Historia del levantamiento, guerra y revolución de España
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LIBRO QUINTO.


PRIMER SITIO Y DEFENSA DE ZARAGOZA.— ASIENTO DE LA CIUDAD.— ESTADO APURADO
DE LA MISMA.— SALIDA DE PALAFOX, 15 DE JUNIO.— PRIMERA EMBESTIDA DE LOS
FRANCESES CONTRA ZARAGOZA, Y SU DERROTA, 15 DE JUNIO.— D. LORENZO CALVO
DE ROZAS.— PREPARATIVOS DE DEFENSA EN ZARAGOZA.— D. ANTONIO SAN GE-
NIS.— INTIMACION DE LEFEBVRE DESNOUETTES.— EL GENERAL PALAFOX EN EPI-
LA.— ACCION DE EPILA.— PIENSA PALAFOX EN VOLVER Á ZARAGOZA.— ENTRADA
ALLÍ DE LAZAN EL 24 DE JUNIO.— JURAMENTO DE LOS ZARAGOZANOS.— AMENAZA
VILLANA DE UN POLACO Á CALVO.— CONFERENCIA Y PROPOSICIONES DE LOS GENE-
RALES FRANCESES.— LOS FRANCESES REFORZADOS.— VERDIER GENERAL EN JEFE.—
VUÉLASE UN ALMACEN DE PÓLVORA.— ATAQUE CONTRA EL MONTE TORRERO.—
CASTIGO DEL COMANDANTE.— LLEGADA DE UN REFUERZO Á LOS ESPAÑOLES.— 30
DE JUNIO, PRINCIPIA EL BOMBARDEO.— NUEVAS OBRAS DE DEFENSA DE LOS SITIA-
DOS.— ATAQUES DEL 1.º Y 2 DE JULIO.— AGUSTINA ZARAGOZA.— ENTRADA DE
PALAFOX EL 2 EN ZARAGOZA.— OTROS COMBATES.— PUENTE ECHADO POR LOS
FRANCESES EN SAN LAMBERTO.— ESTRAGO HECHO POR LOS MISMOS.— OTRAS MEDI-
DAS DE LOS SITIADOS.— APODÉRASE EL ENEMIGO DE VILLAFELICHE.— OTROS COM-
BATES.— ATAQUES DEL 3 Y 4 DE AGOSTO.— AVANZAN LOS FRANCESES AL COSO.—
SALIDA DE PALAFOX DE ZARAGOZA.— VUELVE LAZAN EL 5 CON SOCORROS.— EL 8,
PALAFOX.— CONTINÚAN LOS CHOQUES Y REENCUENTROS.— LOS FRANCESES RECIBEN
EL 6 ÓRDEN DE RETIRARSE.— CONTRAÓRDEN POCO DESPUES.— RESOLUCION MAG-
NÁNIMA DE LOS ZARAGOZANOS.— 13, ÓRDEN DEFINITIVA DADA Á LOS FRANCESES DE
RETIRARSE.— LLEGADA Á ZARAGOZA DE UNA DIVISION DE VALENCIA.— ALÉJANSE
LOS FRANCESES DE ZARAGOZA EL 14.— FIN DEL SITIO.— ALEGRÍA DE LOS ARAGONE-
SES, ESTADO DE LA CIUDAD.— CATALUÑA.— BLOQUEO DE FIGUERAS POR LOS SOMA-
TENES.— SOCORRE LA PLAZA EL GENERAL REILLE.— D. JUAN CLARÓS.— VUELVE
DUHESME Á GERONA.— JUNTA DE LÉRIDA.— TROPAS DE MENORCA MANDADAS POR
EL MARQUÉS DEL PALACIO.— EL CONDE DE CALDAGUÉS VA EN SOCORRO DE GERO-
NA.— ATACAN LOS FRANCESES Á GERONA EL 13 DE AGOSTO.— SON DERROTADOS
EL 16.— LEVANTAN EL SITIO.— PORTUGAL.— ESTADO DE AQUEL REINO Y DE SU
INSURRECCION.— EVORA.— EXPEDICION INGLESA ENVIADA Á PORTUGAL,-SIR AR-
TURO WELLESLEY.— SALE LA EXPEDICION DE CORCK.— DESEMBARCO EN MONDE-
GO.— ESTADO DE JUNOT, Y SUS DISPOSICIONES.— ACCION DE ROLIZA.— SOCORROS
LLEGADOS AL EJÉRCITO INGLÉS.— BATALLA DE VIMEIRO, 21 DE AGOSTO.— ARMIS-




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TICIO ENTRE AMBOS EJÉRCITOS.— CONVENIO DEL ALMIRANTE RUSO CON EL INGLÉS.—
CONVENCION DE CINTRA.— ESPAÑOLES DE PORTUGAL.— RESTABLECEN LOS INGLE-
SES LA REGENCIA DE PORTUGAL.— YÉLBES SITIADA POR LOS ESPAÑOLES.— ALMEIDA
POR LOS PORTUGUESES.— DESAPROBACION GENERAL DE LA CONVENCION DE CINTRA
EN INGLATERRA.— DECLARACION DE S. M. B. DE 4 DE JULIO.— PETICIONES Y RE-
CLAMACIONES QUE SE HACEN Á LOS DIPUTADOS ESPAÑOLES.— DUMOURIER.— CON-
DE D’ARTOIS.— LUIS XVIII.— PRÍNCIPE DE CASTELCICALA.— TROPA ESPAÑOLA EN
DINAMARCA.— MARQUÉS DE LA ROMANA.— LOBO.— FÁBREGUES.— SE DISPONEN
Á EMBARCARSE LAS TROPAS DEL NORTE.— KINDELAN.— KINDELAN Y GUERRERO.—
JURAMENTO DE LOS ESPAÑOLES EN LANGELAND.— DAN LA VELA PARA ESPAÑA.—
TRÁTASE DE REUNIR UNA JUNTA CENTRAL.— SITUACION DE MADRID.— ASESINA-
TO DE VIGURI.— CONSEJO DE CASTILLA.— SUS MANEJOS.— OPINION SOBRO AQUEL
CUERPO.— ESTADO DE LAS JUNTAS PROVINCIALES.— LLEGADA Á GIBRALTAR DEL
PRÍNCIPE LEOPOLDO DE SICILIA.— CORRESPONDENECIA ENTRE LAS JUNTAS.— PRO-
CEDER DEL CONSEJO.— ENTRADA EN MADRID DE LLAMAS Y CASTAÑOS.— PROCLA-
MACION DE FERNANDO VII.— INSURRECCION DE BILBAO.— MOVIMIENTOS EN GUI-
PÚZCOA Y NAVARRA.— NUEVOS MANEJOS DEL CONSEJO.— PROPUESTA DE CUESTA
Á CASTAÑOS.— CONSEJO DE GUERRA CELEBRADO EN MADRID.— PRENDE CUESTA Á
VALDÉS Y QUINTANILLA.— ACABA EL GOBIERNO DE LAS JUNTAS PROVINCIALES.


Sin muro y sin torreones, segun nos ha trasmitido Floro (1), defen-
dióse largos años la inmortal Numancia contra el poder de Roma. Tam-
bien desguarnecida y desmurada, resistió al de Francia con tenaz por-
fía, si no por tanto tiempo, la ilustre Zaragoza. En ésta, como en aquélla,
mancillaron su fama ilustres capitanes, y los impetuosos y concertados
ataques del enemigo tuvieron que estrellarse en los acerados pechos de
sus invictos moradores. Por dos veces, en ménos de un año, cercaron los
franceses á Zaragoza; una malogradamente, otra con pérdidas é inaudi-
tos reveses. Cuanto fué de realce y nombre para Aragon la heroica de-
fensa de su capital, fué de abatimiento y desdoro para sus sitiadores,
aguerridos y diestros, no haberse enseñoreado de ella pronto y de la pri-
mera embestida.


(1) Numantia, quantum Carthaginis Capuæ, Corinthi opibu sinferior, ita virtutis no-
mine et honore par omnibus, summumque, si viros æstimes Hspaniæ dequs: quippe quæ si-
ne muro, sine turribus, modice edito in trumulo apud flumen Durium sita, quatuor milli-
bus celtiberorum, quadraginta millium exercitum per annos quatuordecim sola sustinuit;
nec sustinuit modo, særius aliquanto persulit, pudendisque fæderibus offecit. (L. A. FLO-
RI, lib. II, cap. XVIII.)




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Baña á Zaragoza, asentada á la derecha márgen, el caudaloso Ebro.
Cíñela al Mediodía y del lado opuesto, Huerba, acanalado y pobre, que
más abajo rinde á aquél sus aguas, y casi enfrente adonde desde el Pi-
rineo viene tambien á fenecer el Gállego. Por la misma parte, y á un
cuarto de legua de la ciudad, se eleva el monte Torrero, cuya altura
atraviesa la acequia imperial, que así llaman al canal de Aragon, por
traer su origen del tiempo del emperador Cárlos V. Antes del sitio her-
moseaban á Zaragoza en sus contornos feraces campiñas, viñedos y oli-
vares, con amenas y deleitables quintas, á que dan en la tierra el nom-
bre de torres. A izquierda del Ebro está el arrabal que comunica con la
ciudad por medio de un puente de piedra, habiéndose destruido otro de
madera en una riada que hubo en 1802. Pasaba la poblacion de 55.000
almas; menguó con las muertes y destrozos. No era Zaragoza ciudad for-
tificada; diciendo Colmenar (2), á manera de profecía, cosa há de un si-
glo, «que estaba sin defensa, pero que reparaba esta falta el valor de
sus habitantes.» Cercábala solamente una pared de diez á doce piés de
alto y de tres de espesor, en parte de tapia y en otras de mampostería,
interpolada á veces y formada por algunos edificios y conventos, y en
la que se cuentan ocho puertas, que dan salida al campo. No léjos de
una de ellas, que es la del Portillo, y extramuros, se distingue la Aljafe-
ría, antigua morada de los reyes de Aragon, rodeada de un foso y mura-
lla, cuyos cuatro ángulos guarnecen otros tantos bastiones. Las calles,
en general, son angostas, excepto la del Coso, muy espaciosa y larga,
casi en el centro de la ciudad, y que se extiende desde la puerta lla-
mada del Sol hasta la plaza del Mercado. Las casas de ladrillo, y por la
mayor parte de dos ó tres pisos; la adornan edificios y conventos bien
construidos y de piedra de sillería. La piedad admira dos suntuosas ca-
tedrales, la de Nuestra Señora del Pilar y la de la Seo, en las que alter-
na por años, para su asistencia, el Cabildo. El último templo, antiquísi-
mo; el primero, muy venerado de los naturales, por la imágen que en su
santuario se adora. Como no es de nuestra incumbencia hacer una des-
cripcion especial de Zaragoza, no nos detendrémos ni en sus antigüe-
dades ni grandeza, reservando para despues hablar de aquellos lugares
que, á causa de la resistencia que en ellos se opuso, adquirieron des-
conocido renombre; porque allí las casas y edificios fueron otras tan-
tas fortalezas.


(2) Annales d’Espagne et de Portugal, par D. JUAN ÁLVAREZ DE COLMENAR, tomo V, pág.
431, edicion de Amsterdam.




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Si ningunas eran en Zaragoza las obras de fortificacion, tampoco
abundaban otros medios de defensa. Vimos cuán escasos andaban al
levantarse en Mayo. El corto tiempo transcurrido no habia dejado au-
mentarlos notablemente, y ántes bien se habian minorado con los des-
calabros padecidos en Tudela y Mallen. En semejante estado, déjase dis-
currir la consternacion de Zaragoza al esparcirse la nueva, en la noche
del 14 de Junio, de haber sido aquel dia derrotado D. José de Palafox en
las cercanías de Alagon, segun dijimos en el anterior libro. Desapercibi-
dos sus habitantes, tan solamente hallaron consuelo con la presencia de
su amado caudillo, que no tardó en regresar á la ciudad. Mas el enemigo
no dió descanso ni vagar. Siguieron de cerca á Palafox, y tras él vinieron
proposiciones del general Lefebvre Desnouettes á fin de que se rindiese,
con un pliego enderezado al propio objeto, y firmado por los emisarios
españoles Castel-Franco, Villela y Pereira, que acompañaban al ejército
frances, y de quienes ya hicimos mencion.


Fué la respuesta del general Palafox ir al encuentro de los invaso-
res; y con las pocas tropas que le quedaban, algunos paisanos y piezas
de campaña se colocó fuera, no léjos de la ciudad, al amanecer del 15.
Estaba á su lado el Marqués de Lazan y muchos oficiales, mandando la
artillería el capitan don Ignacio Lopez. Pronto asomaron los franceses y
trataron de acometer á los nuestros con su acostumbrado denuedo. Pero
Palafox, viendo cuán superior era el número de sus contrarios, determi-
nó retirarse, y ordenadamente pasó á Longares, pueblo seis leguas dis-
tante, desde donde continuó al puerto de Frasno, cercano á Calatayud,
queriendo engrosar su division con la que reunía y organizaba en dicha
ciudad el Baron de Versages.


Semejante movimiento, si bien acertado en tanto que no se conside-
raba á Zaragoza con medios para defenderse, dejaba á esta ciudad del
todo desamparada y á merced del enemigo. Así se lo imaginó fundada-
mente el general frances Lefebvre Desnouettes, y con sus 5 á 6.000 in-
fantes y 800 caballos, á las nueve de la mañana del mismo 15, pre-
sentóse con ufanía delante de las puertas. Habian crecido dentro las
angustias; no eran arriba de 200 los militares que quedaban, entre miño-
nes y otros soldados; los cañones, pocos y mal colocados, como gente á
quien no guiaban oficiales de artillería, pues de los dos únicos con quien
se contaba en un principio, D. Juan Cónsul y D. Ignacio Lopez, el últi-
mo acompañaba á Palafox, y el primero, por órden suya, hallábase de co-
mision en Huesca. El paisanaje andaba sin concierto, y por todas partes
reinaba la indisciplina y confusion. Parecia, por tanto, que ningun obs-




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táculo detendria á los enemigos, cuando el tiroteo de algunos paisanos y
soldados desbandados los obligó á hacer parada y proceder precavida-
mente. De tan casual é impensado acontecimiento nació la memorable
defensa de Zaragoza.


La perplejidad y tardanza del general frances alentó á los que habian
empezado á hacer fuego, y dió á otros alas para ayudarlos y favorecerlos.
Pero como áun no habia baterías ni resguardo importante, consiguieron
algunos jinetes enemigos penetrar hasta dentro de las calles. Acometi-
dos por algunos voluntarios y miñones de Aragon, al mando del coronel
D. Antonio de Torres, y acosados por todas partes por hombres, mujeres
y niños, fueron los más de ellos despedazados cerca de Nuestra Señora
del Portillo, templo pegado á la puerta del mismo nombre.


Enfurecidos los habitantes, y con mayor confianza en sus fuerzas
despues de la adquirida, si bien fácil, ventaja, acudieron, sin distin-
cion de clase ni de sexo, adonde amagaba el peligro, y llevando á brazo
los cañones ántes situados en el Mercado, plaza del Pilar y otros para-
jes desacomodados, los trasladaron á las avenidas por donde el enemi-
go intentaba penetrar, y de repente hicieron contra sus huestes horroro-
sas descargas. Creyó entónces necesario el general frances emprender
un ataque formal contra las puertas del Cármen y Portillo. Puso su ma-
yor conato en apoderarse de la última, sin advertir que, situada á la de-
recha la Aljafería, eran flanqueadas sus tropas por los fuegos de aquel
castillo, cuyas fortificaciones, aunque endebles, le resguardaban de un
rebate. Así sucedió que los que le guarnecian, capitaneados por un ofi-
cial retirado, de nombre don Mariano Cerezo, militar tan bravo como pa-
triota, escarmentaron la audacia de los que confiadamente se acercaban
á sus muros. Dejáronlos aproximarse, y á quemaropa los ametrallaron.
En sumo grado contribuyó á que fuera más certera la artillería en sus ti-
ros un oficial sobrino del general Guillelmi, quien encerrado allí con su
tio desde el principio de la insurreccion, olvidándose del agravio reci-
bido, sólo pensó en no dar quiebra á su honra, y cumplió debidamente
con lo que la patria exigia de su persona. Igualmente fueron los france-
ses repelidos en la puerta del Cármen, sosteniendo por los lados el tre-
mendo fuego que de frente se les hacia, escopeteros esparcidos entre las
tapias, alameda y olivares, cuya buena puntería causó en las filas ene-
migas notable matanza. Nadie rehusaba ir á la lid: las mujeres corrian á
porfía á estimular á sus esposos y á sus hijos, y atropellando por medio
del inminente riesgo, los socorrian con víveres y municiones. Los fran-
ceses, aturdidos al ver tanto furor y ardimiento, titubeaban, y crecia con




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su vacilar el entusiasmo y valentía de los defensores. De nuevo, no obs-
tante, y reiteradas veces embistieron la entrada del Portillo, desviándose
de la Aljaferia, y procurando cubrirse detras de los olivares y arboledas.
Menester fué, para poner término á la sangrienta y reñida pelea, que so-
breviniese la noche. Bajo su amparo se retiraron los franceses á media
legua de la ciudad, y recogieron sus heridos, dejando el suelo sembrado
de más de 500 cadáveres. La pérdida de los españoles fué mucho más
reducida, abrigados de tapias y edificios. Y de aquella señalada victo-
ria, que algunos llamaron de las Eras, resultó el glorioso empeño de los
zaragozanos de no entrar en pacto alguno con el enemigo y resistir has-
ta el último aliento.


Fuera de sí aquellos vecinos con la victoria alcanzada, ignoraban to-
davía el paradero del general Palafox. Grande fué su tristeza al saber
su ausencia, y no teniendo, fe en las autoridades antiguas ni en los de-
mas jefes, los diputados y alcaldes de barrio, á nombre del vecindario,
se presentaron luégo que cesó el combate, al corregidor é intendente D.
Lorenzo Calvo de Rozas, que, hechura de Palafox, merecia su confian-
za. Instáronle para que hiciera sus veces, y condescendió con sus rue-
gos en tanto que aquél no volviera. Unia Calvo en su persona las calida-
des que el caso requeria. Declarado abiertamente en favor de la causa
pública, habíase fugado de Madrid, en donde estaba avecindado. Hom-
bre de carácter firme y sereno, encerraba en su pecho, con apariencias
de tibio, el entusiasmo y presteza de un alma impetuosa y ardiente. Au-
torizado, como ahora se veia, por la voz popular, y punzado por el peligro
que á todos amenazaba, empleó con diligencia cuantos medios le suge-
ria el deseo de proteger contra la invasion extraña la ciudad que se po-
nia en sus manos.


Prontamente llamó al teniente de rey D. Vicente Bustamante para
que expidiese y firmase á los de su jurisdiccion las convenientes órde-
nes. Mandó iluminar las calles, con objeto de evitar cualquiera sorpresa
ó excesos; empezáronse á preparar sacos de tierra para formar baterías
en las puertas de Sancho, el Portillo, Cármen y Santa Engracia; abrié-
ronse zanjas ó cortaduras en sus avenidas; dispusiéronse á artillarlas,
y se levantó en toda la tapia que circuia á la ciudad una banqueta, pa-
ra desde allí molestar al enemigo con la fusilería. Prevínose á los veci-
nos en estado de llevar armas que se apostasen en los diversos puntos,
debiendo alternar noche y dia, ocupáronse los niños y mujeres en tareas
propias de su edad y sexo, y se encargó á los religiosos hacer cartuchos
de cañon y fusil, cumpliéndose con tan buen deseo y ahinco aquellas




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disposiciones, que á las diez de la noche se habia ya convertido Zarago-
za en un taller universal, en el que todos se afanaban por desempeñar
debidamente lo que á cada uno se habia encomendado.


Con más lentitud se procedió en la construccion de las baterías, por
falta de ingeniero que dirigiese la obra. Sólo había uno, que era D. An-
tonio San Genis, y éste habia sido el 15 llevado á la cárcel por los pai-
sanos, que la conceptuaban sospechoso, habiendo notado que reconocia
las puertas y la ronda de la ciudad. Ignoróse su suerte en medio de la
confusion, pelea y agitacion de aquel dia y noche, y sólo se le puso en li-
bertad, por órden de Calvo de Rozas, en la mañana del 16. Sin tardanza
trazó San Genis atinadamente várias obras de fortificacion, esmerándose
en el buen desempeño, y ayudado, en lugar de otros ingenieros, por los
hermanos Tabuenca, arquitectos de la ciudad. Pintan estos pormenores,
y por eso no son de más, la situacion de los zaragozanos, y lo apurados y
escasos que estaban de recursos y de hombres inteligentes en los ramos
entónces más necesarios.


Los franceses, atónitos con lo ocurrido el 15, juzgaron impruden-
te empeñarse en nuevos ataques ántes de recibir de Pamplona mayores
fuerzas, con artillería de sitio, morteros y municiones correspondientes.
Miéntras que llegaba el socorro, queriendo Lefebvre probar la vio de la
negociacion, intimó el 17 que, á no venir á partido, pasaria á cuchillo
á los habitantes cuando entrase en la ciudad. Contestósele dignamente
(3), y se prosiguió con mayor empeño en prepararse á la defensa.


(3) Respuesta dada á la intimacion del general Lefebvre, comandante en jefe del ejérci-
to frances que sitiaba á Zaragoza, publicada en la Gaceta del 20 de Junio de 1808.


