FORMAS DE GOBIERNO
}

DE LAS


FORMAS DE GOBIERNO
ANTE


LA CIENCIA JURÍDICA Y LOS RECIIOS


POR


D. DAMIÁN ISERN


SEGUIDA ARTE


MADRID
TIPOGRAFÍA DE LOS HIJOS DE M. G. HERNÁNDEZ


Libertad, z6 duplicado, bajo.
1893




SEGUNDA PARTE
Es propiedad del autor.


DE A R.EPLTBLICA




CAPITULO PRIMERO


DEL CONCEPTO DE REPÚBLICA


La idea fundamental en el concepto de república.—Teoría
de Kant, La Serve, Delory y Bodin.—La de Weitz y la
de liluntschli.—La de Palcy y Courcelle-Seneuil.—La
verdadera doctrina jurídica y los hechos.—Refutación de
las teorías expuestas.—Conclusión.


Sabido es que, dentro de la pluralidad, con-
siderada como expresión del gobierno de mu-
chos, ó sea de la república, caben la idea de
minoría, la de mayoría y la de totalidad; y que
de la identidad de estas ideas en lo fundamental
del concepto de pluralidad, nace que se expre-
sen con un sustantivo común, y de las diferen-
cias que entre ellas existen, su clasificación




2 Capítulo primero


accidental expresada por adjetivos. Aristóteles
dijo que al gobierno de la minoría, con tal que
no esté limitado á un individuo, se le ha de lla-
mar aristocrático, y republicano al de la mayo-
ría y al de todos (r). Hay que advertir que el
Estagirita aplica la palabra república, en su
sentido más general, á todos los gobiernos
(«Communi omnium vocabulo respublica dici-
tur,» según la traducción de Ginés Sepúlveda),
si bien llama pqr modo especial republicanos,'
además de los citados, á aquellos en que entran
la oligarquía y la democracia, y que á pesar de
estas enseñanzas sólo se han llamado republi-
canos los gobiernos de muchos, desde la anti-
güedad hasta nuestros días (2). Republicanos


(r) Aristóteles, Política, lib. III, cap. V.
(2) Con efecto, refiere Herodoto que cuando trató de


constituirse el imperio persa, procediéndose á la elección
de rey, Otanes defendió con valor y elocuencia la república
contra la monarquía. Al defenderla, usó evidentemente la
palabra monarquía en concepto de gobierno de uno, y la
palabra república en sentido de gobierno de todos ó al me-
nos de muchos. Herodoto, Los llueve libros de la historia,
libro III, pár. LXXX, págs. 3 2 5 , 3 26 y 327 del tomo I de
la traducción del P. Bartolomé Pou. Maquiavelo principia
su tratado sobre 11 Principe declarando que todos los Esta-
dos han sido y son ó repúblicas 6 monarquías. Passy dice
en su obra sobre las formas de gobierno que la distinción


Del concepto de república 3
se llamaron los gobiernos dorios, y los de Vene-
cia y Ragusa, y eran esencialmente aristocráti-
cos; republicanos los de Roma, posteriores á
la monarquía y anteriores al imperio, de los
cuales dice Bluntschli, con poca exactitud, que
constituían una aristocracia popular (Volksaris-
tocratie), grandiosa y magnífica como ninguna
otra en la historia del inundo (1); republicanos


fundamental que divide á unos poderes de otros en dos ca-
tegorías, es la que los hace monárquicos 6 republicanos,
si bien no coincide por completo con nuestro pensamiento,
al determinar la nota característica de cada una de estas dos
formas.


(1) «Cuando se estudia la naturaleza del gobierno de la
antigua Roma se ve que revistió cinco formas diferentes. De
real se convirtió en aristocrático. Por la creación de los
tribunos del pueblo resultó mixto. Un cambio casi insensi-
ble lo convirtió en verdaderamente democrático, después
que el poder de estos tribunos y de los comicios reunidos
por tribus hubo debilitado la autoridad del Senado y de los
cónsules. Finalmente, fue despótico bajo el modesto título
de emperador.» Gilbert-Charles le Gendret, fraile hislorique
et critipee de l'opinion, tomo IV, lib. 4. 0, parte 1.°', cap. IP,
página 86. Conviene añadir que Lombroso reconoce que los
tribunos prepararon el advenimiento del imperio. Lumbro-
so, Le aloje poiilique el les revolzelions, tomo I, pág. 228.—
Debe observarse que el traductor francés de Bluntschli,
M. Piedrnatten, tradujo la palabra compuesta Linksarisioera-
fie por aristocratie publique, sin que pueda acertarse por qué,




4 Capítulo primero


los de Cartago, mixtos de aristocracia y demo-
cracia; republicanos los de Atenas, modelos,
desde Solón á Pericles al menos, de democra-
cias directas, en la organización antigua de las
sociedades, y los de la misma índole de Uri,
Obwalden, Nidwalden, Glaris y Appenzel inte-
rior; republicanos, los de Francia durante la
Revolución, y los de 1848 y posteriores á 1871;
los de los Estados Unidos de América, los de
los cantones suizos que, con excepción de los
citados antes y de Friburgo, donde existe una
democracia representativa, se hallan en un pe-
ríodo de transacción y en camino, al parecer,
de llegar al gobierno directo del pueblo por el
pueblo por medio del referéndum, cn unos fa-
cultativo, en otros obligatorio, y, por último,
los de los Estados parlamentarios que se extien-
den desde Méjico á las fronteras de Patagonia.


Claro está que aquí no ha de tratarse de la
república en su sentido más general, sino en el
sentido que tiene como forma de gobierno, y
que ha de empezarse lamentando que Aristó-
teles identificara demasiado el concepto de re-


pues, la palabra Volk significa pueblo, y así la traducción
exacta del Volksaristmratie no puede ser otra que la que se
da aquí.


Del concepto de república 5


pública con el de democracia, así como que en
tiempos más recientes Kant y Bodin lo identifi-
caran respectivamente con la monarquía mixta
y con los gobiernos mixtos en general. Para
Kant la palabra república ha de aplicarse ne-
cesariamente á todos los Estados que tienen un
«jus publicum» en oposición á los que están re-
gidos arbitrariamente; á todos los Estados en
que los hombres, iguales y libres, son en la mis-
ma medida ciudadanos, es decir, toman parte
de algún modo en la formación de las leyes,
al contrario de lo que sucede en los Estados en
que los súbditos no tienen ningún derecho pú-
blico, no son ciudadanos. De estas premisas de-
duce el fundador del moderno criticismo que la
monarquía constitucional es siempre una repú-
blica, toda vez que en esta monarquía existe un
«jus publicum» y los ciudadanos toman parte
de algún. modo en la empresa de elaborar las
leyes (r). Para mostrar que esta teoría se ha-
perpetuado en este siglo, basta hacer constar
que La Serve sostuvo que la monarquía res-
taurada en Francia, después de la caída del
primer imperio, constituía una verdadera repú-
blica de la que el rey era presidente heredita-


(1) Kant, Werke, tono VII, pág. 244.




6 Capítulo primero


rio (1), y que Max Delory acaba de afirmar
que la monarquía constitucional es tan república
como las que se llaman así, aunque de inferior
clase por los títulos hereditarios del monar-
ca (2). Estrecha relación tiene con esta teoría la
de Rousseau, que llamó república á todo Esta-
do regido por las leyes, sea cual fuere la forma
de su administración, porque sólo en este caso,
dijo, gobierna el interés público y es éste teni-
do debidamente en cuenta, añadiendo luego
que todo gobierno legítimo es republicano, y
toda monarquía constitucional verdadera repú-
blica (a). Con todo esto á la vista, se explica
que Bodin sostuviese, tratando de apoyarse en
Herodoto, Tácito y Dionisio de Halicarnaso,
que todo gobierno mixto es democrático y re-


(i) La Serve, De la autoridad real, traducción del se-
ñor Ortiz de Zárate, parte III, cap. xvr, pág. 231. Sidney
sostiene que todos los reinos bien gobernados son verda-
deras repúblicas, y Mably y Lanjuinais ven en el imperio de
Carlo Magno una verdadera república.


(2) Delory, Demonstration de l'excellence et de la imperio-
rité .


de la république sur la monarchie en France, pág. to.
Montesquieu dijo que len Inglaterra existe una república
disfrazada de monarquía.»


(3) Rousseau, Du contrae social ou principes du droit poli-
ligue, lib. II, capítulo VI, pág. 55 de la edición de 1783 de
París.


Del concepto de república 7


publicano, toda vez que en él la soberana auto-
ridad reside siempre en la nación ó en el cuer-
po que la representa (1).


Con la opinión de Bodin se relaciona de al-
gún modo la de Weitz, que afirma que donde
el poder público emana de la nación existe una
república, y, donde no emana de esta fuente,
una monarquía (2). Bluntschli escribió, comen-
tando á. Weitz, que la diferencia entre las for
mas de gobierno ha de buscarse siempre en el
carácter jurídico del poder supremo:y después
de haberse preguntado si este poder supremo
reside cn un individuo verdadero jefe del Esta-
do, ó en una agrupación de ciudadanos en cuyo
nombre ó por cuyo mandato es ejercicio, de-
claró que en la monarquía es preciso llegar á
una individualización majestática é indepen-
diente del poder supremo, y en la república
apoyarse, por el contrario, en la subordinación
esencial de las funciones públicas, en la volun-
tad del conjunto: el monarca, prosiguió, perso-
nifica cl poder y la majestad del Estado, y
como soberano se eleva considerablemente so-


(1) Bodin, La 1?épubliqzu, lib. II, cap. I.
(2) 1,Veitz, Politik, págs. 37 y siguientes y págs. 124 y


siguientes.




8 Capilido primero


bre los súbditos, y el presidente de la república
no tiene esta cualidad, y sí sólo el ejercicio del
derecho del cuerpo aristocrático ó de la nación,
del cual ó de la cual, según los casos, es el man•
datario y el representante, pues personalmen-
te es igual á sus conciudadanos, y únicamente
debe sus poderes á su representación momen-
tánea (r). Concluyó de todo esto Bluntschli que
la diferencia entre las dos principales formas
de gobierno consiste en que en la monarquía
se destaca del conjunto de la nación la sobera-
nía individual del príncipe, mientras en la otra
se da una preponderancia esencial y verda-
deramente decisiva á la soberanía de la na-
ción (2).


Para completar de algún modo este cuadro,
al menos en sus puntos primordiales, ha de
añadirse que en tiempos no lejanos Palcy re-
produjo y vulgarizó, en Inglaterra sobre todo,
la teoría de Aristóteles acerca de la identifica-
ción del concepto de democracia y el de repú-


(1) Bluntschli, Palia als Wissenschaft, libro VI, cap. III,
página 300.


(2) «Nur das Verháltnisz der beiden Rücksichten dort
auf die individuelle Hoheit des Fürsten, hicr auf das lieber-
gewicht der Volkshoheit bleibt in bei den Staatsformcn vers-
chiedeu.» Blunstschli, Polztik al: Wissenschafl, pág. 30!.


Del concepto de república 9


plica. Después de declarar Paley que existen
cuatro clases de gobierno, la monarquía abso-
luta, la mixta, la aristocracia, y la , democracia ó
república, y después de añadir que son aristo •
cráticos los gobiernos en que el poder legisla-
tivo reside en una asamblea selecta, afirmó que
son democráticos ó republicanos los Estados en
que el pueblo libre, ya colectivamente, ya por
representación, ejerce dicho poder (t). Alguna
relación existe entre esta teoría y la de Cour-
celle Seneuil, que, al estudiar la democracia
como forma de gobierno, dice que «la demo-
cracia ha dado buenos gobiernos cada vez que
el pueblo entero, ricos y pobres, ha tomado
parte en ellos,» y presenta como modelos á
Atenas, las provincias unidas de los Países Ba-
jos y los Estados Unidos, desde Washington
hasta el advenimiento de Jackson. Añade que
la democracia, que estudiada en abstracto, re-
sulta compatible con la monarquía, en concreto
sólo lo es con la república; porque los partidos
monárquicos son incompatibles por sus pro-
gramas de acción con los principios esen-


(I) Paley, Principies of moral and political philosophy,
tomo 11, libro VI, cap. VI, pág. 17o.




1
lo Capítulo primero


ciales de todo verdadero orden democráti-
co (1).


Antes de analizar y juzgar estas diversas opi-
niones acerca del concepto de república, con-
viene hacer constar que, según se ha indicado
ya, el lenguaje usual de todos los pueblos ha
llamado y llama monárquicos á los gobiernos
en que la suprema personificación del poder
público está en un individuo, y republicanos á
aquellos otros en que esta suprema personifi-
cación está en muchos ó en todos los miem-
bros de la sociedad civil (2). ¿Cuál es la causa
de este hecho, que no es posible desconocer ni
negar? En toda clasificación se observa que
cuanto más sencilla y general es la razón en
que está fundada, más comprendida es esta
razón, y, por lo tanto, aceptada por mayor nú:


(1) Courcelle-Seneuil, La Dentocratie, págs. 5 y si-
guientes.


(2) Son muy notables las palabras de San Agustín sobre
la república, que llama rent pripuli, en el capítulo en que
examina la opinión de Cicerón sobre la República romana.
San Agustín, De Civitate Dei, libro II, cap. XXI, pági-
nas T u y 112 de la edición de Londres de 156o, con los
comentarios de Luis Vives. En confirmación del texto, véase
The Anclen! Ilislory de Rollin, edición inglesa de Nueva
York, libro V, cap. VI, págs. 90 y 91.


Dcl concepto de república


mero, así como la clasificación que en ella se
funda. Ahora bien, la clasificación de los go-
biernos en monárquicos y republicanos tiene
su fundamento en la razón de la diferencia que
existe entre la unidad y la pluralidad, y esta
razón es sencillísima y de una índole tan gene-
ral, que en ella sc encierran los últimos ele-
mentos de toda teoría metafísica acerca de la
cantidad. Ciertamente, si se tratara de una cla-
sificación de principios y doctrinas, habría de
procederse de otro modo, porque éstos no se_
clasifican por esta razón de diferencia, sino por
su naturaleza y esencia íntima. Cabe en toda
clasificación de formas, y aun es la única racio-
nalmente -posible, porque puede discutirse si
éstas dan cl ser á las cosas ó si la reciben de
ellas, según pretende la mayoría de los sabios
modernos; pero no puede negarse cierta rela-
ción entre el ser y la forma (1), y que, ora sea


(1) «V'ha per le nazioni, come per gli individui, quello
che i medici chiamano il temperamento, la risultanza cioé
delle condizioni naturali ed economiche presentí, ma sopra•
tuno delle orine profonde che gli antecedenti storici lascia•
no nell' indole morale degli abitanti d'un paese, sotto forma
di idee preconcette, d'abitudini solo lentamente modiíicabi-
E.» Artom, Introduzione a la Data seondo i1 diritta, pág. 26.


«Ort ne refait pas un peuple, on ne . le transforme pas




12 Capítulo primero


la sociedad un conjunto de organismos vitales,
fundados en intereses comunes, como quieren
Mohl y Stein (i); ora un objeto del Estado,
como quiere Gncist, dando preponderante in-
fluencia á la trasformación económica en las
ideas y colocando en su teoría del «Rechtsstaat»
á la sociedad bajo el Estado en cuanto repre-
sentación del derecho (2); ora distinguiendo y
separando á la sociedad civil de la espiritual se
señalen á aquella fines puramente materiales y
físicos, como quiere con Suliotis toda una es-
cuela moderna (3); ora, finahnentegAijea en


pour Paccotnmoder á une institution: ce sont au contraire
ses institutions qui, sous peine d'are á la fois tyranniques
et temeraires, doivent s'approprier . son tempérament et.
á ses traditions.» Julio Simón, Diere, Patrie et Liberte, pági-
na 168.


(1) «Die Gesamintheit der auf gemeinschafftliche Lite-
ressen gegrundeten Lebensgestaltungen.»


(2) «El Estado es siempre un postulado de la índole
moral del hombre, como la sociedad está fundada en el sis-
tema de sus necesidades. Para nosotros la prosperidad mate-
rial es sólo un medio en relación con el fin; todos los mi-
lagros de la civilización moderna carecen de valor, si no
sirven para sublimar la conciencia moral del Itombre.1 Gneist,
Der Rechtsstaat und die Verwaltunp-gerichte iu Deutschlana.
página 28.


(3) Suliotis, Ele/Junte de Drept constitutional, pág. 89.


Del tonceplo de república 3


la sociedad la concordia de muchos seres inte-
ligentes en el amor de un bien conocido y
querido de todos, hacia el cual conspiran, según
Taparelli (i), siempre habrá de reconocerse que
la sociedad civil no puede subsistir sin la auto-
ridad, y que la única diferencia esencial, posible
entre una y otra autoridad, es la que se funda
en la distinción entre lo uno y lo vario, la que
existe entre la encarnación de la autoridad en la
unidad y su encarnación y personificación en la
pluralidad.


No puede ser de otro modo, ha de repetirse.
Si se busca la razón de esta diferencia en el ori-
gen de los gobiernos, habrá de reconocerse
necesariamente que, en tesis general, este ori-
gen cs el mismo en la república y en la monar-
quía: del consentimiento tácito ó expreso de la
comunidad nace, como de raíz próxima, todo
poder; y así, de la voluntad social depende la
forma de este poder, que puede personificarse
en un rey 6 en una asamblea, perpetuarse en la
nación ó en un compuesto de dos ó más ele-
mentos. Si se busca en la naturaleza de los go.
biernos, ó sea en el principio interior que los


tI) Taparelli, Saggio koretico di Diricio naturak, tomo I,
libro II, cap. I, núm. 309.




I 4 Capítulo primero


impulsa hacia su fin, habrá de reconocerse que
este principio ha de ser el mismo para lo uno
que para lo vario, pues lo uno y lo vario están
encarnados y representados en seres humanos,
como tales inteligentes y libres, y á la identi-
dad de la naturaleza ha de corresponder nece-
sariamente identidad de fin. Si se busca en las
dos facultades esenciales de todo ser humano,
la inteligencia y la voluntad, se verá que la ver-
dad hacia que tiende el entendimiento ha de
ser la misma para lo uno y para lo vario, y que
el bien hacia que tiende la voluntad, de la cual
la libertad es un don, ha de ser el mismo para
lo uno y para lo vario, y que no cabe distinguir
lo uno y lo vario por lo que tienen de común,
sino por lo que tienen de diverso. Si se busca
en el orden ético y jurídico de las relaciones
entre la autoridad y la sociedad, habrá de ad-
mitirse que, en su parte fundamental al menos,
este orden ha de ser necesariamente el mismo
donde exista lo uno y donde exista lo vario,
como anterior y superior que es á la autoridad
y á la sociedad, según que fué establecido por
Dios al determinar la naturaleza de la una y de
la otra. Si se busca, por último, en el fin de los
gobiernos, habrá de reconocerse que todos tie-
nen un mismo fin, que tan obligada está la re-


Del concepto de república


pública como la monarquía á procurar el bien
de la comunidad, y además que, en lo que toca
al fin, los seres racionales y libres no se distin-
guen por su forma, sino por sus actos, que son
en todo caso justos ó injustos, buenos ó malos, y
por su tendencia, que es recta ó no recta, según
responda ó no á los impulsos de su naturaleza.


Los hechos confirman plenamente lo dicho.
En la antigüedad se ve á los medos sublevarse
contra los asirios y constituirse en nación in-
dependiente, eligiendo por rey Deioces, que
con sus prendas de habilidad, sagacidad y rec-
titud había sabido granjearse lq - adhesión de
todos (I); y, aunque dentro de ciertos limites,
electiva es aún hoy la corona en Abisinia, y el
rey fuente y raíz, después de constituido tal, de
todo poder en el Estado (2), ni más ni menos
que lo eran los emperadores en Méjico cuando
el descubrimiento de América (a). ¿Acaso en la


(1) lIerodoto, Los nueve libros de la historia, lib. pá-
rrafo XCVITI, pág. 76.


(2) Bruce, Travels to discover the sources of the Nile,
torno IV, pág. 488, y Winterbottom, Account of the Native
African: in the ttitishbourhood of Sierra Leone, tomo I, pági-
na 124.


(3) Solís, Historia de la conquista de Méjico, tomo I, li-
bro II, cap. III, pág. 178, edición de 1791.




Del concepto de república
1 7


ción de sus pasiones y apetitos era el fin único
del gobierno, y si existe hoy un imperio corno
el de Rusia, en que la omnipotencia del em-
perador llena todo el orden legal y la vida del
Estado, también existe una república como la
de Francia, en que la omnipotencia de las frac-
dones imperantes llena todo el orden legal y
la vida del Estado, y en uno y otro caso el
bien particular de los gobernantes se antepone
no pocas veces al bien general de la comuni-
dad, y en uno y otro caso la voluntad, y en
ocasiones el capricho de los imperantes, es
fundamento único del orden ético y jurídico
del Estado y de las relaciones que existen entre
éste y la sociedad civil. No es ésta ocasión de
determinar si es peor la tiranía de uno ó la de
muchos, pues basta hacer constar que la natu-
raleza y el fin de una y otra son tan iguales
que no es posible distinguirlas ni por su género
ni por su especie, y en muchísimos casos ni
siquiera por algunos de sus accidentes (i).


(I) Refiere Tito Livio que durante el interregno que si-
guió al reinado de Rómulo, y en el cual ejerció el Senado
romano el supremo poder, uel pueblo se quejó mucho de
que se había agravado su servidumbre y de que en vez de
un amo tenía ciento, mostrándose dispuesto á no soportar
más que un rey y á elegirlo él mismo.»


16 Capítulo primero


historia de Italia no se ve aparecer á la muelle -
dumbre, aun antes de la fundación de Roma,
confirmando con su unánime consentimiento el
título de rey dado á Numitor, abuelo de Ró-
mulo y Remo? Y más tarde, ya en el período
republicano, ¿no es expresión del estado del de-
recho público la fórmula Senalzts decrevit, popa-


() lzts jnssit, de que habla Tito Livio? (1) ¿Qué
diferencia esencial existe entre el origen del po-
der en estas monarquías y el origen del poder
en la república de los Estados Unidos de Amé-
rica, por ejemplo? Por lo que hace á la natura-
leza de los gobiernos, á sus medios de acción
y á su fin, si existió un imperio, como el de
Roma, en que la voluntad y el capricho del so-
berano constituían la suprema ley y la satisfac-
ción de sus pasiones y apétitos el fin único del'
gobierno, también existió una república, como
la francesa de fines del siglo pasado, en que la
voluntad y el capricho de una turba de sobe-
ranos constituían la suprema ley, y la satisfac-


(1) Tito Livio, Décadas dt la historia romana, lib. I, pá-
gina 32, donde se ve toda la parte que el pueblo romano
tenía en la elección de sus reyes y el carácter de los de-
cretos del Senado confirmando la elección hecha por el
pueblo.


2




Capitulo primero


Por no poco de lo expuesto se ve que el con-
cepto de república encierra desde luego la
idea de la pluralidad de personas en el gobier-
no, y hasta tal extremo es esencial esta idea al
concepto indicado, que sin ella desaparece. No
se crea, sin embargo, que todo gobierno de
muchos es republicano, pues si así fuese, casi
todos los gobiernos serían republicanos, ya que
el gobierno de uno solo es casi imposible, to-
madas las palabras en sentido absoluto. Los
mismos cesares de los antiguos y de los mo-
dernos tiempos han necesitado asociarse á va-
rios de sus súbditos, que han compartido de
algún modo con ellos el ejercicio de la autori-
dad soberana, cuando no lo han ejercido en
nombre suyo. Cuándo se dirá, pues, que un
gobierno de muchos es republicano, y cuándo"
se le llamará monárquico? Como es consiguien
te, aquí se usa la palabra gobierno en, su más
elevada acepción, y así ha de decirse que éste
es republicano cuando la más alta encarnación
ó representación de la soberanía, cuando la su-
prema personificación de la autoridad está en
muchos, y que es monárquico cuando está en
uno sólo. Á la luz de estas verdades elementa-
les es bien fácil determinar cuándo un gobierno
mixto es y se llama monárquico, y cuándo es y


Del concepto de república


se llama republicano. Es y sc llama monárquico
citando el elemento que predomina sobre los
demás está personificado en un solo individuo,
y republicano cuando el elemento ó los ele
mentos que predominan están personificados
en muchos. La mayoría de los gobiernos tem-
plados de la Edad Media eran y se llamaban
monárquicos, no porque el clero, la nobleza y
el estado llano no tomasen parte de algún modo
en la actuación del poder, sino porque el rey
era el elemento de gobierno que predominaba
sobre los demás, y las repúblicas aristocráticas
se apellidaban así, no porque el pueblo no tu-
viese muchas veces alguna participación en la
dirección de los negocios públicos, sino porque
era una clase escogida la que ejercía verdade-
ramente la suprema dirección en el Estado. En
general, en los gobiernos mixtos se designa con
un sustantivo el elemento realmente- sustantivo
en la acción del poder público, y con un adje-
tivo al que de algún modo califica, determina y
concreta la acción. Así se ve que á los gobier-
nos en que predomina el poder real con su ac-
ción determinada por una ley fundamental en
que se establecen derechos y garantías para los
súbditos, se les llama monarquías constituciona-
les; parlamentarias, si su acción es modificada




Del concepto de república .
2r


hasta cierto punto, según se verá, en las repú-
blicas democráticas, en las que la igualdad de
los ciudadanos es ley fundamental; pues en las
aristocráticas, para aspirar al gobierno, es nece-
sario pertenecer á una clase ó familia determi-
nada. Las demás «ideas» que el autor citado
llama republicanas, como la de la responsabili-
dad del jefe del Estado, deducida de que la
república exige cuentas á todo aquel á quien
confía un cargo, la de la corta duración de las
elevadas funciones del gobierno, deducida de
que la mayoría imperante ha de querer conser-
var el sentimiento ele su poder soberano, y la
de la obediencia á un igual, deducida de que la
fiereza republicana no quiere doblegarse ante
otro superior que la nación, son máximas acci-
dentales que han sido aceptadas por unas re-
públicas y rechazadas por otras, y así se ve
que en una misma nación, en Francia por ejem-
plo, la Constitución republicana de 1852 esta-
blece la responsabilidad del presidente ante la.
nación (1), y la ley constitucional de 25 de Fe-
brero de 1875 declara al presidente irresponsa-


0) aLe Président de la République est responsable
de,


'ant le peuple francais.» Constitución de 14 de Febrerode 1852.


o


iu


20 Capítulo primero


por el Parlamento, y federales,-si el poder cen-
tral se actúa unido al poder de los Estados que
constituyen la federación.


