabien de su llegada, entre quienes se contaba á Fernando, mirado con
desvío y enojo por su augusto padre, corrieron Cárlos y María Luisa á los
brazos de su querido Godoy, á quien tiernamente estrecharon en su seno
una y repetidas veces con gran clamor y llanto.


Pasaron en la tarde señalada á comer con Napoleon, y habiéndosele
olvidado á éste invitar al favorito español, al ponerse á la mesa, echán-




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dole de ménos Cárlos, fuera de sí exclamó: ¿Y Manuel? ¿Dónde está
Manuel? Fuéle preciso á Napoleon reparar su olvido, ó más bien con-
descender con los deseos del anciano Monarca: tan grande era el pode-
roso influjo que sobre los hábitos y carácter del último habia tomado Go-
doy, quien no parecia sino que con bebedizos le habia encantado.


No tardaron mucho unos y otros en ocuparse en el importante y grave
negocio que habia provocado la reunion en Bayona de tantos ilustres per-
sonajes. Muy luégo de la llegada de los reyes padres, de acuerdo éstos con
Napoleon, y siendo Godoy su principal y casi único consejero, se citó á
Fernando, é intimóle Cárlos, en presencia del soberano extranjero, que en
la mañana del dia siguiente le devolviese la corona por medio de una ce-
sion pura y sencilla, amenazándole con que «sino él, sus hermanos y todo
su séquito serían desde aquel momento tratados como emigrados.» Napo-
leon apoyó su discurso y le sostuvo con fuerza; y al querer responder Fer-
nando, se lanzó de la silla su augusto padre, y hablándole con dignidad
y fiereza, quiso maltratarle, acusándole de haber querido quitarle la vida
con la corona. La Reina, hasta entónces silenciosa, se puso enfurecida, ul-
trajando al hijo con injuriosos denuestos, y á tal punto, segun Bonaparte,
se dejó arrastrar de su arrebatada cólera, que le pidió al mismo hiciese su-
bir á Fernando al cadalso; expresion, si fué pronunciada, espantosa en bo-
ca de una madre. Su hijo enmudeció, y envió una renuncia con fecha 1.º
de Mayo, limitada por las condiciones siguientes (21): «1.ª Que el rey pa-
dre volviese á Madrid, hasta donde le acompañaria Fernando, y le serviria
como su hijo más respetuoso. 2.ª Que en Madrid se reuniesen las Córtes, y


(21) Carta de Fernando VII á su padre, Cárlos IV.
«Venerado padre y señor: V. M. ha convenido en que yo no tuve la menor inflnencia


en los movimientos de Aranjuez, dirigidos, como es notorio y á V. M. consta, no á disgus-
tarle del gobierno y del trono, sino á que se mantuviese en él y no abandonase la multi-
tud de los que en su existencia dependian absolutamente del trono mismo. V. M. me dijo
igualmente que su abdicacion habia sido espontánea, y que áun cuando alguno me ase-
gurase lo contrario, no lo creyese, pues jamas habia firmado cosa alguna con más gusto.
Ahora me dice V. M. que aunque es cierto que hizo la abdicacion con toda libertad, toda-
vía se reservó en su ánimo volver á tomar las riendas del gobierno cuando lo creyese con-
veniente. He preguntado, en consecuencia, á V. M. si quiere volver á reinar, y V. M. me
ha respondido que ni queria reinar, ni menos volver á España. No obstante, me manda V.
M. que renuncie en su favor la corona que me han dado las leyes fundamentales del rei-
no, mediante su espontánea abdicacion. A un hijo que siempre se ha distinguido por el
amor, respeto y obediencia á sus padres, ninguna prueba que pueda calificar estas cuali-
dades es violenta á su piedad filial, principalmente cuando el cumplimiento de mis debe-
res con V. M. como hijo suyo no están en contradiccion con las relaciones que, como rey,




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pues que S. M. (el Rey padre) resistia una congregacion tan numerosa, se
convocasen todos los tribunales y diputados del reino. 3.ª Que á la vista de
aquella asamblea formalizaria su renuncia Fernando, exponiendo los mo-
tivos que le conducian á ella. 4.ª Que el rey Cárlos no llevase consigo per-
sonas que justamente se habian concitado el ódio de la nacion. 5.ª Que si
S. M. no queria reinar ni volver á España, en tal caso Fernando goberna-
ria en su real nombre, como lugarteniente suyo; no pudiendo ningun otro
ser preferido á él.» Son de notar los trámites y formalidades que querian
exigirse para hacer la nueva renuncia, siendo así que todo se habia olvi-
dado y áun atropellado en la anterior de Cárlos. Tambien es digno de par-
ticular atencion que Fernando y sus consejeros, quienes por la mayor par-
te odiaron tantos años adelante hasta el nombre de Córtes, hayan sido los
primeros que provocaron su convocacion, insinuando ser necesaria para
legitimar la nueva cesion del hijo en favor del padre la aprobacion de los
representantes de la nacion, ó por lo ménos la de una reunion numerosa,
en que estuvieran los diputados de los reinos. Así se truecan y trastornan
los pareceres de los hombres al són del propio interes y en menosprecio
de la pública utilidad.


me ligan con mis amados vasallos. Para que ni éstos, que tienen el primer derecho á mis
atenciones, queden ofendidos, ni V. M. descontento de mi obediencia, estoy pronto, aten-
didas las circunstancias en que me hallo, á hacer la renuncia de mi corona en favor de V.
M. bajo las siguientes limitaciones:


«1.ª Que V. M. vuelva á Madrid, hasta donde le acompañaré y serviré yo como su hi-
jo mas respetuoso. 2.ª Que en Madrid se reunirán las Córtes: y puesto que V. M. resiste
una congregacion tan numerosa, se convocarán al efecto todos los tribunales y diputados
de los reinos. 3.ª Que á la vista de esta Asamblea se formalizará mi renuncia, exponiendo
los motivos que me conducen á ella: éstos son el amor que tengo á mis vasallos, y el deseo
de corresponder al que me profesan, procurándoles la tranquilidad, y redimiéndoles de
los horrores de una guerra civil por medio de una renuncia dirigida á que V. M. vuelva á
empuñar el cetro y á regir unos vasallos dignos de su amor y proteccion. 4.ª Que V. M. no
llevarán consigo personas que justamente se han concitado el ódio de la nacion. 5.ª Que
si V. M., como me ha dicho, ni quiere reinar ni volver á España, en tal caso yo gobernaré
en su real nombre como lugarteniente suyo. Ningun otro puede ser preferido á mi: tengo
el llamamiento de las leyes, el voto de los pueblos, el amor de mis vasallos, y nadie puede
interesarse en su prosperidad con tanto celo ni con tanta obligacion como yo. Contraida
mi renuncia á estas limitaciones, comparecerá á los ojos de los españoles como una prue-
ba de que prefiero el interes de su conservacion á la gloria de mandarlos, y la Europa me
juzgará digno de mandar á unos pueblos á cuya tranquilidad he sabido sacrificar cuanto
hay de más lisonjero y seductor entre los hombres. Dios guarde la importante vida de V.
M. muchos y felices años, que le pide, postrado á L. R. P. de V. M. su más amante y ren-
dido hijo.— FERNANDO.— Pedro Cevallos.— Bayona, l.º de Mayo de 1808. (Véase la Ex-
posicion o Manifiesto de D. Pedro Cevallos, núm. 7.)




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Cárlos IV no se conformó, como era de esperar, con la contestacion
del hijo, escribiéndole en respuesta el 2 una carta, en cuyo contenido,
en medio de algunas severas si bien justas reflexiones, se descubre la
mano de Napoleon, y hasta expresiones suyas (22). Sonlo, por ejemplo,
«todo debe hacerse para el pueblo, y nada por él..... No puedo consentir
en ninguna reunion en junta….. nueva sugestion de los hombres sin ex-


(22) Carta de Cárlos IV á su hijo, Fernando VII.
«Hijo mío: Los consejos pérfidos de los hombres que os rodean han conducido la Es-


paña á una situacion critica; sólo el Emperador puede salvarla.
» Desde la paz de Basilea he conocido que el primer interes de mis pueblos era in-


separable de la conservacion de buena inteligencia con la Francia. Ningun sacrificio he
omitido para obtener esta importante mira: áun cuando la Francia se hallaba dirigida por
gobiernos efímeros, ahogué mis inclinaciones particulares para no escuchar sino la polí-
tica y el bien de mis vasallos.


» Cuando el Emperador hubo restablecido el órden en Francia se disiparon grandes
sobresaltos, y tuve nuevos motivos para mantenerme fiel á mi sistema de alianza. Cuando
la Inglaterra declaró la guerra á la Francia, logré felizmente ser neutro y conservar á mis
pueblos los beneficios de la paz. Se apoderó despues de cuatro fragatas mias, y me hizo la
guerra áun antes de habérsela declarado, y entónces me vi precisado á oponer la fuerza á
la fuerza, y las calamidades de la guerra asaltaron á mis vasallos.


» La España, rodeada de costas, y que debe una gran parte de su prosperidad á sus
posesiones ultramarinas, sufrió con la guerra más que cualquiera otro estado; la interrup-
cion del comercio, y todos los estragos que acarrea, afligieron á mis vasallos, y cierto nú-
mero de ellos tuvo la injusticia de atribuirlos á mis ministros.


» Tuve al ménos la felicidad de verme tranquilo por tierra, y libre de la inquietud en
cuanto á la integridad de mis provincias, siendo el único de los reyes de Europa que se
sostenia en medio de las borrascas de estos últimos tiempos. Áun gozaria de esta tran-
quilidad sin los consejos que os han desviado del camino recto. Os habeis dejado sedu-
cir con demasiada facilidad por el ódio que vuestra primera mujer tenía á la Francia, y
habeis participado irreflexivamente de sus injustos resentimientos contra mis ministros,
contra vuestra madre y contra mí mismo.


» Me creí obligado á recordar mis derechos de padre y de rey; os hice arrestar, y ha-
llé en vuestros papeles la prueba de vuestro delito: pero al acabar mi carrera, reducido al
dolor de ver perecer mi hijo en un cadalso, me dejé llevar de mi sensibilidad al ver las lá-
grimas de vuestra madre. No obstante mis vasallos estaban agitados por las prevenciones
engañosas de la faccion de que os habeis declarado caudillo. Desde este instante perdí la
tranquilidad de mi vida, y me vi precisado á unir las penas que me causaban los males de
mis vasallos á los pesares que debí á las disensiones de mi misma familia.