«Zaragoza es mi cuartel general, á 18 de Junio.
» Si S. M. el Emperador envía á V. á restablecer la tranquilidad que nunca ha perdi-


do este país, es bien inútil se tome S M. estos cuidados. Si debo responder á la confianza
que me ha hecho este valeroso pueblo, sacándome del retiro en que estaba para poner en
mi mano su custodia, es claro que no llenaria mi deber abandonándole á la apariencia de
una amistad tan poco verdadera.


» Mi espada guarda las puertas de la capital, y mi honor responde de su seguridad; no
deben tomarse, pues, este trabajo esas tropas, que aun estarán cansadas de los días 15 y
16. Sean enhorabuena infatigables en sus lides; yo lo seré en mis empeños.


»Léjos de haberse apagado el incendio que levantó la indignacion española, á vista
de tantas alevosías se eleva por momentos.


» Se conoce que las espías que V. paga son infieles. Gran parte de Cataluña se ha
puesto bajo mi mando; lo mismo ha hecho otra no menor de Castilla. Los capitanes gene-
rales de ésta y de Valencia están unidos conmigo. Galicia, Extremadura, Astúrias y los
cuatro reinos de Andalucía están resueltos á vengar sus agravios. Las tropas francesas co-
meten atrocidades indignas de hombres: saquean, insultan y matan impunemente á los




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El general Palafox en tanto, vista la decision que habian tomado los
zaragozanos de resistir á todo trance al enemigo, trató de hostigarle y lla-
mar á otra parte su atencion. Unido al Baron de Versages, contaba con
una division de 6.000 hombres y cuatro piezas de artillería. El 21 de Ju-
nio pasó en Almunia reseña de su tropa, y el 23 marchó sobre Épila. En
aquella villa hubo jefes que notando el poco concierto de su tropa, por
lo comun allegadiza, opinaron ser conveniente retirarse á Valencia, y no
empeorar con una derrota la suerte de Zagaroza. Palafox, asistido de ad-
mirable presencia de ánimo, congregó su gente, y delante de las filas,
exhortando á todos á cumplir con el duro, pero honroso deber que la pa-
tria les imponia, añadió que eran dueños de alejarse libremente aque-
llos á quienes no animase la conveniente fortaleza para seguir por el es-
trecho y penoso.


Seguro de sus soldados, hizo propósito Palafox de avanzar la maña-
na siguiente á la Muela, tres leguas de Zaragoza, queriendo coger á los
franceses entre su fuerza y aquella ciudad. Pero barruntando éstos su
movimiento, se le anticiparon, y acometieron á su ejército en Épila á las
nueve de la noche, hora desusada y en la que dieron de sobresalto é im-
pensadamente sobre los nuestros por haber sorprendido y hecho prisio-
nera una avanzada, y tambien por el descuido con que todavía andaban
nuestras inexpertas topas. Trabóse la refriega, que fué empeñada y reñi-
da. Como los españoles se vieron sobrecogidos, no hubo órden premedi-
tado de batalla, y los cuerpos se colocaron segun pudo cada uno en me-
dio de la oscuridad. La artillería, dirigida por el muy inteligente oficial
D. Ignacio Lopez, se señaló en aquella jornada, y algunos regimientos
se mantuvieron firmes hasta por la mañana, que, sin precipitacion, to-
maron la vuelta de Calatayud. En su número se contaba el de Fernan-
do VII, que aunque nuevo, sostuvo el fuego por espacio de seis horas co-
mo si se compusiera de soldados veteranos. Tambien hombres sueltos de
guardias españolas defendieron largo rato una batería de las más impor-
tantes. Disputaron, pues, unos y otros el terreno á punto que los france-
ses no los incomodaron en la retirada.


Palafox, convencido, no obstante, de que no era dado con tropas bi-
soñas combatir ventajosamente en campo raso, y de que sería más útil


que ningun mal les han hecho; ultrajan la religion, y queman sus sagradas imágenes de
un modo inaudito.


» Ni esto ni el todo que V, observa, áun despues de los días 15 y 16, son propios pa-
ra satisfacer á un pueblo valiente; V. hará lo que quiera y yo haré lo que debo.— B. L. M.
de V.— El General de las tropas de Aragon.»




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su ayuda dentro de Zaragoza, determinó, superando obstáculos, meter-
se con los suyos en aquella ciudad, por lo que, despues de haberse rehe-
cho, y dejando en Calatayud un depósito al mando del Baron de Versa-
ges , dividió su corta tropa en dos pequeños trozos; encargó el uno á su
hermano D. Francisco, y acaudillando en persona el otro, volvió el 2 de
Julio á pisar el suelo zaragozano.


Ya habia allí acudido dias ántes su otro hermano el Marqués de La-
zan, que era el gobernador, con varios oficiales, á instancias y por aviso
del intendente Calvo de Rozas. Deseaba éste un arrimo para robustecer
áun más sus acertadas providencias, acordar otras, comprometer en la
defensa á las personas de distincion que no lo estuviesen todavía, impo-
ner respeto á la muchedumbre congregando una reunion escogida y nu-
merosa, y afirmarla en su resolucion por medio de un público y solem-
ne juramento. Para ello convocó el 25 de Junio una junta general de las
principales corporaciones é individuos de todas clases, presidida por el
de Lazan. En su seno expuso brevemente Calvo de Rozas el estado en
que la ciudad se hallaba, y cuáles eran sus recursos, y excitó á los con-
currentes á coadyuvar con sus luces y patriótico celo al sostenimiento de
la causa comun. Conformes todos, aprobaron lo ántes obrado, se confir-
maron en su propósito de vencer ó morir, y resolvieron que el 26 los ve-
cinos, soldados, oficiales y paisanos armados prestarian en calles y pla-
zas, en baterías y puertas un público y majestuoso juramento. Amaneció
aquel dia, y á una hora señalada de la tarde se pobló el aire de un grito
asombroso y unánime, «de que los defensores de Zaragoza, juntos y se-
parados, derramarian hasta la última gota de su sangre por su religion,
su rey y sus hogares.»


Movió á curiosidad entre los enemigos la impensada agitacion que
causó tan nueva solemnidad, y con ánsia de informarse de lo que pa-
saba, aproximóse á la línea española un comandante de polacos, acom-
pañado de varios soldados; y aparentando deseos de tomar partido él y
los suyos con los sitiados, pidió, como seguro de su determinacion, tra-
tar con los jefes superiores. Salió Calvo de Rozas, indicó al comandante
que se adelantase para conferenciar solos; hízolo así, mas á poco y ale-
vosamente cercaron á Calvo los soldados del contrario. Encaráronle las
armas, y despues de preguntar lo que en Zaragoza ocurria, tuvo el co-
mandante la descompuesta osadía de decirle que no era su intento des-
amparar sus banderas; que habia sólo inventado aquella artimaña para
averiguar de qué provenia la inquietud de la ciudad, é intimar de nue-
vo por medio de una persona de cuenta la rendicion, siendo inevitable




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que al fin se sometiesen los zaragozanos al ejército frances, tan superior
y aguerrido. Añadióle que, á no consentir con lo que de él exigia, sería
muerto ó prisionero. En vez de atemorizarse con la villana amenaza, re-
portado y sereno contestóle Calvo: «Harto conocidas son vuestras ma-
las artes y la máscara de amistad con que encubris vuestras continua-
das perfidias, para que desprevenido y no muy sobre aviso acudiera yo á
vuestro llamamiento; los muertos y los prisioneros seréis vos y vuestros
soldados si intentais traspasar las leyes admitidas áun entre naciones
bárbaras. El castillo, de donde estamos tan proximos, á la menor señal
mia disparará sus cañones y fusiles, que por disposicion anterior están
ya apuntados contra vosotros.» Alteróse el polaco con la áspera contes-
tacion, y reprimiendo la ira, suavizó su altanero lenguaje, ciñéndose á
proponer al intendente Calvo una conferencia con sus generales. Vino
en ello, y tomando la vénia del de Lazan, se escogió por sitio el frente de
la batería del Portillo.


Todavía en el mismo dia avistáronse allí con Calvo y otros oficia-
les españoles, autorizados por el gobernador y vecindario, los generales
franceses Lefebvre y Verdier, recien llegado. Limitáronse las pláticas á
insistir éstos en la entrega de Zaragoza, ofreciendo olvido de lo pasado,
respetar las personas y propiedades, y conservar á los empleados en sus
destinos, con la advertencia que de lo contrario convertirían en cenizas
la ciudad, y pasarian á cuchillo los moradores. Calvo contestó con brío,
prometiendo, sin embargo, que daria cuenta de lo que proponian, y que
en la mañana siguiente se les comunicaria la definitiva resolucion, en
cuya conformidad pasó al campo frances D. Emeterio Barredo llevando
consigo una respuesta (4), firmada por el Marqués de Lazan, en la que se
desechaban las insidiosas proposiciones del enemigo.


(4) Segunda y última respuesta dada al general del ejército frances que sitiaba á Za-
ragoza, en 27 de Junio de 1808.


«El intendente de este ejército y reino me ha trasmitido las proposiciones que V. le
ha hecho, reducidas á que yo permita la entrada en esta capital de las tropas francesas
que están bajo su mando, que vienen con la idea de desarmar al pueblo, restablecer la
quietud, respetar las propiedades y hacernos felices, conduciéndose como amigos, segun
lo han hecho en los demas pueblos de España que han ocupado; ó bien, si no me confor-
máre á esto, que se rinda la ciudad á discrecion. Los medios que ha empleado el gobier-
na frances para ocupar las plazas que le quedan en España, y la conducta que ha obser-
vado su ejército, han podido persuadir á V. la respuesta que yo daria á sus proposicio-
nes. El Austria, la Italia, la Holanda, la Polonia, Suecia, Dinamarca y Portugal presentan,
no ménos que este pais, un cuadro muy exacto de la confianza que debe inspirar el ejér-
cito frances.




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Claro era que estrechar el asedio y nuevas embestidas seguirian á re-
pulsa tan temeraria, mayormente cuando los franceses habian engrosa-
do su ejército y cuando se habia mejorado su posicion. Por aquellos dias,
ademas de haberse desembarazado de Palafox, arrojándole de Épila, ha-
bian recibido de Pamplona y Bayona socorros de cuantía. Trájolos el ge-
neral Verdier , quien, por su mayor graduacion, reemplazó en el mando
en jefe á Lefebvre, y no ménos fueron por de pronto reforzados que con
3.000 hombres, 30 cañones de grueso calibre, 4 morteros, 12 obuses y
800 portugueses á las órdenes de Gomez Freire. Fundadamente pensaron
entónces que con buen éxito podrian vencer la tenacidad zaragozana.


Así fué que el mismo dia 27 renovaron el fuego, y dirigieron con par-
ticularidad su ataque contra los puestos exteriores. Repelidos con pér-
dida en las diversas entradas de la ciudad, de que quisieron apoderarse,
no pudo impedirseles que se acercasen al recinto. Como en sus manio-
bras se notó el intento de enseñorearse del monte Torrero, con diligen-
cia se metieron en Zaragoza los víveres y municiones que estaban en-
cerrados en aquellos almacenes; mas tan oportuna precaucion originó
un desastre. A las tres de la tarde estremeciéronse todos los edificios,
zumbando y resonando el aire con el disparo y caida de piedras, asti-
llas y cascos. Tuviéronse los zaragozanos por muertos y como si fuesen
á ser sepultados en medio de ruinas. Despavoridos y azorados huian de
sus casas, ignorando de dónde provenia tanto ruido, turbacion y fracaso.
Causábalo el haberse pegado fuego, por descuido de los conductores, á
la pólvora que se almacenaba en el Seminario Conciliar, y éste y la man-
zana de casas contiguas y las que estaban en frente se volaron ó desplo-
maron, rompiéndose los cristales de la ciudad, con muertes y desdichas.
Agregábase á la horrenda catástrofe la pérdida de pólvora tan necesaria
en aquel tiempo, y en el que habia de todo apretada pobreza.


Y para que apareciese enteramente acrisolada la constancia arago-
nesa, los franceses, fiados en la desolacion y universal desconsuelo, rei-
teraron sus ataques en tan apurado momento. No se descorazonaron los


Esta ciudad y las valerosas tropas que la guardan han jurado morir ántes que suje-
tarse al yugo de la Francia, y la España toda, en donde sólo quedan ya restos del ejército
trances, está resuelta á lo mismo.


Tenga V. presentes las contestaciones que le di ocho dias há, y los decretos de 31 de
Mayo y 18 de este mes que se le incluyeron, y no olvide V. que una nacion poderosa y va-
liente, decidida á sostener la justa causa que defiende, es invencible, y no perdonan los
delitos que V. ó su ejército cometan. Zaragoza, 26 de Junio de 1808.— Por el Capitan ge-
neral de Aragon, EL MARQUES DE LAZAN.»




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defensores, ántes bien enfurecidos hicieron que se malograse la tentati-
va de los enemigos, inhumana en aquella sazon.


Desde aquel dia no trascurrió uno en que no hubiese reñidas con-
tiendas, escaramuzas, salidas, acometimientos de sitiados y sitiadores.
Largo sería é imposible referir hazañas tantas y tan gloriosas, rara vez
empañadas con alguna bastarda accion.


Túvose, sin embargo, por tal lo ocurrido en el monte Torrero. El co-
mandante á cuyo cargo estaba el puesto, de nombre Falcon, ora por con-
nivencia, ora por desaliento, que es á lo que nos inclinamos, le desam-
paró vergonzosamente, y el enemigo, enseñoreándose de aquellas alturas,
causó en breve notables estragos.


El vecindario por su parte, irritado de la conducta del comandante
español, le obligó más adelante á que compareciese ante un consejo de
guerra, y por sentencia, confirmada por el Capitan general, fué arcabu-
ceado. La misma suerte cupo durante el sitio al coronel D. Rafael Pesi-
no, gobernador de las Cinco Villas, y á otros de ménos nombre, acusados
de inteligencia con el enemigo. Ejemplar castigo, tachado por algunos
de precipitado, pero que miraron otros como saludable freno contra los
que flaqueasen por tímidos ó tramasen alguna alevosía.


Empeñábase así la resistencia, y cobraban todos ánimo con los ofi-
ciales y soldados que á menudo acudian en ayuda de la ciudad sitia-
da. Llenó sobre todo de particular gozo la llegada, á últimos de Junio,
de 300 soldados del regimiento de Extremadura al mando del tenien-
te coronel D. Domingo Larripa, que vimos allá détenido en Tárrega, sin
querer cumplir las órdenes de Duhesme, y tambien la que por entón-
ces ocurrió de 100 voluntarios de Tarragona, capitaneados por el tenien-
te coronel don Francisco Marcó del Pont. Compensábase con eso algun
tanto el haber perdido las alturas de Torrero.


Mas, dueños los franceses de semejante posicion, determinaron mo-
lestar la ciudad con balas, granadas y bombas. Para ello colocaron en
aquella eminencia una batería formidable de cañones de grueso cali-
bre y morteros. Levantaron otras en diversos puntos de la línea, con es-
pecialidad en el paraje llamado de la Bernardona, enfrente de la Aljafe-
ría. Preparados de este modo, al terminarse el 30 de Junio y á las doce
de la noche rompieron el fuego, y dieron principio á un horroroso bom-
bardeo. Los primeros tiros salvaron la ciudad sin hacer daño; acortáron-
los, y las bombas, penetrando por las bóvedas de la fábrica antigua de
la iglesia del Pilar y arruinando várias casas, empezaron á causar que-
brantos y destrozos.




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Al amanecer los vecinos, léjos de arredrarse á su vista, trabajaron á
competencia y con sumo afan para disminuir las lástimas y desgracias.
Construyéronse blindajes en calles y plazas, tratóse de torcer el cur-
so del Huerba, y de aprovechar las aguas de una aceqnia de riego que
en ocasiones corre por la ciudad, para apagar ahora con presteza cual-
quier incendio. Franqueáronse los sótanos, empleando dentro en traba-
jos útiles y que pedian resguardo á los que no eran llamados á guerrear.
Para observar el fogonazo y avisar la llegada de las bombas, pusiéronse
atalayas en la torre que denominaban Nueva, si bien fabricada en 1504,
la cual, elevándose en la plaza de San Felipe sola y sin arrimo, pare-
ció acomodada al caso, aunque ladeada á la manera de la famosa de Pi-
sa. No satisfechos los sitiados con estas obras y las ántes construidas,
ideando otras, cortaron y zanjaron calles, atroneraron casas y tapiales,
apilaron sacos de tierra, trazaron y erigieron nuevas baterías, las cubrie-
ron con cañones arrumbados por viejos en la Aljafería ó con los que su-
cesivamente llegaban de Lérida y Jaca, y en fin, quemaron y talaron las
huertas y olivares, los jardines y quintas que encubrian los aproches del
enemigo, perjudicando á la defensa. Sus dueños no solamente condes-
cendian en la destruccion con desprendimiento magnánimo, sino que
las más veces ayudaban con sus brazos al total asolamiento. Y cuando li-
diando en otro lado descubrian la llama que devoraba el fruto de años de
sudor y trabajo ó el antiguo solar de sus abuelos, ensoberbecíanse de co-
operar así y con largueza á la libertad de la patria. ¿De qué no eran ca-
paces varones dotados de virtudes tan esclarecidas?


Al bombardeo siguióse en la mañana del 1.º de Julio un ataque gene-
ral en todos los puntos. Empezaron á batir la Aljafería y puerta del Por-
tillo, mandada por D. Francisco Marcó del Pont, los fuegos de la Ber-
nardona. La puerta del Cármen, encargada al cuidado de D. Domingo
Larripa, fué casi al mismo tiempo embestida, y tampoco tardaron los
enemigos en molestar la de Sancho, custodiada por el sargento mayor
D. Mariano Renovales. Con todo, siendo su mayor empeño apoderarse
de la del Portillo, hubo allí tal estrago, que muertos en una batería ex-
terior todos los que la defendian, nadie osaba ir á reemplazarlos, lo cual
dió ocasion á que se señalase una mujer del pueblo, llamada Agustina
Zaragoza. Moza ésta de veinte y dos años, y agraciada de rostro, lleva-
ba provisiones á los defensores cuando acaeció el mencionado abando-
no. Notando aquella valerosa hembra el aprieto y desánimo de los hom-
bres, corrió al peligroso punto, y arrancando la mecha, áun encendida,
de un artillero que yacia por el suelo, puso fuego á una pieza, é hizo vo-




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to de no desampararla durante el sitio sino con la vida. Imprimiendo su
arrojo nueva audacia en los decaidos ánimos, se precipitaron todos á la
batería, y renovóse tremendo fuego. Proeza muy semejante la de Agusti-
na á la de María Pita en el sitio que pusieron los ingleses á la Coruña en
1589; fué premiada tambien de un modo parecido, y así como á aquélla
le concedió Felipe II el grado y sueldo de alférez vivo, remuneró Palafox
á ésta con un grado militar y una pension vitalicia.


Continuaba vivísimo el fuego, y nuestra artillería, muy certera, arre-
draba al enemigo, sin que hasta entónces hubiese oficial alguno de
aquella arma que la dirigiese. No eran todavía las doce del dia, cuan-
do entre el horroroso y mortífero estruendo del cañon, se presentaron
los subtenientes de aquel distinguido cuerpo, D. Jerónimo Piñeiro y D.
Francisco Betbesé, que fugados de Barcelona, corrian apresuradamente
á tomar parte en la defensa de Zaragoza. Sin descanso, despues de lar-
go viaje y fatigoso tránsito, se pusieron, el primero á dirigir los fuegos de
la entrada del Portillo, y el segundo los de la del Cármen. Con la ayu-
da de oficiales inteligentes, creció el brío en los nuestros y aumentóse el
estrago en los contrarios. La noche cortó el combate, mas no el bombar-
deo, renovándose aquél al despuntar del alba con igual furia que el dia
anterior. Las columnas enemigas con diversas maniobras intentaron en-
señorearse del Portillo, y abierta brecha en la Aljafería, se arrojaron á
asaltar aquella fortaleza; pero, fuese que no hallasen escalas acomoda-
das, ó fuese más bien la denodada valentía de los sitiados, los franceses,
repelidos, se desordenaron y dispersaron en medio de los esfuerzos de
jefes y oficiales. Otro tanto pasaba en el Portillo y Cármen. El Marqués
de Lazan, durante el ataque, recorrió la línea en los puntos más peligro-
sos, remunerando á unos y alentando á otros con sus palabras.


Ya era entrada la tarde, desmayaban los enemigos, y los nuestros, fa-
miliarizándose más y más con los riesgos de la guerra, desconocidos al
mayor número, redoblaron sus esfuerzos, alentados con un inesperado
y para ellos halagüeño acontecimiento. De boca en boca y con rapidez
se difundió que don José de Palafox estaba de vuelta en la ciudad y que
pronto gozarian todos de su presencia. En efecto, penetrando en Zarago-
za á las cuatro de la tarde de aquel dia, que era el 2, aparecióse de re-
pente en donde se lidiaba, y á su vista, arrebatados de entusiasmo, hi-
cieron los nuestros tan firme rostro á los franceses, que, sin insistir éstos
en nueva acometida, se contentaron con proseguir el bombardeo.


Viendo, sin embargo, que para aproximarse á las puertas era menes-
ter hacerse dueños de los conventos de San José y Capuchinos y otros




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puntos extramuros, comenzaron por entónces á embestirlos. En el con-
vento de San José, asentado á la derecha del rio Huerba, no habia otro
amparo que el de las paredes, en cuyo macizo se habian abierto trone-
ras. Asaltáronle 400 polacos, y repelidos con gran pérdida, tuvieron que
aguardar refuerzo, y áun así no se posesionaron de aquel puesto sino al
cabo de horas de pelea. No fueron más afortunados en el de Capuchi-
nos, cercano á la puerta del Cármen. Lucharon los defensores cuerpo á
cuerpo en la iglesia, en los claustros, en las celdas, y no desampararon
el edificio hasta despues de haberle puesto fuego.