Bluntschli ofrece sin pretenderlo ni quererlo,
antes bien pretendiendo y queriendo lo contra-
rio, una prueba de cuán absurdo es clasificar á
los gobiernos por lo que llama sus ideas, «ideas
monárquicas é ideas republicanas.» Después de
afirmar el autor citado que no es republicano el
gobierno de una familia ó dinastía llamada á
regir por derecho de herencia un Estado, y
desde luego se advierte que se ha dado y puede
volver á darse el caso de que lo sea, toda vez
que ha resultado y puede volver á resultar que
varios individuos de la familia gobiernen á un
tiempo (1), añade que el principio republicano
quiere que todo ciudadano pueda llegar á todos
los cargos públicos y el mérito á todas las dig-
nidades del Estado, y esto sólo es exacto


(i) P. Jerónimo Rombn, Las Repúblicas del mundo, espe-
cialmente en varios de sus estudios acerca de las repúblicas
italianas, y por modo singular en la descripción del gobier-
no de la república de Venecia, de tanto mayor mérito y au-
toridad cuanto que es producto de una «interview» celebra-
da por dicho Padre agustino con el entonces embajador del
señorío de Venecia en Madrid. Fué impresa la obra del Pa-
dre Jerónimo Román en Medina del Campo, año 1575.




2 2 Capítulo primero


ble, y sólo admite la responsabilidad para los
casos de alta traición (1); así se ve también que
se dieron repúblicas, en los tiempos antiguos y
medios singularmente, en que las elevadas fun-
ciones del gobierno se perpetuaron de algún
modo en un individuo, en una familia ó en una
clase, como en diversas ocasiones sucedió en
Atenas (2), Génova (3), Venecia (4) é Inglate-


(s) «Le Président de la République n'est responsable
que dans le cas de haute trahison. Les ministres son soli-
dairement responsables devant les Chambres de la politique
genérale du gouvernement, et individuellement de leurs actes
personneis.» Art. 6. 0 de la ley constitucional de 25 de Fe-
brero de 1875. h'ulletin des lois, serie 12.a , núm. 3.953.


(2) Para confirmar esta verdad basta recordar los nom-
bres de Temístocles, Pisfstrato, Pericles, los treinta tiranos
á quienes dió toda autoridad Lisandro, cuando los 'acede-
monios se hubieron apoderado de Atenas, al finalizar la
guerra del Peloponeso.


(3) Las luchas por el poder de los Grimaldi y Fischi,
güelfos, contra los Dorias y los Spínolas, gibelinos, y el
hecho de que entre los duques de Génova hubiese once del
apellido Fregoso, y siete del de Adorní, prueban la verdad
de lo dicho en el texto, debiéndose añadir aquí que para
esta clasificación se ha tenido á la vista el catálogo de du-
ques del P. Jerónimo Román.


(4) También en el catálogo de los duques de Venecia
se ve á muchos de unas mismas familias. La familia Particia-
tio, por ejemplo, tuvo la suprema magistratura vinculada


Del concepto de replíblica
23


rra (1). Ha de observarse ahora que en las so-
ciedades republicanas, como en las monárqui-
cas, lejos de fundarse el principio de obedien-
cia al poder público en la igualdad de los ciu-
dadanos, se funda cabalmente en la diferencia
que existe entre el que ha sido designado por
el consentimiento tácito ó expreso de la comu-
nidad ó de parte de ella, para ejercer aquel po-
der, y el que no ha sido objeto de esta desig-
nación. Por lo demás, sólo en las sociedades
anárquicas de Proudhon podría conservarse
siempre la perfecta igualdad de los ciudadanos,
y á lo más en las pequeñas democracias direc




tas. En las primeras no existe realmente quien
mande y ordene, y en las segundas todos man.
dan y ordenan, y sólo obedecen á la ley por
ellos dada (2).


No quiere decir lo expuesto contra Bluntschli
que no se den principios y doctrinas más apli-
cables en una que en otra forma de gobierno.
Antes bien ha de añadirse, rindiendo tributo á


en
su casa durante un período de más de sesenta años.
(a) La historia de Cromwell y su hijo Ricardo es la his-


toria de la repdblica inglesa de 1649 á 1660, en que se res-
tableció la monarquía.


(2) 131untschli, Potitik als Wissenschaft, pág. 295 y si-guientes.




24 Capítulo primero


la realidad, que los hay que, aun dentro de una
misma forma de gobierno, son más propios de-
una que de otra nación. Se quiere singnificar
tan sólo que, en el concepto de república, no
entra más que una idea esencial: la de la plura •
lidad de los gobernantes, y que todas las de
mz:s, ó son meramente accidentales, ó sólo pro-
pias de una clase de repúblicas. El principio
mismo de la igualdad de todos los ciudadanos,
tan propio de toda democracia, está escrito así
en constituciones monárquicas como en consti-
tuciones republicanas (I). Pero no resulta de
igual aplicación práctica ni aun en todas las re-
públicas democráticas; porque, aunque escrito
siempre en la ley, se le ve anulado por el pre-
dominio de una clase directora: la militar á ve-
ces, la de los políticos en ocasiones, á la que •
por . uno ti otro medio viven sujetas las demás,
como de hecho sucede en casi todas, si no en
todas, las actuales repúblicas. ¿Qué importa que
se diga en la Constitución que todos los ciuda-
danos son admisibles á todos los cargos y dig-


(r) El art. 2.° de la ley fundamental de Austria, sobre
los derechos de los ciudadanos, dice: sAnte la ley son igua-
les todos los ciudadano. Geller, Ústerreichische Verfassungs'
and Sinatsgrundgesetze, pág. 20. Viena, 1892.


Del concepto de república 25


nidades del Estado, si en la práctica es ilusoria
esta prescripción legal, porque estos cargos y
dignidades se perpetúan en los individuos de
la clase directora? Puede afirmarse, pues, que
Bluntschli, al hablar de ideas monárquicas é
ideas republicanas, ha confundido dos cosas di-
versas: las formas de gobierno y los principios
y doctrinas, que son las premisas mayores de
las conclusiones que presiden y dirigen la ac-
tuación de los poderes públicos. Rousseau mis-
mo, á pesar de las condiciones especialísimas
de su sistema, confirmó esta tesis cuando de-
claró que no sólo debe existir estrecha relación
entre el estado social de un pueblo y su forma
de gobierno, y más aún entre este estado social
y los principios y doctrinas que se escriben en
la Constitución, sino que llegó al extremo de
confesar que la Constitución en que se han de
escribir aquellos principios y doctrinas única
mente puede ser obra de los hijos de la nación
en que ha de ser aplicada, ó de alguien que la
conozca bien y las circunstancias en que Vive.
«Una buena Constitución para Polonia, escribió,
sólo puede ser obra de los polacos ó de alguien
que haya estudiado bien sobre el terreno á la
nación polaca y á las que la rodean; » lo cual
equivale á reconocer que las ideas de gobierno




4


26 Capítulo primero


han de cambiar según sea la situación interior y
las relaciones con el exterior de la nación go-
bernada, y que estas «ideas» dependen más de
esta situación que de la forma de gobierno (0.


Antes de tratar de los errores de Kant, Bo-
din, La Serve, Max Delory y Rousseau, que
confunden el concepto de república y el de
monarquía constitucional, ha de fijarse por modo
claro y con toda la precisión posible el valor de
los términos, ya que éste es el mejor medio de
evitar toda confusión. Realmente la palabra
1:0)Lia!2 y su equivalente «respublica» tienen
varias acepciones, y así se ve que Aristóteles la
usó corno equivalente á la organización de todas
las magistraturas del Estado, empezando por la
soberana; afirmó también que equivale á demo-
cracia, tomada ésta como forma de gobierno; la
usó igualmente como sinónima


de política, y sus
editores y traductores, desde Luis Vives y Gi-
nés Sepúlveda á Barthelemy Saint-Hilaire y
Azcárate, y desde Vetrori y Gcettling á Bastien
y Thurot, han entendido del mismo modo los
textos á que aquí se hace referencia, aunque no
sea lícito comparar los aciertos de unos, en la


Del concepto de república 27


interpretacion del Estagirita, con los desacier-
tos de los demás. Más fácil es determinar el
concepto de monarquía constitucional, la cual
no es otra cosa que un gobierno mixto en que
predomin a en último resultado el poder real, y
en el que todo sc hace conforme á la ley fun-
damental del Estado, especie de pacto entre el
soberano y los súbditos (r). Las diferencias que
existen entre una y otra forma de gobierno son
las siguientes: en la una es el monarca con la ley
la última personificación actual de la soberanía,
y en la otra es un cuerpo compuesto de varias
personas el que personifica esta representación
ó la tiene por derecho propio; en aquélla existe
un «jus publicum » en que el elemento monár-
quico, siempre permanente, se une con el ele-
mento de más directa representación popular
que forma parte de las Cortes ó las constituye
por sí mismo, y en ésta el «jus publicum » es
perpetuamente mudable en todas sus partes y
representaciones, y, por último, en la monar-
quía constitucional, lo permanente del poder
real sirve de contrapeso á los excesos del poder
popular, y en la república el poder de la clase


(i) Rousseau, Consideraclons sur le gouvernement de Po-
logne el sur so reformation projettie, r ágs. 2 y 3.


(s) Angelo Majorana, Del Parlamentarismo, madi, Azusi,
rimediii, pág. 7. Roma,




2 8
Capítulo primero


directora ó de la democracia no tiene contra-
peso ninguno, puesto que puede cambiarlo todo
en el Estado, así en el terreno jurídico corno en
el de las personas y de la acción política. Por
otra parte, si es republicano todo Estado en que
impera la ley, republicanos son desde luego to-
dos los Estados en que impera la monarquía
templada y aun no pocos en que ha existido la
monarquía absoluta, no siempre tan desprovista
de «jus publicum» como creen Kant y sus con-
tinuadores.


Herbert Spencer ha estudiado en los hechos
las diversas maneras con que el poder público
se establece en las sociedades; pero consultan-
do las historias y relaciones de viajes de que
ha tomado los hechos que constituyen la base
de su estudio, se ve desde luego que el poder
público tiene una sola causa próxima, real y po-sitiva, y ésta es el consentimiento tácito ó ex-


ejerc
preso de la sociedad civil (r). No siendo el que


e la autoridad más que un individuo ó una
-


minoría en el naciente Estado, difícilmente po-
dría ejercerla por mucha que fuese su habilidad


(1) Entre otros testimonios aducidos por Spencer me-
rece especial atención el de Freeman en su


Growih of ideE9aglish Com/lúe/ion, pág. 60.


Del concepto de república 29


y su fuerza, si la mayoría, si la sociedad civil
toda, no se lo permitiera. Para nadie puede ser
motivo de duda alguna que no hubiese podido
sostenerse un solo día contra la voluntad de
Francia ni Napoleón I siquiera. Por esto es ab-
surdo lo que pretende Weitz al declarar que es
republicana toda forma de gobierno en que el
poder público emana de la nación, y monárqui-
ca toda la que tiene otro origen (i). En realidad,
por este sistema todas las naciones serían repu-
blicanas, porque es indudable que aun las mo-
narquías de origen patriarcal resultarían repli-
blicas, si se les aplicara esta teoría; pues no te-
niendo derecho por naturaleza ningún hombre


(a) La teoría de Weitz ha sido expuesta por Passy, que
la ha reducido á términos menos absolutos. H. Passy, De
las formas de gobierno y de las leyes por que se rigen, págs. 1 4
y 15. Hé aquí sus palabras: (Lo que caracteriza á los go-
biernos de forma republicana, es que emanan en su integri-
dad de la elección: entre los poderes cuya reunión ofrecen,
no hay uuo solo cuyos titulares no sean designados y nom-
brados por el todo ó una parte del cuerpo social, y que en
ciertas épocas no deba volver á los que le han conferido, y
dar ocasión á nuevas colaciones. Lo que distingue á la for-
ma monárquica es que no deja más que en parte á las socie-
dades el ejercicio de la soberanía constituyente. Hay en el go-
lierno un poder, y es el primero de todos que vive y funcio-
na á título puramente hereditario, y éste es el del monarca. »




3 0 Capítulo primero


á mandar á los otros hombres, este mando, que
es la actuación de la autoridad en la sociedad,
no tiene ni puede tener otro origen que el ex-
puesto antes. El patriarca, pues, al pasar del
ejercicio de la autoridad paternal al ejercicio de
la autoridad real, necesita, para el ejercicio le-
gítimo de esta última, el consentimiento tácito
ó expreso de los suyos, y no tendrá derecho
alguno á castigarles si por cualquier causa ó ra-
zón más ó menos fundada se niegan á conce-
derle esta autoridad, estando en lo demás dis-
puestos á obedecerle como jefe de la familia, y
aun si sc quiere, de la tribu. En este punto tam-
poco anduvo del todo en lo exacto Blunstchli
en sus comentarios á Weitz, pues siendo indu-
dable que todo poder emana de la sociedad
civil como de su raíz próxima, es indudable que
la soberanía individual del príncipe y la de los
representantes de la nación en la república tie-
nen el mismo carácter jurídico, y sólo se dife-
rencian en cuanto el primero tiene una suprema
representación personal, y los segundos cons-
tituyen una representación colectiva, en cuanto
es el gobernante en el primer caso «uno» y los
gobernantes son en el segundo «varios.» Por
lo demás, sabido es que sólo en las monarquías
absolutas suele destacarse del conjunto de la


Del concepto de república 31


nación la soberanía individual del príncipe, aun-
que haya de reconocerse que en las repúblicas,
sobre todo en las democráticas, se actúa de un
modo decisivo en períodos más ó menos breves
la soberanía de la nación.


Contra Paley y Courcelle-Seneuil sólo ha . de
observarse que la -democracia se actúa mejor,
como poder en el Estado, en la república que
en la monarquía: en primer término, porque cn
la república su acción puede ser directa, exclu-
siva, y ciertamente más eficaz, puesto que to-
dos los poderes, cuando son temporalmente
representativos, sc renuevan periódicamente en
sus personificaciones, y en segundo lugar, por-
que cn las monarquías electivas y hereditarias,
el monarca, por el hecho solo de su elección ó
designación, queda separado del conjunto, ya
indefinidamente, ya por el período de su vida;
y por lo tanto, se sustrae de alguna manera; aun
en las monarquías constitucionales, á la acción
del pueblo, para vivir sujeto á las ordenaciones
de la razón encaminadas al bien común. Claro
está que esto no significa que sean incompati-
bles la monarquía y la democracia, que vivieron
hermanadas en los pasados siglos, y viven en
estos momentos en algunos Estados, sin que
di ga nada en contra cl que estos ó los otros




yll
Caplulo primero


partidos monárquicos tengan programas de go-
bierno incompatibles con el imperio absoluto
del orden democrático. En estos tiempos de
sufragio universal, estos partidos no podrían
influir en la marcha del Estado, ni constituir con
el rey el poder ejecutivo, si de veras tuvieran
en contra á las democracias. ¿Acaso no se apo-
yan en la democracia los partidos gubernamen-
tales de Bélgica, por ejemplo, dándose el caso
de que tenga en su seno menos elementos hos-
tiles al sufragio universal el partido conservador
que el liberal: Cuanto á que sólo son republica-
nos, como quiere Paley, restringiendo algún
tanto la teoría de Aristóteles, los Estados en que
el pueblo libre, ya colectivamente, ya por re-
presentación, ejerce el poder supremo, ha de
observarse, para terminar, que reconocerlo así
equivaldría á borrar de la historia más de la mi-
tad de las repúblicas que han sido, y á borrar
sobre todo aquellas que han vivido mejor, es
decir, más ordenadamente dentro de la legali-
dad constitucional establecida, y son cabal-
mente las que, por su larga existencia y por sus
días de gloria, han de servirnos más, en nuestra
imparcialidad reconocida, en el estudio com-
parativo con que ha de terminarse este trabajo.


CAPÍTULO II


DE LAS REPÚBLICAS ARISTOCRÁTICAS


Raíz antropológic de las aristocracias.—Su fundamento ju-
rídico.—Su doble actuación, como forma de gobierno y
como elemento en el mixto.—Las ideas de las aristocra-
cias, según 131untschli.—Lo que dicen los hechos.—Las
evoluciones dentro de la evolución social.—Las aris-
tocracias del tipo industrial de Spencer.—Los gobiernos
caros y baratos, según Tocqueville.


El hombre es un ser inteligente y libre, y la
sociedad mía suma de seres inteligentes y libres.
La suma de estos hace posible la existencia de
aquélla, ya que sólo las cantidades homogéneas
se suman, y es imposible todo lazo social entre
seres de especie diversa. Pero en todo ser se


3


4




3 4
Capítulo 11


dan la esencia y los accidentes, y así ocurre
que los hombres iguales poi- su esencia, ó me-
jor dicho por su especie, difieren por sus acci-
dentes. Éstos pueden referirse al entendimiento
y la voluntad, y á las condiciones físicas de
cada individuo, facultades y condiciones que no
se desarrollan sólo por sí mismas, sino que en
buena parte necesitan para ello de medios aje-
nos. No hay para qué tratar aquí de la influen-
cia de la educación y la enseñanza cn la forma-
ción del hombre, física, moral é intelectual-
mente considerado. Hay- que tenerlo en cuenta,
sin embargo, y unirlo á la acción de la libertad.
que es á la voluntad lo que la razón al entendi-
miento, y que se actúa en relación con la razón,
nuestra facultad específica. Á la luz de estas
verdades elementales sc ve por modo claro que
á la homogeneidad de los hombres, cuanto al
origen y naturaleza, corresponde una igualdad
esencial, y á las causas diversas que influyen en
su desarrollo, una desigualdad accidental. Tan
evidente es esto que á nadie se le ocurrirá de-
clarar la igualdad completa y absoluta del sabio
que pasa la vida en la meditación y el estudio,
y el pastor que apacienta en montes y valles su
ganado, de los hombres de letras y los milita-
res, de los letrados y los médicos, de los que


De las repúblicas aristocráticas 35
viven en la opulencia y los que viven en la es-
trechez, y aun dentro de cada una de estas cla-
ses á nadie será dado igualar á los genios de la
guerra con los militares de última fila, á los ban-/,,
queros que manejan centenares de millones con
el capitalista de aldea que maneja unos cente-
nares de duros, al que llegó á la cumbre del
saber humano con el que se ha quedado á la fal-
da del monte, al atleta de hercúleo brazo con
el débil ciudadano á quien derriba el viento, á
los grandes poetas con los pedantes cuya de-
rrota tan magistral corno sabrosamente perpe •
tuó Moratín.


Preciso es, por lo tanto, dejar establecido
que entre los hombres existe igualdad de natu-
raleza, y desigualdad de condiciones ó aptitudes
individuales ó personales. Respecto de la igual-
dad nada puede ni debe hacerse en el orden
social, si no es reconocerla y respetarla como
anterior y superior que es á toda sociedad.
Cuanto á la desigualdad, no olvidando que en
gran parte existe el ser social para procurar el


' perfeccionamiento moral, intelectual y fisico del
hombre, ha de tenerse en cuenta que éste, al
mismo tiempo que inteligente es libre, y que,
por lo tanto, es necesario dejarle que desen-
vuelva su acción dentro del terreno natural y




Illt


36 Capitulo 1.t


lógico de la libertad.
(i). Por otra parte, existe


un hecho ciertamente indiscutible: donde quiera
que se ha formado una sociedad de iguales, se
ha visto desaparecer la igualdad en cuanto la
sociedad se ha actuado. Y esto ocurre no sólo
en el orden público de la vida, sino también, en
gremios y corporaciones, en el privado. En el
comercio y en la industria, unos se enriquecen,
mientras otros ó permanecen estacionarios en su
fortuna ó se arruinan; en los centros de ense-
ñanza se dan sobresalientes, notables, simples
aprobados y suspensos; en los ejércitos que se
forman de voluntarios, se ve desde luego que
algunos por su habilidad y valor se distinguen
de los demás y acaban por imponérseles é im-
poner la disciplina, y lo mismo sucede en las
tribus que se constituyen sin jefe reconocido:
unas ven sobresalir de entre los demás á los an-
cianos y á los que se distinguen de todos por su
fortaleza y valor, como sucede entre los esqui-


(1) Observa con razón Spenccr que en todo caso «ten-
drá el hombre superior los provechos de su superioridwi
el inferior los perjuicios de su inferioridad.» Herbert Spc
cer, reina:m.1e Socio/ocie, torno III, pág. 812 de la traducción
de Cazelles.


De las repúblicas aristocráticas 37


males (1); otras comprenden sólo las diferencias
físicas y reconocen la superioridad de los indivi-
duos de más talla corporal, que consideran los
más vigorosos y aptos para la guerra, como
ocurre entre los tasmanianos (2); otras admiten
la superioridad de los más violentos, fuertes y
hábiles y se les someten, como pasa entre los
beduínos (3); otras son subyugadas por la su-
perioridad del talento y la habilidad política,
como sucede entre los crickos y los ostiatos (4);
otras lo son por la generosidad y las riquezas,
como entre los navajos (5); y por último, en
Sumatra ¿c ve que adquiere superioridad, in-
fluencia y dominio sobre los demás todo el que
tiene maneras insinuantes y distinguidas, palabra
fácil y abundante, sagacidad y acierto para re-
solver las pequeñas dificultades que surgen en
las disputas entré los suyos (6). Puede decirse,


--- —


(1) II, Tempág.
iant, Sketches of the Natural Story of Ceylan,


tomo


of the Saurus of the Mississi,zsi,


440.
(2) Dore, Tasmanian yournal, tomo I, pág. 253.


(3) 1I1
Ilurchell


,


, Trovas to the Interior of Southern Africa,
tomo


Schoolcraft,
44.


ft, Expe ditions(4)
tomo 11,pág. 1 30, y Revelations of Siberia, tomo II, pág. 269.
4\72 1) 71 en.:ricaz;,fc,


tomo
m7 o'heI, ApTilzres oRsaces cy. the _Pacific States (yr


(6) Marsden, History of Sumatra, pág. 211 .




áp •,


38 Capitulo II


pues, que así como es absurdo declarar com-
pleta y absolutamente iguales, físicamente ha-
blando, al habitante de Europa y al del centro
de Africa, á un gigante y á un enano, así lo es
querer igualar la condición moral é intelectual
de un hombre con otro, debiendo .


añadirse que
todavía es más rara esta igualdad que la física,
de la que, al fin y al cabo, son expresión extraor-
dinaria algunos hermanos gemelos.


En el hecho de esta desigualdad está cabal-
mente el fundamento natural y racional de la
aristocracia, fundamento que, como natural, ha
resistido con éxito á todos los medios que en
diversos siglos se han puesto en acción para
destruirlo, desde el ostracismo, inventado por
los atenienses contra todo el que de algún modo
excepcional se distinguía de los demás, hasta el
Terror del siglo pasado que, al enviar á Lavoi-
sicr al cadalso, exclamaba por boca del presi•
dente de un tribunal revolucionario: «La repú-
blica no necesita sabios.» Pero esta desigualdad
no es la misma siempre, ni en la mayoría de
los casos siquiera. En las sociedades primitivas,
en que la fuerza lo es todo, esta diferencia está
representada por la fuerza, y los más fuertes
son superiores á los demás, y tarde ó temprano
ejercen sobre ellos alguna manera de dominio.


De las repúblicas aristocráticas 39


En los pueblos conquistadores, la energía de
carácter, el valor y la estrategia lo son todo, y
así la diferencia está representada por estás cua-
lidades, y los que las reúnen en más alto grado
tienen la más preciada de las superioridades so-
bre los demás, se les imponen, y- en un período
más ó menos largo les dominan y les reducen


oá la obediencia. En las naciones que viven den
tro de la civilización, la superioridad de las ri-
quezas, territoriales ó monetarias, la intelectual
y la moral distinguen á los que las poseen de
los demás, y les dan predominio sobre ellos
primeramente y luego infliencia y acción; por-
que, como .dice muy bien Guizot, los deseos y
la tendencia de la sociedad son que la gobier-
nen los mejores, los que saben que es lo mejor
y quieren más firmemente la verdad y la jus-
ticia, y así, aiiade, es deber de todos los buenos
gobiernos procurar que salga del seno de la so-
ciedad esta aristocracia verdadera y legítima
por la que tiene derecho á ser gobernada y que
tiene derecho á gobernarla (1). Hay que tener
presente que la palabra «mejores» no puede re-
ferirse sólo á la superioridad moral de unos ciu-


( 1 ) Guizot, Histaire des origines dm gou 3ernement représen-
la«, tomo I, págs. loo y sol.




im


40 Capítulo


dadanos sobre otros, porque la palabra aristo-
cracia tiene su raíz en iepta-Tos, que no significa.
sólo el mejor, sino también el primero, el prin-
cipal (I). Así se explica que habiendo dicho
Aristóteles una vez que la aristocracia es el go-
bierno de los mejores (2), declarara otra que es
el gobierno de los principales («optimatum ini.-
perium,» que traduce Ginés Sepúlveda) (3), y
dijese más adelante que «la aristocracia es aquel
gobierno en que la autoridad depende de la
educación,» añadiendo que entendía hablar «de
la educación regulada por la ley, porque á los
que mejor han observado las leyes correspon-
de el poder en el gobierno aristocrático, toda
vez que lOs que mejor observan las leyes son
los mejores ciudadanos» (4).