» Se calumniaban mis ministros cerca del Emperador de los franceses, el cual, cre-
yendo que los españoles se separaban de su alanza y viendo los espíritus agitados (áun en
el seno de mi familia), cubrió, bajo varios pretextos, mis estados con sus tropas. En cuan-
to éstas ocuparon la ribera derecha del Ebro, y que mostraban tener por objeto mantener
la comunicacion con Portugal, tuve la esperanza de que no abandonaria los sentimientos
de aprecio y de amistad que siempre me habia dispensado; pero al ver que sus tropas se




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periencia que os acompañan.» Tal fué la invariable aversion con que Bo-
naparte miró siempre las asambleas populares, siendo así que sin ellas


encaminaban hácia mi capital, conocí la urgencia de reunir mi ejército cerca de mi per-
sona, para presentarme á mi augusto aliado como conviene al Rey de las Españas. Hubie-
ra yo aclarado sus dudas y arreglado mis intereses: di órden á mis tropas de salir de Por-
tugal y de Madrid, y las reuní sobre varios puntos de mi monarquía, no para abandonar á
mis vasallos, sino para sostener dignamente la gloria del trono. Ademas, mi larga expe-
riencia me daba á conocer que el Emperador de los franceses podia muy bien tener algun
deseo conforme á sus intereses y á la política del vasto sistema del continente, pero que
estuviese en contradiccion con los intereses de mi casa. ¿Cuál ha sido en estas circuns-
tancias vuestra conducta? El haber introducido el desórden en mi palacio, y amotinado el
cuerpo de guardias de Corps contra mi persona. Vuestro padre ha sido vuestro prisione-
ro; mi primer ministro, que había yo criado y adoptado en mi familia, cubierto de sangre,
fué conducido de un calabozo á otro. Habeis desdorado mis canas, y las habeis despoja-
do de una corona poseida con gloria por mis padres, y que habia conservado sin mancha.
Os habeis sentado sobre mi trono, y os pusisteis á la disposicion del pueblo de Madrid y
de tropas extranjeras que en aquel momento entraban.


» Ya la conspiracion del Escorial habia obtenido sus miras: los actos de mi adminis-
tracion eran el objeto del desprecio público. Anciano y agobiado de enfermedades, no he
podido sobrellevar esta nueva desgracia. He recurrido al Emperador de los franceses, no
como un rey al frente de sus tropas y en medio de la pompa del trono, sino como un rey in-
feliz y abandonado. He hallado proteccion y refugio en sus reales: le debo la vida, la de la
Reina y la de mi primer ministro. He venido, en fin, hasta Bayona, y habeis conducido es-
te negocio de manera, que todo depende de la mediacion de este gran príncipe.


» El pensar en recurrir á agitaciones populares es arruinar la España, y conducir
á las catástrofes más horrorosas á vos, á mi reino, á mis vasallos y mi familia. Mi co-
razon se ha manifestado abiertamente al Emperador: conoce todos los ultrajes que he
recibido, y las violencias que se me han hecho; me ha declarado que no os reconoce-
rá jamas por rey, y que el enemigo de su padre no podrá inspirar confianza á los extra-
ños. Me ha mostrado, ademas, cartas de vuestra mano, que hacen ver claramente vues-
tro ódio á la Francia.


» En esta situacion, mis derechos son claros, y mucho más mis deberes. No derramar
la sangre de mis vasallos, no hacer nada al fin de mi carrera que pueda acarrear asola-
miento é incendio á la España, reduciéndola á la más horrible miseria. Ciertamente que,
si fiel á vuestras primeras obligaciones y á los sentimientos de la naturaleza hubiérais
desechado los consejos pérfidos, y que constantemente sentado á mi lado para mi defen-
sa, hubiérais esperado el curso regular de la naturaleza, que debia señalar vuestro pues-
to dentro de pocos años, hubiera yo podido conciliar la política y el interes de España con
el de todos. Sin duda hace seis meses que las circunstancias han sido críticas; pero, por
más que lo hayan sido, áun hubiera obtenido de las disposiciones de mis vasallos, de los
débiles medios que áun tenia, y de la fuerza moral que hubiera adquirido, presentándo-
me dignamente al encuentro de mi aliado, á quien nunca diera motivo alguno de queja,
un arreglo que hubiera conciliado los intereses de mis vasallos con los de mi familia. Em-
pero, arrancándome la corona, habeis deshecho la vuestra, quitándola cuanto tenía de au-
gusta y la hacia sagrada á todo el mundo.




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hubiera perpetuamente quedado oscurecido en el humilde rincon en que
la suerte le habia colocado (23). Fernando insistió el 4 en su primera
respuesta: «que el excluir para siempre del trono de España á su dinas-
tía no podia hacerlo sin el expreso consentimiento de todos los indivi-


» Vuestra conducta conmigo, vuestras cartas interceptadas, han puesto una barrera
de bronce entro vos y el trono de España; y no es de vuestro interes ni de la patria el que
pretendais reinar. Guardaos de encender un fuego que causaria inevitablemente vuestra
ruina completa y la desgracia de España.


» Yo soy rey por el derecho de mis padres; mi abdicacion es el resultado de la fuer-
za y de la violencia; no tengo pues nada que recibir de vos, ni ménos puedo consentir á
ninguna reunion en junta: nueva necia sugestion de los hombres sin experiencia que os
acompañan.


» He reinado para la felicidad de mis vasallos, y no quiero dejarles la guerra civil,
los motines, las juntas populares y la revolucion. Todo debe hacerse para el pueblo, y na-
da por él; olvidar esta máxima es hacerse cómplice de todos los delitos que le son consi-
guientes. Me he sacrificado toda mi vida por mis pueblos; y en la edad á que he llegado
no haré nada que esté en oposicion con su religion, su tranquilidad y su dicha. He reina-
do para ellos: olvidaré todos mis sacrificios; y cuando en fin, esté seguro que la religion de
España, la integridad de sus provincias, sin independencia y sus privilegios serán con-
servados, bajaré al sepulcro perdonándoos la amargura de mis últimos años.


» Dado en Bayona, en el palacio imperial llamado del Gobierno, á 2 de Mayo
de1808.— CÁRLOS».— (Cevallos, núm. 8.)


(23) Carta de Fernando VII á su padre, en respuesta d la anterior.
«Señor: Mi venerado padre y señor: He recibido la carta que V. M. se ha dignado es-


cribirme con fecha de ántes de ayer, y trataré de responder á todos los puntos que abraza
con la moderacion y respeto debido á V. M.


» Trata V. M., en primer lugar, de sincerar su conducta con respecto á la Francia des-
de la paz de Basilea, y en verdad que no creo haya habido en España quien se haya que-
jado de ella; ántes bien todos unánimes han alabado á V. M. por en constancia y fidelidad
en los principios que habia adoptado. Los mios, en este particular, son enteramente idén-
ticos á los de V. M., y he dado pruebas irrefragables de ello desde el momento en que V.
M. abdicó en mí la corona.


» La causa del Escorial, que V. M. da á entender tuvo por origen el ódio que mi mujer
me habia inspirado contra la Francia, contra los ministros de V. M., contra mi amada ma-
dre y contra V. M. mismo, si se hubiese seguido por todos los trámites legales, habría pro-
bado evidentemente lo contrario; y no obstante que yo no tenía la menor influencia ni más
libertad que la aparente, en que estaba guardado á vista por los criados que V. M. quiso
ponerme, los once consejeros elegidos por V. M. fueron unánimemente de parecer que no
habia motivo de acusacion, y que los supuestos reos eran inocentes.


» V. M. habla de la desconfianza que le causaba la entrada de tantas tropas extran-
jeras en España, y de que si V. M. había llamado las que tenía en Portugal, y reunido en
Aranjuez y sus cercanías las que habia en Madrid, no era para abandonar á sus vasallos,
sino para sostener la gloria del trono. Permítame V. M. le haga presente que no debia sor-
prenderle la entrada de unas tropas amigas y aliadas, y que bajo este concepto debian
inspirar una total confianza. Permítame V. M. observarle igualmente que las órdenes co-




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duos que tenian ó podian tener derecho á la corona de España, ni tampo-
co sin el mismo expreso consentimiento de la nacion española, reunida
en Córtes y en lugar seguro.» Y tanto y tanto reconocia entónces Fernan-


municadas por V. M. fueron para su viaje y el de su real familia á Sevilla; que las tropas
las tenian para mantener libre aquel camino, y que no hubo una sola persona que no estu-
viese persuadida de que el fin de quien lo dirigía todo era transportar á V. M. y real fami-
lia á América. V. M. publicó un decreto para aquietar el ánimo de sus vasallos sobre este
particular; pero como seguian embargados los carruajes y apostados los tiros, y se veian
todas las disposiciones de un próximo viaje á la costa de Andalucía, la desesperacion se
apoderó de los ánimos, y resultó el movimiento de Aranjuez. La parte que yo tuve en él,
V. M. sabe que no fué otra que ir, por su mandado, á salvar del furor del pueblo al objeto
de su ódio, porque le creia autor del viaje.


» Pregunte V. M. al Emperador de los franceses, y S. M. I. le dirá sin duda lo mismo
que me dijo á mí en una carta que me escribió á Vitoria, á saber: que, el objeto del viaje
de S. M. I. á Madrid era inducir á V. M. á algunas reformas y á que separase de su lado al
Príncipe de la Paz, cuya influencia era la causa de todos los males.


» El entusiasmo que su arresto produjo en toda la nacion es una prueba evidente de
lo mismo que dijo el Emperador. Por lo demas, V. M. es buen testigo de que en medio de
la fermentacion de Aranjuez no se oyó una sola palabra contra V. M. ni contra persona al-
guna de su real familia; ántes bien aplaudieron á V. M. con mayores demostraciones de
júbilo y de fidelidad hácia su augusta persona; así es que la abdicacion de la corona, que
V. M. hizo en mi favor, sorprendió á todos y á mí mismo, porque nadie la esperaba ni la
habia solicitado. V. M, comunicó su abdicacion á todos sus ministros, dándome á reco-
nocer á ellos por su rey y señor natural; la comunicó verbalmente al cuerpo diplomático
que residia cerca de su persona, manifestándole que su determinacion procedia de su es-
pontánea voluntad y que la tenía tomada de antemano. Esto mismo lo dijo V. M. á su muy
amado hermano el infante D. Antonio, añadiéndole que la firma que V. M. habia puesto al
decreto de abdicacion era la que habia hecho con más satisfaccion en su vida, y última-
mente me dijo V. M. á mi mismo tres dias despues que no creyese que la abdicacion habia
sido involuntaria, como alguno decia, pues habia sido totalmente libre y espontánea.