Tambien quisieron los franceses cercar la ciudad por la orilla iz-
quierda del Ebro, principalmente á causa de los socorros que la libre
comunicacion proporcionaba. Para estorbarla pensaron cruzar el rio,
echando el 10 de Julio un puente de balsas en San Lamberto. Salió con-
tra ellos el general Palafox con paisanos y una compañía de suizos que
acababa de llegar. Batallaron largo tiempo, y vino con refuerzo á soste-
nerlos el intendente Calvo de Rozas, cuyo caballo fué derribado de una
granada. Los enemigos no se atrevieron á pasar muy adelante, y aprove-
chando los nuestros el precioso respiro que daban, levantaron en el arra-
bal tres baterías, una en los Tejares, y las otras dos en el rastro de los
Clérigos y en San Lázaro; de las que protegidos los labradores, se esco-
petearon várias veces con los franceses en el campo de las Ranillas y los
ahuyentaron, distinguiéndose con frecuencia en la lid el famoso tio Jor-
ge. Así que, los sitiadores no pudieron cerrar del todo las comunicacio-
nes de Zaragoza, pero talaron los campos, quemaron las mieses, y exten-
diéndose hácia el Gállego, vióse desconsoladamente arder el puente de
madera que da paso al camino carretero de Cataluña, y destruirse é in-
cendiarse las aceñas y molinos harineros que abastecian la ciudad. Las
angustias crecían, mas al par de ellas tambien el ardimiento de los si-
tiados. Se acopió la harina del vecindario para amasar solamente pan
de municion, que todos comian con gusto, y para fabricar pólvora se es-
tablecieron molinos movidos por caballos, y se cogió el azufre en don-
de quiera que lo habia; se lavó la tierra de las calles para tener salitre,
y se hizo carbon con la caña del cáñamo, tan alto en aquel país. No po-
co cooperó al acierto y direccion de estos trabajos, como de los demas
que ocurrieron, el sabio oficial de artillería D. Ignacio Lopez, quien des-
de entónces hasta el fin del sitio fué uno de los pilares en que estribó la
defensa zaragozana.


Eran estas precauciones tanto más necesarias, cuanto no sólo los
franceses ceñian más y más la plaza, sino que tambien previeron los si-




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tiados que bien pronto intentarían destruir ó tomar los molinos de pól-
vora de Villafeliche, á doce leguas de Zaragoza, que eran los que la pro-
veian. Así sucedió. El Baron de Versages, desde Calatayud, asomándose
á las alturas inmediatas á aquel pueblo, impidió al principio que logra-
sen su objeto. Mas revolviendo sobre él los enemigos con mayores fuer-
zas, tuvo que replegarse y dejar en sus manos tan importantes fábricas.


En medio del tropel de desdichas que oprimian á los zaragozanos,
permanecian constantes, sin que nada los abatiese. En continuada ve-
la, desbarataban las sorpresas que á cada paso tentaban sus contrarios.
El 17 de Julio, dueños ya éstos del convento de Capuchinos, sigilosa-
mente á las nueve de la noche procuraron ponerse bajo el tiro de cañon
de la puerta del Cármen. Los nuestros lo notaron, y en silencio tambien,
aguardando el momento del asalto, rompieron el fuego y derribaron sin
vida á los que se gloriaban ya de ser dueños del puesto. Con mayor fu-
ria renovaron los sitiadores sus ataques allí y en las otras puertas las no-
ches siguientes, en todas infructuosamente; no habiendo podido tampo-
co apoderarse del convento de Trinitarios descalzos, sito extramuros de
la ciudad.


En lucha tan encarnizada, los españoles á veces molestaban al ene-
migo con sus salidas, y no menos quisieron que adelantarse hasta el
monte Torrero. Aparentando, pues, un ataque formal por el paseo, ántes
deleitoso, que de la ciudad iba á aquel punto, dieron otros de sobresalto
en medio del dia en el campamento frances. Todo lo atropellaron, y no se
retiraron sino cubiertos de sangre y despojos. Por las márgenes del Gá-
llego midieron, igualmente, unos y otros sus armas en várias ocasiones,
y señaladamente en 29 de Julio, en que nuestros lanceros sacaron ven-
taja á los suyos con mucha honra y prez, sobresaliendo en los reencuen-
tros el coronel Butron, primer ayudante de Palafox.


Restaban aún nuevas y más recias ocasiones en que se emplease y
resplandeciese la bizarría y firmeza de los zaragozanos. Noche y dia tra-
bajaban sus enemigos para construir un camino cubierto que fuese des-
de el convento de San José, por la orilla del Huerba, hasta las inme-
diaciones de la Bernardona, y á su abrigo colocar morteros y cañones,
no mediando ya entre sus baterías y las de los españoles sino muy cor-
ta distancia.


Aguardábase por momentos una general embestida, y en efecto, en la
madrugada del 3 de Agosto el enemigo rompió el fuego en toda la línea,
cayendo principalmente una lluvia de bombas y granadas en el barrio de
la ciudad situado entre las puertas de Santa Engracia y el Cármen, has-




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ta la calle del Coso. El coronel de ingenieros francos Lacoste, ayudante
de Napoleon, que habia llegado despues de comenzado el sitio, con ra-
zon juzgó no ser acertado el ataque ántes emprendido por el Portillo, y
determinó que el actual se diese del lado de Santa Engracia, como más
directo y como punto no flanqueado por el castillo. La principal batería
de brecha estaba á 150 varas del convento, y constaba de seis piezas de
á 16 y de cuatro obuses. Habian, ademas, establecido sobre todo el fren-
te de ataque siete baterías, de las que la más lejana estaba del recinto
400 varas. A tal distancia y tan reconcentrado, fácil es imaginarse cuán
terrible y destructor seria su fuego. Sea de propósito ó por acaso, notó-
se que sus tiros con particularidad se asestaban contra el hospital gene-
ral, en que habia gran número de heridos y enfermos, los niños expósitos
y los dementes. Al caer las bombas, hasta los más postrados, desnudos
y despavoridos, saltaron de sus camas y quisieron salvarse. Grande de-
solacion fué aquélla. Mas con el celo y actividad de buenos patricios,
muchos, en particular niños y heridos, se trasladaron á paraje más res-
guardado. Prosiguió todo aquel dia el bombardeo, conmoviéndose unos
edificios, desplomándose otros, y causando todo junto tal estampido y
estruendo, que se difundía y retumbaba á muchas leguas de Zaragoza.


Al alborear del 4 descubrieron los enemigos su formidable batería
enfrente de Santa Engracia. No había en derredor del monasterio fo-
so alguno, coronando sólo sus pisos várias piezas de artillería. Empe-
zaron á batirle en brecha, acometiendo al mismo tiempo la entrada in-
mediata del mismo nombre, y distrayendo la atencion con otros ataques
del lado del Cármen, Portillo y Aljafería. A las nueve de la mañana es-
taban arrasadas casi todas nuestras baterías y practicables las brechas.
Palafox, presentándose por todas partes, corria adonde habia mayor ries-
go y sostenia la constancia de su gente. En lo recio del combate propú-
sole Lefebvre Desnouettes «paz y capitulacion.» Respondióle Palafox
«guerra á cuchillo.» A su voz atropellábanse paisanos y soldados á opo-
nerse al enemigo, y abalanzándose á dicho monasterio de Santa Engra-
cia, célebre por sus antigüedades y por ser fundacion de los Reyes Ca-
tólicos, se mantenian dentro, sin que los arredrára ni el desplomarse de
los pisos, ni la caida de las mismas paredes que amagaba. A todo ha-
cian rostro, nada los desviaba de su temerario arrojo. Y no parecia sino
que las sombras de los dos célebres historiadores de Aragon, Jerónimo
Blancas y Zurita, cuyas cenizas allí reposaban, ahuyentadas del sepul-
cro al ruido de las armas y vagando por los atrios y bóvedas, los estimu-
laban y aguijaban á la pelea, representándoles vivamente los heroicos




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hechos de sus antepasados, que tan verídica y noblemente habian tras-
mitido á la posteridad. Tanto tenía de sobrehumano el porfiado lidiar de
los aragoneses.


Al cabo de horas, y cuando el terreno quedaba, no sembrado, si-
no cubierto de cadáveres, y en torno suyo ruinas y destrozos, pudieron
los franceses avanzar y salir á la calle de Santa Engracia. Pisando ya el
recinto, vanagloriábanse de ser dueños de Zaragoza, y formados y con
arrogancia se encaminaban al Coso.


Mas pesóles muy luégo su sobrada confianza. Cogidos y como enre-
dados entre calles y casas, estuvieron expuestos á un horroroso fuego,
que de todos lados se les hacia á manera de granizada. Cortadas las bo-
cacalles y parapetados los defensores con sacas de algodon y lana, y de-
tras de las paredes de las mismas casas, los abrasaron, por decirlo así,
á quema-ropa por espacio de tres horas, sin que pudieran salir al Coso,
donde desemboca la calle de Santa Engracia. Desesperanzaban ya los
franceses de conseguirlo, cuando volándose un repuesto de pólvora que
cerca tenian los españoles, con el daño y desórden que esta desgracia
causó, fuéles permitido á los acometedores llegar al Coso y posesionarse
de dos grandes edificios que hay en ambas esquinas, el del convento de
San Francisco á la izquierda, y el hospital general á la derecha. En éste
fué espantoso el ataque: prendióse fuego, y los enfermos que quedaban,
arrojándose por las ventanas, caian sobre las bayonetas enemigas. En-
tre tanto los locos, encerrados en sus jaulas, cantaban, lloraban ó reian,
segun la manía de cada uno. Los soldados enemigos, tan fuera de sí co-
mo los mismos dementes, en el ardor del combate mataron á muchos y se
llevaron á otros al monte Torrero, de donde despues los enviaron. Mucha
sangre habia costado á los franceses aquel dia, habiendo sido tan de cer-
ca ofendidos; contáronse entre el número de los muertos oficiales supe-
riores, y fué herido su mismo general en jefe Verdier.


Dueños de aquella parte, sentaron los enemigos sus águilas victorio-
sas en la cruz del Coso, templete con columnas en medio de la calle del
mismo nombre. Todo parecia así perdido y acabado. El Marqués de La-
zan, Calvo de Rozas y el oficial don Justo San Martin fueron los últimos
que, á las cuatro de la tarde, despues de haberse volado el mencionado
repuesto, desampararon la batería que enfilaba desde el Coso la aveni-
da de Santa Engracia. Pero el segundo, no decayendo de ánimo, dirigió-
se por la calle de San Gil al arrabal, para desde allí juntar dispersos, re-
hacer su gente, traer los que custodiaban aquellos puntos, entónces no
atacados, y con su ayuda prolongar hasta la noche su resistencia, aguar-




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dando de fuera y ántes de la madrugada, segun verémos, auxilios y re-
fuerzos.


Favoreció á su empresa lo ocurrido en el hospital general, y una
equivocacion afortunada de los enemigos, quienes, queriendo encami-
narse al puente que comunica con el arrabal, en vez de tomar la calle de
San Gil, que tomó Calvo, y es la directa, desfilaron por el arco de Cineja,
callejuela torcida que va á la Torrenueva. Aprovechándose los aragone-
ses del extravío, los arremetieron en aquella estrechura y los acribilla-
ron y despedazaron. Obligólos á hacer alto semejante choque, y en el en-
tre tanto, volviendo el brigadier D. Antonio de Torres y Calvo del arrabal
con 600 hombres de refresco y otros muchos que se le agregaron, desem-
bocaron juntos y de repente en la calle del Coso, en donde estaba la co-
lumna francesa. Embistieron con 50 hombres escogidos, y el primero el
anciano capitan Cerezo, que ya vimos en la Aljafería, yendo armado (pa-
ra que todo fuera extraordinario) de espada y rodela, y bien unido con
los suyos, se arrojaron todos como leones sobre los contrarios, sorpren-
didos con el súbito y furibundo ataque. Acometieron los demas por di-
versos puntos, y disparando desde las casas trabucazos y todo linaje de
mortíferos instrumentos, acosados los franceses y aterrados, se dispersa-
ron y recogieron en los edificios de San Francisco y hospital general.


Anocheció al cesar la pelea, y vueltos los españoles del primer so-
bresalto, supieron por experiencia con cuánta ventaja resistirian al ene-
migo dentro de las calles y casas. Sosteníales tan bien la firme esperanza
de que con el alba apareceria delante de sus puertas un numeroso soco-
rro de tropas, que así se lo habia prometido su idolatrado caudillo don
José de Palafox.


Habia partido éste de Zaragoza, con su hermano D. Francisco, á las
doce del dia del 4, despues que los franceses, dueños del monasterio de
Santa Engracia, estaban como atascados en las calles que daban al Co-
so. Siguió á aquéllos más tarde el Marqués de Lazan. Presumíase con
fundamento que no podrian los enemigos en aquel dia vencer los obstá-
culos con que encontraban; más al mismo tiempo carecian de municio-
nes, y menguando la gente, temíase que acabarian por superarlos si no
llegaban socorros de fuera, y si, ademas, tropas de refresco no llenaban
los huecos y animaban con su presencia á los fatigados, si bien heroicos,
defensores. No estaban aquéllas léjos de la ciudad; pero dilatándose su
entrada, pensóse que era necesario fuese Palafox en persona á acelerar
la marcha. No quiso éste, sin embargo, alejarse ántes que le prometie-
sen los zaragozanos que se mantendrian firmes hasta su vuelta. Hicié-




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ronlo así, y teniendo fe en la palabra dada, convino en ir al encuentro de
los socorros.


Correspondió á la esperanza el éxito de la empresa. A últimos de Ju-
nio habia, desde Cataluña, penetrado en Aragon el segundo batallon de
voluntarios con 1.200 plazas, al mando del coronel don Luis Amat y Te-
ran, 500 hombres de guardias españolas al del coronel D. José Manso,
y ademas dos compañías de voluntarios de Lérida, cuya division se ha-
bia situado en Jelsa, diez leguas de Zaragoza. Cierto que con este auxi-
lio y un convoy que bajo su amparo podria meterse en la ciudad sitiada,
era dado prolongar la defensa hasta la llegada de otro cuerpo de 5.000
hombres, procedente de Valencia, que se adelantaba por el camino de
Teruel. El tiempo urgia; no sobraba la más exquisita diligencia, por lo
que, y á mayor abundamiento, despachóse al mismo Calvo de Rozas pa-
ra enterar á Palafox de lo ocurrido despues de su partida y servir de pun-
zante espuela al pronto envío de los socorros. Alcanzó el nuevo emisario
al general en Villafranca de Ebro, pasaron juntos á Osera, cuatro leguas
de Zaragoza, en donde á las nueve de la noche entraron las tropas aloja-
das ántes en Jelsa y Pina.


En dicho pueblo de Osera celebróse consejo de guerra, á que asis-
tieron los tres Palafoxes con su estado mayor, el brigadier D. Francis-
co Osina, el coronel de artillería D. J. Navarro Sangran (estos dos proce-
dentes de Valencia) y otros jefes. Informados por el intendente Calvo del
estado de Zaragoza, sin tardanza se determinó que el Marqués de Lazan,
con los 500 hombres de guardias españolas, formando la vanguardia,
se metiese en la ciudad en la madrugada del 5; que con la demas tro-
pa le siguiese D. José de Palafox, y que su hermano don Francisco que-
dase á la retaguardia con el convoy de víveres y municiones, custodia-
do tambien por Calvo de Rozas. Acordóse asimismo que para mantener
con brío á los sitiados y consolarlos en su angustiada posicion, partiesen
prontamente á Zaragoza como anunciadores y pregoneros del socorro el
teniente coronel D. Emeterio Barredo y el tio Jorge, cuya persona rara
vez se alejaba del lado de Palafox, siendo capitan de su guardia. Partié-
ronse todos á desempeñar sus respectivos encargos, y la oportuna llega-
da á la ciudad de los mencionados emisarios, desbaratando los secretos
manejos en que andaban algunos malos ciudadanos, confortó al comun
de la gente y provocó el más arrebatado entusiasmo.


A ser posible, hubiera crecido de punto con la entrada pocas horas
despues del Marqués de Lazan. Retardóse la de su hermano y la del con-
voy por un movimiento del general Lefebvre Desnouettes, quien manda-




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ba en jefe en lugar del herido Verdier. Habíanle avisado la llegada de
Lazan y queria impedir la de los demas, juzgando acertadamente que le
sería más fácil destruirlos en campo abierto que dentro de la ciudad. Pa-
lafox, desviándose á Villamayor, situado á dos leguas y media, en una al-
tura desde donde se descubre Zaragoza, esquivó el combate y aguardó
oportunidad de burlar la vigilancia del enemigo. Para ejecutar su intento
con apariencia fundada de buen éxito, mandó que de Huesca se lo unie-
se el coronel D. Felipe Perena con 3.000 hombres que allí habia adies-
trado, y despues, dejando á éstos en las alturas de Villamayor para en-
cubrir su movimiento, y valiéndose tambien de otros ardides, engañó al
enemigo, y de mañana y con el sol entró el dia 8 por las calles de Zara-
goza. Déjase discurrir á qué punto se elevaria el júbilo y contentamien-
to de sus moradores, y cuán difícil sería contener sus ímpetus dentro de
un término conveniente y templado.


Los franceses, si bien sucesivamente habían acrecentado el núme-
ro de su gente hasta rayar en el de 11.000 soldados, estaban descaeci-
dos de espíritu, visto que de nada servian en aquella lid las ventajas de
la disciplina, y que para ir adelante menester era conquistar cada calle y
cada casa, arrancándolas del poder de hombres tan resueltos y constan-
tes. Amilanáronse áun más con la llegada de los auxilios que en la ma-
drugada del 5 recibieron los sitiados, y con los que se divisaban en las
cercanías.


No por eso desistieron del propósito de enseñorearse de todos los
barrios de la ciudad, y destruyendo las tapias, formaron detras líneas
fortificadas, y construyeron ramales que comunicasen con los que es-
taban alojados dentro.


Desde el 5 hubo continuados tiroteos, peleábase noche y dia en ca-
sas y edificios, incendiáronse algunos, y fueron otros teatro de reñidas
lides. En las más brilló con sus parroquianos el beneficiado D. Santia-
go Sas, y el tio Jorge. Tambien se distinguió en la puerta de Sancho otra
mujer del pueblo, llamada Casta Alvarez, y mucho por todas partes doña
María Consolacion de Azlor, condesa de Bureta. A ningun vecino atemo-
rizaba ya el bombardeo, y avezados á los mayores riesgos, bastábales la
separacion de una calle ó de una casa para mirarse como resguardados
por un fuerte muro ó ancho foso. Debieran haberse eternizado muchos
nombres que para siempre quedaron allí oscurecidos, pues siendo tan-
tos, y habiéndose convertido los zaragozanos en denodados guerreros, su
misma muchedumbre ha perjudicado á que se perpetúe su memoria.


Por entónces empezó á susurrarse la victoria de Bailén. Daban cré-




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dito los sitiados á noticia para ellos tan plausible, y con desden y son-
risa la oían sus contrarios, cuando de oficio les fué á los últimos confir-
mada el dia 6 de Agosto. Procuróse ocultar al ejército, pero por todas
parte se traslucia, mayormente habiendo acompañado á la noticia la ór-
den de Madrid de que levantasen el sitio y se replegasen á Navarra. Me-
ditaban los jefes franceses el modo de llevarlo á efecto, y hubieran bien
pronto abandonado una ciudad para sus huestes tan ominosa, si no hu-
bieran poco despues recibido contraórden del general Monthion, des-
de Vitoria, á fin de que ántes de alejarse aguardasen nuevas instruccio-
nes de Madrid del jefe de estado mayor Belliard. Permanecieron, pues,
en Zaragoza, y continuaron todavía unos y otros en sus empeñados cho-
ques y reencuentros. Los franceses con desmayo, los españoles con áni-
mo más levantado.


Así fué que el 8 de Agosto, luégo que entró Palafox, congregóse un
consejo de guerra, y se resolvió continuar defendiendo con la misma te-
nacidad y valentía que hasta entónces todos los barrios de la ciudad, y
en caso que el enemigo consiguiese apoderarse de ellos, cruzar el rio, y
en el arrabal perecer juntos todos los que hubiesen sobrevivido. Feliz-
mente su constancia no tuvo que exponerse á tan recia prueba, pues los
franceses, sin haber pasado del Coso, recibieron el 31 la órden definitiva
de retirarse. Llegó para ellos muy oportunamente, porque en el mismo
dia, caminando á toda prisa, y conducida en carros por los naturales del
tránsito la division de Valencia, al mando del mariscal de campo D. Fe-
lipe Saint-March, corrió á meterse precipitadamente en la ciudad inva-
dida. Y tal era la impaciencia de sus soldados por arrojarse al combate,
que sin ser mandados, y en union con los zaragozanos, embistieron á las
seis de la tarde desaforadamente al enemigo. Hallábase éste á punto de
desamparar el recinto, y al verse acometido apresuró la retirada, volando
los restos del monasterio de Santa Engracia. En seguida se reconcentró
en su campamento del monte Torrero, y dispuesto á abandonar tambien
aquel punto, prendió por la noche fuego á sus almacenes y edificios, cla-
vó y echó en el canal la artillería gruesa, destruyó muchos pertrechos de
guerra, y al cabo se alejó al amanecer del 14 de las cercanías de Zara-
goza. La division de Valencia con otros cuerpos siguieron su huella, si-
tuándose en los linderos de Navarra.