La aristocracia puede ser estudiada en sí mis,,
ma y en sus relaciones con el resto de la socie-
dad. Estudiada en sí misma, se ve que su razón --
de ser está en la superioridad sobre sus conciu •


(r) Tucídides dice, con efecto, que
. aristocracia es el


gobierno de poco número de los mejores y principales.»
Guerra del Peloponeso, traducción ele Gracián, tomo 11, pá-
gina 314.


(2) Aristóteles, Eticos, lib. VITT, cap. X.
(3) Aristóteles, Pollita, lib. III, cap. V.
(4) Aristóteles, Rdo./Vea, lib. T, cap. VIII.


De las repúblicas aristocráticas 41


dadanos, y así se dan tantas clases de aristocra-
cia como clases de superioridad existen (i).
Ahora bien: el hombre puede ser superior á los
demás por el entendimiento y por la voluntad
en primer término, y de aquí dos clases de aris-
tocracia, la intelectual y la moral; puede serlo
también por las condiciones físicas, ó sea por su
fortaleza y valor, y de aquí otra clase de aristo-
cracia, la de los valerosos y esforzados. Claro
está que siendo innumerables los objetos á que
puede aplicar cada una de sus facultades y con-
diciones personales, innumerables pueden ser
también las subdivisiones de cada uno de los
miembros de la división establecida (2). Estu-


(a) En el opúsculo De eruditione princiPum, publicado
entre los de Santo Tomás, aunque existen dudas bien funda-
das acerca de su autenticidad, se declara que es un error
creer que algunos son nobles quia a nobilioribus originan
habuerunt, después de haber afirmado que así como nadie es
sabio, propter sapientiam quanz pacer habuit, ut in filio Salo
monis pata, qui _Mit 3alde stultus, sic non est aiiquis gloriosus
lzobilitate vont parciales ejrts habnerunt, si ipse clegeneravii.
Como se ve, sólo se niega el principio en caso de degene-
ración, es decir, en el caso de que desaparezca la superiori-
dad, que es la razón de existencia de toda aristocracia.


(2) Rousseau dice que existen, cuanto á su origen, tres
formas de aristocracia, la natural, la electiva y la heredita-
ria, y añade que la primera sólo conviene á los pueblos ru-




4 2 Capítulo II


diada la aristocracia en sus relaciones con la so-
ciedad de que forma parte, ha de tenerse en
cuenta su relación con el gobierno y- la que le
une al pueblo. Respecto del pueblo, si éste se
compone de gobernados, su dependencia es
natural y lógica por la razón de que lo inferior
depende de lo superior, siendo la dependencia
real y efectiva en el caso de que la aristocracia
forme parte del gobierno ó lo constituya, y so-
lamente moral en el caso de que tenga la condi-
ción de súbdita. Respecto del gobierno puede
existir relación de identidad, si la aristocracia es
elemento de gobierno ó éste está constituido
por una representación suya, y relación de su -
bordinación y dependencia en el caso de que
sobre - ella, como sobre el pueblo, estuviese


dimentarios, la tercera es el peor de todos los gobiernos y
la segunda es la aristocracia propiamente dicha y la mejor.
Du contrat social, lib. III, cap. V. En realidad sólo limitán-
dose á mirar las cosas en la superficie ha podido discurrir
así Rousseau. La mejor aristocracia es la que conserva me-
jor su superioridad y mejor usa de ella. Los reyes y los pue-
blos no pueden crear esta superioridad, y por esto no crean
aristocracia. Se limitan á declarar en quién ó quiénes existe.
y sus juicios pueden ser equivocados, como juicios humanos
que son, y resultar inferior la aristocracia electiva á la here-
ditaria, según de hecho ha resultado y resulta en multitud
de casos.


De las repúblicas aristocráticas 43


constituido un poder. Aun en este caso obraría
racionalmente este poder si aprovechara en la
gobernación del Estado la superioridad de la
aristocracia sobre el pueblo, ya para ilustrar,
mejorar y robustecer la autoridad, ya para ser-
virse de ella como de medio para actuarse en
multitud de ocasiones y circunstancias sobre sus
súbditos. De tal modo es así, que son rarísimos
los períodos de la historia, y como excepciones
prueban la regla, en que la aristocracia no ha
tenido alguna manera de participación en el go-
bierno, cuando por sí misma no lo ha ejercido,
y al hablar así no ha de prescindirse de los go-
biernos monárquicos absolutos, ni tampoco de
las pequeñas democracias directas, en las que
sucede algo parecido á lo que declara Vagehot
cuando, al tratar de poner en claro el modo de
ser psicológico de los ingleses en cuanto á la
influencia de la aristocracia sobre las clases po-
pulares, afirma que con más respeto da asenso
un aldeano ordinario al absurdo de un aristó-
crata que al buen sentido de un plebeyo (1).


(1) «The common peasantry will listen to a noble's
nonsense more submissively than to te new man's sense.»
Vageho t, The English constitution, pág. 72. Garofalo ha ob-
servado que en Italia, aun en las elecciones democráticas,




44 capítulo II


En Egipto y los antiguos imperios del Asia
se ve desde luego á los reyes rodeados de al-
guna manera de aristocracia que influye en la
marcha de las cosas públicas, y es diversa se-
gún el modo de ser de cada Estado. En la Jonia
se encuentra á la aristocracia, cuando por el
modo de ser de los pequeños Estados declina-
ba la monarquía y tendía á desaparecer, levan
tarse erguida, y apoyándose en su superioridad
intelectual, en las riquezas y- en la mayor apti-
tud respecto del pueblo para dirigir los nego-
cios públicos, declarar la guerra á las dinastías
imperantes, legado de la edad heroica, vencer-
las y sustituirlas en el poder, vinculado después
en sus familias, para caer luego vencida por el
pueblo cl día en que esta superioridad desapa-
reció (1). En el Peloponeso, la aristocracia dél
dinero y la intelectual, entonces en la cumbre
de la superioridad, supieron sacar partido de su
opulencia y espíritu emprendedor, que debían
sus vastas relaciones comerciales, para vencer á
los terratenientes y á los jefes militares de la
raza doria, y llegar al poder, que conservaren


en condiciones iguales el nombre de un noble triunfa del d(
en individuo de la clase media 6 de un plebeyo.


(11 Curtíos, Biliaria de Greda, tomo I, pág. 339.


De las repúblicas aristocráticas 45


mientras fueron liberales, activas y amadas del
pueblo, al que daban mucho á ganar con su
lujo; al que proporcionaban, con motivo de sus
victorias, espléndidos espectáculos y festines
abundantes que los dorios no podían costear, y
sólo sucumbieron cuando esta superioridad vino
de algún modo á desaparecer (i). En Megara,
antigua ciudad jonia, según Estrabón (si bien ha
de añadirse que Wilamowitz piensa de.otro mo-
do), las riendas del gobierno, á la caída de la


. monarquía de los heráclidas, pasaron á manos
de una nobleza enérgica y hábil, perteneciente
á la raza indígena y rodeada de una milicia do-
ria, y en manos de esta nobleza continuaron
hasta que la energía y habilidad del poder fue-
ron vencidas por la habilidad y la energía de
Tgcágenes, autor principal de una revolución
social al mismo tiempo que política, revolución
que sumió á la patria en los horrores de una
lucha que la aniquiló para lo porvenir, y cuyas
principales escenas cantó Tgeognis, poeta de
circunstancias (2). La historia de Atenas, repú-
blica aristocrática primero y luego democráti-
ca, y la de Roma con sus eternas luchas entre


Curtius, obra citada, tomo h pág. 360.
(2) Curtius, obra citada, tomo I, pág. 403.


IP




46 Capítulo II


el Senado y los tribunos, nos dan también una
prueba concluyente de que la aristocracia úni-
camente vive, influye, reina y gobierna, sola
en unión con la monarquía, cuando conserva la
superioridad, que es razón esencial de su exis-
tencia (i).


La aristocracia pu ede actuarse en el gobier-
no, ya como elemento en las formas mixtas, ya
como encarnación única del poder público. En
el primer caso, la naturaleza de su acción de-
pende en parte de la naturaleza del mixto En
el segundo, de su naturaleza propia principal-
mente, ya que toda tendencia debe estar en re-
lación inmediata con el impulso que la produce.
Ahora bien, ,qué es la aristocracia? Una suma
de seres inteligentes y libres superiores á los
demás por todas ó alguna de sus facultades .ó
condiciones personales. La idea de suma . encie-
rra la de unidad; por esto la aristocracia es una
unidad dentro de la unidad social, y en conse-
cuencia, inferior en cantidad á la sociedad, co-


(1) Tocqueville advierte, estudiando á la aristocracia
feudal, que se soportaban las cargas que ella imponía, por
los beneficios que su superioridad proporcionaba, y que eñ
cuanto éstos desaparecieron, la existencia de aquélla pareció
incomprensible. L'anden réjim: a la revolution, pág. 45.


De las repúblicas aristocráticas 47


mo la parte es inferior al todo. La idea de su-
perioridad de unos seres inteligentes y libres
sobre otros es siempre relativa, y, por lo tanto,
nace principalmente de la relación que existe
entre unos y otros seres inteligentes y libres.
Evidente es además que esta superioridad puede
ser completa ó incompleta, según comprenda
todas las facultades y condiciones del hombre
ó sólo parte de ellas, ya que de los hechos re-
sulta que los hombres superiores en todo son
escasísimos, si es que verdaderamente han exis-
tido, y que se dan muy pocas superioridades
completas de una clase social sobre las demás.
Hay que advertir, sin embargo, que esta supe-
rioridad será de algún modo completa, según
el carácter de cada sociedad, cuando lo sea res-
pecto de las aptitudes y- condiciones especiales
del resto del ser social. En una nación que viva
exclusivamente para la guerra, la superioridad
en fortaleza y valor será completa, y no lo sería
si se tratara de una nación que, en vez de ser
esencial y exclusivamente guerrera, fuese al
mismo tiempo comercial. Así resulta que los
que han constituido la aristocracia entre los es-
quimales, tasmanianos y beduínos no hubieran
Podido constituirla en Venecia ni aun en las
épocas de más espíritu guerrero de esta repú-




4 8 Capítula II


blica. Aun tratándose de un mismo pueblo, la.
condición de la aristocracia en una época no es'
muchas veces la de otra, y así no es lícito iden-
tificar la superioridad que daba vida á la aristo-
cracia militar de los godos, por ejemplo, con la
de la aristocracia de los siglos XVI y XVII,
cuando iba perdiendo su carácter militar para
convertirse exclusiva mente en territorial, reali-
zada por completo nuestra reconquista; ni si-
quiera á aquélla con la que actualmente existe.
Excusado parece añadir que las aristocracias.
son tanto más poderosas y su acción tanto más..
vigorosa y extensa cuanto más completa es sti
superioridad sobre las demás clases. Las que?
sólo tienen una superioridad incompleta, si no
logran de algún modo completarla, alcanzan
únicamente una fuerza y un ricider limitados.
como sucede con casi todas las modernas, y se
dice «casi» porque todavía hay pueblos en que
el poder de los «mejores» es considerable y en
algún caso absoluto (i).


( i ) En las cuarenta tribus en que se divide el Montene-
gro ejercen considerable influencia y autoridad los ancianos,
que son sus jefes, y que unen á la superioridad de la expe-
riencia la de la virtud, en la mayoría de los casos, y de la
posición social y las riquezas. Andric, Geschichte des Fürslen-
Munís Montenegro, pág. 97.


De las repúblicas aristocráticas 49


Siendo la idea de superioridad la primera que
entra en el concepto de aristocracia, es evidente
que donde esta superioridad tenga medios de
manifestarse y actuarse por sí sola, sin mezcla
de ningún otro elemento, tendrá su manifesta-
ción más natural r adecuada, ya que una su-
perioridad que no lo es respecto de algún ele-
mento, como sucede á la de la aristocracia en
las monarquías mixtas, y en las repúblicas, en
que de algún modo está subordinada á la vo-
luntad del pueblo, no es ni puede ser real y
verdadera superioridad. Por esto la aristocracia
ha de ser estudiada ante todo en su acción como
gobierno. ;Cómo ha de actuarse necesariamente
en el poder público? Se ha visto que es, habida
consideración á su estructura material, un com-
puesto, una suma de seres inteligentes y libres,
y en toda suma entra más de un sumando. Re-
sulta, pues, que ha de constituir necesariamente
un gobierno republicano. Se ha dicho antes
que toda idea de superioridad es relativa, y ha
de añadirse ahora que, en el caso concreto de
las sociedades humanas, los espíritus superio-
res, y aun los hombres físicamente superiores,
componen siempre una minoría dentro del ser
social. Y se comprende que sea así, pues en
todos los órdenes de la vida se ve que las cosas


4




5 0
Capítulo .71


naturalmente ordinarias son mucho más en nú-
mero que las naturalmente extraordinarias; lo
cual se debe á que en la producción de éstas
se necesita la cooperación de gran número de
causas que no siempre se reúnen; todo esto, no
queriendo levantar ahora la vista del orden na-
tural y terreno. Se dirá, pues, que el gobierno
aristocrático es una república cn la que el poder
está en manos de una minoría superior, por sus
facultades y condiciones ó por alguna ó algunas
de ellas al menos, á la mayoría de los miembros
del cuerpo social (1). Claro es que la aristocra-
cia corno gobierno no puede tener otra razón de
existencia, aparte la de todas las encarnaciones
del principio de autoridad, que la que tiene
como clase, y por lo tanto, así como declina,
se oscurece y mucre en concepto de parte de
la sociedad en el momento en que su superiori-
dad desaparece, así decae, se esteriliza y pierde
el poder en el momento en que aparece alguna
superioridad más alta que la suya, ó el pueblo
por su educación ó ilustración de algún modo se.


Laveleye, gouturnement dans la democratie, tomo I,
libro V, cap. I, págs. 195 y 196.—Luigi Palma, Corso di
diritio tostituzionale, tomo I, cap. VIL—John Burgers, Politi-
cal science, tomo 1, pág. 172.—Suliotis, E/entente de arre''t
constinaional, págs. 163 y 164.


De las repúblicas aristocrdticas


le iguala. Antes se ha hecho constar lo que su-
cedió en Grecia y Roma. Recuérdese ahora lo
que ocurrió en Venecia, por ejemplo, donde la
corrupción de las costumbres y la sed de inter-
minables placeres debilitaron á la clase gober-
nante; su carrera de gloria, esta carrera tan bri-
llante que recorrió en comarcas tan gratas á la
imaginación, su magnánima defensa en la gue•
rra de Chiozza, algunos grandes nombres espar-
cidos aquí y allá, se oscurecieron entonces poco
á poco; los soldados nacionales fueron sustituí-
dos por mercenarios extranjeros, y se vió á una
insolente soldadesca alemana imponerse á los
Mismos senadores, y á los gobernantes que ha-
bían decretado la muerte del-Conde Carmañola,
y le habían ejecutado después, á pesar de su
prestigio, popularidad y fuerza, temblar ante un
jefe extranjero, y á la que había sido reina del
Adriático y aun del Mediterráneo, morir ex-
puesta al menosprecio de las naciones. Hallan)
lo dice: en ocasión tan solemne los aldeanos de
Underwald supieron morir como héroes en sus
m ontañas; los nobles de Venecia sólo pensaron
en sobrevivir á su patria (1).


( I ) Hallan), The State of Europe during, the nzeldle age,
tomo u, cap. V, parte segunda, pág. 141.




5 2 Capítulo II


De la idea de superioridad de una minoría
sobre la mayoría de los miembros del cuerpo
social, que es la idea primordial de toda aristo-
cracia, nacen en la mayoría de los casos varias
máximas de gobierno de algún modo esencia-
les en esta clase de repúblicas. En ellas se pro-
fesa desde luego el principio de que el poder
público debe encarnarse en los mejores, no en
los más, del cual se deduce la negación del su-
fragio universal y la afirmación de que el pue-
blo es incapaz de intervenir en la marcha de la
cosa pública; en ellas, enfrente del principio de
la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley,
se proclama la armonía del derecho con la con-
dición del ciudadano, y- enfrente de la afirma-
ción democrática de que la voluntad de la ma-
yoría es la de la nación, á la cual la minoría
debe someterse siempre, se declara que la au-
toridad debe representar la cualidad, no la can-
tidad, gobernar á la mayoría, y de ningún modo
ser gobernada por ella; en ellas, enfrente del
derecho que declara á todos los ciudadanos
aptos para ocupar todos los cargos públicos, se
afirma que los ignorantes é ineptos no deben
ocupar cargos públicos, debiendo perpetuarse
éstos en miembros de la clase superior y
distinguida; en ellas, enfrente del principio de


De las repúblicas aristocráticas 53
la amovilidad, cuasi constante, de los represen-
tantes de la nación y de los funcionarios, se
tiene cierta manera de perpetuación, cuanto á
los primeros por razón de Estado y cuanto á los
segundos por razón de buena administración y
gobierno (1); en ellas, enfrente del principio de
la libertad común á todas las clases, se profesa
el de la libertad para la clase gobernante, y la
opresión, ó por lo menos la sujeción á leyes
especiales, para las clases gobernadas, y, por
último, enfrente del principio de la soberanía
de la voluntad nacional, y de la ley expresión
de esta voluntad, se proclama cl de la tradición
y la costumbre, que tienden á perpetuar la so-
beranía en determinado número de familias (2).


(1) Diga lo que quiera Bluntschli, en todas las repúbli-
cas aristocráticas no ha sucedido así. En la República de
Ragusa el duque era cambiado todos los meses. Estaba asis-
tido de doce consejeros que mientras lo eran no podían
salir de la ciudad, y sin duda por esto permanecían poco
tiempo en funciones. Todos los días, al anochecer, enviaba
el Senado, al palacio de San Lorenzo, un nuevo ,goberna-
dor elegido por él, que permanecía en el ejercicio de su au-
toridad bajo pena de la vida hasta el día siguiente á la mis-
ma hora, que era reemplazado por su sucesor. Davity, De la
republique de Reguse, tomo 11, págs. 98 y siguientes.


(2) Bluntschli, Algemeine Staatsiehre, lib. 6.° cap. XIX,.




54 Capítulo II


Se comprende y explica fácilmente que la aris-
tocracia haya escrito siempre en su constitución
ó practicado en sus gobiernos estas máximas
de su política, toda vez que sin ellas su exis-
tencia se haría difícil, cuando fuese realmente
posible, singularmente en lo que hace á la per-
manencia del poder en ella ó en su representa-
ción (i). Cabalmente por haber abandonado
algunas de estas máximas el Senado romano y
los cónsules, y haber admitido algunos princi •


Poli/ik als Wissenskaft, pág. 301, y De:ardas Staats-Wiirter-
buch, tomo I, pág. 332.


(1) La larga duración de las magistraturas es en reali-
dad un escollo de las repúblicas, aun de las aristocráticas.
Mario fué siete veces cónsul, haciéndose reelegir contra las
disposiciones de la ley, por la cual «Mira decem annos
eusdetn consulem refici non liceret,» según el texto de Tito
Livio en el libro X de sus Décadas. Esta infracción tuvo
graves consecuencias. Pompeyo fué cónsul sin colega, y
Bibulus, el colega de Julio César, no fué tenido en cuenta,
hasta el extremo de que se llamó á aquel alío el del consu-
lado de Julio y de César. Por otro lado, el término anual del


'consulado estaba sujeto á otros inconvenientes. El general
que aspiraba al honor de terminar una guerra antes del tér-
mino de su magistratura, emprendía operaciones aventura-
das, subordinando á su interés personal el bien público,
como lo afirman Polibio y Tito Livio del cónsul SernprO-
nio, que aventuró, sin deber hacerlo, la batalla, á fin de no
dejar á su sucesor la gloria de vencer á Anníbal.


De las repúblicas aristocráticas 55


pios opuestos, se vieron anulados poco á poco
por los tribunos del pueblo, y sucumbieron al
fin en la lucha que puso el poder en manos de
la democracia, desde la dial pasó, como casi
siempre sucede, á las de un César que procla-
mó la igualdad de aristócratas y plebeyos ante
su autoridad, y declaró más tarde que su volun-
tad era fuente única de derechos.


Evidentemente no son legítimas la mayor
parte de las conclusiones que en las repúblicas
aristocráticas se sacan del principio de superio-
ridad, que es la razón de su existencia. La idea
de superioridad no encierra la de soberanía, an-
tes bien, siendo indiscutible que ningún hombre
tiene por sí mismo derecho á dominar como
soberano á otro hombre, es lógico que ningu-
na clase, suma de hombres, tiene derecho á
dominar por sí misma á la sociedad. La autori-
dad no puede tener, por lo tanto, más que una
raíz próxima, y ésta es el consentimiento tácito


expreso de la comunidad, en la cual no es
posible prescindir de ningún elemento, porque
de todos se compone y todos han de tener par-
ticipación en el fin cuya consecución persiguen.
Pero si la aristocracia no tiene por sí misma de-
recho á la soberanía, tiene indudablemente por
su superioridad más aptitud que las otras clases


e




5 6 Capítulo II


para ejercerla. Esto deben reconocerlo todos,,
porque es un hecho que se impone á todos por
igual, y así, al constituirse la sociedad, se debe
dar á los hombres superiores la autoridad ó par-
ticipación en ella al menos, como sucede real-
mente, según se ha visto por los casos que se
han citado, á los que fácilmente podrían aña-
dirse muchos más. Porque si es necesario que-
en todos tiempos la autoridad represente una
superioridad sobre los gobernados, esta necesi-
dad sube de punto en los momentos en que se
elabora la constitución del Estado, cuando se
establecen las bases fundamentales del derecho
que han de presidir todo el desarrollo y regu-
lar los actos de la existencia civil y política del.
nuevo ser social. También puede ocurrir que,
en interés del bien común, crea la sociedad, y
su representación la autoridad, que puedan y
deban concederse á la superioridad determina-
das prerrogativas y privilegios; mas éstos en.


• ningún caso pueden ser legítimos si no cinanan
de la sociedad ó de la autoridad y si no tienen
por fin el interés supremo de la comunidad. Di-
cho esto, es bien fácil comprender qué hay de
verdadero y de falso en las máximas que en las
repúblicas aristocráticas se hacen nacer de la
razón de existencia de estos gobiernos, del


De las repúblicas aristocráticas 57
principio fundamental de toda su constitución.
No debe olvidarse, por lo demás, que en las
aristocracias, por el hecho solo de su existen-
cia, el Estado queda desde luego dividido en
dos partidos que resultan tanto más irreconci-
liables cuanto más el uno usa de su superiori-
dad en perjuicio de los demás asociados, y que
las luchas de estos partidos suelen convertirse
en guerras civiles, engendradoras más ó menos
tarde de la ruina del Estado, y por lo tanto y en
primer término de la clase gobernante, cuando
ésta no es perseguida, desterrada y diezmada
por sus adversarios triunfantes, corno sucedió,
según se ha indicado, en Atenas, donde el odio
á la aristocracia sugirió, elaboró y dictó la ley
del ostracismo, que tantos corazones llenó de
luto y tantos males atrajo sobre la patria.


La aversión de los pueblos al dominio abso-
luto de la aristocracia se comprende y explica
fácilmente. Ésta constituye una clase en el Es-
tado, y corno tal tiene un fin. Pueden darse ca-
sos en que este fin se confunda con el de la co-
munidad; pero también puede ocurrir que sean
diversos uno y otro y aun opuestos. Entablada
la lucha entre el interés de clase y el interés co
mún, la historia prueba que en la mayoría de los
casos se ha decidido la clase imperante por el




f


S8 Capítulo H


interés particular. Después de todo, es hasta
cierto punto lógica al proceder así. Los prove-
chos de su acción le sirven para robustecer la
fuerza de su superioridad, y cuanto más se ro-
bustezca esta fuerza, más se asegura la domina-;
ción, y, por lo tanto, la vida, y sabido es que la,
vida es la primera de las necesidades que siente
todo ser viviente. Algunos ideólogos han pon•
derado las excelencias dela aristocracia romana,
presentándola como muy cuidadosa del bien co
mún. Pero es lo cierto que del atento estudio de
los documentos que nos legó la Roma republi •
cana, no resulta lo que estos ideólogos preten-
den, sino lo contrario, y por consiguiente preci-
so es suscribir esta sentencia de Passy, que esta
vez ha estado en lo cierto: «Mucho se han enca-
recido las virtudes de la aristocracia romana ; la
,sencillez, la frugalidad de los más grandes per.
sonajcs, sus sacrificios por el bien de la patria.
¡Mentiras de retóricos Lo que atestiguan los he-
chos mencionados por los historiadores más
fidedignos es que jamás aristocracia alguna fué;
más altanera, más inicua y descaradamente ra
paz que la que gobernó sola después de la ex.,1
pulsión de los Tarquinos. Apenas hubo recogido
y confiado á dos cónsules renovados todos los
arios los poderes que la abolición de la monar•


De las repúblicas aristocráticas 59
guía dejara vacantes, se abandonó sin reserva á
los soberbios y codiciosos instintos que la do-
minaban. Había en el patrimonio público tierras
conquistadas al enemigo, de las cuales se apo-
deró, legitimando así sus usurpaciones las pro-
posiciones de ley agraria que, hasta los últimos
días de la república, sirvieron á los agitadores
para revolver á su arbitrio las pasiones popula-
res; promulgó leyes que permitían á los acreedo-
res apoderarse de la persona de todo deudor in-
solvente, y las hizo aplicar con implacable rigor
contra hombres á quienes la obligación de hacer
la guerra á su propia costa forzaba á tomar di-
nero prestado para dejar á sus familias con qué
subsistir durante la ausencia: así doce años des-
pués de la caída de la antigua monarquía, los
plebeyos, perdída la paciencia, se negaron á
prestar el servicio militar; el año siguiente sc reti-
raron armados al Monte Sacro, y fuerza fué en-
tonces concederles la institución de magistrados
destinados á protegerles y cuyo veto invalidaba
-aquellas de las nuevas decisiones que concep-
tuaban contrarias á los intereses populares» (i).