» Mi supuesto ódio contra la Francia, tan léjos de aparecer por ningun lado, resulta-
rá de los hechos que voy á recorrer rápidamente todo lo contrario.


» Apanas abdicó V. M. la corona en mi favor, dirigí várias cartas desde Aranjuez al
Emperador de los franceses, las cuales son otras tantas protestas de que mis principios
con respecto á las relaciones de amistad y estrecha alianza que felizmente subsistian en-
tre ambos estados eran los mismas que V. M. me habia inspirado y habia observado invio-
lablemente. Mi viaje á Madrid fué otra de las mayores pruebas que pude dar á S. M. I. de
la confianza ilimitada que me inspiraba, puesto que habiendo entrando el príncipe Mu-
rat el dia anterior en Madrid con una gran parte de su ejército y estando la villa sin guar-
nicion, fué lo mismo que entregarme en sus manos. A los dos días de mi residencia en
la córte se me dió cuenta de la correspondencia particular de V. M. con el Emperador, y
hallé que V. M. le habia pedido recientemente una princesa de su familia para enlazar-
la conmigo y asegurar más de este modo la union y estrecha alianza que reinaba entre los
dos estados. Conforme enteramente con los principios y con la voluntad de V. M., escribí
una carta al Emperador, pidiéndole la princesa por esposa.




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do los sagrados derechos de la nacion, reclamándolos y deslindándolos
cada vez más y con mayor claridad y conato.


» Envié una diputacion á Bayona para que cumplimentase en mi nombre á S. M. I.;
hice que partiese poco despues mi muy querido hermano, el infante D. Cárlos, para que
le obsequiase en la frontera; y no contento con esto, salí yo mismo de Madrid, en fuerza
de las seguridades que me habia dado el Embajador de S. M. I., el gran Duque de Berg y
el general Savary, que acababa de llegar de París y me pidió una audiencia para decirme
de parte del Emperador que S. M. I. no deseaba saber otra cosa de mí sino si mi sistema
con respecto á la Francia sería el mismo que el de V. M., en cuyo caso el Emperador me
reconoceria como rey de España y prescindiria de todo lo demas.


» Lleno de confianza en estas promesas, y persuadido de encontrar en el camino á
S. M. I., vine hasta esta ciudad, y en el mismo dia en que llegué se hicieron verbalmen-
te proposiciones á algunos sujetos de mi comitiva tan ajenas de lo que hasta entónces se
habia tratado, que ni mi honor, ni mi conciencia, ni los deberes que me impuse cuando
las Córtes me juraron por su príncipe y señor, ni los que me impuse nuevamente cuan-
do acepté la corona que V. M. tuvo á bien abdicar en mi favor, me han permitido acce-
der á ellas.


» No comprendo cómo puedan hallarse cartas mías en poder del Emperador que
prueben mi ódio contra la Francia, despues de tantas pruebas de amistad como le he da-
do, y no habiendo escrito yo cosa alguna que lo indique.


» Posteriormente se me ha presentado una copia de la protesta que V. M. hizo al Em-
perador sobre la nulidad de la abdicacion; y luégo que V. M. llegó á esta ciudad, pregun-
tándole yo sobre ello, me dijo V. M. que la abdicacion habia sido libre, aunque no para
siempre. Le pregunté asimismo por qué no me lo habia dicho cuando la hizo, y V. M. me
respondió porque no habia querido; de lo cual se infiere que la abdicacion no fué violen-
ta y que yo no pude saber que V. M. pensaba en volver á tomar las riendas del gobierno.
Tambien me dijo V. M. que ni queria reinar ni volver á España.


» A pesar de esto, en la carta que tuve la honra de poner en las manos de V. M. mani-
festaba estar dispuesto á renunciar la corona en su favor, mediante la reunion de las Cór-
tes, ó en falta de éstas, de los Consejos y diputados de los reinos; no porque esto lo cre-
yese necesario para dar valor á la renuncia, sino porque lo juzgo muy conveniente para
evitar he repugnancia de esta novedad, capaz de producir choques y partidos y para sal-
var todas las consideraciones debidas á la dignidad de V. M., á mi honor y á la tranquili-
dad de los reinos.


» En el caso que V. M. no quiera reinar por sí, reinaré yo en su real nombre ó en el
mío, porque á nadie corresponde sino á mí el representar su persona, teniendo, como ten-
go, en mi favor el voto de las leyes y de los pueblos, ni es posible que otro alguno tenga
tanto interes como yo en su prosperidad,


» Repito á V. M. nuevamente que en tales circunstancias y bajo dichas condiciones
estaré pronto á acompañar á V. M. á España para hacer allí mi abdicacion en la referida
forma, y en cuanto á lo que V. M. me ha dicho de no querer volver á España, le pido con
las lágrimas en los ojos, y por cuanto hay de más sagrado en el cielo y en la tierra, que en
caso de no querer, con efecto, reinar, no deje un país ya conocido, en que podrá elegir el
clima más análogo á su quebrantada salud, y en el que le aseguro podrá disfrutar las ma-
yores comodidades y tranquilidad de ánimo que en otro alguno.




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En este estado andaban las pláticas sobre tan grave negocio, cuando
el 5 de Mayo se recibió en Bayona la noticia de lo acaecido en Madrid
el dia 2; pasó Napoleon inmediatamente á participárselo á los reyes pa-
dres, y despues de haber tenido con ellos una muy larga conferencia, se
llamó á Fernando para que tambien concurriese á ella. Eran las cinco de
la tarde; todos estaban sentados, excepto el Príncipe. Su padre le reiteró
las anteriores acusaciones; le baldonó acerbamente; le achacó el levan-
tamiento del 2 de Mayo; las muertes que se habian seguido; y llamán-
dole pérfido y traidor, le intimó por segunda vez que si no renunciaba la
corona, sería sin dilacion declarado usurpador, y él y toda su casa cons-
piradores contra la vida de sus soberanos. Fernando, atemorizado (24),
abdicó el 6 pura y sencillamente en favor de su padre, y en los términos
que éste le había indicado. No habia aguardado Cárlos á la renuncia del


» Ruego, por último, á V. M. encarecidamente que se penetre de nuestra situacion ac-
tual y de que se trata de excluir para siempre del trono de España nuestra dinastía, sus-
tituyendo en su lugar la imperial de Francia; que esto no podemos hacerlo sin el expreso
consentimiento de todos los individuos que tienen y puedan tener derecho á la corona, ni
tampoco sin el mismo expreso consentimiento de la nacion española, reunida en Córtes y
en lugar seguro; que ademas de esto, hallándonos en un país extraño, no habria quien se
persuadiese que obrábamos con libertad, y esta sola circunstancia anularia cuanto hicié-
semos, y podria producir fatales consecuencias.


» Antes de acabar esta carta, permítame V. M. decirle que los consejeros que V. M.
llama pérfidos jamas me han aconsejado que desdiga del respeto, amor y veneracion que
siempre he profesado y profesaré á V. M. cuya importante vida ruego á Dios conserve feli-
ces y dilatados años. Bayona 4 de Mayo de 1808.— Señor: A. L. R. P. de V. M su más hu-
milde hijo.— FERNANDO.— (Cevallos, núm 9).


(24) Carta de Fernando VII á su padre Cárlos IV.
«Venerado padre y señor: El l° del corriente puse en las reales manos de V. M. la re-


nuncia de mi corona en su favor. He creido de mi obligacion modificarla con las limitacio-
nes convenientes al decoro de V. M., á la tranquilidad de mis reinos y á la conservacion
de mi honor y reputacion. No sin grande sorpresa he visto la indignacion que han produ-
cido en el real ánimo de V. M. unas modificaciones dictadas por la prudencia y reclama-
das por el amor de que soy deudor á mis vasallos.


» Sin más motivo que éste ha creido V. M. que podia ultrajarme á la presencia de mi
venerada madre y del Emperador con los títulos más humillantes; y no contento con es-
to, exige de mi que formalice la renuncia sin límites ni condiciones, so pena de que yo y
cuantos componen mi comitiva serémos tratados como reos de conspiracion. En tal esta-
do de cosas hago la renuncia que V. M. me ordena, para que vuelva el gobierno de la Es-
paña al estado en que se hallaba el 19 de Marzo, en que V. M. hizo la abdicacion espon-
tánea de su corona en mi favor.


» Dios guarde la importante vida de V. M. los muchos años que le desea, postrado á
L. R. P. de V. M., su más amante y rendido hijo.— FERNANDO.— Pedro Cevallos.— Bayo-
na, 6 de Mayo de 1808.»— (Cevallos, núm. 10.)




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hijo para concluir con Napoleon un tratado, por el que le cedia la coro-
na, sin otra especial restriccion que la de la integridad de la monarquía
y la conservacion de la religion católica, excluyendo cualquiera otra. El
tratado (25) fué firmado en 5 de Mayo por el mariscal Duroc y el Prínci-
pe de la Paz, plenipotenciarios nombrados al efecto; con cuya vergonzo-
sa negociacion dió el valido español cumplido remate á su pública y la-
mentable carrera. Ingrato y desconocido, puso su firma en un tratado, en


(25) Copia del tratado entre Cárlos IV y el Emperador de los franceses.
Cárlos IV, rey de las Españas y de las Indias, y Napoleon, emperador de los france-


ses, rey de Italia y protector de la confederación del Rin, animados de igual deseo de po-
ner un pronto término á la anarquía á que está entregada la España, y libertar esta nacion
valerosa de las agitaciones de las facciones; queriendo asimismo evitarle todas las con-
vulsiones de la guerra civil y extranjera, y colocarla sin sacudimientos políticos en la úni-
ca situación que, atendida la circunstancia extraordinaria en que se halla, puede mante-
ner su integridad, afianzarle sus colonias y ponerla en estado de reunir todos su recursos
con los de la Francia, á efecto de alcanzar la paz marítima, han resuelto unir todos sus es-
fuerzos y arreglar en un convenio privado tamaños intereses.