Terminóse así el primer sitio de Zaragoza, que costó á los franceses
más de 3.000 hombres, y cerca de 2.000 á los españoles. Célebre y sin
ejemplo, más bien que sitio pudiera considerársele como una continua-
da lucha ó defensa de posiciones diversas, en las que el entusiasmo y




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personal denuedo llevaban ventaja al calculado valor y disciplina de tro-
pas aguerridas; pues aquellos triunfos eran tanto más asombrosos, cuan-
to en un principio, y los más señalados, fueron conseguidos, no por el
brazo de hombres acostumbrados á la pelea y estrépitos marciales, sino
por pacíficos labriegos, que ignorando el terrible arte de la guerra, tan
solamente habian encallecido sus manos con el áspero y penoso manejo
de la azada y la podadera.


Al cerciorarse de la retirada de los franceses, prorumpieron los mo-
radores de Zaragoza en voces de alegría, con loores eternos al Todopo-
deroso, y gracias rendidas á la Virgen del Pilar, que su devocion mira-
ba como la principal protectora de sus hogares. No daba facultad el gozo
para reparar en qué estado quedaba la ciudad : triste era verdaderamen-
te. La parte ocupada por los sitiadores, arruinada; los tejados de la que
habia permanecido libre, hundidos por las granadas y bombas. En unos
parajes humeando todavía el fuego mal apagado, en otros desplomándo-
se la techumbre de grandes edificios, y mostrándose en todos el lamen-
table espectáculo de la desolacion y la muerte.


Celebráronse el 25 magníficas exequias por los que habian fallecido
en defensa de su patria, de quienes nunca mejor pudiera repetirse, con
Perícles, «que en brevísimo tiempo y con breve suerte habian sin temor
perecido en la cumbre de la gloria» (5). Concedió Palafox á los defen-
sores muchos privilegios, entre los que con razon algunos se graduaron
de desmedidos. Mas estoy otros desvíos desaparecieron y se ocultaron al
resplandor de tantos é inmortales combates.


No desdijeron de aquella defensa las esclarecidas acciones que por
entónces, y con el mismo buen éxito que las primeras, acaecieron en
Cataluña. El Ampurdan habia imitado el ejemplo de los otros distritos
de su provincia, y estaba ya sublevado cuando los franceses acometie-
ron infructuosamente á Gerona la vez primera. El movimiento de sus so-
matenes fué provechoso á la defensa de aquella plaza, molestando con
correrías las partidas sueltas del enemigo é interrumpiendo sus comu-
nicaciones. Llevaron más allá su audacia, y apoyados en algunos solda-
dos de la corta guarnicion de Rosas, bloquearon estrechamente el casti-
llo de San Fernando de Figueras, defendido por solos 400 franceses con
escasas vituallas. Despechados éstos de verse en apuro por la osadía de


(5) ..... ca… dƒ laczj8 cairoà tuchj ©ma ¢cmÁj dÒxhj m©llon \º toà dšouj
¢phllamhsan.


(THUCYD., II, 42.)




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meros paisanos, quisieron vengarse, incomodando con sus bombas á la
villa, y arruinándola sin otro objeto que el de hacer daño. Mas hubiéran-
se quizá arrepentido de su bárbara conducta, si estando ya casi á punto
de capitular, no los hubiera socorrido oportunamente el general Reille.
Ayudante éste de Napoleon, habia por órden suya, llegado á Perpiñan, y
reunido precipitadamente algunas fuerzas. Con ellas y un convoy tocó el
5 de Julio los muros de Figueras, y ahuyentó á los somatenes.


Persuadido Reille que Rosas, aunque en parte desmantelada, atiza-
ba el fuego de la insurreccion y suministraba municiones y armas, in-
tentó el 11 del mismo Julio tomarla por sorpresa; pero le salió vano su
intento, habiendo sido completamente rechazado. A la vuelta tuvo que
padecer bastante, acosado por los somatenes, que en varios otros reen-
cuentros, señaladamente en el del Alfar, desbarataron á los franceses.
Era su principal caudillo D. Juan Clarós, hombre de valor y muy prácti-
co en la tierra.


Duhesme, por su parte, luégo que volvió á Barcelona, despues de ha-
bérsele desgraciado su empresa de Gerona, no vivia ni descansaba tran-
quilo hasta vengar el recibido agravio. Juntó con premura los conve-
nientes medios, y al frente de 6.000 hombres, un tren considerable de
artillería, con municiones de boca y guerra, escalas y demas pertrechos
conducentes á formalizar un sitio, salió de Barcelona el 10 de Julio.


Confiado en el éxito de esta nueva expedicion contra Gerona, públi-
camente decia : El 24 llego, el 25 la atacó, la tomo el 26, y el 27 la arra-
so. Conciso como César en las palabras, no se lo asemejó en las obras.
Por de pronto fué inquietado en todo el camino. Detuvieron á sus solda-
dos entre Caldetas y San Pol las cortaduras que los somatenes habian
abierto, y cuyo embarazo los expuso largo tiempo á los fuegos de una fra-
gata inglesa y de varios buques españoles. Prosiguiendo adelante, se di-
vidieron el 19 en dos trozos, tomando uno de ellos la vuelta de las aspe-
rezas de Vallgorquina, y el otro la ruta de la costa. De este lado tuvieron
un reñido choque con la gente que mandaba D. Francisco Milans, y por
el de la Montaña, vencidos varios obstáculos, con pérdidas y mucha fati-
ga llegaron el 20 á Hostalrich, cuyo gobernador D. Manuel 0-Sulivan, de
apellido extranjero, pero de corazon español y nacido en su suelo, con-
testó esforzadamente á la intimacion que de rendirse le hizo el general
Goulas. Volviéndose á unir las dos columnas francesas despues de otros
reencuentros, y juntas, avanzaron á Gerona, en donde el 24 se les agregó
el general Reille con más de 2.000 hombres que traia de Figeras. Aun-
que á vista de la plaza, no la acometieron formalmente hasta principios




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de Agosto, y como el no haber conseguido el enemigo su objeto depen-
dió en mucha parte de haberse mejorado la situacion del principado con
los auxilios que de fuera vinieron, y con el mejor órden que en él se in-
trodujo, será conveniente que acerca de uno y otro echemos una rápi-
da ojeada.


Habíase congregado en Lérida, á últimos de Junio, una junta gene-
ral, en que se representaron los diversos corregimientos y clases del
principado. Fué su primera y principal mira aunar los esfuerzos, que
si bien gloriosos, habian hasta entónces sido parciales, combinando las
operaciones, y arreglando la forma de los diversos cuerpos que guerrea-
ban. Acordó juntar con ellos y otros alistados el número de 40.000 hom-
bres, y buscó y encontró en sus propios recursos el medio de subvenir á
su mantenimiento. Para lisonjear, sin duda, la opinion vulgar de la pro-
vincia, adoptó en la organizacion de la fuerza armada la forma antigua
de los miqueletes. Motejóse con razon esta disposicion, como tambien el
que dándoles mayor paga disgustase á los regimientos de línea. Los mi-
queletes, segun Melo, se llamaron ántes almogávares, cuyo nombre sig-
nifica gente del campo, que profesaba conocer por señales ciertas el ras-
tro de personas y animales. Mudaron su nombre en el de miquelets, en
memoria, dice el mismo autor, de Miquelot de Prats, compañero del fa-
moso César Borja. Pudo en aquel siglo, y áun despues, convenir seme-
jante ordenacion de paisanos, aunque muchos lo han puesto en duda;
mas de ningun modo era acomodada al nuestro, faltándole la convenien-
te disciplina y subordinacion.


Acudieron tambien á Cataluña, por el propio tiempo, parte de las tro-
pas de las islas Baleares. Al principio se habian negado sus habitantes á
desprenderse de aquellas fuerzas, temerosos de un desembarco; pero en
Julio, más tranquilos, convinieron en que la guarnicion de Mahon, con
el Marqués del Palacio, que mandaba en Menorca desde el principio
de la insurreccion, se hiciese á la vela para Cataluña. Dicho general, si
bien habia suscitado alteraciones, de que hubieran podido resultar ma-
les y abierta division entre las dos islas de Mallorca y Menorca, habíase,
sin embargo, mantenido firmemente adicto á la causa de la patria, y con-
testado con dignidad y energía á las insidiosas propuestas que le hicie-
ron los franceses de Barcelona y sus parciales.


El 20 de Julio salió, pues, de Menorca la expedicion, compuesta de
4.630 hombres, con muchos víveres y pertrechos, y el 23 desembarcó
en Tarragona. Dió su llegada grande impulso á la defensa de Cataluña, y
trasladándose sin tardanza de Lérida á aquel puerto la Junta del princi-




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pado, nombró por su presidente al Marqués del Palacio, y se instaló so-
lemnemente el 6 de Agosto.


Se empezó desde entónces en aquella parte de España á hacer la
guerra de un modo mejor y más concertado. Al principio, sin otra guía
ni apoyo que el valor de sus habitantes, redújose por lo general á ser de-
fensiva y á incomodar separadamente al enemigo. Con este fin determi-
nó el nuevo jefe tomar la ofensiva, reforzando la línea de somatenes que
cubria la orilla del Llobregat. Escogió para mandar la tropa que enviaba
á aquel punto al brigadier Conde de Caldagués, quien se juntó con el co-
ronel Baguet, jefe de los somatenes. La presencia de esta gente incomo-
daba á Lecchi, comandante de Barcelona en ausencia de Duhesme, ma-
yormente cuando por mar le bloqueaban dos fragatas inglesas, de una de
las cuales era capitán el despues tan conocido y famoso lord Cochrane.
Temíase el frances cualquiera tentativa, y creció su cuidado luégo que
supo haber los somatenes recobrado el 31 á Mongat con la ayuda de di-
cho Cochrane, y capitaneados por D. Francisco Barceló.


No queriendo desperdiciar la ocasion, y valiéndose de la inquietud y
sobresalto del enemigo, pensó el Marqués del Palacio en socorrer á Ge-
rona. Al efecto, y creyendo que por sí y los somatenes podria distraer
bastantemente la atencion de Lecchi, dispuso que el Conde de Calda-
gués saliese de Martorell el 6 de Agosto con tres compañías de Soria y
una de granaderos de Borbon, al derredor de cuyo núcleo esperaba que
se agruparian los somatenes del tránsito. Así sucedió, agregándose suce-
sivamente Milans, Clarós y otros al Conde de Caldagués, que se encami-
nó por Tarrasa, Sabadell y Granollers á Hostalrich. El 15 se aproxima-
ron todos á Gerona, y en Castellá, celebrándose un consejo de guerra y
de concierto con los de la plaza, se resolvió atacar á los franceses al dia
siguiente. Contaban los españoles 10.000 hombres, por la mayor parte
somatenes.


Veamos ahora lo que allí habia ocurrido desde que el enemigo la ha-
bia embestido en los últimos dias de Julio. El número de los sitiadores,
si no se ha olvidado, ascendia á cerca de 9.000 hombres; el de los nues-
tros, dentro del recinto, á 2.000 veteranos, y ademas el vecindario, muy
bien dispuesto y entusiasmado. Los franceses, fuese desacuerdo entre
ellos, fuesen órdenes de Francia, ó más bien el trastorno que les cau-
saban las nuevas que recibian de todas las provincias de, España, con-
tinuaron lentamente sus trabajos, sin intentar ántes del 12 de Agosto
ataque formal. Aquel dia intimaron la rendicion, y desechadas que fue-
ron sus proposiciones, rompieron el fuego á las doce de la noche del




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13. Aviváronle el 14 y 15, acometiendo con particularidad del lado de
Monjuich, nombre que se da, como en Barcelona, á su principal fuer-
te. Adelantaban en la brecha los enemigos, y muy luégo hubiera estado
practicable, si los sitiados, trabajando con ahinco, y guiados por los ofi-
ciales de Ultonia, no se hubiesen empleado en su reparo.


Apurados, sin embargo, andaban á la sazon que el Conde de Cal-
dagués, colocado con su division en las cercanías, trató, estando todos
de acuerdo, de atacar en la mañana del 16 las baterías que los sitiado-
res habian levantado contra Monjuich. Mas era tal el ardimiento de los
soldados de la plaza, que sin aguardar la llegada de los de Caldagués,
y mandados por D. Narciso de la Valeta, D. Enrique O’Donnell y D. Ta-
deo Aldea, se arrojaron sobre las baterías enemigas, penetraron hasta
por sus troneras, incendiaron una, se apoderaron de otra y quemaron sus
montajes. Hízose luégo general la refriega; duró hasta la noche, quedan-
do vencedores los españoles, no obstante la superioridad del enemigo
en disciplina y órden. Escarmentados los franceses, abandonaron el si-
tio, y volviéndose Reille al siguiente dia á Figueras, enderezó Duhesme
sus pasos camino ele Barcelona. Pero éste, no atreviéndose á pasar por
Hostalrich, ni tampoco por la marina, ruta en varios puntos cortada y de-
fendida con buques ingleses, se metió por enmedio de los montes, per-
diendo carros y cañones, cuyo trasporte impedian lo ágrio de la tierra y
la celeridad de la marcha. Llegó Duhesme dos dias despues á la capital
de Cataluña con sus tropas hambrientas y fatigadas y en lastimoso esta-
do. Terminóse así su segunda expedicion contra Gerona, no más dicho-
sa ni lucida que la primera.


Llevada en España á feliz término esta que podemos llamar su pri-
mera campaña, será bien volver nuestra vista á la que al propio tiempo
acabaron los ingleses gloriosamente en Portugal.


Habia aquel reino proseguido en su insurreccion, y padecido bastan-
temente algunos de sus pueblos con la entrada de los franceses. Cupo
suerte aciaga á Leiria y Nazareth, habiendo sido igualmente desdichada
la de la ciudad de Evora. Era en Portugal difícil el arreglo y union de to-
das sus provincias, por hallarse interrumpidas las comunicaciones entre
las del norte y mediodía, y arduo, por tanto, establecer un concierto entre
ellas para lidiar ventajosamente contra los franceses. La Junta de Oporto,
animada de buen celo, mas desprovista de medios y autoridad, procedia
lentamente en la organizacion militar, y de Galicia, con escasez y tarde,
le llegaron cerca de 2.000 hombres de auxilio. La Junta de Extremadura
envió por su lado una corta division, á las órdenes de D. Federico More-




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ti, con cuya presencia se fomentó el alzamiento del Alentejo, en tal ma-
nera grave á los ojos de Junot, que dió órden á Loison para pasar pronta-
mente á aquella provincia, desamparando la Beira, en donde este general
estaba, despues de haber inútilmente pisado los lindes de Salamanca y
las orillas de Duero. Supieron portugueses y españoles que se acercaban
los enemigos, y al mando aquéllos del general Francisco de Paula Leite,
y los nuestros al del brigadier Moreti, los aguardaron fuera de las puer-
tas de Evora, dentro de cuyos muros se habia instalado la Junta suprema
de la provincia. Era el 29 de Julio, y las tropas aliadas, no ofreciendo si-
no un conjunto informe de soldados y paisanos mal armados y peor dis-
ciplinados, se dispersaron en breve, recogiéndose parte de ellos á la ciu-
dad. Los enemigos avanzaron; mas tuvieron dentro que vencer la pertinaz
resistencia de los vecinos y de muchos de los españoles refugiados allí
despues de la accion, y que, guiados por Moreti, y sobre todo por D. An-
tonio María Gallego, disputaron á palmos algunas de las calles. El último
quedó prisionero. La ciudad fué entregada por el enemigo á saco, des-
ahogando éste horrorosamente su rabia en casas y vecinos. Moreti con el
resto de su tropa se acogió á la frontera de Extremadura. En ella y en la
plaza de Olivenza reunia los dispersos el general Leite. Tambien al mis-
mo tiempo se ocupaba en el Algarbe el Conde de Castromarin en allegar
y disciplinar reclutas; mas tan loables esfuerzos, así de esta parte, como
otros parecidos en la del norte de Portugal, no hubieran probablemente
conseguido el anhelado objeto de libertar el suelo lusitano de enemigos,
sin la pronta y poderosa cooperacion de la Gran Bretaña.


Desde el principio de la insurreccion española habia pensado aquel
gobierno en apoyarla con tropas suyas. Así se lo ofreció á los diputados
de Galicia y Astúrias en caso que tal fuese el deseo de las juntas; mas
éstas prefirieron á todo los socorros de municiones y dinero, teniendo
por infructuoso, y áun quizá perjudicial, el envío de gente. Era entónces
aquella opinion la más acreditada, y fundábase en cierto orgullo nacio-
nal loable, mas hijo en parte de la inexperiencia. Daba fuerza y séquito á
dicha opinion el desconcepto en que estaban en el continente las tropas
inglesas, por haberse hasta entónces malogrado, desde el principio de la
revolucion francesa, casi todas sus expediciones de tierra. Sin embargo,
al paso que amistosamente no se admitió la propuesta, se manifestó que
si el gobierno de S. M. B. juzgaba oportuno desembarcar en la península
alguna division de su ejército, sería conveniente dirigirla á las costas de
Portugal, en dondo su auxilio serviria de mucho á los españoles, ponién-
dolos á salvo de cualquiera empresa de Junot.




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Abrazó la idea el ministerio inglés, y una expedicion preparada ántes
de levantarse España, y segun se presume, contra Buenos-Aires, mudó
de rumbo, y recibió la órden de partir para las costas portuguesas. Pú-
sose á su frente al teniente general sir Arthuro Wellesley, conocido des-
pues con el nombre de Duque de Wellington, y de quien darémos bre-
ve noticia, siendo muy principal el papel que representó en la guerra de
la península.


Cuarto hijo sir Arturo del Vizconde Wellesley, conde de Mornington,
habia nacido en Irlanda en 1769, el mismo año que Napoleon. De Eton
pasó á Francia, y entró en la escuela militar de Angeres para instruirse
en la profesion de las armas. Comenzó su carrera en la desastrada cam-
paña que en 1793 acaudilló en Holanda el Duque de Yorck, donde se
distinguió por su valor. Detenido á causa de temporales, no se hizo á la
vela para América en 95, segun lo intentaba, y sólo en 97 se embarcó
con direccion á opuestas regiones, yendo á la India Oriental en compa-
ñía de su hermano mayor, el Marqués de Wellesley, nombrado goberna-
dor. Se aventajó por su arrojo y pericia militar en la guerra contra Tipoo-
Saib y los máratas, ganándoles con fuerzas inferiores la batalla decisiva
de Assie. En 1805, de vuelta á Inglaterra, tomó asiento en la cámara de
los comunes y se unió al partido de Pitt. Nombrado secretario de Irlan-
da, capitaneó despues la tropa de tierra que se empleó en la expedicion
de Copenhague. Hombre activo y resuelto, al paso que prudente, gozan-
do ya de justo y buen concepto como militar, sobremanera aumentó su
fama en las venturosas campañas de la península española.


Contaba ahora la expedicion de su mando 10.000 hombres, los que,
bien provistos y equipados, dieron la vela de Cork el 12 de Julio. Al em-
parejar con la costa de España, paráronse delante de la Coruña, en don-
de desembarcó el 20 su general Wellesley. Andaba á la sazon aquella
junta muy atribulada con la rota de Rioseco, y nunca podrian haber lle-
gado más oportunamente los ofrecimientos ingleses, en caso de querer
admitirlos. Reiterólos su jefe; pero la Junta insistió en su dictámen, y li-
mitándose á pedir socorros de municiones y dinero, indicó como más
conveniente el desembarco en Portugal. Prosiguieron, pues, su rumbo, y
poniéndose de acuerdo el general de la expedicion con sir Cárlos Cotton,
que mandaba el crucero frente de Lisboa, determinó echar su gente en
tierra en la bahía de Mondego, fondeadero el más acomodado.


No tardó Wellesley en recibir aviso de que otras fuerzas se le junta-
rian, entre ellas las del general Spencer, ántes en Jerez y Puerto de San-
ta María, y tambien 10.000 hombres procedentes de Suecia, al man-




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do de sir Juan Moore. Reunidas que fuesen todas estas tropas con otros
cuerpos sueltos, debian ascender en su totalidad á 30.000 hombres, in-
clusos 2.000 de caballería; pero con noticia tan placentera recibió otra
el general Wellesley, por cierto desagradable. Era, pues, que tomaría el
mando en jefe del ejército sir H. Dalrymple, haciendo de segundo, bajo
sus órdenes, sir H. Burrard. Recayó el nombramiento en el primero por-
que, habiendo seguido buena correspondencia con Castaños y los espa-
ñoles, se creyó que así se estrecharian los vínculos entre ambas nacio-
nes con la cumplida armonía de sus respectivos caudillos.


No obstante la mudanza que se anunciaba, previnose al general We-
llesley que no por eso dejase de continuar sus operaciones con la más
viva diligencia. Autorizado éste con semejante permiso, y quizá estimu-
lado con la espuela del sucesor, trató sin dilacion de abrir la campaña.
Desembarcadas ya todas sus tropas en 5 de Agosto, y arribando con las
suyas el mismo dia el general Spencer, pusieronse el 9 en marcha há-
cia Lisboa. El 12 se encontraron en Leiria con el general portugues Ber-
nardino Freire, que mandaba 6.000 infantes y 600 caballos de su na-
cion. No se avinieron ambos jefes. Desaprobaba el portugues la ruta que
queria tomar el británico, temeroso de que, descubierta Coimbra, fuese
acometida por el general Loison, quien, de vuelta ya del Alentejo, ha-
bia entrado en Tomar. Por tanto permaneció por aquella parte, cediendo
solamente á los ingleses 1.400 hombres de infantería y 250 de caballe-
ría, que se les incorporaron. Wellesley prosiguió adelante, y el 15 avan-
zó hasta Caldas.