Bodin lo dijo, y en este punto preciso es darle


(I) H. Passy, De las formas de gobierno y de las leyes por
que se rigen , pág. 140.




6o Capítulo II


la razón: la aristocracia, multiplicando los amos;.
aumenta la sujeción y los peligros de la tiranía,
debiéndose añadir que la tiranía de una clase es
mucho peor que la de uno solo. Además, los vi-
cios de un monarca mueren con él, y el sucesor,
en interés propio, trata de hacerlos olvidar. Per
un cuerpo aristocrático, una vez corrompido, n
se corrige fácilmente ni aun por la muerte d
los que lo componen. El espíritu de interés d
clase, contrario al bien común, se perpetúa, y
la corrupción de costumbres,que suele ser con-
secuencia del exceso de bienestar material y de
dominación, hace lo demás en la obra de la per-
dición de la república. Sucedió en lo antiguo y
se reprodujo en los tiempos medios. Hé aquí lo
que pasó en Venecia decadente, segúnse des-
prende de los documentos auténticos publicados
por Barzoni: « Quien haya meditado sobre los
verdadéros atributos de la prudencia en ma-
teria de gobierno, temerá prostituir esta pa•
labra aplicándola á una constitución como la
veneciana, redactada sin respeto á la propiedad,
sin consideraciones á la población; á una consti-
tución que repartía el poder entre unos nobles
arruinados y un consejo despótico; á un gobierno
que hacía del vicio el aliado de la tiranía, y bus-
caba en la disolución de las costumbres la im-


De las repúblicas aristocráticas ú r


punidad de los asesinatos que se cometían> (i).
Claro está que estos atentados, cuando la re-
pública no pierde su independencia, como la
perdió Venecia, traen por inmediata consecuen-
cia terribles reacciones, de lo que es exacta
muestra la que describe Jenofonte cuando dice:
«No puedo aprobar la constitución de Atenas, en
que todos son preferidos á los mejores. Allí no
hay- justicia, ni el pueblo se preocupa por ello,
ocupado tan sólo en sacar provecho de los jui-
cios que emite y en buscar medios de arruinar
á los ricos, á los nobles, á los hombres de bien,
que detesta, y contra los cuales toda saña le pa-
rece poca por los recuerdos que de su domi-
nación conserva. Por esto la república popular
es el expediente y el refugio de los turbulentos,
revoltosos, sediciosos y desterrados, que dan
al bajo pueblo consejo y medios para arruinar
á los ciudadanos distinguidos, sin que puedan
evitarlo las leyes, pues éstas son producto del
capricho del pueblo. En ninguna ciudad los
hombres de bien, si fuesen consultados, prefe-
rirían la democracia; pero los malos son celo-
sos defensores de esta clase de gobiernos, por.
que es natural que cada unó favorezca á sus


(1) Westminster Review, torno XII, pág. 376.




62 Capítulo 11


semejantes» (1). ¿Se hubiera llegado á estos
extremos sin los excesos que la aristocracia co •
metió en las épocas de su dominación? Los
aristócratas habían gobernado en provechopro-
pio, subordinando á éste el bien común, y por
esto sus quejas contra los excesos de la de-
mocracia debían ser naturalmente menos escu-
chadas por los espíritus imparciales y sensatos.


Dice Montesquieu que la república romana«
pereció agobiada por el enorme peso de su gran-
deza, y debiera haber añadido que los aumentos
territoriales de aquella república convirtieron en
guerras civiles los• tumultos populares, y que
aquella grandeza y estas guerras acabaron de
abrir al imperio el camino que ya le habían
allanado los tribunos (2). Con efecto, las repú-
blicas aristocráticas y democráticas ligan dema-
siado su existencia á su condición de pequeñez.
Desde el momento en que los problemas de la
política dejan de ser conocidos de todos en sus
elementos constitutivos, y desde el instante cn
que se necesita de un brazo vigoroso que, con
su acción una, ponga en movimiento todas las


(1) Jenofonte, De la República de Atenas, pág. 172.
(2) Montesquieu, Grandeur et decadente des romains,


bro IX, págs. 67 y 68.


De las repúblicas aristocráticas 63


piezas complicadas de la máquina del Estado,
las repúblicas entranen su período de decaden-
cia y, 6 se convierten, si no lo son, en demo-
cracias, que las vuelven á su primitivo estado de
insignificancia territorial, ó caen bajo el poder
de un César (i). Megara es un ejemplo de lo
primero, y Roma de lo segundo. En las s aristo-
cracias se corre además otro peligro, y es el de
las consecuencias de la división de la clase
dominante. Mientras ésta está unida, sólo puede
pecar por sus atentados á la libertad de la pa-
tria, por los auxilios mismos que se presten
unos á otros los que la constituyen, para abusar
de la autoridad; pero desde el momento en que
se divide en bandos ó partidos opuestos, como
no existe quien los enfrene y domine, á los ma-
les que origina la tiranía de muchos se unen los
que engendran las discordias intestinas primero,
y luego las guerras civiles, que se distinguen de
las demás por su indomable ferocidad. Además,.
Convertidos los gobiernos en autoridad de par-


(e) El sistema federal ha resuelto, al menos por el mo-
mento, este problema en los Estados Unidos de América,
donde el régimen republicano florece en una gran extensión
terr itorial, actuándose sobre una gran p oblación. Pero sobre
esto habrá de discutirse más adelante.




"64 Capítulo TI


tido, los vínculos,aun para los elementos neutra-
les en las contiendas, se aflojan, y el veneno de
la anarquía, penetrando en las venas de todo el
cuerpo social, introduce la muerte donde antes.
estaba la vida, y la nación, ó se trasforma, ó
desaparece. Las repúblicas italianas que, ó eran
aristocrátas, ó estaban influídas en primer tér-
mino por la aristocracia, dan clarísimo testimo-
nio de los terribles efectos que la división de
las clases directoras ó gobernantes produce,
singularmente, como en estos casos sucedía,
cuando sobre ellas no existe fuerza ni poder
alguno. Á las discordias entre los diversos ban-
dos debió Génova su decadencia, el estado de
cuasi anarquía en que vivió diversas veces y la
guarnición francesa que recibió en su capital, y
que señaló los comienzos de la pérdida de su
libertad é independencia. En las monarquías,
singularmente en las hereditarias y bien_ conso
lidadas, las discordias de las clases directoras
son menos funestas en sus consecuencias, por- .
que sobre ellas está la autoridad suprema del
rey. Por esto estas discordias sólo han revestido
caracteres de gravedaden los períodos de regen-
cias por minorías ó en los reinados de monarcas
débiles, y en monarquías electivas corno Polonia,
de constitución y gobierno tan naturalmente


De las repúblicas aristocráticas 65


apropiados para el desarrollo y acrecentamiento
de esta gangrena social.


No puede pretenderse ciertamente que todas
las aristocracias sean iguales en todas las nacio-
nes y en todos los siglos, ni siquiera que lo
sean en todas las edades de una nación determi-
nada, como se ha indicado antes. Siendo la idea
de superioridad una idea de relación, desde el
momento en que uno de los dos términos cam-
bia, la relación ha de cambiar necesariamente.
Ahora bien, es indudable que el modo de ser
de las naciones cambia, y que la España de los
:visigodos no es la de la reconquista, ni la de los
primeros reyes de la casa de Austria la de este
siglo, como tampoco la China de ahora, imperio
cl más estacionario del inundo, es la de hace
cien años, á pesar de este estacionamiento. Cam-
biando el modo de ser de las sociedades, es
•evidente que han de cambiar en más ó en me-
nos las partes que las forman, y, por lo tanto,
que ha de cambiar la aristocracia, aunque por
su condición de clase conservadora se deje
influir menos en la mayoría de los casos por las
fuerzas de la evolución social. No puede per-
derse de vista, sin embargo, que el espíritu
conservador de las aristocracias destruye mu-
chas veces la relación entre la situación de éstas


5




66 Capítulo II


y la del pueblo; y claro está que, destruída la
relación, la superioridad desaparece, y las aris-
tocracias pierden toda influencia en la sociedad.
Hoy- mismo, bien á la vista está, las naciones
influidas por lo que se llama el espíritu moder-
no, se convierten poco á poco en sociedades
del tipo industrial de que habla Spencer, y en
ellas se ven nacer aristocracias que adquieren
cada día más influencia, y que aún la tendrían
más considerable sin los gérmenes de disolución
social que las escuelas del radicalismo absoluto
depositan en todo el mundo civilizado. ¿Cuáles
son éstas? Vacherot las acaba de determinar,
aunque no con la debida exactitud (f). En un


(1) tNuestra aristocracia nueva es la carne y la sangre-.
de nuestro gran pueblo, del pueblo francés, que la engen-
dra cada día en la sangre y en el dolor. No ha bajado del
cielo, como la casta sacerdotal de la India; no es produc-
to de la herencia, como el patriarcado romano; no es con-
secuencia de la conquista, como la nobleza inglesa; no ha
salido de una feudalidad cualquiera, como la antigua no-
bleza francesa 6 la alemana; no tiene su origen en tal 6
cual suceso social; ninguna institución la ha creado, ningu-
na






organización le da vida, ningún privilegio le ayuda. No
puede decirse que en tal fecha y en tal forma salió de la de-
mocracia. No existe corno cuerpo permanente, se forma y
.se renueva todos los días, engendrada perpetuamente por la


De las repúblicas aristocráticas
67


estado industrial, las únicas superioridades po-
sibles son la de los inmensos caudales y la de
los grandes conocimientos en las ciencias, que
pueden preparar, promover y de algún modo
contribuir á realizar los progresos industriales.
Las antiguas aristocracias, algunas ya decaden-
tes, y algunas fuera del nuevo concierto, por
no estar en relación sus especialísimas condicio-
nes con el estado social, desaparecerán más ó
menos tarde, si á éste no se acomodan, ó á lo
más quedarán como un recuerdo que vivirá de
sus timbres gloriosos de lo pasado, y serán sus-
tituidas en su influencia sobre sus conciudadanos
por las superioridades, que ya aparecen en los
pueblos que, como los Estados Unidos de Amé-
rica, caminan al frente de la nueva evolución,
debiéndose añadir . que éstos hasta ahora no se
muestran muy satisfechos del cambio inicia-
do (1).


democracia que la lleva en sus flancos.» E. Vacherot, La de-
mocratie
pág. 45.


(I) Vacherot observa, con mucha sagacidad, que la aris-
tocracia inglesa no ha cesado nunca de atraer á sus filas á
los hombres nuevos que le llevaban sus talentos, su poder ó
solamente sus riquezas, y oUde con razón que indudable-
m ente debe á esto en parte su superioridad y su inmensa in-
fluencia en el Estado. E. Vacherot, La démocratie




68 Captirdo //


Con efecto, desde los comienzos de su cons-
titución, y aun antes, existían en los Estados
Unidos de América elementos aristocráticos:
entre los anteriores, los que encargaron á Locke
su famoso proyecto de . Constitución (1), y en-
tre los posteriores, los que influyeron para que
la Constitución del Estado de Rhode-Island ne-
gase el derecho electoral á los ciudadanos na-.
turalizados que no poseyeran determinada can-
tidad de propiedad territorial, para que las
constituciones de Pensilvania y Georgia conce-
diesen sólo dicho derecho á los contribuyentes
por cualquier concepto; para que la de Connec-
ticut exigiese á todo elector saber leer al me-
nos, y la de Massathussetts saber leer y escri-
bir. Estos elementos han sido arrojados, en gran


página 43. J. Laisant compara la antigua nobleza con la aris-
tocracia de la banca y de la Bolsa que domina en Fran-
cia, para deducir que aquélla es superior á ésta. Hé aquí sus
palabras: «Existe un paralelo que hacer entre los feudales
de otros tiempos... y nuestros señores feudales de ahora,
hipócritas, cobardes, preocupados con librarse de todas las
cargas y con obtener todos los provechos, sin reparar en
medios; teniendo por ideal el aumento de su «haber» y por
patria la Bolsa.» L'anarchie bourgeoice, pág. 166.


(1) Moireau, Histoire des Eiats-Unir de l' elmérique cite
Noma;, tomo I, pág. 349.


De las replíblieas aristocráticas 69


parte, de la vida pública por la democracia, ce-
losa siempre de la influencia y acción de las su-
perioridades en la política; pero así y todo, con-
servan considerable y aun decisiva influencia en
la vida económica de la nación, que podrían pa-
ralizar en determinadas circunstancias, si quisie-
sen, y comienzan á influir en la vida municipal,
allí donde importa más á sus intereses. ¿Quién
puede asegurar que no se realizará un hecho,
producto, por ejemplo, de la acción del socia-
lismo en las masas, que dará unidad á estos ele-
mentos y los llevará á la lucha de la política,
si no para defender el bien de la patria, al menos
para defender los bienes propios? Ciertamente
no será éste todavía el tipo de la aristocracia
industrial de Spencer, compuesta de los mejores.
ó sea de los más aptos para robustecer la
vida del Estado del tipo positivista para lo por-
venir; más la evolución habrá de realizarse hasta
producir la armonía entre las diversas clases so-
ciales, si el socialismo no levanta grandes é in-
superables obstáculos en el camino que ha de
recorrerse. Lo que puede asegurarse desde lue-
go es que en este caso la nación ganaría induda-
blemente en baratura de gobierno lo que perdie-
ra en libertad la democracia, ya que, como reco-
noce Tocqueville y atestigua la experiencia, los




7 0 Capítulo II '


gobiernos republicanos aristocráticos son más
baratos que los republicanos democráticos, se
gún fácilmente se comprende y explica, si sc.
tiene en cuenta que cada uno aspira á lo que nc
tiene y necesita de algún modo, y las democra
cias necesitan dinero y las aristocracias de la
riqueza no, porque, ó lo tienen, ó cuentan con
los medios convenientes de procurárselo, si lo
desean, sin gravar el presupuesto de la nación.


CAPITULO III


DE LAS REPÚBLICAS DEMOCRÁTICAS


Raíz antropológica de las democracias.-:-Su fundamento jo-
rídico.—El lenguaje de los hechos.—Las democracias
completas en teoría y en la práctica.—Las incompletas.
—Las antiguas y modernas.—La evolución democrática
era Europa.—Su estado en las naciones latinas y en Ru-
sia.—Significado y extensión de los términos del proble-
ma.—La representación y la delegación.— Remedios
contra la anarquía.


La desigualdad entre los miembros del cuer-
po social es, según se ha visto, raíz y fundamen-
to de las aristocracias, y la igualdad de origen y
naturaleza lo es de las democracias. Aquélla,
cuando se actúa sin tener debidamente en cuen-
ta á ésta, y ésta, cuando obra negando á aquélla,


1




7 2Capítulo III


infringen la ley natural y pecan contra el orden
antropológico y civil, porque una y otra viven
inseparablemente unidas en el individuo y en la
sociedad, sin que puedan ser destruidas por
ninguna disposición ni esfuerzo humano, según
bien claro lo dicen la historia de Atenas y la
del Terror (1). Tocqueville afirma que la desi-
gualdad intelectual procede de Dios (2), y de
Dios, como autor de la naturaleza, procede, evi-
dentemente también, la igualdad originaria y
natural (3). En realidad, así como no se da nin-


(i) Taine lo ha puesto en claro cuando ha escrito que-
todo lo que revelaba una superioridad moral 6 intelectua-
era proscrito ó estaba amenazado de serlo durante el go-
bierno revolucionarios No fueron perseguidos sólo los
nobles y los sacerdotes; lo fueron también «los ricos egoís-
tas,los artesanos laboriosos, los comerciantes acusados de
acaparadores, los labradores mismos.» Pero ¿acaso los mis-
mos que perseguían así y trataban de destruir todas las su-
perioridades, no ejercían el poder en virtud de su superiori-
dad sobre sus correligionarios? H. Taine, les origines de ta
Prance contemporaine.—La lavando!, tomo III, págs. 75.
Y 510.


(a) «La desigualdad intelectual viene directamente de
Dios, y el hombre no podi á impedir que subsista siempre.»
Tocqueville, De la démocratie en Amérique, tomo I, pág. 89.


(3) San Bernardo escribía que munes /lamines requaier
natura genuit, y Santo Tomás declara que quantum ad


De las repúblicas democráticas


gún hombre que no sea igual á los demás por
su esencia específica, y al mismo tiempo des-
igual respecto de cada uno de ellos por sus
condiciones y aptitudes personales, así tampo-
co se da ninguna sociedad en que esta igualdad
y desigualdad no aparezcan en la superficie
desde el instante mismo de su actuación. Es
cierto que en las sociedades rudimentarias la
desigualdad apenas se advierte, siguiéndose en
esto también la ley constante de todo lo que
en el universo tiene vida; mas también lo es
que se desarrolla y crece en proporción que
la sociedad se desarrolla y crece, y que todos
los fundadores de democracias la han reconoci-
do, queriendo ó no, por el hecho sólo de su
existencia . Las aristocracias de la Edad Media
actuándose en el gobierno, sin tener debida-
mente en cuenta á las democracias, y éstas con-
denando al ostracismo en lo antiguo á aqué-
llas sólo por su superioridad, fueron aberracio-
nes que se explican por la historia y el estudio
de los estados sociales en que se realizaron, y
que no podrán justificarse nunca ante la socio-


natura/la ontnes sunt pares. Sobre las desigualdades entre
los hombres, véase el art. 3.° de la cuestión 96 de la primera
parte de la Sumnta Theologica.




74 Capítulo III


logía y la ciencia jurídica, ni aun ante la con-
ciencia recta y serena alumbrAda sólo por las :I
luces de los sentimientos naturales y del senti-
do común. Y es que como la igualdad natural
no podrá borrar las desigualdades individuales,
ni éstas destruir aquélla, las ordenaciones de la
razón encaminadas al bien común no pueden
prescindir de la una ni de las otras, y si pres-
cinden, faltan á la pi-hilera y principal de las cau-
sas y condiciones morales y jurídicas de su ser
potencial y actual.


Los hechos derraman nueva luz sobre esta
teoría, y la confirman y robustecen plenamente.
Straus sostiene que el pueblo de Israel constitu-
yó una verdadera democracia desde que salió
de Egipto hasta el reinado de Saúl; y con
efecto, ni un solo momento dejaron de apare-
cer






en la superficie de aquel pueblo las desi-
gualdades personales, no ya sólo entre sus cau-
dillos y él, si no también entre la tribu de Leví
y las demás, y entre los ancianos y el resto de
la comunidad (i). Es opinión general que Ate•
nas constituyó una democracia, y con efecto,
ni aun con la ley del ostracismo pudieron ha-


(1) Straus, Les orígenes de la forme républicaine du gafe-
vernement dans les Etats-Lfnis Aniérique, cap. VI, pág. 121.


De las repúblicas democráticas 75


case desaparecer las diferencias sociales, no
ya entre los ciudadanos y los que no lo eran,
sino entre los mismos ciudadanos; y así suce-
dió que, cuando dejaron de influir en el orden
social unas superioridades, aparecieron otras,
y en nombre de la superioridad de Su entendi-
miento y de su elocuencia se impuso Demós-
tenes á los demás, en el período de la lucha
por la independencia patria contra los macedo-
nios, y fué el jefe y guía en aquel último des-
pertar de las masas atenienses (1). Democrática
es la constitución de los Estados Unidos y
democráticas las de las diversas partes que
constituyen aquel todo federal, y, á despecho
de los artículos dr las leyes fundamentales, que
declaran á todos los ciudadanos iguales ante la
ley, se ha negado el voto á algunos. y sólo los
espíritus superiores van al Senado de la Con-
federación y á algunas Cámaras de los Estados;
y, á pesar de todo el derecho escrito, se dan
alcaldes con un poder tan absoluto como el de
cualquier soberano de los siglos XVI y XVII;
y, no obstante todos los principios igualitarios,
existe una aristocracia del dinero que, puesta


(1) Curtius, Historia de Grecia, tomo VIII, págs. 533 y
Siguientes.




76 Capítulo


de acuerdo, podría paralizar, en un momer.
dado, toda la vida económica de la nación
hacer imposible la vida de la república
También en Suiza, en los cantones mismos
que funciona el gobierno directo del pueblo r
el pueblo, existen, á pesar de la constitucic
diferencias sociales á que dan razón de ea
tencia superioridades históricas, intelectua
y prácticas (2). ;Acaso la revolución francc
no tuvo por único objeto, no obstante tac:
sus declaraciones de igualdad, la sustitución
una superioridad por otra, la de la aristocra(
histórica por la del tercer estado, de la clz
media, según aquí se dice? (3)


Por todo esto se explica sin duda ningu
que, como no sc han dado, no se den actu


(1) Bryce, Tire American commonwealik, pág. 154
Cánovas, Problemas contemporáneos, tomo III, págs. 9S y


(2) Si en algunos cantones sucede esto, en otros, por
contrario, á pesar de la igualdad de los ciudadanos ante
ley, se aplica contra los ricos el impuesto progresivo que
por resultado en Zurich, por ejemplo, que una renta de 6
francos paga sólo el 3 por loo, y una de 50,000 paga
9,8o por loo. León Say, Les solutions démocratiques de la 92,
tion des impots, tomo II, pág. 235.


(3) Thierry, Essai sur r histoire de la formation et
progrés du tiers état, págs. 9, 10 y 1.


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De las repúblicas democráticas 77


mente democracias completas, á pesar de la
inmensa fuerza de la evolución democrática en
el seno de las sociedades modernas. Para que
se dieran, sería preciso que la igualdad de ori-
gen y naturaleza se convirtiese en igualdad
completa y absoluta, no sólo de facultades in-
telectuales y morales, sino también de aptitu-
des físicas; porque desde el momento en que
una de aquéllas ó una de éstas fuese superior
á las de los demás, la desigualdad aparecería,
y con ella la relación de superioridad de uno
respecto de los otros, y, al pasar esta superiori-
dad de potencial á actual, produciría necesaria-
mente efectos que destruirían el orden igualita-
rio establecido. El error fundamental de Rous-
seau consistió precisamente en suponer que,
como el hombre es igual por su origen y natu-
raleza á los demás hombres, lo es del mismo
modo por sus facultades y aptitudes. Á una
igualdad absoluta de los miembros del cuerpo
social, correspondería ciertamente una igual-
dad absoluta de funciones, y. por lo tanto, de
derechos (1). Pero ;existe por ventura esta
igualdad de funciones? No sólo no existe, sino


(1) Rousseau, De contrat social, lib. I, cap. IX, pág. 35
de la edición de París de 1793.




7 8 Capítulo 111


que si. existiera desaparecería la variedad den-
tro de la unidad que constituye el orden sci-
cial (1). Verdad es que así y todo no habría
desaparecido toda desigualdad, á menos que
.se destruyese en su raíz y causas próxima y
remota la libertad (2). Dos hombres libres,
aunque tengan una misma función, pueden ac;-
tuarla de diverso modo, y á diversas causas.
corresponden necesariamente efectos diversos
De aquí una desigualdad en los productos de-
su acción, desigualdad que, si insignificante cn
sus comienzos, ha de resultar considerable en
sus desarrollos, por la razón de que el desarro-
llo no puede ser otra cosa en este caso que el
aumento progresivo de la desigualdad. Por esto
las democracias, cuando quieren ser completas,
no sólo trastornan el orden social, pretendien-
do dar unidad á todas las variedades y redu-
cir á la igualdad todas las desigualdades, sino
que atentan además á la libertad, y como poder
absoluto que es el suyo, en el sentido de que
no tiene ninguno sobre él, sus resultados llegan


(I) Para los filósofos, el orden es eparium, disparium-
que rerum suium euique locum tribuens dispositio.» P. De-
haxo Solórzano, El hombre en su estado natural, pág. roo.


(2) Sumner Maine, Popular governntent, cap. I, pág. 29.'


De las repúblicas democráticas 79


en no pocas ocasiones á los últimos límites de
la tiranía, según lo ha reconocido Taine, au-
toridad de gran fuerza y prestigio en este pun-
to (t).


Ciertamente, todos los pueblos no han te-
nido el mismo concepto de la democracia.
Entre los persas, las palabras democracia y vul-
go eran sinónimas, y se hacía consistir la esencia
de este gobierno en que se administrara justicia
igual para todos, se diese á la suerte la elección
de funcionarios y magistrados, se pidiera á éstos
cuenta y razón de su gobierno y se admitiese
á todos los ciudadanos en la deliberación de
los negocios públicos (2). Para los griegos,
democracia equivalía á gobierno popular, según
frase muy repetida de Tucídides (3); y por
gobierno popular entendían, según Aristóteles,


(I) Las enormes exigencias del poder público en Fran-
cia durante el Terror arrastraron á gran número de obreros
y labradores á dejar su trabajo, reducidos á la desespera-
ción , y sólo la ley penal pudo obligarles á volver á sus ocu-
paciones. Taine, Les origines de la France contemporainc.—
La Révolution, tomo III, págs. 75 y 51 t .


(2) Herodoto, Los atuve libros de la Historia, págs. 326
Y 327 de la traducción del P. P01.1.


(3) Tucídides, ilistoria de la guerra del Peloponeso, li-
bro VIII, pár. X, pág. 314 de la traducción de Gracián.




So Capítulo III


el de los ciudadanos registrados en el censo,.
entre quienes se distribuían por la suerte las
funciones públicas, las cuales ejercían teniendo
por fin la libertad y con sujeción á las leyes (i).
Para los romanos, la igualdad y la libertad
eran la base de las democracias, y el mayor
número la razón suprema de las decisiones de
gobierno (2), siendo pura poesía lo que dice
Polibio, gran admirador de los gobiernos mix-
tos, cuando afirma que no es democracia el
gobierno en que el populacho hace cuanto
quiere y se le antoja, sino aquel en que preva-
lecen las patrias costumbres de venerar á los
dioses, respetar á los padres, reverenciar á los
ancianos y obedecer las leyes; entre semejan-
tes sociedades, añade, sólo se debe llamar de-


(1) Aristóteles, La Rípublique athéniense traeluite en fran-.-
¡vis paur hz prensi?re fois, por T. Reinad', segunda parte,
primeros capítulos, págs. 77 y siguientes. París, 1891.