Con este objeto han nombrado, á saber:
S. M. el Rey de las Españas y de las Indias á S. A. S. D. Manuel Godoy, Príncipe de


la Paz, conde de Évora-Monte.
Y S. M. el Emperador, etc., al señor general de division Duroc, gran mariscal de pa-


lacio.
Los cuales, despues de cangeados sus plenos poderes, se han convenido en lo que


sigue:
Articulo 1.º S. M. el rey Cárlos, que no ha tenido en toda su vida otra mira que la fe-


licidad de sus vasallos, constante en la idea de que todos los actos de un soberano deben
únicamente dirigirse á este fin; no pudiendo las circunstancias actuales ser sino un ma-
nantial de disensiones, tanto más funestas, cuanto las desavenencias han dividido su pro-
pia familia, ha resuelto ceder, como cede por el presente, todos sus derechos al trono de
las Españas y de las Indias á S. M. el emperador Napoleon, como el único que, en el esta-
do á que han llegado las cosas, puede restablecer el órden: entendiéndose que dicha ce-
sion sólo ha de tener efecto para hacer gozar á sus vasallos de las condicionas siguientes:
1.ª La integridad del reino será mantenida; el príncipe que el emperador Napoleon juzgue
deber colocar en el trono de España será independiente, y los limites de la España no su-
frirán alteracion alguna. 2.ª La religion católica apostólica romana será la única en Espa-
ña. No se tolerará en su territorio religión alguna reformada, y mucho ménos infiel, segun
el uso establecido actualmente.


Art. 2.º Cualesquiera actos contra nuestros fieles súbditos desde la revolucion de
Aranjuez son nulos y de ningun valor, y sus propiedades les sería restituidas.


Art. 3.º S. M. el rey Cárlos, habiendo así asegurado la prosperidad, la integridad y la
independencia de sus vasallos, S. M. el Emperador se obliga á dar un asilo en sus esta-
dos al rey Cárlos, á su familia, al Príncipe de la Paz, como tambien á los servidores su-
yos que quieran seguirles, los cuales gozarán en Francia de un rango equivalente al que
tenían en España.




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el que no estipuló sola y precisamente privar de la corona á Fernando,
su enemigo, sino en general y por induccion á todos los infantes, á toda
la dinastía, en fin, de los soberanos sus bienhechores, recayendo la ce-
sion de Cárlos en un príncipe extranjero. Pequeño y mezquino hasta en
los últimos momentos, D. Manuel Godoy única y porfiadamente altercó
sobre el artículo de pensiones. Por lo demas, el modo con que Cárlos se
despojó de la corona, al paso que mancillaba al encargado de autorizar-
la por medio de un tratado, cubria de oprobio á un padre que de golpe
y sin distincion privaba indirectamente á todos sus hijos de suceder en
el trono. Acordada la renuncia en tierra extraña, faltábale á los ojos del
mundo la indispensable cualidad de haber sido ejecutada libre y espon-
táneamente, sobre todo cuando la cesion recaia en favor de un sobera-
no dentro de cuyo imperio se había concluido aquella importante estipu-
lacion. Era asimismo cosa no vista que un monarca, dueño, si se quiere,
de despojarse á sí mismo de sus propios derechos, no contase para la ce-
sion ni con sus hijos, ni con las otras personas de su dinastía, ni con el
libre y ámplio consentimiento de la nacion española, que era traspasada


Art. 4.° El palacio imperial de Compiegne, con los cotos y bosques de su dependen-
cia, quedan á la disposicion del rey Cárlos miéntras viviere.


Art. 5.º S. M. el Emperador da y afianza á S. M. el rey Cárlos una lista civil de
30.000.000 de reales, que S. M. el emperador Napoleon le hará pagar directamente todos
los meses por el tesoro de la Corona.


A la muerte del rey Cárlos, 2.000.000 de renta formarán la viudedad de la Reina.
Art. 6.º El emperador Napoleon se obliga á conceder á todos los infantes de España


una renta anual de 400.000 francos, para gozar de ella perpétuamente, así ellos como sus
descendientes, y en caso de extinguirse una rama, recaerá dicha renta en la existente á
quien corresponda, segun las leyes civiles.


Art. 7° S. M. el Emperador hará con el futuro Rey de España el convenio que tenga
por acertado para el pago de la lista civil y rentas comprendidas en los articulos antece-
dentes; pero S. M. el rey Cárlos no se entenderá directamente para este objeto sino con
el tesoro de Francia.


Art. 8.º S. M, el emperador Napoleón da en cambio á S. M. el rey Cárlos el sitio de
Chambord, con los cotos, bosques y haciendas de que se compone, para gozar de él en to-
da propiedad y disponer de él como le parezca.


Art. 9.º En consecuencia, S. M. el rey Cárlos renuncia en favor de S. M. el emperador
Napoleon todos los bienes alodiales y particulares no pertenecientes á la corona de Espa-
ña, de su propiedad privada en aquel reino.


Los infantes de España seguirán gozando de las rentas de las encomiendas que tu-
vieren en España.


Art. 10. El presente convenio será ratificado, y las ratificaciones se cangearán dentro
de ocho dias ó lo más pronto posible.


Fecho en Bayona, á 5 de Mayo de 1808.— EL PRÍNCIPE DE LA PAZ.— DUROC.




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á ajena dominacion como si fuera un campo propio ó un rebaño. El dere-
cho público de todos los países se ha opuesto constantemente á tamaño
abuso, y en España, en tanto que se respetaron sus franquezas y liber-
tades, hubo siempre en las Córtes un firme é invencible valladar contra
la arbitraria y antojadiza voluntad de los reyes. Cuando Alfonso el Bata-
llador tuvo el singular desacuerdo de dejar por herederos de sus reinos
á los caballeros del Temple, léjos de convenir en su loco extravío, nom-
braron los aragoneses en las córtes de Borja por rey de Aragon á D. Ra-
miro el Monje, y por su parte los navarros, para suceder en Navarra, á
D. García Ramirez. Hubo otros casos no ménos señalados, en que siem-
pre se pusieron á salvo los fueros y costumbres nacionales. Hasta el mis-
mo imbécil de Cárlos II, aunque su disposicion testamentaria fué hecha
dentro del territorio, y en ella no se infringian tan escandalosamente ni
los derechos de la familia real ni los de la nacion, creyó necesario, por lo
ménos, usar de la fórmula de «que fuera válida aquella su última volun-
tad, como si se hubiese hecho de acuerdo con las Córtes.» Ahora por to-
do se atropelló, y nadie cuidó de conservar siquiera ciertas apariencias
de justicia y legitimidad.


Así terminó Cárlos IV su reinado, del que nadie mejor que él mismo
nos dará una puntual y verdadera idea. Comía en Bayona con Napoleon
cuando se expresó en estos términos: «Todos los dias, invierno y verano,
iba á caza hasta las doce, comía, y al instante volvía al cazadero hasta la
caida de la tarde. Manuel me informaba cómo iban las cosas, y me iba á
acostar, para comenzar la misma vida al día siguiente, á ménos de impe-
dírmelo alguna ceremonia importante,» De este modo gobernó por espa-
cio de veinte años aquel monarca, quien, segun la pintura que hace de
sí propio, merece justamente ser apellidado con el mismo epíteto que lo
fueron varios de les reyes de Francia, de la estirpe merovingiana. Sin em-
bargo, adornaban á Cárlos prendas con que hubiera brillado como rey,
llenando sus altas obligaciones, si, ménos perezoso y débil, no se hubiese
ciegamente entregado al arbitrio y desordenada fantasía de la Reina. Te-
nía comprension fácil y memoria vasta: amaba la justicia, y si alguna vez
se ocupaba en el despacho de los negocios, era expedito y atinado; mas
estas cualidades desaparecieron al lado de su dejadez y habitual abando-
no. Con otra esposa que María Luisa, su reinado no hubiera desmerecido
del de su augusto antecesor, y bien que la situacion de Europa fuese muy
otra á causa de la revolucion francesa, tranquila España en su interior y
bien gobernada, quizá hubiera podido sosegadamente progresar en su in-
dustria y civilizacion, sin revueltas ni trastornos.




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Formalizadas las renuncias de Fernando en Cárlos IV, y de éste en
Napoleon, faltaba la del primero como príncipe de Astúrias, porque, si
bien habia devuelto en 6 de Mayo la corona á su padre, no habia por
aquel acto renunciado á sus derechos en calidad de inmediato sucesor.
Parece ser, segun don Pedro Cevallos, que Fernando resistiéndose á ac-
ceder á la última cesion, Napoleon le dijo: «No hay medio, príncipe, en-
tre la cesion y la muerte.» Otros han negado la amenaza, y admira, en
efecto, que hubiera que acudir á requerimiento tan riguroso con persona
cuya debilidad se habia ya mostrado muy á las claras. El mariscal Duroc
habló en el mismo sentido que su amo, y los príncipes entónces se de-
terminaron á renunciar. Nombróse á dicho mariscal, con Escóiquiz, pa-
ra arreglar el modo (26), y el 10 firmaron ambos un tratado, por el que se
arreglaron los términos de la cesion del Príncipe de Astúrias, y se fijó su
pension como la de los infantes, con tal que suscribiesen al tratado; lo


(26) Copia del tratado entre el Príncipe de Astúrias y el Emperador de los franceses.
S. M. el Emperador de los franceses, etc., y S. A. R. el Príncipe de Astúrias, teniendo


varios puntos que arreglar, han nombrado por sus plenipotenciarios, á saber:
S. M. el Emperador al señor general de division Duroc, gran mariscal de palacio, y S.


A. el Príncipe á D. Juan Escóiquiz, consejero de Estado de S. M. C., caballero gran cruz
de Cárlos III.


Los cuales, despues de cangeados sus plenos poderes, se han convenido en los artí-
culos siguientes:


Artículo 1.º S. A. R. el Príncipe de Astúrias adhiere á la cesion hecha por el rey Cár-
los de sus derechos al trono de España y de las Indias en favor de S. M. el Emperador de
los franceses, etc., y renuncia, en cuanto sea menester, á los derechos que tiene, como
príncipe de Astúrias, á dicha corona.