El desembarco de sus tropas habia excitado en Lisboa y en todos los
pueblos extremado júbilo y alegría, enflaqueciendo el ánimo de Junot y
los suyos. Preveian su suerte, principalmente estando ya noticiosos de
la capitulacion de Dupont y retirada de José al Ebro. Derramadas sus
fuerzas, no ofrecian en ningun punto suficiente número para oponerse á
15.000 ingleses que avanzaban. Tomó, sin embargo, Junot providencias
activas para reconcentrar su gente en cuanto le era dable. Ordenó á Loi-
son dirigirse á la Beira y flanquear el costado izquierdo de sus contra-
rios, y á Kellerman que ahuyentando las cuadrillas de paisanos de Al-
cázar de Sal y su comarca, evacuase á Setúbal y se le uniese. Negóse á
prestarle ayuda Siniavin, almirante de la escuadra rusa fondeada en el
Tajo, no queriendo combatir á no ser que acometiesen el puerto los bu-
ques ingleses.


Tampoco descuidó Junot celar que se mantuviese tranquila la popu-
losa Lisboa, y para ello en nada acertó tanto como en dejar su gobierno




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al cuidado del general Travot, de todos querido y apreciado por su buen
porte. Custodiáronse con particular esmero los españoles que yacian en
pontones, y se atendió á conservar libres las orillas del Tajo. Los fran-
ceses allí avecindados se mostraron muy aficionados á los suyos, y de-
seosos de su triunfo, formaron un cuerpo de voluntarios. El Conde de
Bourmont y otros emigrados, á quienes durante la revolucion se habian
prodigado en Lisboa favores y consuelo, se unieron á sus compatriotas,
solicitando con instancia el mencionado conde que se le emplease en el
estado mayor.


Tomadas estas disposiciones, parecióle á Junot ser ocasion de poner-
se á la cabeza de su ejército, e ir al encuentro de los ingleses. Pero ántes
habian éstos venido á las manos cerca de Roliza con el general Delabor-
de, quien saliendo de Lisboa el 6 de Agosto, y juntándose en Ovidos con
el general Thomiers y otros destacamentos, habia avanzado á aquel pun-
to al frente de 5.000 hombres.


Eran sus instrucciones no empeñar accion hasta que se le agregasen
las tropas en varios puntos esparcidas, y limitarse á contener á los ingle-
ses. No le fué lícito cumplir aquéllas, viéndose obligado á pelear con el
ejército adversario. Habia éste salido de su campo de Caldas en la ma-
drugada del 17 y encaminádose hácia Ovidos. Se extiende desde allí
hasta Roliza un llano arenoso, cubierto de matorrales y arbustos, termi-
nado por ágrias colinas, las que, prolongándose del lado de Columbei-
ra, casi cierran, por su estrechura y tortuosidad, el camino que da salida
al país situado á su espalda. Delaborde tomó posicion en un corto espa-
cio que hay delante de Roliza, pueblo asentado en la meseta de una de
aquellas colinas, y de cuyo punto dominaba el terreno que habian de
atravesar los ingleses. Acercábanse éstos, divididos en tres trozos: man-
daba el de la izquierda el general Ferguson, encargado de rodear por
aquel lado la posicion de Delaborde y de observar si Loison intentaba
incorporársele. El capitan Trant, con los portugueses, debia por la dere-
cha molestar el costado izquierdo de los franceses, quedando en el cen-
tro el trozo más principal, compuesto de cuatro brigadas y á las órdenes
inmediatas de sir Arturo, de cuyo número se destacó por la izquierda la
del general Fane para darse la mano con la de Ferguson, del mismo mo-
do que por la derecha y para sostener á los portugueses se separó la del
general Hill.


Delaborde, no creyéndose seguro en donde estaba, con prontitud y
destreza se recogió, amparado de su caballería, detras de Columbeira,
en paraje de difícil acceso, y al que sólo daban paso unas barrancas de




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pendiente áspera y con mucha maleza. Entónces los ingleses variaron la
ordenacion del ataque, y uniéndose los generales Fane y Ferguson para
rodear el flanco derecho del enemigo, acometieron su frente, de posicion
muy fuerte, los generales Hill y Nightingale. Defendiéronse los france-
res con gran bizarría, y cuatro horas duró la refriega. Delaborde, herido y
perdida la esperanza de que se le juntára Loison, pensó entónces en re-
tirarse, temeroso de ser del todo deshecho por las fuerzas superiores de
sus contrarios. Primeramente retrocedió á Azambugeira, disputando el
terreno con empeño. Hizo despues una corta parada, y al fin tomó el an-
gosto camino de Runha, andando toda la noche para colocarse ventajo-
samente en Montechique. Perdieron los ingleses 500 hombres, 600 los
franceses. Gloriosa fué aquella accion para ambos ejércitos; pues pe-
leando briosamente, si favoreció á los últimos su posicion, eran los pri-
meros en número muy superiores. Con la victoria recobraron confianza
los soldados ingleses, menguada por anteriores y funestas expediciones;
y de allí tomó principio la fama del general Wellesley, acrecentada des-
pues con triunfos más importantes.


No habia Loison acudido á unirse con Delaborde, receloso de com-
prometer la suerte de su division. Sabia que los ingleses habian llega-
do á Leiria, le observaban de cerca los portugueses y unos 1.500 espa-
ñoles que de Galicia habia traído el Marqués de Valladares; el país se
mostraba hostil, y así, no sólo juzgó imprudente empeñarse en semejante
movimiento, sino que tambien, abandonando á Tomar, siguió por Torres-
Novas á Santaren, y el 17 se incorporó en Cercal con Junot. Los portu-
gueses, luégo que le vieron léjos, entraron en Abrántes y se apoderaron
de casi todo un destacamento que allí habia dejado.


Junot, por su parte, segun acabamos de indicar, se habia ya adelan-
tado. El 15 de Agosto, despues de celebrar con gran pompa la fiesta de
Napoleon, por la noche y muy á las calladas habia salido de Lisboa. Fal-
sas nuevas y el estado de su gente le retardaron en la marcha, y no le
fué dado ántes del 20 reunir sus diversas y separadas tropas. Aquel dia
aparecieron juntas en Torres-Vedras, y se componian de 12.000 infan-
tes y 1.500 caballos. Quedaban ademas las competentes guarniciones en
Yélbes, Almeida, Peniche, Palmela, Santaren y en los fuertes de Lisboa.
Mandaba la primera division francesa el general Delaborde, la segunda
Loison, y Kellerman la reserva. La caballería y artillería se pusieron al
cuidado de los generales Margaron y Taviel, y en la última arma manda-
ba la reserva el coronel entónces, y despues general, Foy, célebre y bajo
todos respectos digno de loa.




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Era más numeroso el ejército ingles. Se le habian agregado 3.000
hombres á las órdenes de los generales Anstruther y Acland, y consta-
ba en todo de más de 18.000 combatientes. Carecía de la suficiente ca-
ballería, limitándose á 200 jinetes ingleses y 250 portugueses. Despues
de la accion de Roliza no habia Wellesley perseguido á su contrario. Pa-
ra proteger el desembarco en Maceira de los 4.000 hombres menciona-
dos, habia avanzado hasta Vimeiro, en donde casi al propio tiempo se le
anunció la llegada con 11.000 hombres de Sir Juan Moore. A éste le or-
denó que saltase con su gente en tierra en Mondego, y que yendo del la-
do de Santaren, cubriese la izquierda del ejército. No tardó tampoco en
saberse la llegada de Sir H. Burrard, nombrado segundo cabo de Dal-
rymple en el mando; noticia, por cierto, poco grata para el general We-
llesley, que esperaba por aquellos dias coger nuevos laureles. Su plan
de ataque estaba ya combinado. Con pleno conocimiento del terreno, to-
mando un camino costero, escabroso y estrecho, pensaba flanquear la
posicion de Torres-Vedras, y colocándose en Mafra, interponerse entre
Junot y Lisboa. Habia escogido aquellos vericuetos y ásperos sitios por
considerarlos ventajosos para quien, como él, andaba escaso de caballe-
ría. Al aviso de estar cerca Burrard suspendió Wellesley su movimien-
to, y se avistó á bordo con aquel general. Conferenciaron acerca del plan
concertado, y juzgando Burrard ser arriesgada cualquiera tentativa en
tanto que Moore no se les uniese, dispuso aguardarle y que permanecie-
se su ejército en la posicion de Vimeiro.


Tuvo, empero, la dicha el general Wellesley de que Junot, no que-
riendo dar tiempo á que se juntasen todas las fuerzas británicas, resolvió
atacar inmediatamente á las que en Vimeiro se mantenían tranquilas.


Está situado aquel pueblo no léjos del mar, en una cañada por don-
de corre el rio Maceira. Al norte se eleva una sierra, cortada al orien-
te por un escarpe, en cuya hondonada está el lugar de Toledo. En dicha
sierra no habian al principio colocado los ingleses sino algunos destaca-
mentos. Al sudoeste se percibe un cerro, en parte arbolado, que por de-
tras continúa hácia poniente con cimas más erguidas. Seis brigadas in-
glesas ocupaban aquel puesto. Habia otras dos á la derecha del rio, en
una eminencia escueta y roqueña, que se levanta delante de Vimeiro. En
la cañada ó valle se situaron los portugueses y la caballería.


A las ocho de la mañana del 21 de Agosto se divisaron los franceses
viniendo de Torres-Vedras. Imaginóse Wellesley ser su intento atacar la
izquierda de su ejército, que era la sierra al norte; y como estaba des-
guarnecida, encaminó á aquel punto, una tras otra, cuatro de las seis bri-




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gadas que coronaban las alturas de sudoeste, y que era su derecha. No
habia sido tal el pensamiento de los franceses. Mas observando su ge-
neral dicho movimiento, envió sucesivamente, para sostener á un regi-
miento de dragones hácia allí destacado, dos brigadas al mando de los
generales Brenier y Solignac.


No por eso desistió Junot de proseguir en el plan de ataque que ha-
bla concebido, y cuyo principal blanco era la eminencia situada delante
de Vimeiro, en donde estaban apostadas, segun hemos dicho, dos briga-
das inglesas, las cuales se respaldaban contra otras dos que áun perma-
necian en las alturas de sudoeste.


Rompió el combate el general Delaborde, siguió á poco Loison, y por
instantes arreció la pelea furiosamente. La reserva, bajo las órdenes de
Kellerman, viendo que los suyos no se apoderaban de la eminencia, fué
en su ayuda, y en uno de aquellos acometimientos hirieron á Foy. Re-
chazaban los ingleses á sus intrépidos contrarios, aunque á veces fla-
queaba alguno de sus cuerpos. Junot en la reserva observaba y dirigia
el principal ataque, sin descuidar su derecha. Mas en aquélla no tuvie-
ron ventura los generales Solignac y Brenier, habiendo sido uno herido
y otro prisionero.


A las doce del dia, despues de tres horas de inútil lucha, y disminui-
do el ejército frances con la pérdida de más de 1.800 hombres, determi-
naron sus generales retirarse á una línea casi paralela á la que ocupaban
los ingleses. Éstos, con parte de su fuerza todavía intacta, consideraron
entónces como suya la victoria, habiéndose apoderado de trece caño-
nes, y sólo contando, entre muertos y heridos, unos 800 hombres. Pare-
cia que era llegado el tiempo de perseguir á los vencidos con las tropas
de refresco. Tal era el dictámen de sir Arturo Wellesley, sin que ya fue-
se dueño de llevarle á cabo. Durante la accion habia llegado al campo el
general Burrard, á quien correspondia el mando en jefe. Con escrúpulo
cortesano dejó á Wellesley rematar una empresa dichosamente comen-
zada. Pero al tratar de perseguir al enemigo, recobrando su autoridad,
opúsose á ello, é insistió en aguardar á Moore. De prudencia pudo gra-
duarse semejante opinion ántes de la batalla; tanta precaucion ahora, si
no disfrazaba celosa rivalidad, excedia los limites de la timidez misma.


Los franceses por la tarde, sin ser incomodados, se fueron á Torres-
Vedras. El 22 celebró Junot consejo de guerra, en el que acordaron abrir
negociaciones con los ingleses por medio del general Kellerman, no de-
jando de continuar su retirada á Lisboa. Así se ejecutó; pero al tocar el
negociador frances las líneas inglesas, habia desembarcado ya y toma-




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do el mando sir H. Dalrymple, con lo que en ménos de dos dias tres ge-
nerales se sucedieron en el campo británico; mudanza perjudicial á las
operaciones militares y á los tratos que siguieron, apareciendo cuán
erradamente á veces proceden áun los gobiernos más prácticos y adver-
tidos. Propuso Kellerman un armisticio, conformóse el general inglés, y
se nombró para concluirle á sir Arturo Wellesley. Convinieron los nego-
ciadores en ciertos artículos, que debian servir de base á un tratado defi-
nitivo. Fueron los más principales: 1.º Que el ejército frances evacuaria
á Portugal, siendo transportado á Francia con artillería, armas y bagaje
por la marina británica. 2.º Que á los portugueses y franceses avecinda-
dos no se les molestaria por su anterior conducta política, pudiendo sa-
lir del territorio portugues con sus haberes en cierto plazo. Y 3.º Que se
consideraria neutral el puerto de Lisboa durante el tiempo necesario y
conforme al derecho marítimo, á fin de que la escuadra rusa diese la ve-
la sin ser á su salida incomodada por la británica. Señalóse una línea de
demarcacion entre ambos ejércitos, quedando obligados recíprocamente
á avisarse cuarenta y ocho horas de antemano, en caso de volver á rom-
perse las hostilidades.


Miéntras tanto Junot habia el 23 entrado en Lisboa, en donde los áni-
mos andaban muy alterados.


Con la noticia de la accion de Roliza hubiérase el 20 conmovido la
poblacion, á no haberla contenido con su prudencia el general Travot.
Mas permaneciendo viva la causa de la fermentacion pública, hubie-
ron los franceses de acudir á precauciones severas, y áun al miserable
y frágil medio de esparcir falsas nuevas, anunciando que habian gana-
do la batalla de Vimeiro. De poco hubieran servido sus medidas y artifi-
cios, si oportunamente no hubiera llegado con su ejército el general Ju-
not. A su vista, forzoso le fué al patriotismo portugues reprimir ímpetus
inconsiderados.


Por otra parte, el armisticio tropezaba con obstáculos imprevistos. El
general Bernardino Freire ágriamente representó contra su ejecucion,
no habiendo tenido cuenta en lo estipulado, ni con su ejército, ni con la
junta de Oporto, ni tampoco con el príncipe regente de Portugal, cuyo
nombre no sonaba en ninguno de los artículos. Aunque justa hasta cier-
to punto, fué desatendida tal reclamacion. No pudo serlo la de sir C. Co-
tton, comandante de la escuadra británica, quien no quiso reconocer na-
da de lo convenido acerca de la neutralidad del puerto y de los buques
rusos allí anclados. Tuvieron, pues, que romperse las negociaciones.


Mucho incomodó á Junot aquel inesperado suceso; y escuchando án-




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tes que á sus apuros á la altivez de su pecho, engreido con no interrum-
pida ventura, dispúsose á guerrear á todo trance. Mas sin recursos, an-
gustiados los suyos, y reforzados los contrarios con la division de Moore
y un regimiento que el general Beresford traia de las aguas de Cádiz, se
le ofrecian insuperables dificultades. Aumentábanse éstas con el brío
adquirido por la poblacion portuguesa, la que despues de las victorias
alcanzadas, de tropel acudia á Lisboa y estrechaba las cercanías. Care-
cia tambien de la conveniente cooperacion del almirante ruso, indife-
rente á su suerte y firme en no prestarle ayuda. Tal porte enfureció tanto
más á Junot, cuanto la estancia de aquella escuadra en el Tajo habia si-
do causa del rompimiento de las negociaciones entabladas. Así, mal de
su grado, solo y vencido de la amarga situacion de su ejército, cedió Ju-
not y asintió á la famosa convencion concluida en Lisboa, el 30 de Agos-
to, entre el general Kellerman y J. Murray, cuartel-maestre del ejército
inglés. El ruso ajustó por sí el 3 de Setiembre un convenio con el almi-
rante inglés (6), segun el cual entregaba en depósito su escuadra al go-
bierno británico hasta seis meses despues de concluida la paz entre sus
gobiernos respectivos, debiendo ser transportados á Rusia los jefes, ofi-
ciales y soldados que la tripulaban.


La convencion entre franceses é ingleses llamóse malamente de Cin-
tra, por no haber sido firmada allí ni ratificada (7). Constaba de veinte y


(6) Artículos del convenio hecho entre el vice-almirante Siniavin, caballero de la or-
den de San Alejandro, y el almirante Sir Cárlos Cotton, baronet, para la redencion de la
escuadra rusa anclada en la ribera del Tajo, publicados en la Gaceta extraordinaria de
Lóndres de 16 de Setiembre.


1.º Los navíos de guerra del Emperador de Rusia que están en el Tajo se entregarán
inmediatamente al almirante Sir Cárlos Cotton, con todas sus municiones; serán envia-
dos á Inglaterra, en donde los tendrá S. M. B. como en depósito para restituir á S. M. I.
seis meses despues de la concluson de la paz entre S. M. B. y S. M. I. el Emperador de
todas las Rusias.


2.º El vice-almirante Siniavin, con todos los oficiales, marinos y marineros que es-
tán á sus órdenes, volverán á Rusia, sin ninguna condicion ó estipulacion que les impi-
da servir en lo sucesivo; serán convoyados por gente de guerra y navíos propios, á expen-
sas de S. M. B.


Dado y concluido á bordo del navío Tuairdai, en el Tajo, y á bordo del Ibernia, navío
de S. M. B. en la embocadura de la ribera, á 3 de Setiembre de 1808.— Signado.— DE
SINIAVIN.— CÁRLOS COTTON.


(7) Convencion definitiva para la evacuacion de Portugal por las tropas francesas, pu-
blicada en la Gaceta extraordinaria de Lóndres.


«Los generales en jefe de los ejércitos inglés y frances en Portugal, habiendo de-
terminado negociar y concluir un tratado para la evacuacion de este reino por las tropas




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dos artículos, y ademas otros tres adicionales, partiendo de la base del
armisticio ántes concluido. Los franceses no eran considerados como


francesas, sobre las bases del concluido el 22 del presente para una suspenson de armas,
han habilitado á los infrascritos oficiales para negociarlo en su nombre, á saber: de parte
del general en jefe del ejército británico al teniente coronel Murray, cuartel-maestre ge-
neral, y de la del general en jefe del frances á Mr. Kellerman, general de division, á quie-
nes han dado la facultad necesaria para negociar y concluir un convenio al efecto, suje-
tos, sin embargo, á su ratificacion respectiva, y á la del almirante comandante de la es-
cuadra británica en la embocadura del Tajo. Los oficiales, despues de haber canjeado sus
plenos poderes, se han convenido en los artículos siguientes:


l.º Todas las plazas y fuertes del reino de Portugal ocupados por las tropas france-
sas se entregarán al ejército británico en el estado en que se hallen al tiempo de firmar-
se este tratado. 2.º Las tropas francesas evacuarán á Portugal con sus armas y bagajes;
no serán consideradas como prisioneras de guerra, y á su llegada á Francia tendrán li-
bertad para servir. 3.º El gobierno inglés suministrará los medios de transporte para el
ejército frances, que desembarcará en uno de los puertos de Francia entre Rochefort y
Lorient inclusivamente. 4.º El ejército frances llevará consigo toda su artillería de cali-
bre frances con lo á ella anejo. Toda la demas artillería, armas, municiones, como tam-
bien los arsenales militares y navales, serán entregados al ejército y navíos británicos
en el estado en que se hallen al tiempo de la ratificacion de este tratado. 5.º El ejérci-
to frances llevará consigo todos sus equipajes y todo lo que se comprende bajo el nom-
bre de propiedad de un ejército, y se le permitirá disponer de la parte de ella que el Co-
mandante en jefe juzgue inútil para embarcar. Del mismo modo todos los individuos del
ejército tendrán libertad para disponer de su propiedad privada, con plena seguridad en
lo sucesivo para los compradores. 6.º La caballería podrá embarcar sus caballos, así co-
mo también los generales y oficiales de cualquiera graduacion, quedando á disposicion
de los comandantes británicos los medios de transportarlos; el número de caballos que
podrán embarcar las tropas no excederá de 600, ni el de los jefes de 200. De todos mo-
dos, el ejército frances tendrá libertad para disponer de los que no puedan embarcarse.
7.º El embarco se hará en tres divisiones, y la última de ellas se compondrá de las guar-
niciones de las plazas, de la caballería, artillería, enfermos y equipaje del ejército. La
primera division se embarcará dentro de siete dias de la fecha de la ratificacion. 8.º La
guarnicion de Yélves y sus fuertes de Peniche y Palmela se embarcarán en Lisboa. La
de Almeida en oporto ó en el puerto más cercano. 9.º Todos los enfermos ó heridos que
no puedan embarcarse con las tropas se confian al ejército británico, cuyo gobierno pa-
gará lo que gasten miéntras estén en este país, quedando de cuenta de la Francia abo-
narlo cuando marchen. El gobierno inglés proporcionará su vuelta á Francia por des-
tacamentos como de 200 hombres á un tiempo. 10. Luégo que los barcos que lleven el
ejército á Francia lo hayan desembarcado en los puertos arriba dichos, ó en cualquiera
otro de aquel país adonde el temporal los fuerce á ir, se les proporcionará toda comodi-
dad para volver á Inglaterra sin dilacion y seguridad, ó pasaporte para no ser apresados
hasta que lleguen á un puerto amigo. 11. El ejército frances se reconcentrará en Lisboa
y dos leguas al rededor. El inglés á tres leguas, por manera que haya siempre una entre
los dos ejércitos. 12. Los fuertes de San Julian, Buxio y Cascaes serán ocupados por las
tropas británicas cuando se ratifique este convenio. Lisboa y su ciudadela, con los fuer-