(2) Dionisio de Halicarnaso en el lib. VII, Tito Livi'
en el VI y Cicerón en varias de sus obras dan noticias TI.
permiten conocer cómo se pasó en Roma de la desigualda
de los sufragios en las votaciones por centurias á la igua:-
dad de los sufragios en las votaciones por tribus, forma d,
comicios completamente democrática, en la que la liberta::
la igualdad y el mayor número lo eran todo, y los privik-
gios de clase desaparecían.


De las repúblicas democráticas 81


mocracia aquella en que el sentimiento que pre-
valece es el del mayor número (1). Tres eran,
como se ve, las notas esenciales y característi-
cas de la democracia en la antigüedad: su cons-
titución por la totalidad de los ciudadanos,
iguales ante la justicia del Estado, su acción
por la voluntad de la mayoría de éstos y su
fin por la tendencia constante á la libertad.
Aristóteles enumera cinco clases de democra-
cias, y á cada una de ellas da diversas notas
características, tomadas del modo especial de
ser de los diversos pueblos; pero del atento
-estudio de su clasificación resulta bien claro
que las únicas notas esenciales y verdadera-
mente características de las democracias anti-
guas eran las tres que se han indicado antes (2).


(1) Polibio, Historia uni7ursal durante la república ro-
mana, tomo II, pág. 120.


(2) «La igualdad es la que caracteriza la primera espe-
cie de democracia, y la igualdad fundada en la ley en esta
democracia significa que los pobres no tendrán derechos más
extensos que los ricos, y que ni los unos ni los otros serán
exclusivamente soberanos, sino que lo serán todos en igual
proporción. Después de ésta viene otra democracia en la
que las funciones públicas se obtienen con arreglo á una
renta, que de ordinario es muy moderada. En una tercera
Especie de democracia, todos los ciudadanos, cuyo dere-


6




82 Capítulo 111


Sin igualdad de los ciudadanos en el Estado,
sin el imperio del mayor número en las deci-
siones populares, y sin la libertad, por fin, no
podía cxistir verdadera democracia. de aña-
dirse que está en lo exacto Laveleye cuando
afirma que la constitución es el baluarte de las
minorías en esta forma de gobierno (I), y que,
por lo tanto, cuando la constitución sc cambia
por capricho de la mayoría, la vida de las mi-
norías se hace tan difícil, ó más que en un Esta-
do monárquico despótico.


Durante siglos se ha llenado á la juventud de


cho no se pone en duda, obtienen las magistraturas, pero
la ley reina soberanamente. En otra, basta para ser magis-
trado ser ciudadano con cualquier título, dejándose aún la
soberanía á la ley. Una quinta especie tiene las mismas con-
diciones, pero traspasa la soberanía á la multitud, que reem-
plaza á la ley, y entonces la decisión popular, no la ley, lo
resuelve todo; siendo esto debido á la influencia de los de-
magogos. a Aristóteles, Faldea, lib. VL, cap. IV, pági-
na 193. La segunda especie de democracia es evidentemente
una aristocracia, y las diferencias que se establecen en el
texto transcrito entre los pueblos que se rigen por sí mismos
y por la ley, son de escasa importancia desde el momento
en que el pueblo es el que da la ley, 6 al menos nadie puede
darla sin su aprobación definitiva.


(1) Laveleye, Le gouvernernent dans la democrade, to-
mo I, pág. 202.


De las repúblicas democráticas 83


ideas inexactas acerca de las antiguas democra-
cias, hablando á todas horas de la famosa demo




cracia de Atenas, de los derechos del pueblo
romano, del gobierno popular de algunas repú-
blicas medio-evalcs; y así se ha creído por mu-
chos que la Atenas del siglo de Perides, la
Roma del tiempo de los Gracos y la Florencia
del siglo XIV estaban gobernadas por la mayo-
ría de los habitantes mayores de edad que vi-
vían dentro del territorio nacional y obedecían
las leyes del Estado. Nada menos exacto: en
Atenas los ciudadanos no pasaban de veintiún
mil, y la población total se elevó á cerca de
medio millón de habitantes (1); lo mismo sute
dió en Roma; y aun era menos eficaz que en
estos estados la acción de la población total,
ó de su mayoría al menos, en la política de la
república de Florencia en el siglo indicado. Así
puede y debe decirse que la democracia mo-
derna se diferencia sustancialmente de las anti-
guas: éstas implicaban el gobierno de la nación
por los ciudadanos ó la mayoría de éstos al
menos, y aquélla implica el gobierno de la na-


(1) Tu
-cídides,


_Historia de la guerra del Peloponeso, to-
ril° II, pág. 321, y Curtius, Historia de Greda, tomo III, pá-
ginas 593 y 194.




84 Capítulo


ción por sí misma, aplicándose, por consecuen-
cia, el principio de todo por el pueblo y para
el pueblo; en las antiguas, los habitantes mayo-
res de edad se dividían en ciudadanos y no
ciudadanos, y los primeros gobernaban y los
segundos obedecían, y en las modernas, la
condición de habitante domiciliado en la na-
ción y mayor de edad y la de ciudadano se
identifican por completo, y la nación ha de ser
gobernada constitucionalmente, por lo tanto,
por la mayoría de sus habitantes mayores de
edad; en Atenas, Roma y la Florencia de la
época indicada existía la igualdad de todos los
ciudadanos y la desigualdad entre éstos y los
demás habitantes; en Suiza y los Estados Uni-
dos de América la ley y la práctica declaran
iguales á todos los habitantes mayores de edad,
sea cual fuere su condición social, y ha de aña-
dirse que no faltan publicistas que lleven su afán
igualitario hasta el extremo de querer igualar
ante la ley á los dos sexos, elevando así á la
mujer á la condición de ciudadana, habiéndose
dado en Inglaterra algunos casos de mujeres
elegidas para cargos municipales, ya que de mu-
jeres electoras se dan hace no pocos años (i):


) Cánovas, Problemas contemloraneos, tomo III. pág.94. -


De las repúblicas democráticas 85


Como se ve, las democracias antiguas, con
su fundamento en una ley de castas, no eran
verdaderas democracias; pues se diferenciaban
sólo de las aristocracias en el número de gober-
nantes dentro de la minoría respecto de la po-
blación total del Estado. Es cierto que se dife-
renciaban de las aristocracias de su tiempo en
que éstas se personificaban en una minoría de
ciudadanos, y aquéllas comprendían la totali-
dad; pero no lo es menos que esta diferencia era
producto sólo del estado social existente, y que
en ninguna causa esencial se fundaba, toda
vez que ninguna diferencia esencial puede exis-
tir, desde el punto ele vista del Estado, entre un
grupo y otro grupo de ciudadanos, entre un
grupo y otro grupo de habitantes de un terri-
torio, si no la que es raíz y fundamento de las
aristocracias. Más lógicas son las democracias
modernas, que del principio igualitario que
las informa deducen la perfecta igualdad de
todos los miembros civiles del Estado, y si
por una parte niegan á la aristocracia todo
derecho fundado en su superioridad, elevan
por otra al último de los hijos del pueblo
á la misma condición legal como ciudadano
que el primero, por sus virtudes públicas y
privadas, de sus más conocidos y famosos




86 Capítulo Hl


miembros. Esto en el derecho escrito, claro
está, pues en la práctica tiene sobrada ra-
zón Gaetano Mosca cuando observa que en
las democracias, como en las monarquías ab-
solutas, existen clases directoras y gober-
nantes que á veces como clases, y casi
siempre organizadas en forma de partidos po-
líticos, suplantan al pueblo en aquéllas, y con-
vierten en éstas al rey en instrumento suyo,
y reinan y gobiernan casi siempre sin más
responsabilidad que su destrucción y ruina, si
sus abusos del poder ó la fuerza adquirida por
sus adversarios les obligan á cambiar de posi-
ción, y en vez de figurar como dominantes, á
inscribirse entre los vencidos y dominados. En
Atenas sólo el veinticinco por ciento de los ciu-
dadanos tomaba parte en la vida pública; en
Suiza, á pesar de los cantones en que el ejerci-
cio de la soberanía es obligatorio, y del hábito
que esto engendra, la Constitución de 1848
sólo pudo con gran esfuerzo reunir la mitad
mas uno de los sufragios; en los Estados Uni-
dos y en Francia aún estaría representada
por menor número la clase de los políticos, si
diversas causas, de todos bien conocidas, no
acrecentaran el contingente de electores en las
jornadas en que los diversos partidos sc dispu-


De las reptíblicas democráticas 87


tan los votos del pueblo en los comicios (1).
A pesar de esto, no es posible negar lo que ya


entrevió Chateaubriand cuando dijo que Europa
corría á la democracia. La estadística demuestra
que las revoluciones, hechos de fuerza dirigi-
dos á precipitar la evolución social iniciada,
tienen, en la segunda mitad del siglo XIX,
por principales autores y ejecutores á hijos del
pueblo, lo cual no ocurría en otros siglos. Sin
embargo, en Inglaterra y en los Países Bajos
fué ya considerable y muy principal la parte
que hijos del pueblo tomaron en las insurrec-
ciones de los siglos XVI y XVII. Durante dos
.años (1568 á 1570) condenó cl Duque de Alba
.á las más graves penas á 35 personas, y de


(i) En las elecciones de I r, 12 y 13 de Mayo de 1873,
es decir, en las más democráticas de España, resultaron 3
diputados elegidos con menos de ioo votos, 5 con menos
de 300, t 2 con menos de 500, 26 con menos de ,I.000,
78 con menos de 2.030, 75 con menos de 3.000, 69 con
Buenos de 4.000, 34 con menos de 5.000, 29 con menos
de 6.000, II con menos de 7.00o, 9 con menos de 8.000,
3 con menos de 9.000 y 4. sólo con más de 9.000. Es
decir, que elevándose la suma total de , electores inscritos á
más de 5.000.000, votó poco 6 más menos la cuarta parte
de ellos. Mafié y Flaquer, La Tez/alusión de a/58 juzgada
por sus autores, parte segunda, págs. 9o, 91 y 92.




83 Capítulo 111


ellas, 18 eran obreros, 6 tenderos, 3 soldados,
2 arrendatarios, i posadero y 1 maestro do
escuela. Los demás se distribuían así: 3 nobles,.
i diácono y I abogado (1). En la revolución
de Inglaterra de 1600 fueron principales jefes
26 obreros, pequeños fabricantes y comercian-
tes (2). Ni aun en las revoluciones de fines
del pasado siglo se encuentra un predominio-
democrático decisivo, lo cual prueba, entre
otras cosas, cómo Inglaterra y los Países Bajos.
se habían adelantado al resto de Europa en la
evolución indicada. En Francia, los nobles y los-
caballeros dieron el primer impulso á la revolu-
ción, y los literatos, los abogados y la clase
media en general lo continuaron, y aun en las
épocas de más furor democrático eran jefes de-
las masas revolucionarias abogarlos, literatos y
médicos, corno Marat, Robespicrre y Saint- Just,
exceptuándose sólo de esta regla Herbert, que
era repartidor de entradas de teatro, y Cullot
d'Herbois, que era actor sin contrata (3). De 95
condenados á muerte después de la revolución


(1) Le Sandoje Nicolás, Chronique de Tournai, pág. 127.
(2) Buckle, Ilistory of eivilization, tomo III, pág. g.
(3) May, Le dentocratie en Europe, pág. 66.


De las repáblicas democráticas 89


de Nápoles, 20 eran notarios y abogados, 20
militares, 17 catedráticos y literatos, 12 propie-
tarios, I0 médicos, 5 mercaderes, 3 maestros
de esgrima, 2 funcionarios públicos y i ban-
quero, y sólo los 5 restantes eran hijos del
pueblo, que en su inmensa mayoría era anti-
rrevolucionario, según el testimonio de Lom-
bróso (I). Todo lo contrario sucede en las re-
voluciones que han tenido lugar de medio siglo
acá, lo cual sirve de testimonio clarísimo de que
la evolución democrática se acentúa cada vez
más. Después de la revolución de 1848, des-
aparecieron de París 30.000 obreros, persegui-
dos, desterrados, encarcelados ó muertos por
haber tornado parte en ella, y en la Commune
de 1870 no sólo fueron los obreros quienes
dieron la casi totalidad del contingente revo-
lucionario, sino que de los 81 jefes del movi-
miento, 35 eran obreros también y 9 periodis-
tas. En los últimos movimientos revoluciona-
rios de Italia se ha visto que de 51 procesados
por haber tornado parte en ellos, 36 eran obre-
ros, 5 completamente desconocidos, 6 artistas


( 1 ) Lombroso y Laschi, Le erim politique el les revolution.;
tomo II, pág. 35.




go Capítulo Hl


ó estudiantes, y sólo 2 abogados, 1 propietario
yi agente de negocios (1).


Lo que sucede en Rusia sirve para derramar
nueva luz sobre el camino que sigue la evolu-
ción democrática en las sociedades modernas.
El imperio moscovita se encuentra, considerado
en sus grandes centros de población, como
España durante los reinados de Carlos IlI y Car-
los IV. La masa general permanece adherida al
orden de cosas existente, y así el nihilismo
recluta sus partidarios casi exclusivamente en
las clases ilustradas, influidas principalmente
por los grandes escritores de la Francia revolu
cionaria y por los doctores y maestros de la
izquierda hegeliana de Alemania. Por esto re-
sulta que de 166 procesados durante cinco año
por atentados contra el orden público y la se
guridad del Estado, 88 eran militares y funcio


(i) La opinión de Sumner Maine sobre los cambios d
gobierno por la fuerza está de acuerdo en parte con 1
realidad por lo que hace á España. Aquí los generales po
líticos y los políticos no militares han preparado todo
estos cambios y una parte del pueblo les ha secundado e
ocasiones. Durante el período de la revolución de Sctiem
bre fué cuando mayor fuerza adquirió y mostró aquí la de
mocracia, aunque en sus movimientos de importancia obr
siempre dirigida por elementos de otras clases.


De las repúblicas democráticas 90


narios públicos del orden civil, 59 popes, abo-
gados y médicos, y 19 literatos, estudiantes y
pintores, estando representadas por un 25 por
loo las mujeres literatas en el total de los con-
denados por delitos políticos. En Rusia, como
en Francia y en España, las clases de mayor
ilustración dieron el impulso; lo han continua-
do clases menos ilustradas, y en el último pro.
ceso político de San Petersburgo se ha visto
con sorpresa por muchos, y sin sorpresa por
los que han venido observando y estudiando en
sus causas y efectos la propaganda activa que
los estudiantes principalmente han hecho en
diversas clases populares, que de 21 acusados,
7 eran artesanos y 2 labradores. Para los
que han estudiado la evolución social no cabe
dudarlo siquiera: los nuevos movimientos revo-
lucionarios de Rusia tendrán cada día que pase
más carácter democrático, si el poder público
no encuentra medios de detener á la evolución
en su marcha y aun de obligarla á retroceder,
más feliz al conseguir esto que los otros pode-
res públicos que antes de ahora intentaron la
misma empresa y fueron vencidos en ella, y
suctunbieron, unos con gloria y otros con vili-
pendio, arrollados por la nueva fuerza social,
Cada vez más vigorosa y potente.




9 2 Capítulo LH 1
Andan divididos los autores que estudian esta


evolución de las sociedades modernas, acerca
del significado y de la extensión que debe darse
á la palabra democracia: unos, corno Austin (r),
Scherer (2), y Sumner Maine (3), sostienen que
la palabra democracia significa, tomada en su
sentido propio y lógico, una forma de gobierno
en la que el cuerpo gobernante es la nación ó
al menos una parte considerable de ella; otros,
como Tocqueville (4), Laveleye (5) y Courcelle
Seneuil (6), afirman que la palabra democracia
puede significar dos cosas diversas, ya se refiera
á un estado social de condiciones igualitarias
para la vida legal, ya al régimen político en que
el pueblo se gobierne á sí mismo; por último,
algunos como Stubbs, exagerando el principio
de igualdad, llevan su concepción de la demo-
cracia hasta el extremo de querer que en ella


(1) John Austin, A Plea for the Constitution, pág. 22.
(2) Scherer, La democratie el la France, pág. 3.
(3) Surnner Maine, Popular government , cap. II, pági-i


nas 66 y siguientes.
(4) Tocqueville, De la democralie en Aneériqu e, tomo I,


páginas lo y t I.
(5) Laveleye, Le gouvernentent dans la democratie, tomo I,


página 2.
(6) Courcelle Scneuil, La democratie, pág. 5.


De las repúblicas democráticas 93


quede bien determinado para lo porvenir que
no tiene derecho á comer el rico que no traba-
ja (1). En realidad, todas estas concepciones
diversas son perfectamente conciliables, desde
el instante en que se tengan debidamente en
cuenta los períodos bien marcados de la vida
de la democracia. Ésta, como todo lo que tiene
vida, pasa por el estado embrionario, y éste es
su estado actual en Rusia; se desarrolla luego
y adquiere sus caracteres distintivos, y en este
estado se hallaba en Francia é Italia á fines dcl
siglo pasado y principios del presente, y ad-
quiere vigor y consistencia y se actúa corno
gobierno, según sucede actualmente en Suiza y
los Estados Unidos de América del Norte. Pero
así como la naturaleza de un ser no cambia en
ninguno de estos estados, así la de la democra-
cia es siempre la misma, aunque no siempre
sean los mismos su desarrollo, fuerzas y acción.
Por lo demás, es evidente que, según sean los
Principios que informen á la democracia , así
ésta será diversa en su obrar, y que no habién-
dose dado hasta ahora dos democracias perfec-
tamente iguales, no ha de sorprender ni admi-
rar que no se den en ellas dos acciones com-


( 1 ) Stubbs, Christ and democraey, pág. 27.




94 Capitulo II]


pletamcnte iguales. Hay más todavía:¿aras
puede dejar de verse en el afán por legislar que.
aqueja á todas las democracias modernas, y
que las lleva á extremos verdaderamente inaudi-
tos , contra los cuales ha clamado con gran
energía y abundancia de datos Spencer (1), y t.
que, como observa con fundamento Bryce, ha
producido en los Estados Unidos un movimiento
que ha dado por resultado conceder al presi-
dente de la Cámara de diputados, y á las sec-,
ciones por el nombradas, un poder más absoluto
y menos contrastado que el de los monarcas
despóticos de la antigua Europa (2); por ventu-
ra puede dejar de verse en todo esto, repetí--
mos , la profunda movilidad de criterio quo:
aqueja á las indicadas democracias? Además,
claro está, de otras muchas causas que multipli--
can á todas horas el indicado afán, causas espe-
cificadas con gran acierto por Laveleye en la
obra que puede ser considerada como su testa-
mento político por haberla publicado la víspera
casi de su muerte (3). Hamilton y Madisson ya


(i) Herbert spencer, The Man. versus the State, págs. 44
y siguientes.


(2) Bryce, The American commonweneith, pág. 123.
(3) Laveleye, obra citada, tomo Ir, pág. 173.


De las repúblicas democraticas 95


lo dijeron: «La facilidad en aumentar y cambiar
las leyes constituye el peligro más serio para
las instituciones democráticas», y del mismo
parecer era Jefferson, de quien dice Tocqucville
que fue el más gran demócrata que ha salido
hasta estos tiempos del seno de la democracia
americana.


En realidad, la primera idea esencial que entra
en el concepto de democracia, porque se re-
fiere á su constitución misma, es la de multipli-
cidad de los miembros que la constituyen. Aho-
ra bien, la democracia, como la aristocracia,
sólo puede actuarse en el gobierno reduciendo
su acción á la unidad, y los seres inteligentes y
libres sólo se reducen á obrar concordcmente
por dictamen de la razón y decisión de la vo-
luntad. De aquí la necesidad del esclarecimiento
de la razón cuando ésta, según ha de suceder
necesariamente en las democracias, no tiene la
conveniente luz propia para ver por sí misma la
verdad; de aquí las persuasiones á la voluntad
Para que ésta quiera poner actos encaminados
al bien; y por último, de aquí la necesidad de




asambleas en que estos esclarecimientos y estas
persuasiones puedan exponerse, ya que sería
i mposible exponer los unos y las otras á cada
nno de los ciudadanos en particular. Pero en las




96 Capítulo 171


naciones es mayor el número de los ignorantes
que el de los doctos, el de los entendimientos
oscuros que el de los claros, y también son
menos los hombres de conciencia recta que los
de voluntad torcida, sobre todo en los momen-
tos en que existe lucha de intereses entre el
bien particular ó personal y el bien público. Poi-
esto las democracias, ya que no pueden realiza:-
la igualdad intelectual, la suponen cn las leyes,
y por esto también suponen la igualdad moral.
y, como medios de conseguir una y otra, el
acrecentamiento de la enseñanza y la educación.
Con esto y todo, no logran nunca poner cn
relación de perfecta igualdad la ley con el es-
tado social, ni por lo que hace á la ilustración
ni por lo que hace á la moral, y así resultan en
constante desequilibrio la constitución y el go-
bierno, lo ideal y lo real. Se han preguntado
algunos por qué las democracias, que en el cur-
so ordinario de los sucesos no se recomiendan
por el acierto de sus decisiones, resultan supe-
riores á sí mismas en los momentos graves para
su porvenir ó el de la patria (i), y la contesta•


(t) «Cuando los grandes peligros amenazan al Estado
se ve á menudo al pueblo elegir con facilidad á los ciuda-
danos más propios para salvarle. Se ha observado que el


De las repúblicas democráticas 97


ción es obvia. En el primer caso, la verdad y
el bien no se presentan ante la razón y la volun-
tad con fuerza irresistible, ya porque aquélla
brille con menos esplendor ó el entendimiento
tienda á ella con menos ahínco, ya porque
aquél se vea menoscabado por algún bien parti-
cular ó personal; en el segundo, lo solemne de
las circunstancias da mayor fuerza al entendi-
miento, la luz de la verdad se muestra más cla-
ra, y todo bien particular ó personal desaparece
ante el supremo de la existencia propia ó de la
patria, cuándo no de las dos á la vez. Los ate-
nienses, que tantas veces desoyeron la voz de
la previsión y del patriotismo de Dcmóstenes
mientras creyeron lejano ó no existente el peli-
gro de la invasión y dominación de Filipo de
Macedonia, y se dejaron envolver en la red de
los sofismas y maniobras de Eskines y los de su
partido, volvieron sobre sus acuerdos en cuanto
la gravedad de la situación fué evidente por sí
misma y trataron de enmendar con sus tardíos
aciertos los pecados cometidos, y á estos últimos


hombre, en los peligros graves, raras veces permanece en su
virtud habitual: se eleva mucho sobre ella. Así sucede á los
pueblos mismos.» Tocqueville, obra citada, tomo II, pági-
na 5i.




98 Capítulo III


actos suyos no se debió ciertamente que su des-
pertar sólo les sirviera para recibir con gloria
el condigno castigo.


Claro está que pudiendo actuarse las demo-
cracias en el gobierno, ya por sí mismas, ya por
representación adecuada; siendo diverso el ca-
rácter de sus poderes legislativo y ejecutivo en
las primeras, ó sean las directas ó absolutas, y
cn las segundas, ó sean las representativas ó
relativas, y habiéndose de tratar luego de las
unas y de las otras detenida y especialmente, es
lógico que se discurra ahora sobre lo que toca
á esta forma de gobierno en general y que se
deje para luego lo especial á cada uno de los
miembros de la división indicada. Ahora bien,.
siendo la libertad el fundamento ético y la
igualdad el fundamento jurídico de las demo-
cracias, es evidente que en ellas, como sucede
siempre entre seres iguales y libres, las decisio-
nes deben tomarse por mayoría de votos, cuan
do la unanimidad sea imposible (r). Por esto


o






(i) «Si el sufragio universal, que corresponde á la do-
minación del número sobre el mérito, de la cantidad sobre


¡ la calidad, puede dar la solución de algunos raros proble-
mas de interés general que pueden ser resueltos por eL
sentido común, 6 aun si es útil cuando se necesita del asen•


De las repúblicas democráticas 99
en una ú otra forma la ley de las mayorías pre-
side en todos los Estados democráticos mo -
dernos, salvo excepciones ya indicadas, la cons-
titución y actuación de los poderes públicos,
abandonado el procedimiento de la suerte, más
democrático por ser más igualitario, que entre
los persas acariciaba Otanes y practicaban en
parte los atenienses; y se dice en parte, porque
eran nombrados por elección y para cuatro años
los jefes militares, el tesorero general del ejér-
cito, los depositarios de los fondos destinados
á las fiestas nacionales y el director del servicio
de las aguas. Hay que no olvidar ahora que las
mayorías no pueden tener una constitución di-
versa del todo de que forman parte, y que, por
lo tanto, están constituidas, como las naciones,
por seres inteligentes y libres, desiguales por
su condición y aptitudes, pero iguales ante la
constitución del Estado. Es cierto que el enten-


timiento general, como para cobrar ciertos impuestos, nos
expondrá ciertamente á error en los casos en que sólo la
inteligencia más ilustrada es capaz de dar un buen consejo.
Es necesario buscar el bienestar y no la dominación del
mayor número, y el primero excluye necesariamente al se-
gundo, como la salud y la prosperidad de un niño están en
razón inversa de su plena libertad y de su omnipotencia.»
Lombroso y Laschi, Le crime poiitique, tomo II, pág. 343.




roo Capítulo fi/
dimiento tiende naturalmente á la verdad y la
voluntad al bien; pero no lo es menos que dada
la libertad de la ciencia y de las nociones que
de ella se derivan, en que viven las sociedades
modernas, y dada la lucha que en ellas aparece
en multitud de ocasiones y circunstancias entre
el bien particular y el bien público, aun los
entendimientos que están cn aptitud de poder
comprender bien la relación. que existe entre su
entendimiento y las cuestiones políticas que
surgen y se plantean y han de resolverse, y
aun las voluntades que encadenan su libertad á
las prescripciones del orden moral y sacrifican
su bien personal al de la comunidad, pueden
seguir y de hecho siguen diversos caminos en
sus tendencias naturales, y así se hacen de tal
modo necesarios los partidos con su acción y
disciplina, que sin ellos las democracias caerían
más ó menos tarde ó más ó menos pronto en el
abismo de la anarquía. Tanto es así, que Donnat,
en sus estudios de política experimental, no ha
vacilado en afirmar que el estado natural de las
democracias es la anarquía, si bien ha añadido
que no una anarquía cualquiera, sino la anarquía


e, científica, que no es otra cosa que la de Proudhon
pulimentada y mejorada á lo más con arreglo á
los adelantos de la observación y de la ciencia


De las repáblicas democráticas
rol


positiva, á fin sin duda de que se asusten lo me-
nos posible los que tienen algo que perder y nó
miran con malos ojos la evolución social que
conduce á las naciones modernas á lo que Cour-
celle Seneuil llama el orden democrático (I).