Art. 2.º S. M. el Emperador concede en Francia á S. A. el Príncipe de Astúrias el tí-
tulo de A. R., con todos los honores y prerrogativas de que gozan los príncipes de su ran-
go. Los descendientes de S. A. R. el Príncipe de Astúrias conservarán el título de prín-
cipe y el de A. S., y tendrán siempre en Francia el mismo rango que los príncipes digna-
tarios del imperio.


Art. 3.º S. M. el Emperador cede y otorga por las presentes en toda propiedad á S. A.
R. y sus descendientes los palacios, cotos, haciendas de Navarre y bosques de su depen-
dencia hasta la concurrencia de 50.00 arpens, libres de toda hipoteca, para gozar de ellos
en plena propiedad desde la fecha del presente tratado.


Art. 4.º Dicha propiedad pasará á los hijos y herederos de S. A. R. el Príncipe de As-
túrias; en defecto de éstos, á los del infante don Cárlos, y así progresivamente hasta extin-
guirse la rama. Se expedirán letras patentes y privadas del Monarca al heredero en quien
dicha propiedad viniese á recaer.


Art. 5.º S. M. el Emperador concede á S. A. R. 400.000 francos de renta sobre el teso-
ro de Francia, pagados por dozavas partes mensualmente, para gozar de ella y transmitir-
la á sus herederos en la misma forma que las propiedades expresadas en el art. 4.º




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cual verificaron don Antonio y D. Cárlos por medio de una proclama que
en union con Fernando dieron en Burdeos (27) el 12 del mismo Mayo. El
infante D. Francisco no firmó ninguno de aquellos actos, ya fuera preci-
pitacion, ó ya por considerarle en su minoridad.


Art. 6.º Á más de lo estipulado en los artículos antecedentes, S. M. el Emperador
concede á S. A. el Príncipe una renta de 600.000 francos, igualmente sobre el tesoro de
Francia, para gozar de ella miéntras viviere. La mitad de dicha renta formará la viudedad
de la princesa su esposa si le sobreviviere.


Art. 7.º S. M. el Emperador concede y afianza á los infantes don Antonio, D. Cárlos y
D. Francisco: l.º El titulo de A. R. con todos los honores y prerogativas de que gozan los
príncipes de su rango; sus descendientes conservarán el titulo de príncipes y el de A. S.,
y tendrán siempre en Francia el mismo rango que los príncipes dignatarios del imperio.
2.º El goce de las rentas de todas sus encomiendas en España, miéntras vivieren. 3.º Una
renta de 400.000 francos para gozar de ella y transmitirla á sus herederos perpetuamen-
te, entendiendo S. M. I. que si dichos infantes muriesen sin dejar herederos, dichas ren-
tas pertenecerán al Príncipe de Astúrias ó á sus descendientes y herederos; todo esto ba-
jo la condicion de que SS. AA. RR. se adhieran al presente tratado.


Art. 8.º El presente tratado será ratificado y se cangearán las ratificaciones dentro de
ocho días, ó antes si se pudiere.— Bayona, 10 de Mayo de 1808.— DUROC.— ESCÓIQUIZ.


(27) Proclama dirigida á los españoles en consecuencia del tratado de Bayona. (Véa-
se la Idea sencilla de Escóiquiz, en su núm. 8).


«Don Fernando, príncipe de Astúrias, y los infantes D. Cárlos y D. Antonio, agrade-
cidos al amor y á la fidelidad constante que les han manifestado todos sus españoles, los
ven con el mayor dolor en el dia sumergidos en la confesion, y amenazados, de resulta de
ésta, de las mayores calamidades; y conociendo que esto nace en la mayor parte de ellos
de la ignorancia en que están, así de las causas de la conducta que SS. AA. han observa-
do hasta ahora, como de los planes que para la felicidad de su patria están ya trazados, no
pueden ménos de procurar darles el saludable desengaño de que necesitan para no estor-
bar su ejecucion y al mismo tiempo el más claro testimonio del afecto que les profesan.


No pueden, en consecuencia, dejar de manifestarles que las circunstancias en que el
Príncipe, por la abdicacion del Rey, su padre, tomó las riendas del gobierno, estando mu-
chas provincias del reino y todas las plazas fronterizas ocupadas por un gran número de
tropas francesas, y más de 70.000 hombres de la misma nacion situados en la córte y sus
inmediaciones, como muchos datos que otras personas no podrian tener, les persuadieron
que, rodeados de escollos, no tenían más arbitrio que el de escoger, entre varios partidos,
el que produjese ménos males, y eligieron como tal el de ir á Bayona.


Llegados SS. AA. á dicha ciudad, se encontró impensadamente el Príncipe (entón-
ces rey) con la novedad de que el Rey, su padre, habia protestado contra su abdicacion,
pretendiendo no haber sido voluntaria. No habiendo admitido la corona sino en la bue-
na fe de que lo hubiese sido, apénas se aseguró de la existencia de dicha protesta, cuan-
do su respeto filial le hizo devolverla, y poco despues él Rey, su padre, la renunció, en su
nombre y en el de toda su dinastia, á favor del Emperador de los franceses, para que és-
te, atendiendo al bien de la nacion, eligiese la persona y dinastia que hubiesen de ocu-
parla en adelante.




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Bien que Escóiquiz hubiese obedecido á las órdenes de Fernando
firmando el tratado del 10, no por eso pone en seguro su buen nombre,
harto mancillado ya. Y fué singular que los dos hombres, Godoy y Es-
cóiquiz, cuyo desgobierno y errada conducta habian causado los mayo-
res daños á la monarquía, y cuyo respectivo valimiento con los dos re-
yes padre é hijo les imponia la estrecha obligacion de sacrificarse por
la conservacion de sus derechos, fuesen los mismos que autorizasen los
tratados que acababan en España con la estirpe de los Borbones. La pro-
clama de Burdeos, dada el 12, y en la que se dice á los españoles «que
se mantengan tranquilos, esperando su felicidad de las sábias disposi-
ciones y del poder de Napoleon», fué produccion de Escóiquiz, querien-
do éste persuadir despues que con ella habia pensado en provocar á los
españoles para que sostuviesen la causa de sus príncipes legítimos. Si
realmente fué tal su intento, se ve que no estaba dotado de mayor clari-
dad cuando escribia, que de prevision cuando obraba.


La Reina de Etruria, á pesar de los favores y atentos objetos que ha-
bia dispensado á Murat y á los franceses, no fué más dichosa en sus


En este estado de cosas, considerando SS. AA. la situacion en que se hallan, las crí-
ticas circunstancias en que se ve la España, y que en ellas todo esfuerzo de sus habitan-
tes en favor de sus derechos parece seria, no sólo inútil, sino funesto, y que sólo serviria
para derramar rios de sangre, asegurar la pérdida cuando menos de una gran parte de sus
provincias y las de todas sus colonias ultramarinas; haciéndose cargo tambien de que se-
rá un remedio eficacísimo para evitar estos males el adherir cada uno de SS. AA. de por
sí en cuanto esté de su parte á la cesion de sus derechos á aquel trono, hecha ya por el
Rey, su padre; reflexionando igualmente que el expresado Emperador de los franceses se
obliga en este supuesto á conservar la absoluta independencia y la integridad de la mo-
narquía española, como de todas sus colonias ultramarinas, sin reservarse ni desmembrar
la menor parte de sus dominios; á mantener la unidad de la religion católica, las propie-
dades, las leyes y usos, lo que asegura para muchos tiempos y de un modo incontrastable
el poder y la prosperidad de la nacion española; creen SS. AA. darla la mayor muestra de
su generosidad, del amor que la profesan, y del agradecimiento con que corresponden al
afecto que la han debido, sacrificando en cuanto está de su parte sus intereses propios y
personales en beneficio suyo, y adhiriendo para esto, como han adherido por un convenio
particular, á la cesion de sus derechos al trono, absolviendo á los españoles de sus obli-
gaciones en esta parte, y exhortándoles, como lo hacen, á que miren por los intereses co-
munes de la patria, manteniéndose tranquilos, esperando su felicidad de las sábias dispo-
siciones del emperador Napoleon, y que, prontos á conformarse con ellas, crean que da-
rán á su príncipe y á ambos infantes el mayor testimonio de su lealtad, así como SS. AA.
se lo dan de su paternal cariño, cediendo todos sus derechos, y olvidando sus propios in-
tereses por hacerla dichosa, que es el único objeto de sus deseos.— Burdeos, 12 de Ma-
yo de 1808.




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negociaciones que las otras personas de su familia. No se podia cum-
plir con su hijo el tratado de Fontainebleau, porque el Emperador ha-
bia ofrecido á los diputados portugueses conservar la integridad de Por-
tugal: no podia tampoco concedérsele indemnizacion en Italia, siendo
opuesto á las grandes miras de Napoleon permitir que, en parte alguna
de aquel país reinase una rama, cualquiera que fuese, de los Borbones;
con cuya contestacion tuvo la Reina que atenerse á la pension que se le
señaló, y seguir la suerte de sus padres.


Durante la estancia en Bayona del Príncipe de Astúrias y los infan-
tes, hubo varios planes para que se evadiesen. Un vecino de Cervera de
Alhama recibió dinero de la Junta suprema de Madrid con aquel objeto.
Con el mismo tambien habia ofrecido el Duque de Mahon una fuerte su-
ma desde San Sebastian: los consejeros de Fernando, á nombre y por ór-
den suya, cobraron el dinero; mas la fuga no tuvo efecto. Se propuso, co-
mo el medio mejor y más asequible, el arrebatar á los dos hermanos don
Fernando y D. Cárlos, sosteniendo la operacion por vascones diestros y
prácticos de la tierra, é internarlos en España por San Juan de Pié de
Puerto. Fué tan adelante el proyecto, que hubo apostados en la frontera
300 miqueletes para que diesen la mano á los que en Francia andaban
de concierto en el secreto. Despues se pensó en salvarlos por mar, y has-
ta hubo quien propuso atacar á Napoleon en el palacio de Marrac. Habia
en todas estas tentativas, más bien muestra de patriotismo y lealtad que
probable y buena salida. Hubiérase necesitado para llevarlas á cabo mé-
nos vigilancia en el gobierno frances, y mayor arrojo en los príncipes es-
pañoles, naturalmente tímidos y apocados.