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prisioneros de guerra, y debian los ingleses transportarlos á cualquie-
ra puerto occidental de Francia, entre Rochefort y Lorient. En el trata-
do se incluian las guarniciones de las plazas fuertes. Los españoles de-


tes y baterías, el lazareto y el fuerte de San José, los ocuparán cuando se embarque la se-
gunda division, como tambien el puerto con todas las embarcaciones armadas. Las for-
talezas de Yélves, Almeida, Peniche y Palmela se entregarán á las tropas británicas así
que lleguen para ocuparlas. El general en jefe inglés noticiará á las guarniciones de es-
tas plazas y á las tropas que las sitian este convenio para poner fin á las hostilidades. 13.
Se nombrarán comisionados por ambas partes para acelerar la ejecucion de este conve-
nio. 14. Si se suscitase alguna duda sobre la inteligencia de algun articulo, se interpe-
tará á favor del ejército trances, 15. Desde la ratificacfon todas las deudas atrasadas de
contribuciones, requisiciones, etc., no podrán reclamarse por el gobierno frances contra
los portugueses ni ningun otro que resida en este país, pues todo lo que se haya pedido
é impuesto despues que el ejército frances entró en Portugal por Diciembre de 1807, y
no se haya pagado aún, queda cancelado, y se levantan los embargos puestos en los bie-
nes de los deudores, para que se les restituyan y queden á su libre disposicion. 16. To-
dos los súbditos de Francia ó de cualquiera otra potencia su aliada ó amiga que se ha-
llen en Portugal, con domicilio ó sin él, serán protegidos, sus propiedades serán respe-
tadas, y tendrán libertad para acompañar al ejército frances ó permanecer aquí. En todo
caso se les asegura su propiedad, con la libertad de retenerla ó de disponer de ella; y pa-
sando el producto de la venta á Francia ó cualquier otro país adonde vayan á fijar su re-
sidencia, se les concede un año para el intento. Sin embargo, ninguna de estas estipu-
laciones podrá servir de pretexto para una especulacion comercial. 17. Ningun portu-
gues será responsable por su conducta política durante la ocupacion de este país por el
ejército frances, y todos los que han continuado en el ejercicio de sus empleos, ó que los
han aceptado durante el gobierno frances, quedan bajo la proteccion de los comandan-
tes ingleses, quienes los sostendrán para que no se les cause vejacion en sus personas
y bienes; y podrán tambien aprovecharse de las estipulaciones del art. 16. 18. Las tro-
pas españolas detenidas á bordo de lo; navíos en el puerto de Lisboa, serán entregadas
al general en jefe inglés, quien se obliga á obtener de los españoles la restitucion de los
súbditos franceses, sean militares ó civiles, que hayan sido detenidos en España, sin ha-
ber sido hechos prisioneros en batalla ó en consecuencia de operaciones militares, si-
no con ocasion del 29 de Mayo y dias siguientes. 19. Inmediatamente se hará un canje
de prisioneros de todas graduaciones que se hayan hecho en Portugal desde el princi-
pio de las presentes hostilidades. 20. Para la recíproca garantía de este convenio se en-
tregarán rehenes de la clase de oficiales generales por parte del ejército frances, del in-
glés y de su armada. El oficial del ejército británico será restituido luégo que se dé cum-
plimiento á los artículos pertenecientes al ejército; el de la escuadra y el frances cuando
las tropas hayan desembarcado en su país. 21. Se permitirá al general frances enviar un
oficial á Francia con el presente convenio, y el almirante británico le dará una embarca-
cion que le convoye á Burdeos ó á Rochefort. 22. Se hará por que el almirante británi-
co acomode á S. E. el general en jefe y oficiales principales del ejército frances á bordo
de los navíos de guerra. Dado y concluido en Lisboa, á 30 de Agosto de 1808.— Firma-
do.— JORGE MURRAY.— KELLERMANN.




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tenidos en pontones ó barcos en el Tajo se entregaban á disposicion del
general inglés, en trueque de los franceses que, sin haber tomado parte
en la guerra, hubieran sido presos en España. No eran, por cierto, mu-
chos, y los más habian ya sido puestos en libertad. Entre los que todavía
permanecian arrestados, soltó los suyos la junta de Extremadura, con-
descendiendo con los deseos del general inglés. El número de españo-
les que gemian en Lisboa presos ascendía á 3.500 hombres, procedentes
de los regimientos de Santiago y Alcántara, de caballería, de un batallon
de tropas ligeras de Valencia, de granaderos provinciales y varios pique-
tes; los cuales, bien armados y equipados, desembarcaron en Octubre,
á las órdenes del mariscal de campo don Gregorio Laguna, en la Rápita
de Tortosa y en los Alfaques. Los demas artículos de la convencion tu-
vieron sucesivamente cumplido efecto. Algunos de ellos suscitaron aca-
loradas disputas, sobre todo los que tenian relacion con la propiedad de
los individuos. Esto, y falta de transportes, dilataron la partida de los
franceses.


Causaba su presencia desagradable impresión, y tuvieron los in-
gleses que velar noche y dia para que no se perturbase la tranquilidad
de Lisboa. No tanto ofendia á sus habitantes la franca salida que por
la convencion se daba á sus enemigos, cuanto el poco aprecio con que
en ella eran tratados el príncipe Regente y su gobierno. No se mentaba
ni por acaso su nombre, y si en el armisticio habia cabido la disculpa
de ser un puro convenio militar, en el nuevo tratado, en que se mezcla-
ban intereses políticos, no era dado alegar las mismas razones. De aquí
se promovió un reñido altercado entre la junta de Oporto y los genera-


Artículos adicionales.
1.º Los empleados civiles del ejército hechos prisioneros, sea por las tropas británi-


cas ó por las portuguesas en cualquier parte de Portugal, serán restituidos, como de cos-
tumbre, sin canje.


2.º El ejército frances subsistirá de sus propios almacenes hasta el dia del embarco,
y la guarnicion hasta la evacuacion de las fortalezas. El remanente de los almacenes se
entregará en la forma acostumbrada al gobierno británico, quien se encarga de la subsis-
tencia y caballos del ejército desde el tiempo referido hasta su llegada á Francia, con la
condicion de ser reembolsado por el gobierno frances del exceso de gastos á la estimacion
que por ambas partes se dé á los almacenes entregados al ejército inglés. Las provisiones
que estén á bordo de los navíos de guerra de que está en posesion el ejército frances se to-
marán en cuenta por el gobierno inglés, así como los almacenes de la fortaleza.


3.º El general en jefe de las tropas británicas tomará las medidas necesarias para res-
tablecer la libre circulacion de los medios de subsistencia entre el país y la capital.—
Dado, etc.




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les ingleses. Al principio quisieron éstos aplacar el enojo de aquélla;
mas al fin desconocieron su autoridad y la de todas las juntas creadas
en Portugal. Restablecieron el 18 de Setiembre, conforme á instruccion
de su gobierno, la regencia que al partir al Brasil habia dejado el prín-
cipe D. Juan, y tan sólo descartaron las personas ausentes ó comprome-
tidas con los franceses. Portugal reconoció el nuevo gobierno y se disol-
vieron todas sus juntas.


El 13 de Setiembre dió la vela Junot, y su nave dirigió el rumbo á la
Rochela. El 30 todas sus tropas estaban ya embarcadas, y unas en pos
de otras arribaron á Quiberon y Lorient. Faltaban las de las plazas, para
cuya salida hubo nuevos tropiezos. El general español D. José de Arce,
por órden de la junta de Extremadura, habia asediado el 7 de Setiem-
bre á Yélbes, y obligado al comandante frances Girod de Novilars á en-
cerrarse en el fuerte de La Lippe. Sobrado tardía era, en verdad, la ten-
tativa de los españoles, y llevaba traza de haberse imaginado despues de
sabida la convencion entre franceses é ingleses. Despacharon éstos, pa-
ra cumplirla en aquella plaza, un regimiento, pero Arce y la junta de Ex-
tremadura se opusieron vivamente á que se dejase ir libres á los que sus
soldados sitiaban. Cruzáronse escritos de una y otra parte, hubo várias
y áun empeñadas explicaciones, mas al cabo se arregló todo amistosa-
mente con el coronel inglés Graban. No anduvieron respecto de Almeida
más dóciles los portugueses, quienes cercaban la plaza. Hasta primeros
de Octubre no se removieron los obstáculos que se oponian á la entrega,
y áun entónces hubo de serles á los franceses harto costosa. Libres ya y
próximos á embarcarse en Oporto, sublevóse el pueblo de aquella ciu-
dad con haber descubierto entre los equipajes ornamentos y alhajas de
iglesia. Despojados de sus armas y haberes, debieron la vida á la firmeza
del inglés sir Roberto Wilson, que mandaba un cuerpo de portugueses,
conteniendo á duras penas la embravecida furia popular.


Con el embarco de la guarnicion de Almeida quedaba del todo cum-
plida la convencion llamada de Cintra. Fué penosa la travesía de las
tropas francesas, maltratado el convoy por recios temporales. Cerca
de 2.000 hombres perecieron, naufragando tripulaciones y trasportes,
22.000 arribaron á Francia, 29.000 habian pisado el suelo portugues.
Pocos meses adelante los mismos soldados, aguerridos y mejor discipli-
nados, volvieron de refresco sobre España.


La convencion, no solamente indignó á los portugueses y fué censu-
rada por los españoles, sino que tambien levantó contra ella el clamor
de la Inglaterra misma. Llenos de satisfaccion y contento habian estado




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sus habitantes al eco de las victorias de Roliza y Vimeiro. De ello fuimos
testigos, y de los primeros. Traemos á la memoria que en 1.º de Setiem-
bre y á cosa de las nueve de la noche, asistiendo á un banquete en casa
de Mr. Canning, se anunció de improviso la llegada del capitan Campbe-
ll, portador de ambas nuevas. Estaban allí presentes los demas ministros
británicos, y á pesar de su natural y prudente reserva, con las victorias
conseguidas desabrocharon sus pechos con júbilo colmado. No menor se
mostró en todas las ciudades y pueblos de la Gran Bretaña. Pero entur-
bióle bien luégo la capitulacion concedida á Junot, creciendo el enojo
á par de lo abultado de las esperanzas. Muchos decían que los españo-
les hubieran conseguido triunfo más acabado. Tan grande era el concep-
to del brío y pericia militar de nuestra nacion, exagerado entónces, co-
mo despues sobradamente deprimido al llegar derrotas y contratiempos.
Aparecia el despecho y la ira hasta en los papeles públicos, cuyas ho-
jas se orlaban con bandas negras, pintando tambien en caricaturas é im-
presos á sus tres generales colgados de un patíbulo afrentoso. Cundió
el enojo de los particulares á las corporaciones, y las hubo que eleva-
ron hasta el sólio enérgicas representaciones. Descolló entre todas la del
cuerpo municipal de Lóndres. No en vano levanta en Inglaterra su voz la
opinion nacional. A ella tuvieron que responder los ministros ingleses,
nombrando una comision que informase acerca del asunto, y llamando
á los tres generales Dalrymple, Burrard y Wellesley, para que satisfacie-
sen a los cargos. Hubo en el examen de su conducta varios incidentes;
mas al cabo, conformándose S. M. B. con el unánime parecer de la co-
mision, declaró no haber lugar á la formacion de causa, al paso que des-
echó los artículos de la convencion cuyo contenido podria ofender ó per-
judicar á españoles y portugueses. Decision que á pocos agradó, y sobre
la que se hicieron justos reparos.


Nosotros creemos que si bien hubieran podido sacarse mayores ven-
tajas de las victorias de Roliza y Vimeiro, fué, empero, de gran prove-
cho el que se desembarazase á Portugal de enemigos. Con la convencion
se consiguió pronto aquel objeto; sin ella quizá se hubiera empeñado
una lucha más larga, y España, embarazada con los franceses á la espal-
da, no hubiera tan fácilmente podido atender á su defensa y arreglo in-
terior.


Estas, pues, habian sido las victorias conseguidas por las armas alia-
das ántes del mes de Setiembre en el territorio peninsular, con las que
se logró despejar su suelo hasta las orillas del Ebro. Por el mismo tiem-
po fueron tambien de entidad los tratos y conciertos que hubo entre el




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gobierno de S. M. B. y las juntas españolas, los cuales dieron ocasion á
acontecimientos importantes.


Hablamos en su origen del modo lisonjero con que habian sido tra-
tados los diputados de Asturias y Galicia. Se habian ido estrechando
aquellas primeras relaciones, y ademas de los cuantiosos auxilios men-
cionados, y que en un principio se despacharon á España, fueron des-
pues otros nuevos y pecuniarios. Creciendo la insurreccion y afirmándo-
se maravillosamente, dió S. M. B. (8) una prueba solemne de adhesion á
la causa de los españoles, publicando en 4 de Julio una declaracion por
la que se renovaban los antiguos vínculos de amistad entre ambas nacio-
nes. Realmente estaban ya restablecidos desde primeros de Junio; pe-
ro, á mayor abundamiento, quísose dar á la nueva alianza toda autoridad
por medio de un documento público y de oficio.


La union franca y leal de ambos países, y el tropel portentoso de in-
esperados sucesos, habian excitado en Inglaterra un vivo deseo de tomar
partido con los patriotas españoles. No se limitó aquél á los naturales,
no á aventureros ansiosos de buscar fortuna; cundió tambien á extranje-
ros y subió hasta personajes célebres é ilustres. Los diputados españo-


(8) En la córte, palacio de la Reina, el 4 de Julio de 1808. Presente en el Consejo de
S. M. el Rey.


Habiendo S. M. tomado en consideraclon los esfuerzos gloriosos de la nacion españo-
la para libertar su país de la tiranía y usurpacion de Francia, y los ofrecimientos que ha
recibido de várias provincias de España de su disposicion amistosa hácia este reino se ha
dignado mandar y manda por la presente, de acuerdo con su Consejo privado:


1.º Que todas las hostilidades contra España de parte de S. M. cesen inmediatamente.
2.º Que se levante el bloqueo de todos los puertos de España, á excepcion de los que


se hallen todavía en poder de los franceses.
3.º Que todos los navíos 6 buques pertenecientes á España sean libremente admiti-


dos en los puertos de los dominios de S. M., corno lo fueron antes de las hostilidades.
4.º Que todas las embarcaciones españolas que sean encontradas por la mar por los


navíos ó corsarios de S. M. sean tratadas como las de las naciones amigas y se les permi-
ta hacer todo tráfico permitido á las neutrales.


5.º Que todos los navíos ó mercaderías pertenecientes á los individuos establecidos en
las colonias españolas que fueren detenidos por los navíos de S. M. despues de la fecha
de la presente, han de ser conducidos al puerto, y conservados cuidadosamente en segu-
ra custodia hasta que se averigue si las colonias donde residen los dueños de los referidos
navíos ó efectos han hecho causa comun con España contra el poder de la Francia.


Y SS. EE. los comisionados de la real tesorería, los secretarios de Estado de S. M., los
comisionados del almirantazgo y los jueces de los tribunales del viz-almirantazgo, han de
tomar, para el cumplimiento de los anteriores artículos, las medidas que respectivamente
les corresponden.— Firmado.— ÉSTEBAN COTERELL.




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les, careciendo de la competente facultad, se negaron constantemente
á escuchar semejantes solicitudes. Sería prolijo reproducir áun las más
principales; contentarémosnos con hacer mencion de dos de las más se-
ñaladas. Fué una la del general Dumourier: con ahinco solicitaba trasla-
darse á la península y tener allí un mando, ó por lo ménos ayudar de cer-
ca con sus consejos. Figurábase que ellos y su nombre desbaratarian las
huestes de Napoleon. Tachado de vário é inconstante en su conducta, y
tambien de poco fiel á su patria, mal hubiera podido merecer la confian-
za de otra adoptiva. De muy diverso orígen procedia la segunda solici-
tud, y de quien bajo todos respectos y por sus desgracias y las de su fa-
milia merecia otro miramiento y atencion. Sin embargo, no les fué dado
á los diputados acceder al noble sacrificio que queria hacer de su perso-
na el Conde de Artois (hoy Cárlos X de Francia), partiendo á España á
pelear en las filas españolas.


Acompañaron á estas gestiones otras no dignas de olvido. Pocos dias
habian corrido despues de la llegada á Lóndres de los diputados de As-
túrias, cuando el Duque de Blacas (entónces conde) se les presentó á
nombre de Luis XVIII, ilustre cabeza de la familia de Borbon, con obje-
to de reclamar el derecho al trono español que asistia á la rama de Fran-
cia, extinguida que fuese la de Felipe V. Evitando tan espinosa cuestion
por anticipada, se respondió de palabra y con el debido acatamiento á
la reclamacion de un príncipe desventurado y venerable, léjos todavía
de imaginarse que la insurreccion de España le serviria de primer es-
calon para recuperar el trono de sus mayores. Más secamente se repli-
có á la nota que al mismo propósito escribió á los diputados, en favor de
su amo, el Príncipe de Castelcicala, embajador de Fernando VII, rey de
las Dos Sicilias. Provocó la diferencia en la contestacion el modo poco
atento y desmañado con que dicho embajador se expresó, pues al paso
que revindicaba derechos de tal cuantía, estudiosamente áun en el estilo
esquivaba reconocer la autoridad de las juntas. La relacion de estos he-
chos muestra la importancia que ya todos daban á la insurreccion de Es-
paña, deprimida entónces y desfigurada por Napoleon.


Pero, si bien eran lisonjeros aquellos pasos, no podian fijar tanto la
atencion de los diputados como otros negocios que particularmente inte-
resaban al triunfo de la buena causa. Para su prosecucion se agregaron,
en primeros de Julio, á los de Galicia y Astúrias los diputados de Sevi-
lla, el teniente general D. Juan Ruiz de Apodaca y el mariscal de campo
D. Adrian Jácome. Unidos, no solamente promovieron el envío de soco-
rros, sino que ademas volvieron la vista al norte de Europa. Despacha-




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ron á Rusia un comisionado; mas, fuese falta suya, ó que aquel gabinete
no estuviese todavía dispuesto á desavenirse con Francia, la tentativa no
tuvo ninguna resulta. Más dichosa fué la que hicieron para libertar la di-
vision española que estaba en Dinamarca á las órdenes del Marqués de
la Romana, merced al patriotismo de sus soldados y á la actividad y ce-
lo de la marina inglesa.


Hubiérase achacado á desvarío, pocos meses antes, el figurarse si-
quiera que aquellas tropas á tan gran distancia de su patria y rodeadas
del inmenso poder y vigilancia de Napoleon, pisarían de nuevo el suelo
español, burlándose de precauciones, y áun sirviéndoles para su empre-
sa las mismas que contra su libertad se habian tomado. Constaba á la sa-
zon su fuerza de 14.198 hombres, y se componía de la division que en la
primavera de 1807 habia salido de España con el Marqués de la Roma-
na, y de la que estaba en Toscana, y se le juntó en el camino. Por Agosto
de aquel año, y á las órdenes del mariscal Bernardotte, príncipe de Pon-
te-Corvo, ocupaban dichas divisiones á Hamburgo y sus cercanías, des-
pues de haber gloriosamente peleado algunos de los cuerpos en el sitio
de Stralsunda. Resuelto Napoleon á enseñorearse de España, juzgó pru-
dente colocarlos en paraje más seguro, y con pretexto de una invasion en
Suecia, los aisló y dividió en el territorio danés. Estrechólos así entre el
mar y su ejército. Napoleon determinó que ejecutasen aquel movimien-
to en Marzo de 1808. Cruzó la vanguardia el pequeño Belt y desembarcó
en Fionia. Le impidió atravesar el gran Belt é ir á Zelandia la escuadra
inglesa que apareció en aquellas aguas. Lo restante de la fuerza españo-
la, detenida en el Sleswich, se situó despues en las islas de Langeland
y Fionia y en la península de Jutlandia. Así continuó, excepto los regi-
mientos de Astúrias y Guadalajara, que de noche y precavidamente con-
siguieron pasar el gran Belt y entrar en Zelandia. Las novedades de Es-
paña, aunque alteradas y tardías, habian penetrado en aquel apartado
reino. Pocas eran las cartas que los españoles recibian, interceptando el
gobierno frances las que hablaban de mudanzas intentadas ó ya acaeci-
das. Causaba el silencio desasosiego en los ánimos, y aumentaba el dis-
gusto el verse las tropas divididas y desparramadas.


En tal congoja, recibióse en Junio un despacho de D. Mariano Luis
de Urquijo para que se reconociese y prestase juramento á José, con la
advertencia «de que se diese parte si habia en los regimientos algun in-
dividuo tan exaltado que no quisiera conformarse con aquella soberana
resolucion, desconociendo el interes de la familia real y de la nacion es-
pañola.» No acompañaron á este pliego otras cartas ó correspondencia,




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lo que despertó nuevas sospechas. Tambien el 24 del mismo mes habia
al propio fin escrito al de la Romana el mariscal Bernardotte. El descon-
tento de soldados y oficiales era grande, los susurros y hablillas muchos,
y temíanse los jefes alguna séria desazon. Por tanto, adoptáronse para
cumplir la órden recibida convenientes medidas, que no del todo bas-
taron. En Fionia salieron gritos de entre las filas de Almansa y Prince-
sa de viva España y muera Napoleon, y sobre todo, el tercer batallon del
último regimiento anduvo muy alterado. Los de Astúrias y Guadalaja-
ra abiertamente se sublevaron en Zelandia, fué muerto un ayudante del
general Fririon, y éste hubiera perecido si el coronel del primer cuerpo
no le hubiese escondido en su casa. Rodeados aquellos soldados, fue-
ron desarmados por tropas danesas. Hubo tambien quien juró con condi-
cion de que José hubiese subido al trono sin oposicion del pueblo espa-
ñol cortapisa honrosa y que ponia á salvo la más escrupulosa conciencia,
áun en caso de que obligase un juramento engañoso, cuyo cumplimiento
comprometia la suerte é independencia de la patria.