Evidentemente contra este peligro se arman,
aunque por medio diverso, las dos democracias
modernas más dignas de serio estudio, movidas
sin duda ninguna por su instinto de conserva-
ción; y así sc ve que en Suiza, donde el pueblo
esmás conservador que las clases directoras (2),
se busca en él el contrapeso de los precipita-
dos avances de los cuerpos legislativos, y éstos
se ven detenidos casi siempre en su marcha por


(I) Donnat, La politique exp:rimentak, pág. 584.
(2) Hasta ahora no se han publicado todos los datos


estadísticos necesarios para la historia completa del rife-
rendunz en Suiza, y así todos los estudios que sobre él se
han hecho resultan necesariamente incompletos. Sin embar-
go, ya en 1836 afirmó Stussi el carácter ultraconservador
del r<ferendum, opinión á que se inclinan los publicistas más
i mparciales que han tratado esta materia. Stussi, Rtferondunt
und inidative itn Kandint Ziirich, págs. 112 y 127; Naville, A
propos du refereudunz, estudio publicado en la Reprásentation
proporlionleiíe, torno IV, pág. 58, y Zeinp , Airicker Post,
minero de 2I de junio de 1834, donde se afirma que «el
pueblo suizo es más eminentemente conservador que sus.
diputado s.»




102 CaPtílik, 111


el resultado de las elecciones populares que se
niegan á sancionar las disposiciones legislativas-
demasiado atrevidas, habiéndose dado el caso
de que en el período que media de 1874, en que
fué reformada la constitución en sentido de dar
intervención directa al pueblo en el poder le-
gislativo, hasta fines de 1891, de diez y nueve
proyectos de ley sometidos al referéndum, han
sido rechazados trece. Lo contrario sucede en
los Estados Unidos, donde los elementos de
conservación social viven alejados de la vida
pública, y el pueblo, según muestra la expe-
riencia, en las elecciones directas no sólo no
es elemento conservador, sino todo lo contra-
rio, toda vez que envía á la Cámara de diputa-
dos de la Confederación, y á la mayoría de las
de los Estados, hombres poco aptos para or-
denar su razón y dirigirla al bien común. Allí
se han buscado en la elección indirecta del Se-
nado, en las trabas puestas al poder legislativo
de las Cámaras en muchos Estados, en la om-
nipotencia del Presidente y de los comités de
la Cámara de diputados de la Confederación y
en la designación de ministros permanentes
nombrados por el Presidente de la república,"
y, en cuanto á la vida comunal, en el poder, ca-
si siempre vigoroso y potente de los alcaldes,


De las repúblicas democráticas 103


no sólo diques de más ó menos fuerza contra la
anarquía, sino también barreras infranqueables
á la acción ambiciosa y destructora de los par-
tidos políticos. ¿Cuál de estos dos medios res-
ponderá mejor á los resultados que de ellos se
esperan? Difícil es predecirlo; pero no cabe du-
da de que el de Suiza tiende á convertir aquel
Estado en una serie de pequeñas democracias
directas, que podrán conservarse mientras sus
elementos constitutivos sean moderados y gra-
ves, mientras el de los Estados Unidos de Amé-
rica tiende á convertir aquella república en una,
aristocracia, tendencia justificada por el hecho
de que la democracia americana no procede co-
mo moderada y grave en la designación de sus
representantes directos en los poderes legislati-
vos de las partes en que el todo se divide, ni en
el poder federal. Los franceses hablan de su
democracia, pero su república pertenece, á pe-
sar del sufragio universal y bien meditado y
aquilatado todo, al género de las repúblicas
mixtas.


De todos modos, los demócratas franceses,
más que los de América y Suiza, deben no olvi-
dar que cuando los pueblos tienen derechos po-
líticos y ven que éstos no mejoran su situación,
acaban luego por pedir la revolución social. '




CAPÍTULO IV .


DE LAS DEMOCRACIAS DIRECTAS


El concepto de democracia directa.—La objetividad y la
subjetividad del derecho en ella.—Los dos elementos que
la constituyen.—Actuación del ser social como decla-
rador del derecho .—Las materias y los vicios de esta.
clase de gobiernos.—Los partidos y el pueblo—Las de-
legaciones en el derecho político.—El referéndum como
atenuación de la forma pura.—Materias del referéndum.—
El poder municipal en Suiza.—La guerra é los ricos.—
Lo absoluto en el orden legal y las limitaciones en la
realidad, segun Iliestand.—Conclusión impuesta por los
hechos.


El principio del gobierno del pueblo por el
pueblo únicamente se realiza de un modo com-
pleto en las democracias directas. En ellas la
autoridad y la sociedad se identifican en forma
que son unos mismos sus elementos constituti-


De las democracias directas ros


vos. Sólo existe entre una y otra la diferencia
de que en la primera los miembros del cuerpo
social se actúan como ordenadores de la razón
para procurar el bien común, y en la segunda,
corno obedeciendo las ordenaciones de la razón
y alcanzando por ellas dicho bien. Claro es
que, siendo unos mismos los que sienten las ne-
cesidades públicas y los encargados de buscar-
les satisfacción dentro de la esfera de lo posi-
ble, que siendo unos mismos los que declaran
el derecho y los que cumplen luego sus pres-
cripciones, que identificándose en estos casos el
entendimiento cognoscente, constituido por la
suma de los que forman el entendimiento so•
cial, y la cosa conocida, ó sea el ser social mis-
mo, el imperio de la razón y del derecho ha de
resultar aquí, al parecer, más que en otros go-
biernos, lógico, justo y bienhechor; porque, si
la verdad es la conformidad entre el entendi-
miento cognoscente y la cosa conocida, y el
derecho la relación entre las exigencias de la
objetividad social y la subjetividad ordenadora,
en ninguna forma de Estado, como en ésta, de-
bieran darse esta perfecta relación y aquella
conformidad, ya que en ella se identifican el en-
tendimiento cognoscente y la cosa conocida, y
es tan íntima la relación entre la subjetividad y


'S:




Io6 Capítulo IV


la objetividad del derecho, que una y otra es-
tán encerradas en una misma persona moral,
en la de la comunidad. En los gobiernos mo
nárquicos y cn los aristocráticos los que ejercen
el poder sólo en parte entran en la constitución
de la objetividad del derecho, y así muchas
veces sólo por el testimonio de sus conciudada•
nos, y no por experiencia propia, conocen la
necesidades públicas; en las democracias direc-
tas los que ejercen el poder constituyen tam-
bién, según se ha visto, la objetividad del dere=
cho, y, en tanto objeto del derecho y sujeto de
las necesidades públicas, tienen de aquél y de
éstas un concepto tan exacto como permiten
las luces de su entendimiento. ¿Por qué causas
la relación perfecta entre el sujeto y el objeto
del derecho se rompe á veces, á pesar de que
está toda ella en una misma persona moral, y la
conformidad entre el uno y el otro desaparece,
y con ella la verdad para la razón que ordena,
y el bien, por consecuencia, aun para la volun-
tad que se acomoda cn sus actos á las ordena-
ciones de la razón, que debieran conducir y no
conducen el ser social á la consecución del bien
común?


En el concepto de democracia directa entran
dos elementos esenciales: el de gobierno de to-


De las democracias directas 107


dos y el de actuación de este gobierno por to-
dos, sin servirse de representantes de ningún
género ni especie. En las otras democracias la
representación de todos por algunos en el ejer-
cicio de la autoridad establece realmente en el
derecho una desigualdad entre representantes y
representados; en la que ahora sc estudia, la
constitución supone una igualdad absoluta que
nD desaparece en ninguno de los dos momen-
tos en que se divide la vida social, ni cuando la
sociedad se actúa como autoridad, ni cuando la
autoridad se actúa luego como sociedad. Hay
que advertir, sin embargo, que si esta clase de
gobierno ha podido perpetuarse en las peque-
ñas repúblicas de Uri, Obwalden, Nidwalden,
Glaris y Appenzell interior (en el Appenzell ex-
terior la forma directa ha quedado muy mitigada
desde que en sus asambleas populares no se
discute, sólo se vota) (i), se ha debido á las
condiciones especialísimas de igualdad en que
viven sus habitantes, agricultores ó pastores,
sencillos en sus costumbres y relaciones socia-
les, ajenos á todo lo que apasiona al mundo
más allá de sus fronteras, dentro de. las cuales


(i) Verfassung für den Kanton Appenzell Rh., art. 27.




o


108 Capítulo !V


gozan casi siempre de tranquilidad y reposo (i).
Desapareció en cambio después de 1848 de los
cantones de Zug y Schwyz, porque el aumento
de población, cambiando las condiciones del
ser social, hizo imposible la reunión de las asam-
bleas populares, y éstas fueron sustituídas, en lo
que hace al primero, por el derecho al veto po-
pular para todo gasto que exceda de 40.000 pe-
setas en una vez y 5.000 anualmente, por el re-
feréndum facultativo concedido á todo grupo
de 500 electores, y la iniciativa en materia de
leyes á todo grupo de 1.000; y en lo que toca
al segundo, por el derecho al veto de todo gru-
po de 2.000 electores y el referéndum obliga-
torio para toda clase de leyes, lo cual, si no es
el gobierno del pueblo por el pueblo en su for-
ma más absoluta, lo es todavía aunque en forma
algún tanto atenuada. Claro está que en ningún
gobierno, como en éstos, cuando el pueblo no


(1) Muy oportunamente advierte Bluntschli que aun en
estos cantones de democracias directas se tornan ordinaria-
mente los candidatos á los empleos y dignidades del Estado
en las familias más consideradas de cada pequeña república,
lo cual equivale á reconocer de hecho una superioridad, y
una desigualdad, por lo tanto, que la ley no reconoce. Alige
mei ne Staatslehre, libro VI, cap. XXII,


De las democracias directas 1 09


es sustituido en cl gobierno por los partidos, es
completa y absoluta la libertad, pues ésta, cn el
orden civil y político, no tiene otros límites que
los que la razón y voluntad social se sefialan á
sí mismas, ya que todo en el Estado es producto
suyo, como fuente y origen de todos los dere-
chos, de las leyes fundamentales y las orgáni •
cas, debiéndose añadir, sin embargo, que en los
cinco cantones primeramente citados es tal la
sencillez de vida y de relaciones sociales, que
en ellos tient más imperio la costumbre que la
ley en la ordenación de las cosas públicas.


Conocidos los elementos que entran en la
constitución de las democracias directas, no es
dificil averiguar cómo, al pasar los miembros del
cuerpo social de la condición de gobernados á
la de gobernantes, se actúan en el Estado. La
unión social sc realiza por algún interés común
ó por el amor de un bien conocido y querido
de todos. Este amor ó este interés mismo es el
que necesariamente ha . de mover á los asocia-
dos, cuando se actúan como autoridad. Pero, al
obrar como sociedad, la unidad resulta de la
obediencia á las prescripciones del derecho y•
de la costumbre donde tenga ésta fuerza de
obligar, y, al obrar como autoridad, ha de re-
sultar necesariamente de la concordia de las ra-•




I I 0 Capítulo IV
zoncs de todos en la producción de las orde-
naciones encaminadas al bien común . Ahora
bien, esta concordia no puede producirse si los
dos términos de la relación que ha de constituir
cl derecho no sc establecen, si no se determina
en primer término el objeto de la nueva ley, y
luego se pone este objeto en relación con el
sujeto de ella. En este caso el sujeto del dere-
cho es una persona moral, compuesta de un
número relativamente considerable de personas
diversas por sus facultades y aptitudes . Para
ponerse de acuerdo y convertirse la pluralidad
en unidad, ó para en todo caso conocer la de-
cisión de la mayoría, y convertirla en ley, por-
que la unidad total sea imposible, se reúnen los
miembros de la sociedad en asamblea, y allí,
después de estudiada y determinada por medio
de informes y discusiones la relación entre el
objeto y el sujeto del derecho, se convierte la
relación en ley, y se nombran los miembros de
la comunidad que, como delegados de ésta, no
como representantes suyos, han de cumplirla
al menos facilitar su cumplimiento (i). Publi-


(1) M. Leon Dupriez ha distinguido perfectamente en-
tre delegación y representación en su libro titulado Rale des
ministres, premiado el año Ultimo por el Instituto de Francia.


De las democracias directas III


cistas de nota han descrito con brillantes colo-
res el cuadro de estas asambleas populares, en
las cuales se empieza en no pocos casos por in-
vocar los auxilios del ciclo sobre las tareas que
han de =prenderse y las decisiones que han de
tomarse. Con efecto, cuando el pueblo conserva
la sencillez de sus costumbres primitivas y de
sus relaciones sociales, cuando es grave en sus
pensamientos y moderado en su obrar, cuando
la discordia tiene plegadas sus negras alas y la
unión social y la tendencia al bien común están
en todos, es hermosísimo el cuadro que presen-
tan en el mes de Abril ó en los comienzos de
Mayo, en un valle sembrado de flores y en una
atmósfera saturada de aromas, los ciudadanos
todos, espada en mano, rodeados de sus muje-
res é hijos, ordenando las cosas y encaminándo-
las al bien común (i). Lástima es que este
anverso tenga su reverso, y que se sepa de Atc-


(1) «Una asamblea popular á la cual asisten, fuera del
círculo principal, las mujeres y los hijos, en un día de pri-
mavera, bajo el cielo, libre, de Dios, ante nuestras monta
ñas, fortalezas de nuestra libertad, es la más hermosa y
más completa personificación de la democracia. Todo lo que
á cambio de esto se ofrezca, será sólo débil plagio de esta
viviente unidad del pueblo.» Dubs, Le droit public de la con-
federation suisse, tomo I, pág. 210.




1 1 2 Capitulo ¡V


nas que los ciudadanos sólo pensaron durante
largos períodos en sacar provecho de los votos
que ernitíah (r), y que ya en el siglo XV hu-
bieron de dictarse severas leyes en Suiza contra
la corrupción electoral que causaba considera-
bles estragos en aquellas repúblicas (2).


Realmente no puede suceder otra cosa. La
igualdad legal no está en relación perfecta nun-
ca con la realidad social. Los miembros del
cuerpo social, doctos unos, indoctos otros, tie--
nen aptitudes diversas para apreciar la relación
entre el sujeto y el objeto del derecho, á las
que hay que añadir las diversidades que nacen
de su educación y creencias, y las que produce
la libertad. La experiencia enseña que una ver-


(t) Blunstchli, Aügemeine Staaislehre, libro VI, cap. XX,
donde están reunidos los testimonios de Jenofonte y
IIerrmann, en que se apoya principalmente nuestra afir-
mación.


(2) Blumer,Staats und Rechtsgeschichte der schweizerischen
Demokration, tomo II, págs. 113 y siguientes. Para evitar
la compra de votos se estableció, como en la democracia
ateniense, la provisión de los cargos por la suerte; pero
este procedimiento no dió resultado. En la asamblea popular
de Glaris se dijo en 1581 que «la compra de votos por los
candidatos á cargos públicos desmoralizaba y deshonraba el
cantón.»


De las democracias directas 113


ciad, expuesta por un orador elocuente y por
quien carezca de condiciones de palabra, no es
abrazada del mismo modo por los entendimien-
tos á quienes se dirige. De aquí la influencia de
los oradores en las asambleas populares y en
los partidos que en torno de ellos se forman.
Cada partido es una sociedad dentro de la so-
ciedad civil, con una naturaleza diversa de la de
ésta y con un fin diverso, aunque en las pala-


' bras aparezca debidamente subordinado al bien
común, porque, no hay que desconocerlo, los
partidos, inevitables en todo Estado libre y aun
en todo Estado en que se admita la libertad de
las ciencias y de las nociones que de ellas se de-
rivan, tienen por fin en sus programas la conse-
cución del bien de la comunidad entera , si
bien ha de añadirse que en la práctica resultan,
en la inmensa mayoría de los casos, agrupacio-
nes constituídas para ocupar el poder en pro-
vecho propio y de sus adeptos. Donde existen
varios partidos, y esto es inevitable también en
todo pueblo libre, existe lucha entre ellos, pues
todos se constituyeron, viven y obran para ocu-
par el poder, y, corno todos no pueden ocupar •
lo á un tiempo, apelan á toda clase de medios
para conseguirlo. Hay que tener en cuenta, en
honor de la verdad, que las democracias griegas


8




2 1 4


Capítulo IV


presentan más ejemplos de estas luchas y de las
corrupciones que engendran, que las democra-
cias real y verdaderamente directas de Suiza,
pequeñas repúblicas, distintas de la antigüedad,
como advierte con razón Hiestand, las cuales
para mejor conservar y asegurarse el ejercicio
de su soberanía, se imponen á "sí mismas limi-
taciones, y limitándose á sí mismas en el obrar,
en interés propio y por propia voluntad, engen-
dran por costumbre un derecho público que es
el que regula la única•real y efectiva situación
que tienen como soberanas (1); debiéndose
añadir ahora que en los cantones donde la de-
mocracia se actúa principalmente como supre-
mo poder en las votaciones que ocasiona el re-
feréndum, estas limitaciones tienen de algún
modo carácter de retroacción, según la frase de
Hagens, toda vez que con la limitación que el
soberano se impone, cuando cree que debe im-
ponérsela, se obra sobre el acto realizado al
elegir los delegados legislativos, y por una
acción posterior se anula otra anterior, en
parte propia y en parte de los ciudadanos


(r) Dr. Paul Hiestand, Zur lehre van den Rechtsquellen
inz seinveisserisehen Staaisrecht, pág. 36. Zürich, 1891.


De los democracias directas 115


en quienes la delegación hubo de recaer (
Los tratadistas más modernos de Suiza hacen


consistir la esencia de su derecho político en el
carácter de delegación que tienen los poderes
públicos, cuando por cualquier causa no pueden
ser ejercidos directamente por el pueblo, carác-
ter esencialmente distinto del de representación,
sólo subsistente en el cantón de Friburgo. En
los cantones en que existe el referéndum, facul-
tativo ú obligatorio, el pueblo delega en los tri-
bunales, nombrados directa ó indirectamente
por él, según las diversas constituciones, la ad-
ministración de justicia, y en las autoridades ad-
ministrativas, la administración; pero cuanto á
las funciones legislativas, se reserva su acción
constantemente libre, que ejerce ya en votacio-
nes prescritas por la ley, ya en otras que puede
pedir y pide en términos de derecho (2). Ha


(i) Hagens, Staat Recite und 1,7illeerrecht, pág. 13. Mó-
naco, 1890.


(2) La opinión dcHilty (Das Refez-endunt int schweizeriseken
Staatsreeht, pág. 411), parece definitivamente abandonada
en Suiza. Se comprende y explica que sea así, pues lo mismo
en el refcrendum obligatorio que en el facultativo, el pueblo
es quien decide, como soberano, en las materias legislati-
vas, las cuales sólo son ejecutivas cuando han obtenido su
aprobación. Deploige (Le Referéndum en Suisse, pág. 114)




16 Capítula IV


de esperarse que, obligados por la lógica,llega-
rán los jurisconsultos de Suiza á pedir el esta.
blecimiento de la perfecta relación entre el con-
cepto de delegación en el derecho privado y el
concepto de delegación en el derecho público.
En el primer concepto, delegación equivale á
facultad concedida para poner alguno ó algunos
actos en nombre del dclegante, según las ins•
trucciones recibidas. En el segundo, equivale á
facultad concedida para poner todos aquellos
actos que se juzguen encaminados al bien co-
mún con la expresa condición de anular el dele-
gante los que no merezcan su aprobacióny pue-
dan ser anulados según ley. En derecho privado
el delegante puede retirar la delegación siempre
que crea que hay razón para ello, y en derecho
público, no (I). Y ha de creerse que los juris-
consultos aludidos obrarán así, porque no ocul-
tando su deseo de llegar al gobierno directo del
pueblo por el pueblo, y no siendo éste posible
por medio de asambleas populares en los can-
tones de más extensión territorial y población,
este gobierno sólo puede realizarse por el siste-


seriala con gran exactitud las diferencias accidentales y prác-
ticas que existen entre uno y otro referéndum.


(1) Hiestand, obra citada, pág. 37.


De las democracias directas
117


ma de las delegaciones, no atenuadas, que en-
tonces se parecen no poco á las representacio-
nes, sino entendidas en el derecho del Estado
como se entienden en el orden de las relaciones
privadas entre los individuos. Así se realizará
además el ideal que ya expuso Rousseau cuan-
do dijo que, siendo la soberanía el ejercicio de
la voluntad general, no puede ser enajenada,
porque el poder puede muy bien trasmitirse,
pero la voluntad,no. De este modo la declara-
ción de la relación entre la objetividad del de-
recho y la subjetividad deberá resultar más fá-
cil, toda vez que así debe ser más fácil al pueblo
librarse de las maniobras con que los jefes de
partido burlan en ocasiones su voluntad, hacien-
do imposible su actuación sin mengua de sus
creencias ó de sus intereses (1).


(1) «Tenemos en Suiza una ley sobre el matrimonio y
el divorcio que encierra varios atentados muy graves á la
organización de la familia. ¡Y esta ley ha sido ratificada por
el pueblo! Es permitido suponer, sin embargo, que si hubiese
sido sometida sola á la votación popular hubiera sido recha-
zada. Admitir lo contrario sería, así lo creo, dirigir una in-
juria inmerecida al pueblo suizo. Hé aquí lo ocurrido: las
disposiciones relativas al matrimonio y al divorcio han sido
unidas á otras disposiciones relativas al estado civil, cuya
necesidad era manifiesta. Ha sido preciso aprobarlo 6 recha-


,01




118 Capítulo TV


Discordes andan los espíritus superiores acer-
ca de las materias legislativas sobre que el pue-
blo, como soberano, debe entender para con-
cederles ó negarles su sanción en las democra-
cias cn que existe el referéndum. Unos quieren
que cl pueblo tenga en este caso los derechos
que el rey en las monarquías constitucionales,
y otros que sea de su inmediata competencia
todo lo que en las monarquías constitucionales
lo es de las Cámaras elegidas por el pueblo (i).
En realidad, en la práctica es más parecido el
derecho del pueblo suizo al del rey en las mo-
narquías indicadas, que al de las Cámaras legis-
lativas; porque el pueblo no discute, se limita á..
conceder ó á negar su sanción á las leyes vota-
das por las Cámaras, y si la niega, aquéllas de-
jan de tener fuerza de obligar, como dejan de
tenerla los proyectos que elaboran las Cámaras
de la monarquía cuando el rey se niega á san-


zarlo todo junto. Así se ha logrado que muchísimos ciuda-
danos hayan aprobado lo que de otro modo hubieran recha-
zado con sus votos.» E. Naville, A pronos de referendion,
artículo publicado en la Representa/ion proportionnel I e , to-
mo VI, pág. 58. Bruselas, 1887.


(1) Hánel, Das Gesetz imlarmeilen und materiellen 51211t,
página 116, y Hiestand, Zar Lehre van den Rechtsqueilen
schweizerischen Siaatsrecht, págs. 32 y 33.


De las democracias directas 119


donados, si bien ha de añadirse que el derecho
del pueblo se actúa no pocas veces, y el del
rey sólo en contadísimas ocasiones. Pero el pa-
recido no es completo, toda vez que el pueblo
se reserva en Suiza los derechos que las Cáma-
ras tienen en las monarquías constitucionales en
materias económicas, y sólo permite á los dele-
gados suyos que puedan decretar gastos pe-
queñísimos sin su autorización y aprobación ex-
presa. Ciertamente se comprende y explica que
no sea posible hallar una perfecta semejanza
entre la monarquía constitucional y la mayoría
de las democracias suizas. En éstas, el pueblo
tiene un poder ilimitado, del que son clara
muestra las constantes reformas constitucionales
que por sí y sus delegados realiza, y en aquélla
el rey no puede tocar á la constitución sin al
menos contar con las Cámaras; en éstas, el po-
der legislativo se ejerce por el pueblo, en parte
por delegados y en parte por sí mismo, y en
aquélla por el rey y las Cámaras; en éstas, el po-
der ejecutivo se ejerce por delegados del pue-
blo cn los cantones, y por delegados de las Cá-
maras federales en la federación, y en aquélla
por ministros responsables ante el rey y ante
las Cámaras; finalmente, en éstas el poder existe
en el pueblo como en su raíz próxima, y en




120 Capítulo IV


aquélla existe en el rey, como en la encarnación
y representación más elevada del Estado, con
su causa próxima en la comunidad. Además, en
las monarquías constitucionales hay siempre so-
bre las clases sociales y los partidos con sus di-
visiones y discordias un lazo de unión: el rey,
superior á todos ellos; en las democracias, sólo
hay sobre los partidos la ley, y ésta depende
constantemente en su existencia de la voluntad
de la mayoría. Por esto en las democracias son
más comunes la persecución y opresión de unas
clases sociales y partidos por otros que en las
monarquías, y así se ve que el impuesto progre-
sivo contra los ricos sólo existe en parte de
Suiza, y que á pesar de que todos los partidos
aceptan allí la legalidad, las luchas entre ellos
llegan no pocas veces á extremos de ilegalidad
y- violencia que en períodos normales casi nun-
ca alcanzan en el resto de Europa (1).