No tardó Napoleon, extendidas y formalizadas que fueron las renun-
cias por medio de los convenios mencionados, en despachar para lo in-
terior de Francia á las personas de la familia real de España. El 10 de
Mayo Cárlos IV y su esposa María Luisa, la Reina de Etruria con sus hi-
jos, el infante D. Francisco y el Príncipe de la Paz salieron para Fontai-
nebleau, y de allí pasaron á Compiegne. El 11 partieron tambien de Ba-
yona el rey Fernando VII y su hermano y tio, los infantes D. Cárlos y D.
Antonio, habiéndoseles señalado para su residencia el palacio de Valen-
cey, propio del Príncipe de Talleyrand.


Tal fin tuvieron las célebres vistas de Bayona entre el Emperador de
los franceses y la malaventurada familia real de España. Sólo con muy
negra tinta puede trazarse tan tenebroso cuadro. En él se presenta Napo-
leon pérfido y artero; los reyes viejos padres desnaturalizados; Fernando
y los infantes débiles y ciegos; sus consejeros, por la mayor parte, igno-




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rantes ó desacordados, dando todos juntos principio á un sangriento dra-
ma, que ha acabado con muchos de ellos, desgarrado á España, y con-
movido hasta en sus cimientos la suerte de la Francia misma.


En verdad, tiempos eran éstos ásperos y difíciles; mas los encarga-
dos del timon del Estado, ya en Bayona, ya en Madrid, parece que sólo
tuvieron tino en el desacierto. Los primeros, acabamos de ver qué cuen-
ta dieron de sus príncipes; examinarémos ahora qué providencias toma-
ron los segundos para defender el honor y la verdadera independencia
nacional, puesto que por sus discordias y malos consejos se habian per-
dido el rey Fernando, sus hermanos y toda la real familia. Mencionamos
anteriormente la comision de D. Evaristo Perez de Castro, quién con fe-
licidad entró en Bayona el 4 de Mayo. A su llegada se presentó sin dila-
cion á don Pedro Cevallos, y éste comunicó al Rey las proposiciones de
la Junta suprema de Madrid, de que aquél era portador, y cuyo contenido
hemos insertado más arriba. De resultas se dictaron dos decretos el 5 de
Mayo: uno, escrito de la Real mano, estaba dirigido á la Junta suprema
de Gobierno, y otro, firmado por Fernando con la acostumbrada fórmula
de Yo el Rey, era expedido al Consejo, ó en su lugar, á cualquiera chan-
cillería ó audiencia libre del influjo extranjero. Por el primero el Rey de-
cia: «Que se hallaba sin libertad, y consiguientemente imposibilitado de
tomar por sí medida alguna para salvar su persona y la monarquía; que
por tanto autorizaba á la Junta en la forma más ámplia para que en cuer-
po, ó sustituyéndose en una ó muchas personas que la representasen, se
trasladára al paraje que creyese más conveniente, y que en nombre de S.
M., representando su misma persona, ejerciese todas las funciones de la
soberanía. Que las hostilidades deberian empezar desde el momento en
que internasen á S. M. en Francia, lo que no sucederia sino por la violen-
cia. Y por último, que en llegando ese caso tratase la Junta de impedir,
del modo que creyese más á propósito, la entrada de nuevas tropas en la
Península.» El decreto al Consejo decia: «Que en la situacion en que S.
M. se hallaba, privado de libertad para obrar por sí, era su real voluntad
que se convocasen las Córtes en el paraje que pareciese más expedito;
que por de pronto se ocupasen únicamente en proporcionar los arbitrios y
subsidios necesarios para atender á la defensa del reino, y que quedasen
permanentes para lo demas que pudiese ocurrir.»


Algunos de los ministros ó consejeros de Fernando en Bayona creye-
ron fundadamente que la Junta suprema, autorizada, como lo habia si-
do desde aquella ciudad, para obrar con las mismas é ilimitadas faculta-
des que habrian asistido al Rey estando presente, hubiera por sí debido




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adoptar aquellas medidas, evitando las dilaciones de la consulta; mas
la Junta, que se habia apartado del modo de pensar de los de Bayona, y
que en vez de tomar providencias, se contentó con pedir nuevas instruc-
ciones, llegadas que fueron, tampoco hizo nada, continuando en su in-
accion, so color de que las circunstancias habian variado. Cierto que no
eran las mismas, y será bien que para pesar sus razones refiramos antes
lo que en ese tiempo habia pasado en Madrid.


En la mañana misma del 4 de Mayo, en que partió el infante D. Anto-
nio, el gran Duque de Berg manifestó á algunos individuos de la Junta que
era preciso asociar su persona á las deliberaciones de aquel Cuerpo, es-
tando en ello interesado el buen órden y la quietud pública. Se le hicieron
reflexiones sobre su propuesta; no insistió en ella por aquel momento, pero
en la noche, sin anuncio anterior, se presentó en la Junta para presidirla.
Opúsose fuertemente á su atropellado intento Gil y Lémus; parece ser que
tambien resistieron Azanza y Ofárril, quienes, aunque al principio protes-
taron é hicieron dejacion de sus destinos, al fin continuaron ejerciéndo-
los. Temerosa la Junta del compromiso en que la ponia Murat, y querien-
do evitar mayores males, cedió á sus deseos y resolvió admitir en su seno
al príncipe frances. Mucho se censuró esta su determinacion, y se pensó
que excedia de sus facultades, mayormente cuando se trataba del jefe del
ejército de ocupacion, y cuando para ello no habia recibido órdenes ni ins-
trucciones de Bayona. Hubiera sido más conforme á la opinion general, ó
que se hubiera negado á deliberar ante el general frances, ó haber aguar-
dado á que una violencia clara y sin rebozo hubiese podido disculpar su
sometimiento. Pesarosa tal vez la Junta de su fácil condescendencia, en
medio de su congoja (28) le sacó algun tanto de ella y á tiempo un decreto
que recibió el 7 de Mayo, y que con fecha del 4 habia expedido en Bayona
Cárlos IV, nombrando á Murat lugarteniente del reino, en cuya calidad de-
bia presidir la Junta suprema; decreto precursor de la abdicacion de la co-
rona que al dia siguiente hizo en Napoleon. Acompañaba al nombramien-


(28) Decreto de Cárlos IV.
Habiendo juzgado conveniente dar una misma direccion á todas la fuerzas de nuestro


reino para mantener la seguridad de las propiedades y la tranquilidad pública contra los
enemigos, así del interior como del exterior, hemos tenido á bien nombrar lugarteniente
general del reino á nuestro primo el gran duque de Berg, que al mismo tiempo manda las
tropas de nuestro aliado el Emperador de los franceses. Mandamos al Consejo de Castilla,
á los capitanes generales y gobernadores de nuestras provincias que obedezcan sus órde-
nes, y en calidad de tal presidirá la Junta de Gobierno. Dado en Bayona, en el palacio im-
perial llamado del Gobierno, á 4 de Mayo de 1803 — YO EL REY.




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to una proclama del mismo Carlos á la nacion, que concluia con la notable
cláusula de que «no habria prosperidad ni salvacion para los españoles si-
no en la amistad del grande Emperador, su aliado.» Bien que la resolucion
del Rey padre viniese en apoyo de la prematura determinacion de la Jun-
ta, en realidad no hubiera debido á los ojos de este Cuerpo tener autoridad
alguna: la de dicha Junta, delegada por Fernando VII, sólo á las órdenes
del último tenía que obedecer. Sin embargo, en el dia 8 acordó su cumpli-
miento, y solamente suspendió la publicacion, creyendo con ese medio y
equívoco proceder salir de su compromiso. Finalmente, le libró de él y de
su angustiada posicion la noticia de haber devuelto Fernando la corona á
su padre, recibiendo un decreto (29) del mismo para que se sometiese á
las órdenes del antiguo Monarca.


Hasta el dia en que Murat se apoderó de la presidencia, hubiera po-
dido atribuirse la debilidad de la Junta a circunspeccion, su imprevision
á prudencia excesiva y su indolencia á falta de facultades ó á temor de
comprometer la persona del Rey. Mas ahora habia mudado el aspecto de


(29) «En este dia he entregado á mi amado padre una carta concebida en los térmi-
nos siguientes:


«Mi venerado padre y señor: Para dar á V. M. una prueba de mi amor, de mi obedien-
cia y de mi sumision, y para acceder á los deseos que V. M. me ha manifestado reitera-
das veces, renuncio mi corona en favor de V. M., deseando que pueda gozarla muchos
años. Recomiendo á V. M. las personas que me han servido desde el 19 de Marzo: confio
en las seguridades que V. M. me ha dado sobre este particular. Dios guarde á V. M. mu-
chos años.— Bayona, 6 de Mayo de 1808.— Señor: á L. R. P. de V. M., su más humilde
hijo.— FERNANDO.»


En virtud de esta renuncia de mi corona que he hecho en favor de mi amado padre,
revoco los porderes que habia otorgado á la Junta de Gobierno antes de mi salida de Ma-
drid para el despacho de los negocios graves y urgentes que pudiesen ocurrir durante mi
ausencia, la Junta obedecerá las órdenes y mandatos de nuestro muy amado padre y so-
berano, y las hará ejecutar en los reinos.


Debo, ántes de concluir, dar gracias á los individuos de la Junta, á las autoridades
constituidas y á toda la nacion por los servicios que me han prestado, y recomendarles
se reunan de todo corazon á mi padre amado y al Emperador, cuyo poder y amistan pue-
den, más que otra cosa alguna, conservar el primer bien de las Españas, á saber: su inde-
pendencia y la integridad de su territorio. Recomiendo asimismo que no os dejeis sedu-
cir por las asechanzas de nuestros eternos enemigos, de vivir unidos entre vosotros y con
nuestros aliados, y de evitar la efusion de sangre y las desgracias, que sin esto serian el
resultado de las circunstancias actuales, si os dejáseis arrastrar por el espíritu de aluci-
namiento y desunion.


Tendráse entendido en la Junta para los efectos convenientes y se comunicará á
quien corresponda. En Bayoná, á 6 de Mayo de 1808.— FERNANDO.» (Véase, Ofárril y
Azanza, pág. 63.)