Mas semejantes ocurrencias excitaron mayor vigilancia en el gobier-
no frances. Aunque ofendidos é irritados, calladamente aguantaban los
españoles hasta poder, en cuerpo ó por separado, libertarse de la mano
que los oprimia. El mismo general en jefe vióse obligado á reconocer al
nuevo rey, dirigiéndole, como á Bernardotte, una carta harto lisonjera.
La contradiccion que aparece entre este paso y su posterior conducta se
explica con la situacion crítica de aquel general y su carácter; por lo que
darémos de él y de su persona breve noticia.


Don Pedro Caro y Sureda, marqués de la Romana, de una de las más
ilustres casas de Mallorca, habia nacido en Palma, capital de aquella is-
la. Su edad era la de cuarenta y seis años, de pequeña estatura, mas de
complexion recia y enjuta, acostumbrado su cuerpo á abstinencia y ri-
gor. Tenía vasta lectura, no desconociendo los autores clásicos, latinos
y griegos, cuyas lenguas poseia. De la marina pasó al ejército al empe-
zar la guerra de Francia en 1793, y sirvió en Navarra á las órdenes de su
tio D. Juan Ventura Caro. Yendo de allí á Cataluña, ascendió á general,
y mostróse entendido y bizarro. Obtuvo despues otros cargos. Habiendo
ántes viajado en Francia, se le miró como hombre al caso para mandar
la fuerza española que se enviaba al Norte. Faltábale la conveniente en-
tereza, pecaba de distraido, cayendo en olvidos y raras contradicciones.
Juguete de aduladores, se enredaba á veces en malos é inconsiderados
pasos. Por fortuna, en la ocasion actual no tuvieron cabida aviesas insi-
nuaciones, así por la buena disposicion del Marqués, como tambien por




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ser casi unánime en favor de la causa nacional la decision de los oficia-
les y personas de cuenta que le rodeaban.


Bien pronto, en efecto, se les ofreció ocasion de justificar los no-
bles sentimientos que los animaban. Desde Junio los diputados de Ga-
licia y Astúrias habian procurado por medio de activa correspondencia
ponerse en comunicacion con aquel ejército; mas en vano: sus cartas
fueron interceptadas ó se retardaron en su arribo. Tambien el gobier-
no inglés envió un clérigo católico, de nombre Robertson, el que, si
bien consiguió abocarse con el Marqués de la Romana, nada pudo en-
tre ellos concluirse ni determinarse definitivamente. Miéntras tanto lle-
garon á Lóndres D. Juan Ruiz de Apodaca y D. Adrian Jácome, y como
era urgente sacar, por decirlo así, de cautiverio á los soldados españo-
les de Dinamarca, concertáronse todos los diputados, y resolvieron que
los de Andalucía enviasen al Báltico á su secretario el oficial de mari-
na D. Rafael Lobo, sujeto capaz y celoso. Proporcionó buque el gobier-
no inglés, y haciéndose á la vela en Julio, arribó Lobo el 4 de Agosto
al gran Belt, en donde con el mismo objeto se habia apostado, á las ór-
denes de sir R. Keats, parte de la escuadra inglesa que cruzaba en los
mares del Norte.


Don Rafael Lobo ancló delante de las islas dinamarquesas, á tiem-
po que en aquellas costas se habia despertado el cuidado de los france-
ses por la presencia y proximidad de dicha escuadra. Deseoso de avi-
sar su venida, empleó Lobo inútilmente varios medios de comunicar con
tierra. Empezaba ya á desesperanzar, cuando el brioso arrojo del oficial
de voluntarios de Cataluña D. Juan Antonio Fábregues puso término á
la angustia. Habia éste ido con pliegos desde Langeland á Copenhague.
A su vuelta, con propósito de escaparse, en vez de regresar por el mis-
mo paraje, buscó otro apartado, en donde se embarcó mediante un ajus-
te con dos pescadores. En la travesía, columbrando tres navíos ingleses
fondeados á cuatro leguas de la costa, arrebatado de noble inspiracion,
tiró del sable, y ordenó á los dos pescadores, únicos que gobernaban la
nave, hacer rumbo á la escuadra inglesa. Un soldado español que iba en
su compañía, ignorando su intento, arredróse y dejó caer el fusil de las
manos. Con presteza cogió el arma uno de los marineros, y mal lo hu-
biera pasado Fábregues, si pronto y resuelto éste, dando al danés un sa-
blazo en la muñeca, no le hubiese desarmado. Forzados, pues, se vie-
ron los dos pescadores á obedecer al intrépido español. Déjase discurrir
de cuánto gozo se embargarian los sentidos de Fábregues al encontrarse
á bordo con Lobo, como tambien cuánta sería la satisfaccion del último




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cerciorándose de que la suerte le proporcionaba seguro conducto de tra-
tar y corresponder con los jefes españoles.


No desperdiciaron ni uno ni otro el tiempo, que entónces era á todos
precioso. Fábregues, á pesar del riesgo, se encargó de llevar la corres-
pondencia, y de noche y á hurtadillas le echó en la costa de Langeland
un bote inglés. Avistóse á su arribo y sin tardanza con el comandante es-
pañol, que tambien lo era de su cuerpo, D. Ambrosio de la Cuadra, con-
fiado en su militar honradez; no se engañó, porque asintiendo éste á tan
digna determinacion, prontamente y disfrazado despachó al mismo Fá-
bregues para que diese cuenta de lo que pasaba al Marqués de la Roma-
na. Trasladóse á Fionia, en donde estaba el cuartel general, y desempe-
ñó en breve y con gran celo su encargo.


Causaron allí las nuevas que traia profunda impresion. Crítica era
en verdad y apurada la posicion de su jefe. Como buen patricio, anhela-
ba seguir el pendon nacional; mas, como caudillo de un ejército, pesá-
bale la responsabilidad en que incurriria si su noble intento se desgra-
ciaba. Perplejo se hubiera quizá mantenido á no haberle estimulado con
su opinion y consejo los demas oficiales. Decidióse, en fin, al embarco,
y convino secretamente con los ingleses en el modo y forma de ejecutar-
le. Al principio se habia pensado en que se suspendiese hasta que, no-
ticiosas del plan acordado las tropas que habia en Zelandia y Jutlandia,
se moviesen todas á un tiempo ántes de despertar el recelo de los fran-
ceses. Mas informados éstos de haber Fábregues comunicado con la es-
cuadra inglesa, menester fué acelerar la operacion trazada.


Dieron principio á ella los que estaban en Langeland enseñoreándo-
se de la isla. Prosiguió Romana, y se apoderó el 9 de Agosto de la ciudad
de Nyborg, punto importante para embarcarse y repeler cualquier ata-
que que intentasen 3.000 soldados dinamarqueses existentes en Fionia.
Los españoles acuartelados en Swendborg y Faaborg, al mediodía de la
misma isla, se embarcaron para Langeland tambien el 9, y tomaron tierra
desembarazadamente. Con más obstáculos tropezó el regimiento de Za-
mora, acantonado en Fridericia; engañóle don Juan de Kindelan, segun-
do de Romana, que allí mandaba. Aparentando desear lo mismo que sus
soldados, dispúsose á partir y áun embarcó su equipaje; pero en el en-
tretanto, no sólo dió aviso de lo que ocurria al mariscal Bernardotte, si-
no que, temiendo que se descubriese su perfidia, cautelosamente y por
una puerta falsa se escapó de su casa. Amenazados por aquel desgracia-
do incidente, apresuráronse los de Zamora á pasar á Middlefahrt; y sin
descanso caminaron desde allí por espacio de veinte y una horas, hasta




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incorporarse en Nyborg con la fuerza principal, habiendo andado en tan
breve tiempo más de diez y ocho leguas de España. Huido Kindelan y
advertidos los franceses, parecia imposible que se salvasen los otros re-
gimientos que habia en Jutlandia; con todo lo consiguieron dos de ellos.
Fué el primero el de caballería del Rey. Ocupaba á Aarhuus, y por el
cuidado y celo de su anciano coronel, fletando barcas salvóse y arribó á
Nyborg. Otro tanto sucedió con el del Infante, tambien de caballería, si-
tuado en Manders, y por consiguiente más léjos y al Norte. No tuvo igual
suerte el de Algarbe, único que allí quedaba. Retardó su marcha por in-
decision de su coronel, y aunque más cerca de Fionia que los otros dos,
fué sorprendido por las tropas francesas. En aquel encuentro el capitan
Costa, que mandaba un escuadron, al verse vendido prefirió acabar con
su vida tirándose un pistoletazo. Imposible fué á los regimientos de As-
túrias y Guadalajara acudir al punto de Corsoer, que se les habia indi-
cado como el más vecino de Nyborg desde la costa opuesta de Zelandia.
Desarmados ántes, segun hemos visto, y cuidadosamente observados,
envolviéronlos las tropas danesas al ir á ejecutar su pensamiento. Así
que, entre estos cuerpos, el de Algarbe de caballería, algunas partidas
sueltas y varios oficiales ausentes por comision ó motivo particular, que-
daron en el Norte 5.160 hombres, y 9.038 fueron los que unidos á Lan-
geland y pasada reseña se contaron prontos á dar la vela. Abandonáron-
se los caballos, no habiendo ni trasportes ni tiempo para embarcarlos.
Muchos de los jinetes no tuvieron valor para matarlos, y siendo enteros
y viéndose solos y sin freno, se extendieron por la comarca y esparcieron
el desórden y espanto.


D. Juan de Kindelan habia en el intermedio llegado al cuartel ge-
neral de Bernardotte, y no contento con los avisos dados, descubrió al
capitan de artillería D. José Guerrero, encargado por Romana de una
comision importante en el Sleswic. Arrestáronle, y enfurecido con la ale-
vosía de Kindelan, apellidóle traidor delante de Bernardotte, quedando
aquél avergonzado y mirándole despues al soslayo los mismos á quienes
servia; merecido galardon á su villano proceder. Salvó la vida á Guerrero
la hidalga generosidad del mariscal frances, quien le dejó escapar y áun
en secreto le proporcionó dinero.


Mas al paso que tan dignamente se portaba con un oficial honrado
y benemérito, forzoso le fué, obrando como general, poner en práctica
cuantos medios estaban á su alcance para estorbar la evasion de los es-
pañoles. Ya no era dado ejecutarlo por la violencia. Acudió á proclamas
y exhortaciones, esparciendo ademas sus agentes falsas nuevas, y procu-




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rando sembrar rencillas y desavenencias. Pero ¡cuán grandioso espectá-
culo no ofrecieron los soldados españoles, en respuesta á aquellos escri-
tos y manejos! Juntos en Langeland, clavadas sus banderas en medio de
un círculo que formaron, y ante ellas hincados de rodillas, juraron con
lágrimas de ternura y despecho ser fieles á su amada patria y desechar
seductores ofertas. No; la antigüedad, con todo el realce que dan á sus
acciones el trascurso del tiempo y la elocuente pluma de sus egregios
escritores, no nos ha trasmitido ningun suceso que á éste se aventaje.
Nobles é intrépidos sin duda fueron los griegos cuando, unidos á la voz
de Jenofonte para volver á su patria, dieron á las falaces promesas del
Rey de Persia aquella elevada y sencilla respuesta (9): «Hemos resuelto
atravesar el país pacíficamente si se nos deja retirarnos al suelo patrio, y
pelear hasta morir si alguno nos lo impidiese.» Mas á los griegos no les
quedaba otro partido que la esclavitud ó la muerte ; á los españoles, per-
maneciendo sosegados y sujetos á Napoleon, con largueza se les hubie-
ran dispensado premios y honores. Aventurándose á tornar á su patria,
los unos, llegados que fuesen, esperaban vivir tranquilos y honrados en
sus hogares; los otros, si bien con nuevo lustre, iban á empeñarse en una
guerra larga, dura y azarosa, exponiéndose, si caian prisioneros, á la tre-
menda venganza del emperador de los franceses.


Urgiendo volver á España, y siendo prudente alejarse de costas do-
minadas por un poderoso enemigo, abreviaron la partida de Langeland,
y el 13 se hicieron á la vela para Gotemburgo, en Suecia. En aquel puer-
to, entónces amigo, aguardaron trasportes, y ántes de mucho dirigieron
el rumbo á las playas de su patria, en donde no tardarémos en verlos
unidos á los ejércitos lidiadores.


Habiendo llegado los asuntos públicos, dentro y fuera del reino, á tal
punto de pronta é impensada felicidad, cierto que no faltaba para que
fuese cumplida sino reconcentrar en una sola mano ó cuerpo la potestad
suprema. Mas la discordancia sobre el modo y lugar, las dificultades que
nacieron de un estado de cosas tan nuevo, y rivalidades y competencias
retardaron su nombramiento y formacion.


Perjudicó tambien á la apetecida brevedad la situacion en que que-
dó á la salida del enemigo la capital de la monarquía. Los moradores, au-


(9) Hm‹n doce‹, Àn mšn tij š© ¹m©j ¢pišnai o/ƒcade, diapore…esqai t3⁄4n cèran
æj ¤n dunèmeqa ¢sinšstata 1⁄4n dš tij ¹maj tÁj ddou ¡pocwlÚm, diapoleme‹n
toÚtJ, æj ¤n dunèmeda cr£tijta.


(XENOPHONTIS, Cyr., 3.)




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sentes unos, y amedrentados otros con el duro escarmiento del 2 de Ma-
yo, ó no pudieron ó no osaron nombrar un cuerpo que, á semejanza de las
demas provincias, tomase las riendas del gobierno de su territorio y sir-
viese de guía á todo el reino. Verdad es que Madrid, ni por su poblacion
ni por su riqueza, no habiendo nunca ejercido, como acontece con algu-
nas capitales de Europa, poderoso influjo en las demas ciudades, hubiese
necesitado de mayor esfuerzo para atraerlas á su voz y acelerar su ayun-
tamiento y concordia. Con todo, hubiéranse al fin vencido tamaños obs-
táculos, si no se hubiera encontrado otro superior en el Consejo Real ó
de Castilla, el cual, desconceptuado en la nacion por su incierta, tímida
y reprensible conducta con el gobierno intruso, tenía en Madrid todavía
acérrimos partidarios en el numeroso séquito de sus dependientes y he-
churas. Aunque érale dado, con tal arrimo, proseguir en su antigua auto-
ridad, mantúvose quédo y como arrumbado á la partida de los franceses,
ora por temor de que éstos volviesen, ora tambien por la incertidumbre
en que estaba de ser obedecido. Al fin y poco despues tomó bríos, viendo
que nadie le salía al encuentro, y sobre todo impelido del miedo con que
á muchos sobrecogió un sangriento desman de la plebe madrileña.


Vivia en la capital, retirado y oscurecido, D. Luis Viguri, antiguo in-
tendente de la Habana y uno de los más menguados cortesanos del Prín-
cipe de la Paz, cuya desgracia, segun dijimos, le habia acarreado la for-
macion de una causa. Parece ser que no se aventajaba á la pública su
vida privada, y que con frecuencia maltrataba de palabra y obra á un fa-
miliar suyo. Adiestrado éste en la mala escuela de su amo, luégo que
se le presentó ocasion no la desaprovechó, y trató de vengarse. Un dia,
y fué el 4 de Agosto, á tiempo que reinaba en Madrid una sorda agita-
cion, antojósele al malaventurado Viguri desfogar su encubierta ira en
el tan repetidamente golpeado doméstico, quien encolerizado, apellidó
en su ayuda al populacho, afirmando, con verdad ó sin ella, que su amo
era partidario de José Napoleon. A los gritos arremolinóse mucha gen-
te delante de las puertas de la habitacion. Asustado Viguri, quiso desde
un balcon apaciguar los ánimos; pero los gestos que hacia para acallar el
ruido y vocería, y poder hablar, fueron mirados por los concurrentes co-
mo amenazas é insultos, con lo que creció el enojo; y allanando la casa y
cogiendo al dueño, le sacaron fuera é inhumanamente le arrastraron por
las calles de Madrid.


Atemorizáronse, al oír la funesta desgracia, consejeros y cortesanos,
estremeciéronse los de la parcialidad del intruso, y acongojáronse hasta
los pacíficos y amantes del órden. Huérfana la capital, y sin nueva cor-




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poracion que la rigiese, fácil le fué al Consejo, aprovechándose de aquel
suceso y aprieto, recobrar el poder que se figuraba competirle. El bien
comun y público sosiego pedian, no hay duda, el establecimiento de una
autoridad estable y única, y lástima fué que el vecindario de Madrid no
la hubiera por sí formado, y tal, que enfrenando las pasiones populares
y atajando al Consejo en sus ambiciosas miras, hubiese aunado, repeti-
mos, y concertado más prontamente las voluntades de las otras juntas.


No fué así; y el Consejo, destruyendo el impulso que Madrid hubie-
ra podido dar, acrecentó con sus manejos y pretensiones los estorbos y
enredos. Cuerpo autorizado con excesivas y encontradas facultades, ha-
bia en todos tiempos causado graves daños á la monarquía, y se imagi-
naba que no sólo gobernaria ahora á Madrid, sino que extenderia á todo
el reino y á todos los ramos su poder é influjo. Admira tanta ceguedad y
tan desapoderada ambicion en un tiempo en que escrupulosamente se
escudriñaba su porte con el intruso, y en que hasta se le disputaba el le-
gitimo origen de su autoridad. Así era que unos decian: «Si en realidad
es el Consejo, segun pregona, el depositario de la potestad suprema en
ausencia del Monarca, ¿qué ha hecho para conservar intactas las prero-
gativas de la corona? ¿Qué en favor de la dignidad y derechos de la na-
cion? Sumiso al intruso, ha reconocido sus actos, ó por lo ménos los ha
proclamado; y los efugios que ha buscado y las cortapisas que á veces ha
puesto más bien llevaban traza de ser un resguardo que evitase su per-
sonal compromiso, que la oposicion justa y elevada de la primera ma-
gistratura del reino.». Otros, subiendo hasta la fuente de su autoridad:
«Nacido el Consejo (decian) en los flacos y turbulentos reinados de los
Juanes y Enriques, tomó asiento y ensanchó su poderío bajo Felipe II,
cuando aquel monarca, intentando descuajar la hermosa planta de las
libertades nacionales, tan trabajadas ya del tiempo de su padre, procu-
raba sustentar su dominacion en cuerpos amovibles á su voluntad y de
eleccion suya, sin que ninguna ley fundamental de la monarquía ni las
Córtes permitiesen tal como era su establecimiento, ni deslindasen las
facultades que le competian. Desde entónces el Consejo, aprovechán-
dose de los calamitosos tiempos en que débiles monarcas ascendieron
al sólio, se erigió á veces en supremo legislador, formando en sus autos
acordados leyes generales, para cuya adopcion y circulacion no pedia el
beneplácito ni la sancion real. Ingirióse tambien en el ramo económico,
y manejó á su arbitrio los intereses de todos los pueblos, sobre no reco-
nocer en la potestad judicial límites ni traba. Así acumulando en sí so-
lo tan vasto poder, se remontaba á la cima de la autoridad soberana; y




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descendiendo despues á entrometerse en la parte más ínfima, si no mé-
nos importante, del gobierno, no podia construirse una fuente ni reparar-
se un camino en la más retirada aldea ó apartada comarca sin que ántes
hubiese dado su consentimiento. En union con la Inquisicion y asisti-
do del mismo espíritu, al paso que ésta acortaba los vuelos al entendi-
miento humano, ayudábala aquél con sus minuciosas leyes de imprenta,
con sus tasas y restricciones. Y si en tiempos tranquilos tanto perjuicio
y tantos daños (añadian) nos ha hecho el Consejo, institucion monstruo-
sa, de extraordinarias y mal combinadas facultades, consentidas, mas
no legitimadas, por la voz nacional, ¿no tocaria en frenesí dejarle con el
antiguo poder cuando, al mismo tiempo que la nacion se libertaba con
energía del yugo extranjero, el Consejo, que blasonaba ser cabecera del
reino, se ha mostrado débil, condescendiente y abatido, ya que no se le
tenga por auxiliador y cómplice del enemigo?».


Tales discursos no estaban desnudos de razon, aunque participasen
algun tanto de las pasiones que agitaban los ánimos. En su buen tiempo
el Consejo se habia, por lo general, compuesto de magistrados íntegros,
que con imparcialidad juzgaban los pleitos y desavenencias de los parti-
culares: entre ellos se habian contado hombres profundos, como los Ma-
canaces y Campománes, que con gran caudal de erudicion y sana doctri-
na se habian opuesto á las usurpaciones de la curia romana y procurado
por su parte la mejora y adelantamientos de la nacion. Pero era el Con-
sejo un cuerpo de solos 25 individuos, los cuales, por la mayor parte an-
cianos y meros jurisperitos, no habian tenido ocasion ni lugar de exten-
der sus conocimientos ni de perfeccionarse en otros estudios. Ocupados
en sentenciar pleitos, responder á consultas y despachar negocios de co-
misiones particulares, no solamente faltaba á los más el saber y práctica
que requieren la formacion de buenas leyes y el gobierno de los pueblos,
sino que tambien, escasos de tiempo, dejaban á subalternos ignorantes
ó interesados la resolucion de importantísimos expedientes. Mal grave y
sentido de todos de tan antiguo, que ya en 1751 propuso al Rey el céle-
bre ministro Marqués de la Ensenada despojar al Consejo de lo concer-
niente á gobierno, policía y economía, dejándole reducido á entender en
la justicia civil y criminal y asuntos del real patronato.