(i) «Durante más de cuarenta años, uno de los dos par-
tidos del Tesino ocupó el poder gracias al empleo casi cons-
tante de medios ilegales, y sólo en 1875, cuando la lucha
religiosa, se logró enviar al gran Consejo una mayoría con-
traria.» Deploige, Le referendunz ce .Suisse, pág. 166. No es
un hecho aislado, si bien se ha citado el caso del Tesino porque
tuvo consecuencias. El partido derribado legalmente preparó
y llevó á cabo un golpe de fuerza, en el cual fueron asesi-


De las democracias directas 121


Las democracias suizas no han tenido siem-
pre las mismas notas características: antes de la
revolución francesa se parecían en parte á la de
Atenas, cn la que era exiguo el número de ciu-
dadanos en relación con el número total de ha-
bitantes (r). Y se dice en parte, porque excep-
ción hecha de los ocho pequemos cantones
que se gobernaban por sus asambleas populares
(Landsgemeide) (2), en los otros las tres cuartas_


,partes de ciudadanos estaban reducidas á la nu-
lidad política. En no pocos cantones, el patri-
ciado ó la clase media de la capital había ex-
cluido de toda participación en el gobierno á
los habitantes del campo, y en los territorios
sujetos á la soberanía de los cantones, la totali-
dad de los habitantes vivía cn una estrecha de-


nados ó heridos los miembros del gobierno. El poder fede-
ral, afecto á los revolucionarios, les dispensó su apoyo, y,
después de muchos trabajos de una y otra parte, en castigo
de sus delitos contra la legalidad, recibieron los revoltosos
participación en el gobierno cantonal.


(1) Curti, Geschicts der schweizerisclun Voiksg,esetzgebung;
vuseite Aujiage, págs. 91 y 92. Zürich, 1885.


(2) «Antes de la revolución francesa las democracias
suizas amaban la independencia, tenían sentimientos repu-
blicanos, pero no se remontaban á la noción absoluta de los
derechos del hombre. La libertad no era una idea, sino un




122 Capílulo IV


pendencia (i). Dc aquí que las ideas de la re-
volución francesa encontraran no pocas simpa-
tías en estos desheredados de la vida pública, y
que los ejércitos del directorio hallaran no po.
cos cómplices al invadir á Suiza. Todavía hu.
bicra encontrado más favor la revolución fran-
cesa en la república citada, terreno en parte


hecho; no era un derecho filosófico, sino un sistema más 6
menos completo de derechos positivos. Una vez adquirida la
libertad civil 6 política, se trasmitía á los descendientes co-
mo un patrimonio. El hombre que se decía libre de toda
dominación señorial, y el ciudadano que se miraba como
independiente de todo poder extraño, no hablaban de la
igualdad primitiva de los seres humanos y aún menos de la
soberanía del pueblo. Presentaban cartas, invocaban dere-
chos adquiridas por sus padres y reconocimientos emanados
de sus antiguos amos.» Cherbuliez, De la dentocrade
Suisse, tomo I, pág. 39.


(1) Conviene hacer constar que, en el período anterior
á la revolución francesa, la tiranía llegaba en algunos can-
tones, como el de Berna, por ejemplo, al extremo de pro-
hibirse todo juego de cartas, por inocente que fuese, bajo
pena de dos florines y medio de multa, y todo baile, aun en
las bodas, bajo pena de ioo florines de multa G tres meses
de cárcel para los que bailaran, y cuatro florines de multa y
tres días de zárcel, á pan y agua, para los que tocaran.
Les mandals, ordanances el salas de la vide de Berne, artícu-
los 5 y 6. Estas ordenanzas fueron publicadas en 1628, y
muchas veces renovadas y confirmadas posteriormente.


De las democracias directas 123


abonado para recibir . sus semillas, si se hubiese
mostrado más respetuosa de las tradiciones del
pueblo suizo; pero no supo respetar ni la anti-
giiedad de las asambleas populares, ni la auto-
nomía de las pequeñas repúblicas del centro.
Así no puede extrafiarse que éstas, en carta di-
rigida al Directorio francés en 5 de Abril
de 1798, dijeran entre otras cosas lo siguiente:
«Nada iguala á nuestros ojos la desgracia de
perder una constitución fundada por nuestros
mayores, adaptada á nuestras costumbres, á
nuestras necesidades, y que durante muchos


gozar


si-
olos nos ha hecho ozar de toda la suma de co-
modidades y de felicidad posible en estos tran-
quilos valles. ¿Puede encontrarse acaso alguna
forma de gobierno que ponga el poder soberano
tan exclusivamente en manos del pueblo como
la nuestra? ¿que haga reinar entre todas las cla-
ses de ciudadanos una más perfecta igualdad?
¿que haga gozar de una mayor suma de libertad
á cada uno de los miembros del Estado? No su-
frimos otras cadenas que las cadenas ligeras de
la religión y la moral, ni otro yugo que el de
las leyes que nos hemos dado. En otra parte
quizás, no aquí, existe un pueblo que puede de-
sear algo en este punto. Por otro lado, somos
los pueblos cuya soberanía tan á menudo ha-




12 4 Capítulo IV


beis prometido respetar, y nosotros, y nadie
más que nosotros, somos los soberanos de nues-
tros pequeños Estados. Con efecto, nosotros
elegimos á nuestros magistrados y los separa-
mos á .


voluntad, y las divisiones de nuestros
cantones eligen los consejos que son nuestros
representantes, los representantes del pueblo.
Tales son, en resumen, las bases de nuestro go-
bierno» (1). Á pesar de todo esto, sólo en 1803,
cuando el «acta de mediación» devolvió parte
de su independencia á los cantones, pudieron
restablecerse las antiguas tradiciones y con ellas
las asambleas populares, tan queridas del pue-
blo suizo (2).


Debe decirse, en honor de la verdad, que de
las democracias suizas nunca ha salido un dic.


(1) Deploige, Le referéndum en Suisse, págs. II y 12.
Bruselas, 1892.


(2) En general los suizos profesan gran cariño á las
asambleas populares de sus pequeños cantones, curiosidades
históricas que las grandes montañas parecen haber preser-
vado de todos los elementos é influencias destructoras.
Véase á Dubs, Die schweizerische Demokatie in ihrer For-
tentwicklung, págs. 30, 31 y 32; :á Orelli, Das Staatsrecht
der schweizerischen Eidgenossensehaft, pág. 107; á Naville,
La demoeratie representativo, pág. 2, y á Ernest, Die Volksrethte
inc eidgen¿issisehen gunde, artículos publicados en 1883 y S4
en los Monat-Rosen, singularmente la pág. 245.


De las democracias directas 125


tador como salió de la revolución francesa de/
siglo pasado, y poquísimas veces un pandillaje
cual el de la Atenas cíe la época de Eubulo,
aunque sc hayan dado y se den dominaciones
de partido que recuerdan la de Aristofon. Por.
las circunstancias geográficas, históricas y de
política internacional en que Suiza vive, tampo-
co ha necesitado de que nuevos Pericles y De-
móstenes le impongan su voluntad durante cier-
to tiempo. En realidad, si es indudable que á és-
tos se les concedieron libremente por los
ciudadanos atenienses los poderes de que goza-
ron con arreglo á la constitución, y que Curtius
sostiene que el más hermoso privilegio de la
democracia es el de poder encargar en cualquier
época el timón del Estado al ciudadano más
capaz, demostrando, con efecto, la experiencia
que nunca fueron más potentes ni más gloriosas
las repúblicas griegas que cuando se entregaban
los ciudadanos con plena convicción á un solo
hombre, representante reconocido de los más
elevados intereses, como Epaminondas lo fué
entre los tebanos y Arkytas entre los tarenti-
nos (1); si esto es indudable, repetimos, no lo es


(1) Curtius, Historia de Grecia, tomo VIII, págs. 247
y 248.


10.




126 Cc:15111110 IV


menos que esta designación de dictadores, tan
repetida en Roma, era contraria á los dos prin-
cipios esenciales de toda democracia, la igual-
dad y la libertad, y un como paréntesis abierto
en la vida y en la marcha de la forma de go-
bierno existente. Ciertamente este cambio en el
gobierno era accidental, como debido á circuns-
tancias del momento; pero esto no puede obs-
tar para que haya de reconocerse, en virtud de
la fuerza de los hechos que se imponen con el
peso de su realidad abrumadora, que Pendes y
Demóstenes en Atenas y los dictadores en Ro-
ma gobernaban por sí solos, y el gobierno
de uno es esencialmente diverso del de muchos,
se actúe un día ó se actúe durante siglos, pues
la naturaleza de un ser no puede estar subordi-
nada al mayor ó menor tiempo dc su existencia,
sino á la forma de su constitución esencial, según
antes de ahora se ha probado cumplidamente.


No se crea, según parece desprenderse de lo
dicho, que todo es libertad é igualdad cn los
cantones suizos de que se ha tratado. El poder
municipal de que habló Macarel existe en éstos
más vigoroso y fuerte que en ninguna otra na-
ción, si se exceptúan algunas comarcas de los
Estados Unidos del Norte de América. Los mu-
nicipios de Suiza tienen vida propia, que deben


De las democracias directas 127


en gran parte á haber conservado con gran
acierto sus caudales propios, y aunque la cons-
titución de su poder ejecutivo es diversa en casi
todos los cantones por diversos accidentes, y
en especial por lo que hace al número de ciu-
dadanos que lo constituyen, la aplicación del
principio representativo, borrado de las consti-
tuciones cantonales, con la sola excepción indi-
cada, subsiste en ellos, y en unos, como en
Ginebra, verbigracia, dura esta representación
comunal cuatro años (1), y en otros, como en
el Appezell interior, por ejemplo, un ario (2),
dándose diversos términos medios, según el tex-
to preciso de la ley (3). Es cierto que en algu-


(t) «Los Consejos municipales se renuevan totalmente
cada cuatro anos.» Constitución de la república y cazetón ae
Ginebra, art. roS.


(2) <La Asamblea comunal elige cada ano el Consejo
comunal, y de su seno el alcalde ó jefe del común, el se-
cretario, los individuos del Consejo cantonal...» Constitución.
de Aftbenzed interior, art. 40.


(3) Muchas constituciones cantonales, como la de Berna,
Neufchatel, Valais, Friburgo y Grisones, dejan á la ley el
determinar la duración de los municipios. La de Tesino de-
termina que los municipios deben durar tres anos, renován-
dose por terceras partes, y la de Vaud que deben durar
cuatro, como en la república de Ginebra.




.128 Capítulo IV


nas constituciones cantonales, como la de Ber-
na, se encarga á los municipios que velen en
especial por los pobres; pero no lo es menos
que, á pesar de todas las igualdades del orden
legal, los alcaldes ó síndicos imponen en no
pocos casos la expatriación forzosa á los que
por cualquier causa no tienen medios de vivir,
fundándose esta determinación en la necesidad
de impedir la ociosidad y el vicio, y que, á pe-
sar de todas las libertades del orden constitu-
cional, los alcaldes ó síndicos intervienen en la
constitución y vida de la familia, en forma que
la población guarde siempre las debidas pro-
porciones con los medios de subsistencia, y no
admiten vecinos nuevos sin su cuenta y razón,
dando lugar sus acuerdos en este punto, cuando
se trata de suizos, á no pocos recursos de alzada
ante los Consejos de Estado. Todavía es más
singular que todo esto, el caso de que, no
obstante la doctrina de generalmente
admitida en Suiza, acerca del hecho psicoló-
gico de que todo derecho tiene su último
fundamento en el convencimiento de su nece-
sidad declarado por todos los que están in-
teresados en la comunidad de derechos, hasta-
el extremo de que- dicha base encierre toda
la subjetividad que exige la objetividad de la


De las democracias directas 129


ley (I), nada menos que en doce cantones
se haya establecido, en odio á los ricos, el
impuesto progresivo de que se ha hablado
antes, el cual no sólo no tiene fundamento
en el convencimiento de su necesidad decla-
rado por todos los que están interesados en
la comunidad de derechos, en el sentido de
que los perjudicados por él no han cesado de
clamar contra su injusticia, reconocida ade-
más por muchos espíritus imparciales no per-
judicados, sino que es de discrepancia la re-
lación que existe entre la objetividad y la sub
ietividad del derecho en este caso, toda vez que
la subjetividad no puede tener otro fundamento
de convencimiento común que los textos cons-
titucionales, en que se afirman principios de que
la desigualdad del impuesto progresivo es pre-
cisa y terminante negación, según lo declararon
aun algunos que no siempre juzgaron del mis-
mo modo su establecimiento (2).


(I) I-Iánel, Das Gesetz im formellen und 1/tater-lel/en Sinne,
página 120. Zürich, 1888.


(2) «¿Qué ha sucedido en los cantones donde el im-
puesto progresivo ha sido dirigido expresamente contra los
ricos? Que se ha arrojado de los cantones á los ricos que
no han querido ser víctimas de este impuesto; que otros
han procu-ado eludir la ley- y lo han logrado, y por último,


9




1 3o Capítulo IV


Las causas que producen estos hechos, y
convierten en disconformidad la relación de
identidad que debe existir naturalmente en las
democracias directas entre la objetividad y la
subjetividad del derecho, son bien fáciles de
determinar después de lo expuesto. Unas son
generales á todas las democracias, y otras son
especiales á esta clase de gobiernos. La desi•
gualdad social existente desde el momento en
que la sociedad se actúa, está en oposición en
todas las democracias con la igualdad estable-
cida en las leyes, y de esto resulta ya una dis •
conformidad entre cl objeto y el sujeto del
derecho. La división del pueblo en partidos,
inevitable en ésta aún más que en las otras de-
mocracias, por la existencia de las asambleas
populares, en que todo se discute y vota libre-
mente; la sustitución del pueblo, en el gobierno,
por los partidos, inevitable desde que éstos
existen, porque están organizados y disciplina-
dos para ocupar el poder, y los otros elementos


que se ha quitado á todo rico el deseo de establecerse don-
de semejante impuesto existe.» \Vuarin, Le Contribuabre.-
páginas 1t8 y 119. Páris, 1889. La Re3ue Suisse calificó de
monstruosa la ley del cantón de Vaud sobre el impuesto
progresivo.


De las democracias directas 131


sociales no lo están, y 'a corrupción que la lu-
cha de los partidos engendra, acostumbrando á
sus miembros á anteponer primero el interés
del partido, y luego el interés personal y pi opio
al de la patria (i), engendran disconformidades
cada vez mayores entre la objetividad y la sub-
jetividad del derecho, sin que haya en lo huma-
no otros medios de evitar estos males que las
limitaciones de que habla Hiestand, las cuales,
si han sido de provecho en los pequeños can-
tones, no lo han sido en los demás, y no lo
fueron de todos modos en las democracias di-
rectas de la antigüedad. Un suizo insigne, si par-
cial en cuanto hombre de escuela, honrado y
competente como pocos, escribió en 1821 estas


(u) El Sr. Cánovas del Castillo ha aducido el testimonio
de dos demócratas tan sinceros, autorizados y convencidos
como Cherbuliez, que escribió en 1843. y Dubs, que lo hizo
en 1878, para condenar con ellos los de senfrenos de la
ambición y del egoísmo de los partidos en que se dividen
las democracias de Suiza. Blumer y Hiestand, que escribie-
ron en 185o y 1891, han confiimado respectivamente, en
todas sus partes, el testimonio á que se ha aludido, y como
se ve, una de esas confirmaciones es recentísimo. Problemas
contemporáneos, tomo III, págs. 68, 69 y 70; Blumer, obra
citada, tomo II, pág. 109, y Hiestand, obra citada, págs. 9
Y siguientes.




IS 2 Capítulo IV


palabras: «En ninguna nación son menos respe-
tados la libertad individual y los derechos parti-
culares de los ciudadanos que en la que está
gobernada por grandes asambleas populares;
poi que no hay poder más terrible que aquel
contra el cual no hay resistencia posible, que
aquel que puede ejecutar los mayores desafue-
ros con la fuerza de todos y el color de la vo-
luntad de todos, sin que puedan exigírsele nin-
gún linaje de responsabilidades, ni imponérsele
castigos» (1). Con efecto, Atenas condenó á
muerte á sus generales desgraciados, como lo
ha hecho luego la revolución francesa; trató á
las provincias que dominaba con una iniquidad
tal, que perdió por ello el imperio de los mares;
colocó á los ricos en situación de obligarles,
poco menos, á conspirar con el extranjero con-
tra la patria, y como advierte lord Acton, «co
ronó sus faltas y sus crímenes con el martirio
de Sócrates,» desmintiendo así con hechos toda
la teoría fundamental en que se apoyan las de-
mocracias directas.


Haller, Restazeration der Staats-Wissensehafe, tomo I,
página 371.


CAPITULO V


DE LAS REPÚBLICAS REPRESENTATIVAS


El principio de representación.—Su aplicación en los Países
Bajos y en la República norteamericana.—Notas caracte-
rísticas del régimen representativo.— Errores novísimos
y menos nuevos.—Concepto de la república representa-
tiva. —La representación y la delegación en el derecho
privado y en el público.—tin error del Sr. Aacárate.—
Ventajas é inconvenientes de la aplicación del principio
de representación en las repúblicas.—El parlamentarismo
produce aún mayores males en las repúblicas que en las
monarquías.—Los gérmenes de la evolución en los pue-
blos en que impera el régimen republicano represen-
tativo.


En las naciones en que existe el gobierno del
pueblo por cl pueblo, y á causa de la extensión
del territorio y del considerable número de ha-
bitantes no puede actuarse en su forma directa,




1 34 Capitulo V


y no se ha hecho-posible por otra parte la no-
vísima institución del referéndum, que de día en
día adquiere más consistencia cn la mayoría de
los cantones suizos, se aplica á la formación y
constitución del poder público el principio de
representación, y así la comunidad que nó pue-
de gobernarse por sí misma se gobierna por
medio de sus representantes, designados por
elección. Con efecto, las grandes asambleas po-
pulares, que eran posibles en Atenas por el nú-
mero limitadísimo de los ciudadanos con rela-
ción al número total-de habitantes, que lo eran
en Roma, por la organización especialísima de
esta república, y que lo son en los pequeños
cantones de Suiza (i), no lo son ciertamente en
los Estados Unidos de América, ni en Francia,
ni cn las repúblicas sud-americanas, ni aun en
los grandes cantones de Suiza, no sólo por la
imposibilidad material indicada, sino también
por las condiciones especiales de los grandes


(1) Según el último censo, el cantón de Nidwalden tiene
12.538 habitantes; el de Appenzell interior, 12.888; el de
Obwalden, 5 04i; el de Ud, 17.249, y el de Glaris, 33.325.
En el cantón del Appenzell exterior, en que ya se han puesto
atenuaciones á la forma directa de la actuación de la demo-
cracia como gobierno, la población se eleva á 54.109.


De las repúblicas representativas 135


Estados, cuyos negocios de política exterior y
cuyos problemas del comercio no pueden ser
discutidos y resueltos por dichas asambleas, se-
gún lo declaran aun los más demócratas de los
autores suizos, competentísimos en esta mate-
ria (i). Como se ve, sucede en esta parte lo que
en el derecho privado: el ciudadano realiza por
sí mismo todos los actos que física y racional-
mente puede realizar, y su acción directa termi-
na en el punto y hora que esta posibilidad aca-
ba, y se trasforma en acción indirecta que ejerce
en su nombre y representación la persona ó
personas en quien ó quienes deposita su con-
fianza, por acto de su voluntad racional. Así
puede y debe decirse que gobiernos represen-
tativos son los que están constituidos por repre-
sentantes de aquellos en quienes reside la sobe-
ranía, siendo de lamentar que corporación tan
docta como la Academia Española haya defini-
do esta clase de gobiernos diciendo que «se
llama gobierno representativo aquel en que,


(1) Véanse las discusiones á que dieron lugar las redor-
mas constitucionales de 1848 y 1874 principalmente. En el
punto concreto de que se habla en el texto, hubo rara una-
nimidad entre los más ilustres caudillos de los diversos
partidos.




136 Capítulo V


bajo diversas formas, concurre la nación, por
medio de sus representantes, á la formación de
las leyes; lo cual equivale á dejar fuera de la
definición á las repúblicas aristocráticas y á las
democráticas, puesto que en unas y otras no
concurren los representantes de la nación á la
formación de las leyes, sino que por sí mismos
las forman, en virtud del derecho que les da su
representación.


Pretende Bluntschli que la república repre-
sentativa nació en los Estados Unidos de Amé-
rica, y que evidentemente tiene su origen en la
constitución representativa de Inglaterra (I). La
segunda parte de la aseveración de Bluntschli
es exacta, pero no puede decirse lo mismo de
la primera. Con efecto, cuando se constituyó la
república de los Estados Unidos de América,
y aun mucho antes, existía ya la de los Países
Bajos, de la que en 1741 decía Gilbert-Charles
le Gendre: «En la mayor parte de los gobier-
nos democráticos que existen en nuestros días,
no subsisten las asambleas generales del pueble,
como en Atenas y Roma, sino que el pueblo es
representado por sus diputados, según sucede.


(1) Bluntschli, Al/vimbre Staalslehre, lib. VI, cap. XXII,
página 327.


D2 las repúblicas representativas 137


en Flolanda» (1), todo lo cual confirman los
historiadores y- está de acuerdo con los textos
legales que se conservan , según los cuales el
poder supremo residía en aquella república en
«una asamblea representativa de todos los ór-
denes del Estado» (2). Quizás haya quien sos-
tenga que existe alguna diferencia entre la forma
de aplicación del principio representativo en los
Países Bajos y la forma de aplicación del mismo
principio cn los Estados Unidos de América, y
en esto se andará seguramente en lo exacto.
Yero acaso la forma de aplicación de este prin-
cipio no ha cambiado en Inglaterra mismo, ha-
biendo podido decir un autor tan poco sospe-
choso como Fr. Palgrave que es dudoso que los


(1) Cilbert-Charles le Gendre, Trallé historique et criti-
que de l'opinion, tomo 1V, págs. 32 y 33. Confirman lo dicho
en el texto la Memoria que con el título de Etat présent de
la répubiique des Provinces-Unies dirigió Janigon al landgrave
del Hesse-Cassel, de quien era agente diplomático en IIo-
landa, Memoria que se publicó en 1729, y la obra de la
Bassecour-Caan, publicada en 1873 con el título de Sellas-
van de regeringsvorm van Neederland van 1,515 lot Izeden. Del
libro de Janieon se conservan rarísimos ejemplares.


(2) «La puissance législative et le droit des décisions
souvéraines résidcnt entiérement dans un corps unique, ré-
présentatif de touts les ordres de l'état.» Véase además á
César Canttl, Ilisloria Universal, tomo XXVII, pág. 332.




138


Capítulo 1,


anglo-sajones tuvieran nunca verdaderas elec-
ciones populares en el sentido moderno de la
palabra (1), y otro autor como Gncist, que en
ninguna parte de la constitución anglo sajona
se encuentra la menor huella de una representa-
ción fundada en la elección (2), y resultando
luego, por el testimonio de los mismos autores
citados. que durante los dos últimos siglos de la
Edad Media las formas de la constitución repre-
sentativa se desarrollaron, precisaron y adqui-
.ricron un modo de ser más aproximado al que
han tenido después? Realmente, la forma de
aplicación de un principio no cambia la natura
leza de éste, toda vez que le cs accidental y no
esencial, siendo distinta, por lo tanto, de su for-
ma sustancial y propia. Por esto puede y
debe decirse, contra Bluntschli, que antes de
Ti c existiera la gran república americana, antes
de que se desarrollaran los gérmenes represen-
tativos que dieron vida á su constitución, exis-
tía la constitución republicana, federal y repre-


a
(1) Fr. Pi,Igrave, Commonwealth, tomo I, pág. 118.
(2) Gneist, Das constitutionelle Princb, seise geschichilkhe


Entwicketung,
und mine Wechshoirkungen mit den po/ilischen


und sociales Ve, luiltnissen der Staatelie und Vinker, tomo II,
página 99. Leipzig, 1864.


De las repúblicas representativas 139


sentativa de los Países Bajos, la primera indu-
dablemente entre las de su clase, si no por su
mérito, al menos por derecho de primogenitura.


Mucho han discurrido filósofos y publicistas
acerca de cuáles deben ser las notas esenciales
del régimen representativo. En realidad el pro
blema no aparece como de difícil solución, toda
vez que todos convienen en que este régimen
tiene por único objeto hacer posible el gobierno
del pueblo por el pueblo, en la medida que la
aplicación del principio de representación lo
consiente (1). De lo cual resulta que los repre-
sentantes deben obrar siempre en la forma en
que crean que lo harían sus representados, si
pudieran ejercer el poder por sí mismos. Esta-


(1) «Bajo el régimen de la democracia representativa,
la soberanía del pueblo es una ficción; el pueblo está en
tutela y el poder supremo se halla en manos de la Cámara.
Identificar la soberanía popular con el régimen del sufragio
universal es una irrisión: terminada la elección, los electores
se encuentran sin influencia posible ante la Cámara, casi no
asisten á las sesiones, apenas leen el Diario de las Sesiones,
donde existe, y en los periódicos sólo ven extractos en que
las discusiones aparecen desfiguradas. Para que la soberanía
no sea una palabra vana y la democracia una mentira, el
pueblo debe votar sus leyes, elegir á los miembros del go-
bierno y designar á sus jueces.» Gengel, Dit Erweiterung
der Volksrechte, pág. 52, Berna, 186S.