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las cosas, y así, ó estaban sus individuos en el caso de poner en ejecu-
cion las convenientes medidas para salvar el honor y la independencia
nacional, ó no lo estaban. Si no, ¿por qué, en vez de mancillar su nom-
bre aprobando con su presencia las inicuas decisiones del extranjero, no
se retiraron y le dejaron solo? Y si pudieron obrar, ¿por qué no llevaron
á efecto los decretos dados por el Rey en Bayona á consulta suya? ¿Por
qué no permitieron la formacion acordada de otra junta fuera del poder
del enemigo? Léjos de seguir esta vereda, tomaron la opuesta, y fijaron
todo su conato en impedir la ejecucion de aquellas saludables medidas.
Un propio habia entregado á D. Miguel José de Azanza en su mano los
dos decretos del Rey; por uno de los cuales se autorizaba á la Junta con
poderes ilimitados, y por el otro al Consejo para la convocacion de Cór-
tes. Azanza los comunicó á sus compañeros, y todos convinieron en que,
dados estos decretos el 5 de Mayo, y el de renuncia de Fernando el 6 del
mismo, no debian cumplirse ni obedecerse los primeros. ¡Cosa extraña!
Decretos arrancados por la violencia, en los que se destruian los legíti-
mos derechos de Fernando y su dinastía, y se hollaban los de la nacion,
tuvieron á sus ojos más fuerza que los que habiendo sido acordados en
secreto y despachados por personas de toda confianza, tenian en sí mis-
mos la doble ventaja de haber sido dictados con entera libertad y de aco-
modarse á lo que ordenaba el honor nacional. Pone áun más en descu-
bierto la buena fe y rectitud de intenciones de los que así procedieron,
el no haber comunicado al Consejo el decreto de convocacion de Córtes,
cuya promulgacion y ejecucion se encomendaba particularmente á su
cuidado, tocando sólo á aquel Cuerpo examinar las razones de pruden-
cia ó conveniencia pública, de detenerle ó circularle. No contentos con
esto los individuos de la Junta suprema, y temerosos de que los nom-
brados para reemplazarla fuera de Madrid en caso necesario ejecutasen
lo que se les habia mandado, tomaron precauciones para estorbarlo. Al
Conde de Ezpeleta, á quien se habia comunicado, por medio de D. José
Capeleti, la primera determinacion de que presidiese la Junta, cuya ins-
talacion debia seguirse á la falta de libertad de la de Madrid, se le dió
despues expresa contraórden; y apremiado por Gil Taboada para que pa-
sase á Zaragoza, en donde aquél aguardaba, le contestó cómo se le habia
posteriormente mandado lo contrario.


Por lo tanto, la Junta suprema de Madrid, que, con pretexto de care-
cer de facultades, á pesar de haberlas desde Bayona recibido ámplias,
anduvo al principio descuidada y poco diligente, ahora, que con más
claridad y extension, si era posible, las recibia, suspendió hacer uso




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de su poder, alegando ser ya tarde, y recelosa de mayores comprometi-
mientos. Aparece más oscura y dudosa su conducta al considerar que
algunos de sus individuos, débiles ántes, pero resistiendo al extranje-
ro; sumisos despues, si bien todavía disculpables, acabaron por ser sus
firmes apoyos, trabajando con ahinco por ahogar los gloriosos esfuerzos
que hizo la nacion en defensa de su independencia. Es cierto que en-
seguida los españoles de Bayona estuvieron igualmente llenos de so-
bresalto y zozobra con el miedo de que se ejecutasen los dos consabi-
dos decretos. Así lo anunciaba D. Evaristo Perez de Castro, que volvió
á Madrid por aquellos dias. Todo lo cual prueba que ni entre los espa-
ñoles que en Bayona influian, principalmente en el Consejo del Rey, ni
entre los que en España gobernaban, habia ningun hombre asistido de
aquella constante decision é invariable firmeza que piden extraordina-
rias circunstancias.


Napoleon, por su parte, considerándose ya dueño de la corona de Es-
paña en virtud de las renuncias hechas en favor suyo, habia resuelto co-
locarla en las sienes de su hermano mayor, José, rey de Nápoles; y con-
tinuando siempre por la senda del engaño, quiso dar á su cesion visos de
generosa condescendencia con los deseos de los españoles. Así fué que
en 8 de Mayo dirigió al gran Duque sus instrucciones para que la Jun-
ta suprema y el Consejo de Castilla le indicasen en cuál de las personas
de su familia les sería más grato que recayese el trono de España. En 12
respondió acertadamente el Consejo que, siendo nulas las cesiones he-
chas por la familia de Borbon, no le tocaba ni podia contestar á lo que
se le preguntaba. Mas convocado al siguiente dia á palacio, por la tar-
de y sin ceremonia, y bien recibido y tratado por Murat, y habiendo fá-
cilmente convenido éste en la cortapisa que el Consejo queria poner á
su exposicion, de que «no por eso se entendiese que se mezclaba en la
aprobacion ó desaprobacion de los tratados de renuncia, ni que los dere-
chos del rey Cárlos y su hijo y demas sucesores á la corona, y segun las
leyes del reino, quedasen perjudicados por la designacion que se le pe-
dia», cedió entónces, y acordó en consulta del 13, dirigida al gran Du-
que, que bajo las propuestas insinuadas, «le parecia que, en ejecucion
de lo resuelto por el Emperador, podia recaer la eleccion en su herma-
no mayor, el Rey de Nápoles.» Llevaba trazas de juego y de mutua in-
teligencia el modo de preguntar y de responder. A Murat le importaban
muy poco aquellas secretas protestas, con tal que tuviese un documen-
to público de las principales autoridades del reino que presentar á los
gobiernos europeos, pudiendo con él Napoleon dar á entender que ha-




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bia seguido la voluntad de los españoles más bien que la suya propia.
El Consejo, empezando desde entónces aquel sistema medio y artificio-
so que le guió despues, más propio de un subalterno de la curia que de
un cuerpo custodio de las leyes, se avino muy bien con lo que se le pro-
puso, imaginando así poner en cobro hasta cierto punto su comprome-
tida existencia, ya que se afirmase la dominacion de Napoleon, ya que
fuese destruida. Conducta no atinada en tiempos de grandes tribulacio-
nes y vaivenes, y con la que perdió su crédito é influjo entre nacionales
y extranjeros. Escribió tambien el mismo Consejo una carta al Empera-
dor, y á ruego de Murat, nombró para presentarla en Bayona á los minis-
tros D. José Colon y D. Manuel de Lardizábal. La Junta suprema y la vi-
lla de Madrid practicaron por su parte iguales diligencias, pidiendo que
José Bonaparte fuese escogido para rey de España.


No satisfecho Napoleon con las cesiones de los príncipes ni con la
sumision y peticion de las supremas autoridades, pensó en congregar
una diputacion de españoles, que, con simulacro de Córtes, diesen en
Bayona una especie de aprobacion nacional á todo lo anteriormente ac-
tuado. Ya dijimos que á mediados de Abril habia intentado Murat lle-
var á efecto aquel pensamiento; mas hasta ahora, en Mayo, no se puso
en perfecta y cumplida ejecucion. La convocatoria (30) se dió á luz en la
Gaceta de Madrid de 24 del mismo mes, con la singularidad de no llevar
fecha. Estaba extendida á nombre del gran Duque de Berg y de la Jun-


(30) El Sermo. Sr. gran duque de Berg, lugarteniente general del reino, y la Junta su-
prema de Gobierno se han enterado de que los deseos de S. M. I. y R. el Emperador de los
franceses son de que en Bayona se junte una diputacion general de ciento cincuenta per-
sonas, que deberán hallarse en aquella ciudad el dia 15 del próximo mes de Junio, com-
puesta del clero, nobleza y estado general, para tratar alli de la felicidad de toda España,
proponiendo todos los males que el anterior sistema le han ocasionado, y las reformas y
remedios más convenientes para destruirlos en toda la nacion y en cada provincia en par-
ticular. A su consecuencia, para que se verifique á la mayor brevedad el cumplimiento de
la voluntad de S. M. I. y R., ha nombrado la Junta desde luégo algunos sujetos que se ex-
presarán, reservando á algunas corporaciones, á las ciudades de voto en Córtes y otras,
el nombramiento de los que aquí se señalan, dándoles la forma de ejecutarlo, para evitar
dudas y dilaciones, del modo siguiente:


1.º Que si en algunas ciudades y pueblos de voto en Córtes hubiese turno para la elec-
cion de diputados, elijan ahora las que lo están actualmente para la primera eleccion.


2.º Que si otras ciudades ó pueblos de voto en Córtes tuviesen derecho de votar para
componer un voto, ya sea entrando en concepto de media, tercera ó cuarta voz, ó de otro
cualquiera modo, elija cada ayuntamiento un sujeto y remita á su nombre á la ciudad ó
pueblo donde se acostumbre á sortear el que ha de ser nombrado.




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ta suprema de gobierno, y se reducia en sustancia á que, siendo el deseo
de S. M. I. y R juntar en Bayona una diputacion general de ciento cin-
cuenta individuos para el 15 de Junio siguiente, á fin de tratar en ella,


3.º Que los ayuntamientos de dichas ciudades y pueblos de voto en Córtes, así para
esta eleccion como para la que se dirá, puedan nombrar sujetos, no sólo de la clase de ca-
balleros nobles, sino tambien del estado general, segun en los que hallaren más luces, ex-
periencia, celo, patriotismo, instruccion y confianza, sin detenerse en que sean ó no regi-
dores, que estén ausentes del pueblo, que sean militares ó de cualquiera otra profesion.


4.º Que los ayuntamientos á quienes corresponda por estatuto elegir ó nombrar de la
clase de caballeros, puedan elegir en la misma forma grandes de España y títulos de Cas-
tilla.


5.º Que á todos los que sean elegidos se les señale por sus respectivos ayuntamien-
tos las dietas acostumbradas ó que estimen correspondientes, que se pagarán de los fon-
dos públicos que hubiere mas á mano.


6.º Que de todo el estado eclesiástico deben ser nombrados dos arzobispos, seis obis-
pos, diez y seis canónigos ó dignidades dos de cada una de las ocho metropolitanas que
deberán ser elegidos por sus cabildos canónicamente, y veinte curas párrocos del arzobis-
pado de Toledo y obispados que se referirán.


7.º Que vayan igualmente seis generales de las órdenes religiosas.
8.º Que se nombren diez grandes de España, y entre ellos se comprendan los que ya


están en Bayona ó han salido para aquella ciudad.
9.º Que sea igual el número de los títulos de Castilla y el mismo el de la clase de ca-


balleros, siendo estos últimos elegidos por las ciudades que se dirán.
10. Que por el reino de Navarra se nombren dos sujetos, cuya eleccion hará su di-


putacion.
11. Que la diputacion de Vizcaya nombre uno, la de Guipúzcoa otro, haciendo lo mis-


mo el diputado de la provincia de Alava con los consiliarios, y oyendo á su asesor.
12. Que si la isla de Mallorca tuviese diputado en la Península, vaya éste; y si no,


el sujeto que, hubiese más á propósito de ella, y se ha nombrado á D. Cristóbal Clade-
ra y Company.