No le iba, pues, bien al Consejo insistir ahora en la conservacion de
sus antiguas facultades y áun en darles mayor ensanche. Con todo, tal
fué su intento.


Seguro ya de que su autoridad sería en Madrid respetada, dirigióse á
los presidentes de las juntas y á los generales de los ejércitos: á éstos para




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que se aproximasen á la capital; á aquéllos para que diputasen personas
que, unidas al Consejo, tratasen de los medios de defensa; «tocando sólo
á él (decia) resolver sobre medidas de otra clase y excitar la autoridad de
la nacion, y cooperar con su influjo, representacion y luces al bien gene-
ral de ésta.» Ensoberbecidas las juntas con el triunfo de su causa, déja-
se discurrir con qué enfado y desden replicarian á tan imprudente y des-
acordada propuesta. La de Galicia, no solamente tachaba á cada uno de
sus miembros de ser adicto á los franceses, sino que al cuerpo entero le
echaba en cara haber sido el más activo instrumento del usurpador. Pala-
fox, en su respuesta, con severidad le decia: «Ese tribunal no ha llenado
sus deberes»; y Sevilla le acusaba ante la nacion «de haber obrado con-
tra las leyes fundamentales....., de haber facilitado á los enemigos todos
los medios de usurpar el señorío de España....., de ser, en fin, una autori-
dad nula é ilegal, y ademas sospechosa de haber cometido ántes acciones
tan horribles, que podian calificarse de delitos atrocísimos contra la pa-
tria.....» Al mismo són se expresaron todas las otras juntas, fuera de la de
Valencia, la cual en 8 de Agosto aprobó los términos lisonjeros con que el
Consejo era tratado en un escrito leido en su seno por uno de sus miem-
bros. Mas aquella misma Junta, tan dispuesta en su favor, tuvo muy luégo
que retractarse, mandando en 15 del propio mes «que ninguna autoridad,
de cualquiera clase, mantuviese correspondencia directa ni se entendie-
se en nada con el Consejo.» Dió lugar á la mudanza de dictámen la pres-
teza con que el último se metió á expedir órdenes, como si ya no existiese
la Junta. Mal recibido de todos lados y áun ásperamente censurado, pare-
cióle necesario al Consejo dar un manifiesto en que sincerase su conduc-
ta y procedimientos: penoso paso á quien siempre habia desestimado el
tribunal de la opinion pública. Mas no por eso desistió de su propósito, ni
ménos descuidó emplear otros medios con que recobrar la autoridad per-
dida. Dábale particular confianza la desunion que reinaba en las juntas,
y várias contestaciones entre ellas suscitadas. Por lo que será bien referir
las mudanzas acaecidas en su composicion, y las explicaciones y alterca-
dos que precedieron á la instalacion de un gobierno central.


En la forma interior de aquellos cuerpos, contadas fueron las va-
riaciones ocurridas. Habíase en Astúrias congregado desde Agosto una
nueva junta, que diese más fuerza y legitimidad al levantamiento de Ma-
yo, nombrando ó reeligiendo sus concejos diputados que la compusiesen
con pleno conocimiento del objeto de su reunion. Ninguna alteracion
sustancial habia acaecido en Galicia; pero su junta convidó á la ante-
rior para que, de comun con ella y las de Leon y Castilla, formasen to-




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das una representacion de las provincias del Norte. Se habian las dos úl-
timas confundido y erigido en una sola despues de la aciaga jornada de
Cabezon. Presidia á ambas el bailío D. Antonio Valdés, quien estando
al principio de acuerdo con D. Gregorio de la Cuesta, acabó por desave-
nirse con él y enojarse poderosamente. Reunidas en Ponferrada, como
punto más resguardado, se trasladaron á Lugo, en cuya ciudad debia ve-
rificarse la celebracion de juntas propuesta por la de Galicia. Esta mu-
danza fué el orígen y principal motivo del enfado de Cuesta; no pudien-
do tolerar que corporaciones que consideraba como dependientes de su
autoridad, se alejasen del territorio de su mando, y pasasen á una pro-
vincia con cuyos jefes estaba tan encontrado.


Concurrieron, sin embargo, á Lugo las tres juntas de Galicia, Casti-
lla y Leon. No la de Astúrias, ya por cierto desvío que habia entre ella y
la de Galicia, y tambien porque viendo próxima la reunion central de to-
das las provincias del reino, juzgó excusado, y quizá perjudicial, el que
hubiese una parcial entre algunas del Norte. Al tratarse de la formacion
de ésta, hubo diversos pareceres acerca del modo de su composicion.
Quién opinaba por Córtes, y quién soñaba un gobierno que diese prin-
cipio y encaminase á una federacion nacional. Adheria al primer dic-
támen sir Cárlos Stuart, representante del gobierno inglés, como medio
más acomodado á los antiguos usos de España. Pero las novedades in-
troducidas en las constituciones de aquel cuerpo, durante la dominacion
de las casas de Austria y Borbon, ofrecian para su llamamiento dificulta-
des casi insuperables; pues al paso de ser muchas las ciudades de Leon
y Castilla que enviaban procuradores á Córtes, sólo tenia una voz el po-
puloso reino de Galicia, y se veia privado de ella el principado de Astú-
rias, cuna de la monarquía. Tal desarreglo pedia para su enmienda más
tiempo y sosiego de lo que entónces permitian las circunstancias. Por su
parte la Junta de Galicia, sabedora de la idea de la federacion, queria
esquivar, en sus vistas con las de Leon y Castilla, el tratar de la union
de un solo y único gobierno central. Mas la autoridad de D. Antonio Val-
dés, que todas tres habian elegido por su presidente, pudiendo más que
el estrecho y poco ilustrado ánimo de ciertos hombres, y prevaleciendo
sobre las pasiones de otros, consiguió que se aprobase su propuesta, di-
rigida al nombramiento de diputados que, en representacion de las tres
juntas, acudiesen á formar, con las demas del reino, una central. Con tan
prudente y oportuna determinacion se evitaron los extravíos y áun lásti-
mas que hubiera provocado la opinion contraria.


Asimismo cortaron cuerdos varones várias desavenencias movidas




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entre Sevilla y Granada. Pretendia la primera que la última se le some-
tiese, olvidada de la principal parte que habian tenido las tropas de su
general Reding en los triunfos de Bailén. La rivalidad habia nacido con
la insurreccion, no siendo dable fijar ni deslindar los límites de nuevas y
desconocidas autoridades; y en vez de desaparecer aquélla, tomó con la
victoria alcanzada extraordinario incremento. Llegó á tal punto la exal-
tacion y ceguedad, que el inquieto Conde de Tilly propuso en el seno de
la sevillana que una division de su ejército marchase á sojuzgar á Gra-
nada. Presente Castaños y airado, á pesar de su condicion mansa, levan-
tóse de su asiento, y dando una fuerte palmada en la mesa que delante
habia, exclamó: «¿Quién, sin mi beneplácito, se atreverá á dar la órden
de marcha que se pide? No conozco (añadió) distincion de provincias;
soy general de la nacion, estoy á la cabeza de una fuerza respetable, y
nunca toleraré que otros promuevan la guerra civil.» Su firmeza contuvo
á los díscolos, y ambas juntas se conformaron en adelante con una espe-
cie de concierto concluido entre la de Sevilla y los diputados de Grana-
da, D. Rodrigo Riquelme, regente de su chancillería, y el oidor D. Luis
Guerrero, nombrados al intento y autorizados competentemente.


Diferian tan lamentables disputas la reunion del gobierno central, y
como si estos y otros obstáculos naturales no bastasen por sí, nuevos in-
tereses y pretensiones venian á aumentarlos. Recordará el lector los pa-
sos que en Lóndres dió en favor de los derechos de su amo á la corona de
España el Príncipe de Castelcicala, embajador del Rey de las Dos Sici-
lias, y la repulsa que recibió de los diputados. No desanimado con ella
su gobierno, ni tampoco con otra parecida que lo dió el ministerio inglés,
por Julio envió á Gibraltar un emisario que hiciese nuevas reclamacio-
nes. El gobernador Dalrymple le impidió circular papeles y propasarse
á otras gestiones. Mas tras del emisario despachó el gobierno siciliano
al príncipe Leopoldo, hijo segundo del Rey, á quien acompañaba el Du-
que de Orleans. Fondearon ambos el 9 de Agosto en la bahía de Gibral-
tar; pero no viéndose apoyados por el Gobernador, pasó el de Orleans á
Inglaterra, y quedó en el puerto de su arribada el príncipe Leopoldo. En-
tretenia éste la esperanza de que á su nombre, y conforme quizá á secre-
tos ofrecimientos, no tardaria en recibir una diputacion y noticia de ha-
ber sido elevado á la dignidad de regente. Pero vano fué su aguardar; y
era, en efecto, difícil que un príncipe de edad de diez y ocho años, ex-
tranjero, sin recursos ni anterior fama, y sin otro apoyo que lejanos dere-
chos al trono de España, fuese acogido con solícita diligencia en una na-
cion en que era desconocido, y en donde para conjurar la tormenta que




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la azotaba se requerian otras prendas, mayor experiencia y muy diversos
medios que los que asistian al príncipe pretendiente.


Hubo, no obstante, quien esparció por Sevilla la voz de que convenia
nombrar una regencia, compuesta del mencionado Príncipe, del Arzo-
bispo de Toledo Cardenal de Borbon y del Conde del Montijo. Con razon
se atribuyó la idea á los amigos y parciales del último, quien, conservan-
do todavia cierta popularidad á causa de la parte que se le atribuia en la
caida del Príncipe de la Paz, procuraba, aunque en vano, subir á puesto
de donde su misma inquietud le repelia. Mas los enredos y marañas de
ciertos individuos eran desbaratados por la ambicion de otros ó la sesan-
tez y patriotismo de las juntas.


Así fué que, á pesar del desencadenamiento de pasiones, y de los obs-
táculos nacidos con la misma insurreccion ó causados por la presencia
del enemigo, ya desde Junio habia llamado la atencion de las juntas: 1.º,
la formacion de un gobierno central; 2.º, un plan general, con el que más
prontamente se arrojase á los franceses del suelo patrio. Al propósito en-
tablóse entre ellas seguida correspondencia. Dió la señal la de Murcia, di-
rigiendo con fecha de 22 de Junio una circular, en que decia: «Ciudades
de voto en Córtes, reunámonos, formemos un cuerpo, elijamos un Con-
sejo, que á nombre de Fernando VII organice todas las disposiciones ci-
viles, y evitemos el mal que nos amenaza, que es la division..... Capita-
nes generales....., de vosotros se debe formar un consejo militar, de donde
emanen las órdenes que obedezcan los que rigen los ejércitos.....» Propu-
so tambien Astúrias en un principio la convocacion de Córtes con algunas
modificaciones, y hasta Galicia (no obstante la mencionada federacion de
algunos proyectada) comisionó cerca de las juntas del Mediodía á D. Ma-
nuel Torrado, quien ya en últimos de Julio se hallaba en Murcia, despues
de haberla recorrido, y propuesto una central, formada de dos vocales de
cada una de las de provincia. En el propio sentido, y en 16 de dicho Julio
habia la de Valencia pasado á las demas su oponion impresa, lo que tam-
bien por su parte, y al mismo tiempo, hizo la de Badajoz. No fué en zaga á
las otras la Junta de Granada, la cual, apoyando la circular de Valencia, se
dirigió á su competidora la de Sevilla, y desentendiéndose de desavenen-
cias, señaló como acomodado asiento para la reunion la última ciudad.


No por eso se apresuraba ésta, ostentando siempre su altanera supre-
macía. Pesábale en tanto grado descender de la cumbre á que se habia
elevado, que hubo un tiempo en que prohibió la venta y circulacion de
los papeles que convidaban á la apetecida concordia. Apremiada, en fin,
por la voz pública, y estrechada por el dictámen de algunos de sus indi-




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viduos entendidos y honrados, publicó con fecha 3 de Agosto un papel,
en el que, examinando los diversos puntos que en el dia se ventilaban,
proponia la formacion de una junta central, compuesta de dos vocales de
cada una de las de provincia. Anduvo perezosa, no obstante, en acabar
de escoger los suyos. Pero adhiriendo las otras juntas á las oportunas ra-
zones de su circular, cuyo contenido en sustancia se conformaba con la
opinion que las más habian mostrado ántes de concertarse, y que era la
más general y acreditada, fueron todas sucesivamente escogiendo de su
seno personas que las representasen en una junta única y central.


Por su parte el Consejo todavía esperaba recuperar con sus amaños y
tenaz empeño el poder que para siempre querian arrebatarle de las ma-
nos. Mas no por eso, y para cautivar las voluntades de los hombres ilus-
trados, mudó de rumbo, adoptando un sistema más nuevo y conforme al
interes público y al progreso de la nacion. Asustándose á la menor som-
bra de libertad, encadenó la imprenta con las mismas y áun más trabas
que ántes; redujo á dos veces por semana la diaria publicacion de la Ga-
ceta de Madrid; persiguió y áun llegó á formar causa á algunas personas
que tenian en su poder papeles de las juntas, mayormente de la de Sevi-
lla, y, en fin, resucitó en cuanto pudo su trillada, lenta y añeja manera de
gobernar. Persuadióse que todo le era lícito á trueque de dar ciertos de-
cretos de alistamiento y acopio de medios, que mostrasen su interes por
la causa de la independencia, que tan mal habia ántes defendido. Y so-
bre todo cobró esperanza con la llegada á Madrid de varios generales, en
quienes presumia poder con buen éxito emplear su influjo.


Fué el primero que pisó el suelo de la capital, con las tropas de Va-
lencia y Murcia, D. Pedro Gonzalez de Llamas, que habia sucedido á
Cervellon, removido del mando. Atravesó la puerta de Atocha con 8.000
hombres, á las seis de la mañana del dia 13 de Agosto. A pesar de ho-
ra tan temprana, inmenso fué el concurso que salió á recibirle y extre-
mado el entusiasmo. Pasó á frenesí al entrar el 23 por la misma puerta
D. Francisco Javier Castaños, acompañado de la reserva de Andalucía.
Sus soldados, adornados con los despojos del enemigo, ofrecian en su
variada y extraña mezcla el mejor emblema de la victoria alcanzada. Pa-
saron todos por debajo de un arco de sencilla y majestuosa arquitectu-
ra, que habia erigido la villa de Madrid junto á sus casas consistoriales.
A estas entradas triunfales siguiéronse otros festejos, con la proclama-
cion de Fernando VII, hecha en esta ocasion por el legitimo alférez ma-
yor de Madrid Marqués de Astorga. Mas no á todos contentaban tanto
bullicio y fiestas, pidiendo con sobrada razon que se pusiera mayor co-




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nato y celeridad en perseguir al enemigo y en aumentar y organizar cum-
plidamente la fuerza armada. Daban particular peso á sus justas quejas
y reclamaciones los acontecimientos por entónces ocurridos en Vizca-
ya y Navarra.


Habiase en la primera provincia levantado Bilbao al anunciarse la
victoria de Bailén, y en 6 de Agosto, escogiendo su vecindario una jun-
ta, acordó un alistamiento general, y nombró por comandante militar al
coronel D. Tomas de Salcedo. Sobremanera inquietó á los franceses es-
ta insurreccion, ya por el ejemplo, y ya tambien porque, comprometida
su posicion en las márgenes del Ebro, pudieran verse obligados á estre-
charse más contra la frontera. Creció su recelo á mayor grado con aso-
nadas y revueltas que hubo en Tolosa y pueblos de Guipúzcoa, y con las
correrías que hacian y gente que allegaban en Navarra D. Andrés de
Eguaguirre y D. Luis Gil. Habian éstos salido de Zaragoza en 27 de Ju-
nio para alborotar aquel reino. Despues de algun tiempo Gil empezó á
incomodar al enemigo por el lado de Orbaiceta, se apoderó de muchas
municiones de aquella fábrica, y amenazó y sembró el espanto hasta el
mismo pueblo frances de San Juan de Pié de Puerto. Eguaguirre tampo-
co se descuidó en la comarca de Estella: formando un batallon con nom-
bre de voluntarios de Navarra, recorrió la tierra, y llamó tanto la aten-
cion, que el general D’Agout envió una columna desde Pamplona para
atajar sus daños y alejarle del territorio de su mando.


José, por su parte, pensó en apagar prontamente la temible insurrec-
cion de Bilbao. Para ello envió contra aquella poblacion una division, á
las órdenes del general Merlin. No era dado á sus vecinos, sin tropa dis-
ciplinada, resistir á semejante acometimiento. Apostáronse, sin embar-
go, con aquella idea á media legua, y los franceses, asomándose allí el
16 de Agosto, desbarataron y dispersaron á los bilbaínos, pereciendo
miserablemente, y despues de haberse rendido prisionero, el oficial de
artillería D. Luis Power, distinguido entre los suyos. Los auxilios que de
Astúrias llevaba el oficial inglés Roche llegaron tarde, y Merlin entró en
Bilbao, cuya ciudad fué con rigor tratada. En su correspondencia blaso-
naba el rey intruso de «haber apagado la insurreccion con la sangre de
1.200 hombres» (10). Singular jactancia, y extraña en quien, como José,
no era de corazon duro ni desapiadado.


(10) Estas palabras estáninsertas en una Memoria escrita por José á su hermano Na-
poleon en Miranda de Ebro, á 16 de Setiembre de 1808, cogida, con otros papeles, en la
batalla de Vitoria.




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El contratiempo de Bilbao, que en Madrid provocaba las reclama-
ciones de muchos, difundiéndose por las provincias, alimentó el clamor,
ya casi universal, contra generales y juntas, reparando que algunos de
aquéllos se entregaban demasiadamente á divertimientos y regocijos, y
que éstas, con celos y rivalidades, retardaban la instalacion de la Jun-
ta Central. Deseando el Consejo aprovecharse de la irritacion de los áni-
mos, y valiéndose de los lazos que le unian con D. Gregorio de la Cuesta,
su antiguo gobernador, se concordó con éste y discurrieron apoderar-
se del mando supremo. Mas como Cuesta carecia de la suficiente fuer-
za, fuéles necesario tantear á Castaños, entónces algo disgustado con la
Junta de Sevilla. Avistóse, pues, con el último D. Gregorio de la Cues-
ta, y le propuso (segun tenemos de la boca del mismo Castaños) divi-
dir en dos partes el gobierno de la nacion, dejando la civil y guberna-
tiva al Consejo, y reservando la militar al solo cuidado de ellos dos, en
union con el Duque del Infantado. Era Castaños sobrado advertido pa-
ra admitir semejante proposicion. Vislumbraba el motivo por que se le
buscaba, y conocia que separando su causa de la de las juntas, quizá se-
ría desobedecido del ejército, y áun de la division misma que se aloja-
ba en Madrid.


En tanto, para acallar el rumor público, se celebró en aquella capi-
tal el 5 de Setiembre un consejo de guerra. Asistieron á él los generales
Castaños, Llamas, Cuesta y La Peña, representando á Blake el Duque
del Infantado, y á Palafox otro oficial, cuyo nombre ignoramos. Discu-
tiéronse largamente varios puntos, y Cuesta, llevado siempre de mira
particular, promovió el nombramiento de un comandante en jefe. No se
arrimaron los otros á su parecer, y tan sólo arreglaron un plan de opera-
ciones, de que hablarémos más adelante. Cuesta, aunque aparentó con-
formarse, salió despechado de Madrid, y con ánimo, más bien que de
cooperar á la realizacion de lo acordado, de levantar obstáculos á la re-
union de la Junta Central, para lo cual, y satisfacer al mismo tiempo su
ira contra la Junta de Leon, de la que, como hemos visto, estaba ofendi-
do, arrestó á sus dos individuos D. Antonio Valdéz y Vizconde de Quin-
tanilla, que iban de camino para representar su voz en la Central. Qui-
so tratarlos como rebeldes á su autoridad, y los encerró en el alcázar de
Segovia: tropelía que excitó contra el general Cuesta la pública animad-
version.


Vanos, sin embargo, salieron sus intentos, vanos otros enredos y ma-
quinaciones. Por todas partes prevaleció la opinion más sana, y los dipu-
tados elegidos por las diversas juntas fueron poco á poco acercándose á




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la capital. Llegó, pues, el suspirado momento de la reunion de una auto-
ridad central, debiendo con ella cesar la particular supremacía de cada
provincia; durante la cual no habiendo habido lugar ni ocasion de hacer
substanciales reformas ni mudanzas en los diversos ramos de la admi-
nistracion pública, tales como estaban dispuestos y arreglados al disol-
verse, por decirlo así, la monarquía en Mayo, tales ó con cortísima dife-
rencia se los entregaron las juntas de provincia á la Central.


No disimulamos en el libro anterior ni en el curso de nuestra na-
rracion los defectos de que dichas juntas adolecieron, las pasiones que
las agitaron. Por lo mismo justo es tambien que ahora tributemos debi-
das alabanzas á su primera y grandiosa resolucion, á su ardiente celo,
á su incontrastable fidelidad. Al acabar de su mando anublóse por lar-
go tiempo la prosperidad de la patria; mas se dió principio á una nue-
va, singular y porfiada lucha, en que sobre todo resplandeció la firmeza
y constancia de la nacion española.