13. Que se ejecute lo mismo por lo tocante á las islas Canarias; y si no hay aquí dipu-
tados, se nombra á D. Estanislao Lugo, ministro honorario del Consejo de las Indias, que
es natural de dichas islas, y tambien á D. Antonio Saviñon.


14. Que la diputacion del principado de Astúrias nombre asimismo un sujeto de las
propias circunstancias.


15. Que el Consejo de Castilla nombre cuatro ministros de él, dos el de las Indias,
dos el de Guerra, el uno militar y el otro togado, uno el de Ordenes, otro el de Hacienda
y otro el de la Inquisicion, siendo los nombrados ya por el de Castilla D. Sebastian de To-
rres y D. Ignacio Martinez de Villela, que se hallan en Bayona, y D. José Colon y D. Ma-
nuel de Lardizábal, asistiendo con ellos el alcalde de casa y córte D. Luis Marcelino Pe-
reira, que está igualmente en aquella ciudad, y los demas, los que elijan á pluralidad de
votos los mencionados Consejos.


16. Que por lo tocante á la Marina concurran el bailío D. Antonio Valdés y el tenien-
te general D. José Mazarredo; y por lo respectivo al ejército de tierra el teniente general
D. Domingo Cerviño, el mariscal de campo D. Luis Idiaquez, el brigadier D. Andres de




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de la felicidad de España, indicando todos los males que el antiguo sis-
tema habia ocasionado, y proponiendo las reformas y remedios para des-


Errasti, comandante de reales guardias españolas, el coronel D. Diego de Porras, capi-
tan de walonas, el coronel D. Pedro de Torres, exento de las de Corps, todos con el Prín-
cipe de Castel-Franco, capitan general de los reales ejércitos, y con el teniente general
Duque del Parque.


17. Que cada una de las tres universidades mayores Salamanca, Valladolid y Alcalá,
nombren de su claustro un doctor.


18. Que por el ramo de Comercio vayan catorce sujetos, los cuales serán nombrados
por los consulados y cuerpos que se citarán luégo.


19. Los arzobispos y obispos nombrados por la Junta de Gobierno, presidida por S.
A. I., son los siguientes: el Arzobispo de Búrgos, el de Laodicea, coadministrador del de
Sevilla, el obispo de Palencia, el de Zamora, el de Orense, el de Pamplona, el de Gero-
na y el de Urgel.


20. Los generales de las órdenes religiosas serán el de San Benito, Santo Domingo,
San Francisco, Mercenarios calzados, Carmelitas descalzos y San Agustin.


21. Los obispos que han de nombrar los mencionados veinte curas párrocos deben
ser los de Córdoba, Cuenca, Cádiz, Málaga, Jaen, Salamanca, Almeria, Guadix, Segovia,
Avila, Plasencia, Badajoz, Mondoñedo, Calahorra, Osma, Huesca, Orihuela y Barcelona,
debiendo asimismo nombrar dos el Arzobispo de Toledo, por la extension y circunstan-
cias de su arzobispado.


22. Los grandes de España que se nombran son: el Duque de Frias, el de Medinace-
li, el de Híjar, el Conde de Orgaz, el de Fuentes, el de Fernan-Nuñez, el de Santa Colo-
ma, el Marqués de Santa Cruz, el Duque de Osuna y el del Parque.


23. Los títulos de Castilla nombrados son: El Marqués de la Granja y Cartojal, el de
Castellanos, el de Cilleruelo, el de la Conquista, el de Ariño, el de Lupiá el de Bendaña,
el de Villa-Alegre, el de Jura-Real y el Conde de Polentinos.


24. Las ciudades que han de nombrar sujetos por la clase de caballeros son: Jerez da
la Frontera, Ciudad-Real, Málaga, Ronda, Santiago de Galicia, la Coruña, Oviedo, San
Felipe de Játiva, Gerona y la villa y córte de Madrid.


25. Los consulados y cuerpos de comercio que deben nombrar cada uno un sujeto
son: los de Cádiz, Barcelona, Coruña, Bilbao, Valencia, Málaga, Sevilla, Alicante, Búr-
gos, San Sebastian, Santander, el Banco nacional de San Cárlos, la Compañía de Filipinas
y los cinco gremios mayores de Madrid.


Siendo, pues, la voluntad de S. A. I. y de la suprema Junta que todos los individuos
que hayan de componer esta Asamblea nacional contribuyan por su parte á mejorar el ac-
tual estado del reino, encargan á V. muy particularmente que, consistiendo en el buen
desempeño de esta comision la felicidad de España, presente en la citada asamblea con
todo celo y patriotismo las ideas que tenga, ya sobre todo el sistema actual, y ya respec-
to á esa provincia en particular, adquiriendo de las personas más instruidas de ella en
los diversos ramos de instruccion pública, agricultura, comercio é industria, cuantas no-
ticias pueda, para que en aquellos puntos en que haya necesidad de reforma se verifique
del mejor modo posible; esperando igualmente S. A. y la Junta que las ciudades, cabil-
dos, obispos y demas corporaciones que, segun queda dicho, deberán nombrar personas
para la Asamblea, elegirán aquellas de más instruccion, probidad, juicio y patriotismo, y




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truirlos, la Junta suprema habia nombrado varios sujetos que allí se ex-
presaban, reservando á algunas corporaciones, á las ciudades de voto en
Córtes y otras sus respectivas elecciones. Segun el decreto, debian tam-
bien asistir grandes, títulos, obispos, generales de las órdenes religiosas,
individuos del comercio, de las universidades, de la milicia, de la mari-
na, de los Consejos y de la Inquisicion misma. Se escogieron igualmen-
te seis individuos que representasen la América. Azanza, que en 23 de
Mayo habia ido á Bayona para dar cuenta al Emperador del estado de
la Hacienda de España, se quedó, por órden suya, á presidir la Junta ó
Diputacion general, próxima á reunirse. Más adelante examinarémos la
índole y los trabajos de esta Junta, y hablarémos del solemne reconoci-
miento que ella y los españoles allí presentes hicieron del intruso José.


Murat, luégo que estuvo al frente del gobierno de España, recelan-
do, en vista del general desasosiego, que hubiese sublevaciones más ó
ménos parciales, adoptó varios medios para prevenirlas. Agregó á la di-
vision ó cuerpo de Dupont dos regimientos suizos españoles, y puso á la
disposicion del mariscal Moncey cuatro batallones de guardias españo-
las y walonas y los guardias de Corps. Pasó órdenes para enviar 3.000
hombres de Galicia á Buenos-Aires, y en 19 de Mayo dió el mando de la
escuadra de Mahon al general Salcedo, con encargo de hacerse á la vela


cuidarán de darles y remitirles las ideas más exactas del estado de la España, de sus ma-
les y de los modos y medios de remediarlos, con las observaciones correspondientes, no
sólo á lo general del reino, sino tambien á lo que exijan las particulares circunstancias de
las provincias, exhortando V. á todos los miembros de ese cuerpo y á los españoles celo-
sos de esa ciudad, partido ó pueblo á que instruyan con sus luces y experiencia al que va-
ya de diputado á Bayona, entregándole ó dirigiéndole igualmente las noticias y reflexio-
nes que consideren útiles al intento.


Todo lo cual participo á V., de órden de S. A. y de la Junta, para su inteligencia y pun-
tual cumplimiento en la parte que le toca; en el supuesto de que todos los sujetos que han
de componer la referida diputacion se han de hallar en Bayona el expresado 15 de Junio
próximo, como se ha dicho; y de que así por V. como por todos los demas se ha de avisar
por mi mano á S. A. y á la Junta de los sujetos qué se hayan nombrado.


Dios guarde á V. muchos años. Madrid, de Mayo de 1808.
NOTA. Despues de impresa esta carta se ha excusado el Marqués de Cilleruelo, y en


su lugar ha nombrado S. A. al Conde de Castañeda.
Tambien se ha admitido la excusa del general de Carmelitas descalzos, y se ha nom-


brado en su lugar al de San Juan de Dios.
Ademas el mismo gran Duque, con acuerdo de la Junta, ha nombrado seis sujetos na-


turales de 1as dos Américas, en esta, forma: al Marqués de San Felipe y Santiago, por la
Habana á D. José del Moral, por Nueva-España; á D. Tadeo Bravo y Rivero, por el Perú,
á D. Leon Altolaguire, por Buenos-Aires; á D. Francisco Cea, por Guatemala, y á D. Igna-
cio Sanchez de Tejada, por Santa Fe.




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para Tolon; lo cual afortunadamente no pudo cumplirse por los aconte-
cimientos que muy luégo sobrevinieron. Se ordenó á la division españo-
la acantonada en Extremadura pasase á San Roque, y á Solano, que has-
ta entónces habia sido su jefe, se le previno que regresase á Cádiz para
tomar de nuevo el mando de Andalucía, yendo á explorar sus intencio-
nes el oficial de ingenieros frances Constantin. Con el mismo objeto, y
con pretexto de examinar la plaza de Gibraltar, se envió cerca del gene-
ral D. Francisco Javier Castaños, que mandaba en el Campo de San Ro-
que, al jefe de batallon de ingenieros Rogniat; otros comisionados fue-
ron enviados á Ceuta. El Buen-Retiro se empezó á fortificar, encerrando
dentro de su recinto abundantes provisiones de boca y guerra, habiéndo-
se los franceses apoderado por todas partes de cuantos almacenes y de-
pósitos de municiones y armas estuvieron á su alcance. Cortas precau-
ciones para reprimir el universal descontento.


Pero ahora, que ya tenemos á Napoleon imaginándose poder ena-
jenar á su antojo la corona de España; ahora que ya está internada en
Francia la familia real, Murat mandando en Madrid, sometidos la Junta
suprema y los Consejos, y convocada á Bayona una diputacion de espa-
ñoles, será bien que, desviando nuestra vista de tantas escenas de perfi-
dia y abatimiento, de imprevision y flaqueza, nos volvamos á contemplar
un sublime y grandioso espectáculo.