1 40 Capítulo y


blecidos estos principios, fácil es juzgar del
acierto de Bryce, y de su vulgarizador en Es•
paila el Sr. Azcárate, al señalar, corno notas del
régimen indicado, las siguientes: «Primera, los
representantes han de ser elegidos entre los me-
jores, y si es posible, entre los jefes naturales
dcl pueblo; segunda, han de responder de sus
votos y actos ante los electores, de modo que
su responsabilidad no resulte ilusoria; tercera,
han de tener el valor suficiente para resistir el
impulso momentáneo que pueda llevar á aqué•
líos por un camino en su juicio extraviado, y
cuarta, individual y colectivamente han de in-


- fluir en la nación de manera que, á la par que re-
ciban de ésta su autoridad, utilicen en beneficio
del bien común la experiencia adquirida en
la carrera y las mayores luces que se les deben
suponer» (1). Pase que la nación haya de elegir
entre los mejores sus representantes, por más
que esto sea poner cortapisas á su voluntad y
á su soberanía, según ya declaró Rousseau;
admítase, ante el rigor de la lógica y la fuerza


• de las cosas, la responsabilidad de los represen-
tantes ante los representados, ya que siendo és-
tos los verdaderos soberanos y debiendo su-


---- —


(1) Azcárate, La República norteamericana, pág. 15.


De las repúblicas representativas 141
jetarse aquéllos á su voluntad en el ejercicio de
la representación, deber suyo ineludible es sin
duda ninguna renunciar á ésta en cuanto estén
en desacuerdo con aquélla; pero lo que no puede
pasar, y mucho menos admitirse, es que los
representantes tengan en ningún caso el dere-
cho de contrariar la voluntad de los represen-
tados, en primer término, porque en todos los
Estados democráticos el principio de la igualdad
de los ciudadanos se impone á todos, y en se-
gundo lugar, porque cl representado elige al re-
presentante para que éste haga lo que no puede


no quiere hacer aquél por sí mismo, y de
ningun modo para que haga lo contrario. ¿Quién
puede asegurar, en ningún caso, que los repre-
sentantes andan por mejor camino que los re-
presentados, y con más razón después de las
experiencias del referéndum en Suiza: Realmen-
te, si la nación es la soberana, á ella toca resol-
ver en última instancia, y de ningún modo a
los representantes, que sólo de ella tienen el
ejercicio del poder, sin que por lo demás sc les
haya de negar, ni mucho menos, el derecho de
influir, como todos los ciudadanos, en la comu-
nidad, para conducirla de nuevo á los rectos
senderos del bien y de la justicia , si la creen
extraviada.




1 42 Capítulo V


Apcna el ánimo leer, alejados como estamos
de toda violencia política, los largos capítulos
y los libros que hace treinta y cuarenta años se
consagraron á estudiar el régimen representa-
tivo. ¡Qué enormidades dictan, aun á entendi-
mientos esclarecidos, la pasión y el espíritu de
partido! Escójase uno entre mil, y sea éste el
docto Casanova. Para él la expresión más bella,
la expresión más precisa del gobierno repre-
sentativo es la de Pascal, cuando escribió que
la multitud que no se reduce á la unidad es
confusión, y la unidad que no es multitud, tira-
nía. Explicando estas palabras de Pascal, aña-
dió: «La multitud es la sociedad y la unidad el
conjunto de las leyes de justicia y de razón que
deben gobernar á la sociedad. Si la sociedad
permanece en el estado de multitud, si las vo-
luntades aisladas no se unen bajo el imperio de
las leyes comunes, si no reconocen igualmente
la fuerza de la razón y la justicia, si no se redu-
cen por sí mismas á la unidad, no hay sociedad,
hay confusión. La unidad que no ha brotado
del seno de la multitud, sino que le fue impues-
ta por uno ó por varios (el número no importa),
en virtud de un derecho personal, es una unidad
falsa y arbitraria, es la tiranía. El fin del gobier-
no representativo no es otro que


.
impedir á un


De las repúblicas representativas 143


tiempo la tiranía y la confusión, y volver la
multitud á la unidad, excitándola antes á reco-
nocer y aceptar espontáneamente ésta» (1).
;Puede extraiiar á nadie que, expuesta así la na-
turaleza y el fin del régimen representativo, diera
lugar éste á polémicas sin término.de las cuales
nacieron obras muy notables, aunque casi todas
ellas escritas desde fuera de la verdadera cues-
tión que entonces como ahora importaba diluci-
dar, sin que sea posible eximir de esta censura
ni aun la producción de Taparelli sobre los ór •
denes representativos (2) Crean lo que esti-
men por conveniente los continuadores de Pas-
cal y Casanova, es lo cierto que toda multitud
que se reduce á vivir en sociedad se reduce por
este solo hecho á la unidad, y que no toda uni-
dad que no es multitud, es tiranía, pues en el


(t) Ludovico Casanova, Del dirilto costiluzionale, te-
mo II, pág. 14, Génova, 1860.


(2) El error fundamental de la obra de Taparelli, rotu-
lada ES0171C critico degli ordini roppresentativi nata societá mo-
derna, consiste en atribuir al régimen representativo princi-
pios y caracteres que no le son esenciales, sino accidenta-
les, en cuanto son producto de la atmósfera social en que los
pueblos viven, y á la que no se sustraen ni los gobiernos
absolutos, ni las monarquías templadas, ni las democracias
directas.




1 44 Capítulo V


orden de la familia la autoridad del padre es
unidad que no es multitud, y no es tiranía, y en
el orden del Estado se han dado y se dan mu-
chos gobiernos monárquicos en que también la
autoridad no es multitud, y no es tiranía. En
realidad, de ningún gobierno que obra confor-
me á las ordenaciones de la razón y procura el
bien común puede decirse que la unidad de su
poder es tiranía porque el concepto y la prácti-
ca de la tiranía implican siempre el desconoci-
miento, en la actuación del poder público, de
las ordenaciones de la razón y la preferencia del
bien particular del gobernante al bien general
de los gobernados, y con el régimen represen-
tativo se han dado confusiones ó anarquías tan
espantosas y tiranías tan sangrientas y horribles
como en las democracias directas más rebeldes
al yugo de la ley y como en las monarquías
más personales y desenfrenadas (1).


(i) Se ha pretendido por algunos que el mal estado
económico engendró los males de la revolución francesa.
Nada menos exacto. Nadie sostenía en 170 que Francia
estaba en decadencia, antes bien, se la veía progresar de mo-
mento en momento, según afirma con gran copia de datos
Tocqueville, L'Ancien regime el la Revolution, libro 111, capí-
tulo IV, pág. 259, donde prueba que el reinado de Luis XVI
fué el más próspero de la antigua monarquía francesa.


De las repúblicas representativas 145
En realidad, ¿qué se dice al hablar de régi-


men representativo, y qué al hablar de república
representativa? Régimen representativo es aquel
en que el poder público se ejerce en virtud del
principio de representación, y república repre-
sentativa es aquella en que el poder público,
con sus diversas funciones ó con su división,
como sucede en los Estados Unidos de América
y en las repúblicas que, como la de Liberia,
han tornado por modelo de su constitución la
de aquel gran Estado, se ejerce en virtud del
principio de representación. Es evidente que el
principio de representación puede informar en
todo ó en parte el poder público: en las monar-
quías mixtas, el rey, que lo es por la gracia de
Dios y por derecho de herencia, ejerce el poder
por dicho perecho, y las Cortes, que lo son por
los votos de la comunidad, lo ejercen por de-
recho de representación; en las monarquías elec-
tivas y en las repúblicas en que el poder ó
los poderes lo son- en virtud del voto de la
comunidad ó de parte de ella, según los casos,
se actúan el poder ó los poderes por derecho
de representación, y en este caso la soberanía
reside en la nación, y á los representantes de
ésta sólo les corresponde el ejercicio; sin que
prejuzgue nada de esto, claro está, la solución


I0


/




1 4 6 Capitulo


del problema general del origen del poder,
pues éste siempre tiene su origen inmediato,.
próximo ó remoto, según se trate del predomi•
nio del régimen hereditario ó del electivo, en
la comunidad, que es quien determina la forma
del gobierno, ya por consentimiento tácito, ya
por consentimiento expreso. No hay casi para
qué ailadir que la forma en que ha de aplicarse .1*
el principio de representación cambia en más G-
en menos en todos los Estados, y esta forma
es determinada por la ley fundamental, especie
de pacto entre los miembros de la comunidad
civil y en ocasiones pacto formal y verdadero
entre el gobernante ó los gobernantes y los
gobernados. Evidente es,-sin duda ninguna, que
las constituciones escritas son más necesarias,
en esta clase de gobiernos que en otras; porque
en ésta, las divisiones que son inevitables en las
elecciones de representantes, y que, si se fun-
dan á veces en preferencias personales, también
en ocasiones se basan en el diverso criterio con
que los ciudadanos entienden los problemas de
la gobernación del Estado, hacen más fácil la
confusión y más difícil reducir la multitud á la
unidad, tan necesaria para la conservación de
la sociedad civil. ¿Se ve ahora cuán fuera de
camino andaban Pascal y Casanova al redactar


De las repnblicas representativas
147


las líneas que se han trascrito más arriba? Ca-
balmente en el régimen personal son más difíci-
les las confusiones que en éste, y en el régimen
de las democracias directas más difícil la tiranía.
En el régimen representativo es preciso siem-
pre levantar en el derecho fundamental barreras
infranqueables á la tiranía de los representantes,
como lo prueba el establecimiento del rcferén




dum en Suiza, y reforzar cada vez más los re-
sortes del poder público para evitar las confu-
siones, según se vc en la historia de la Repú-
blica norteamericana.


Los jurisconsultos de Suiza han sido los pri-
meros en luchar por defender la distinción, en
lo que al derecho público hace, entre el con-
cepto de representación y el de delegación, que
identificaron por completo, antes de ahora, aun
publicistas de nota. Valga por todos Piheiro-
Ferreira, que después de haber anunciado que
va á estudiar «la representación nacional, consi-
derada como fuente de todos los poderes pú-
blicos,» escribe lo siguiente: «En una monar-
quía constitucional la representación nacional
consiste: 1. 0 , en el ejercicio del poder de elec-
ción; 2. 0 , en el ejercicio del poder legislativo
delegado al soberano y á las Cámaras colecti •
vamente; 3. 0, en el ejercicio del poder ejecutivo,




5 4 8 Capítulo V


delegado en el soberano á condición de que
éste lo subdelegue á ministros responsables.» Y
poco después, tratando de exponer el concepto
de representación, dice: «Para delegar un po-
der, á fin de que otro lo ejerza en representación
nuestra, no es necesario que el delegante tenga
aptitud para ejercer por sí mismo las funciones
del delegado. Delegar es autorizar á uno para
que proceda en defensa de nuestros intereses,
sea con intención de hacer valer derechos que
nos pertenezcan, sea para cumplir en nuestro
nombre deberes ineludibles» (i). Realmente,
en Espafia siempre se ha entendido por dele-
gar ciar facultad, el que por dignidad ú oficio
tiene jurisdicción ordinaria, para que otro la
ejerza en su nombre, en los casos contenidos
en la delegación, y según el orden y forma que
se prescriban en ella; y por delegación, la fa-
cultad concedida á alguno para que ejerza juris-
dicción en nombre del que se la delegó en los
casos contenidos en la delegación, y según el
orden y forma que se han prescrito en ella; por
representar subrogarse en los derechos, autori-


(1) Silvestre Piikiro-Ferreira, Coursde
droitpullicin/cr-


ne et externe, tomo I, sección primera, párrafos so y II,
páginas 23, 24 y 25.


De las repúblicas representativas
149


dad ó bienes de otro, corno si fuera la misma
persona, y por representación, el derecho de
subrogar á otro en sus derechos, autoridad ó
bienes, como si fuera la misma persona. La doc-
trina de estas definiciones, tomada del derecho
espolio', aclara la distinción de los jurisconsul-
tos de Suiza de que se habló antes de ahora,
explica por modo evidente el concepto de re-
presentación en el orden político y lo encierra,
además, dentro de sus naturales límites, evitando
las confusiones en que cayeron PiReiro-Ferreira
y otros muchos. De todos modos, no ya en el
derecho público de Suiza, del que tiende á des-
aparecer la representación para ser sustituída por
la delegación, sino en muchas otras naciones,
donde los abusos del poder legislativo princi-
palmente han sido de consideración é impor-
tancia, en sí mismos y en sus consecuencias, el
principio de la delegación se abre camino en
las inteligencias, y ha sido ya valerosamente
defendido en América, con éxitos morales que
permiten esperar para él, en lo porvenir, victo-
rias de no escasa trascendencia práctica en la
forma de actuación del derecho político en el
Estado.


No es cierto, por lo tanto, que ninguna cor-
poración política pueda regir su vida sino por




I - 0 Capitulo V


medio de representantes, como pretende el
Sr. Azcárate (1). Es indudable que puede regirla
por medio de delegados. Se comprende real-
mente que las sociedades democráticas vayan
mostrando preferencias por la delegación sobre
la representación, toda vez que en ésta el pue-
blo se subroga en sus derechos y autoridad,
quedando reducido por este solo hecho á la
condición de súbdito, mientras en aquélla en-
carga á otro, ó á otros, que ejerzan sus derechos
y autoridad en su nombre, en los casos conte-
nidos en la delegación y según el orden y forma


(1) Azcárate, El régimen parlamentario en la práctica,
página 26o, Madrid, 1892. Tampoco anda en lo exacto
el Sr. Azeárate al afirmar que cno ha nacido la demo-
cracia representativa de la imposibilidad de que un pueblo
numeroso y desparramado por una extensa superficie se
constituya todo él en asambleas, como lo hacían griegos,
romanos y germanos.» En este punto está en lo cierto Pie-
rantoni al escribir que la primera y más considerable base
del Estado representativo está en la gran extensión del
territorio, y que «de la imposibilidad de reunir los ciudada-
nos, por su gran número, en asambleas populares nació el
sistema representativo.» En Suiza se ha visto que el aumento
de población ha sido la causa principal de que dos canto-
nes, en este siglo, hayan renunciado á su gobierno directo
del pueblo por el pueblo, y que otro haya buscado atenuan-
tes prácticos, por la misma causa, á la actuación de dicha


De las repúblicas representativas 151


que se prescriben en ella, conservando así su
condición de soberano. No ha faltado quien pre-
tenda sostener el sistema representativo contra
el de delegación, basándose en el principio fun-
damental de aquel sistema, ó sea en que' el de-
recho, como los restantes fines de la vida, es á
la vez objeto de actividad general para todos
y asunto especial de profesión para algunos, y
por esto todos son órganos legítimos para ex-
presar las necesidades sociales en ' este punto,
pero sólo algunos tienen capacidad para tradu-
cirlas en leyes y hacer éstas efectivas . Pero


forma de gobierno. Pierantoni, Trattato di diritto costituzionale,
tomo I, pág. 334. Herbert Spencer ha escrito: .:Evidente-
fluente un hombre, en igualdad de condiciones, defenderá
mejor y con más cuidado sus propios intereses que otro que
se encargue de hacerlo por él. Evidentemente, si se trata de
establecer reglas que toquen á los intereses de muchos
hombres, hay más probabilidades de que sean dictadas con
-equidad cuando todos los interesados estén presentes y
tomen una parte igual en la redacción. Evidentemente, en
fin, si los interesados son muy numerosos y andan muy dis-
persos, si hay imposibilidad física de que todos tomen parte
en la confección de estas reglas, entonces será lo mejor que
los ciudadanos de cada parte del territorio encarguen á uno
de ellos de hablar por todos, de velar por los derechos de
todos, de ser su representante.» Essais de politique, traduc-
ción francesa de Burdcau, págs. 158 y 159.




15.2 Capítulo V


¿acaso estas funciones no pueden llenarlas, pri-
inero como ilustradores de la sociedad, y luego-
como delegados suyos para la redacción de los
proyectos que han de convertirse en leyes del
Estado, ora por medio de la aprobación del
cuerpo de delegados constituído en asamblea,
ora por medio de votaciones populares? Cabal-
mente esos varones doctos en el derecho han
sido y son de gran utilidad en todas las demo-
cracias directas, ya para ilustrarlas antes de la
reunión de las grandes asambleas populares, ya.
para formar parte de las comisiones que prepa-
ran los trabajos de las asambleas y defender
luego los dictámenes presentados. Y no sólo
han sido y son de gran provecho en las demo-
cracias directas, sino que también lo fueron en
las monarquías antiguas, en las que elaboraron
los Códigos más admirables de la historia riel
derecho positivo; pues, como enseña Suárez, y-
ya se hizo constar al tratar del poder legislati-
vo, un hombre, por docto que sea, es incapaz
por sí mismo de redactar todas las leyes en me-
dianas condiciones de acierto. Puede decirse,
pues, que el principio de representación no es
esencial en ninguna corporación política, puesto
que puede ser sustituído por otros principios.
que, corno el de delegación, dejan más intae--


De las repúblicas representativas 153


to el dogma de la soberanía popular, funda-
mental y esencial en toda constitución demo-
crática de estos tiempos.


En la república, el sistema representativo se
muestra en su forma más completa, puesto que
carece del elemento monárquico hereditario que
entra con él en la constitución de las monarquías
modernas. Ya se trate de repúblicas aristocráti-
cas, ya de democráticas, todos los poderes tie-
nen su raíz en la soberanía del cuerpo electoral
y su fundamento en la elección, con la sola di-
ferencia de que, en las primeras, los elegidos lo
son por una clase, ó sea por una minoría den-
tro del cuerpo social, y en las segundas lo son
por la totalidad, ó al menos por la mayoría de
los ciudadanos. Claro está que si la igualdad
social estuviera en relación con la igualdad le-
gal de las democracias, y que si dentro de una
clase todos los miembros de ella tuvieran el
mismo poder de inteligencia y la misma volun-
tad, el sistema del sorteo que se practicó en
Atenas y en Suiza, con desgraciada suerte, se-
ría el más lógico y natural, y el que revestiría
de más verdad la aplicación del sistema repre-
sentativo. Pero, á despecho de todas las igualda-
des escritas en la ley, la desigualdad entre los
miembros del cuerpo social se impone por su




54 Capitulo V


realidad innegable, y de aquí la escala de apti-
tudes en los miembros del cuerpo social ó de
la clase imperante en las aristocracias, que se
extiende desde el estadista nutrido con la ense-
ñanza del derecho y la historia, con el conoci-
miento de los hombres y hechos de la vida
contemporánea, hasta el obrero que no sabe
leer, escribir ni contar. ¿A quiénes debe elegirse
para representar al cuerpo social en cl poder?
Estas elecciones no presentan cl mismo aspecto
en las monarquías que en las repúblicas, y ade-
más dependen del carácter y modo de ser de
cada nación. En las monarquías, el elemento
representativo se combina con cl real, perma-
nente éste y amovible aquél; en las repúblicas
el elemento representativo, amovible todo él,
constituye por sí solo, en la inmensa mayoría
de los casos, el gobierno, y carece, por lo tan-
to, de todo contrapeso que no sea el principio
de conservación del cuerpo social. De aquí la
necesidad de que, especialmente los elegidos
del pueblo en las repúblicas democráticas,
sean de más altura intelectual y moral que en
las monarquías, puesto que en éstas cl rey pue-
de enfrenar sus excesos y en aquéllas no puede
enfrenarlos nadie, sino muy á la larga y por
medios muy indirectos, ó sea eligiendo á repre-


De las repúblicas representativas 155


sentantes que ofrezcan enmendar la mala obra
desus antecesores, lo cual no es tan fácil como
parece, según lo ha probado clarísimamente la
historia de las dos repúblicas modelos: Suiza y
los Estados Unidos de América (1).


Cabalmente la falta más grave de los Estados
republicanos está en los errores que comete el
cuerpo electoral en la elección de sus represen-
tantes. Debe elegirse siempre á los que mejor
representan al cuerpo electoral, es decir, á los
que mejor conocen las conveniencias y necesi-
dades de la nación y más aptos son por sus
condiciones personales para darles satisfacción
en la medida de lo posible. Los más aptos en
un Estado de tipo industrial, como la república
norteamericana, son en todo caso los que co
nocen los medios de fomentar las industrias y
de hacerlas progresar cuanto se pueda; en un
Estado de tipo cuasi militar, como Chile, los
que saben armonizar más y más las exigencias
de la vida militar con la situación económica de
la nación, y sacar de las fuentes de riqueza, sin
secarlas nunca, la mayor suma de medios para


Segesser, Sant/Wang Sehrteez, tomo III, pá-
ginas 315, 316 y j17, y Chassan, Deeits de la parole el de la
presse, torno 1, págs. 5 y siguientes.




1 5 6 CapttWo V


satisfacer aquéllas; en un Estado, corno la repú -
blica de Liberia, exclusivamente consagrada al
comercio, los que mejor sirvan para resucitar
los tiempos de florecimiento de las repúblicas
italianas que llegaron á monopolizar la mayor
parte del movimiento mercantil del inundo, y,
por último, para no multiplicar los casos, en Es-
tados, como la República Argentina, en que la
vida nacional ha sufrido rudos golpes por la fal-
ta de moralidad de los aventureros que la han
gobernado, debe procurarse grandémente que
los elegidos sean personas de moralidad inta-
chable, debiendo esperarse que, destruída la
causa de los males públicos, cesarán segura-
mente los efectos. De todo esto resulta que un
buen representante en un Estado podría resul-
tar malísimo en otro y viceversa. Se ha decla •
mado mucho contra los excesos de los partidos
en la vida pública, y no pocas veces con razón;
pero es indudable que, dado el racionalismo
político que en los Estados modernos es con-
secuencia de la libertad de la ciencias y de las
nociones que de ellas se derivan, y ciado que
este racionalismo engendra los partidos y los
hace por lo tanto inevitables, prestan éstos,
después de todo, un servicio á la nación, cuan-
do no se convierten en elementos de perturba-erturba-


De las repúblicas representativas 357


ción y anarquía, presentándole un .cuerpo de
personas más ó menos bien formadas y educa-
das para representarla en el gobierno. Con sus
defectos y todo, en muchísimos casos son pre-
feribles estos políticos á los que van á repre-
sentar á sus conciudadanos en el poder sin los
conocimientos y sin la práctica necesaria para
salir bien de la empresa. Quizás resulten en mu-
chas ocasiones con más desinterés y mejor vo-
luntad que los otros; hay que tener presente,
sin embargo, que con estas dos condiciones
solas no se gobierna, y que la ineptitud resulta
á veces más funesta para el bien común que el
interés egoísta y la voluntad poco firme en el
cumplimiento estricto de la ley y del deber
moral.


Las monarquías representativas han degene-
rado en todas partes, menos en Alemania, en'
parlamentarias, y lo mismo ha sucedido á las re-
públicas, con la excepción de Suiza, donde en
su casi totalidad las democracias representativas
se han trasformado en directas por medio del
referéndum, evitando así los excesos del parla-
mentarismo, y de los Estados Unidos del Norte
de América, por la división verdadera de pode-
res que allí existe, por las trabas puestas á la
acción del poder legislativo federal en su coas-




158
capitulo V


titución especialísima y por el carácter práctico
de aquel pueblo, si bién se ha de añadir que no
puede decirse lo mismo respecto de algunos
gobiernos de los Estados, en los que el parla,
mentarismo ha causado males de considera-
ción (I). Estos han sido siempre de más tras-
cendencia é importancia en las repúblicas que
en las monarquías, porque en aquéllas no existe
ningún elemento de conservación que influya
más ó menos, pero siempre directamente., en la
acción de los poderes públicos. Los hombres
y los partidos alcanzan el poder en unas elec-
ciones para perderlo quizás en las siguientes,- y
como todo es mudable, y sólo por sus medios
pueden asegurarse los favores del cuerpo elec-
toral en la nueva elección, tratan de dar á estos
medios toda la preferencia posible, y no pocas
veces sacrifican á este interés particular el bien
común (2). También se ven casos de estos en


(1) l3ryce reconoce que la república norteamericana no
es hoy verdaderamente representativa. Insistiendo en esto,
escribe el Sr. Azeárate: «El gobierno se considera como
un medio de mantener el orden y asegurar á todos sus de-
rechos, más bien que como un poder ideal capaz de guiar
ydesenvolver la vida de la nación.» La República norteame-
ricana, pág. 16.


(2) «En el régimen representativo el rey es garantía más


De las repúblicas representativas 159


las monarquías, pero no son tan generales ni tan
permanentes, pues en éstas al fin el rey nom-
bra y separa libremente á sus ministros, según
la constitución, y los partidos no han de fiarlo
todo á la voluntad del cuerpo electoral. Debe
añadirse que en todos los gobiernos parlamen-
tarios se advierte el siguiente fenómeno: la co-
rrupción es mayor cuando más considerable es
el predominio del parlamentarismo, exceptuán-
dose la república norteamericana, en la que la
corrupción reviste caracteres de la mayor gra
vedad, sin que tenga en ello el parlamentaris-
mo más que una pequeña parte (1). Allí las
segura que un presidente electivo y temporal; porque cam-
biando todo ó por lo menos pudiendo cambiar todo por las
volubles corrientes electorales, es un bien que exista algo
permanente y tradicional para la conservación de los órga-
nos esenciales á la vida, sin cerrar por esto los caminos al
progreso.» Angelo Majorana, Del parlamentarismo, mali,
Cause, rimedii. pág. 307.


(a) Por lo que hace á Francia, véase el capítulo XVII
de la obra de Laisant, rotulada L'anarchie bour,o,eoise. Este
capítulo se titula «Podredumbre de asamblea,» y desde el
punto de vista del autor, republicano y radical, agota la ma-
teria, para la cual Mr. Lockroy había pedido antes un nue-
vo Zola que escribiese Les mystéres du .Palais h'ourbon, en el
que está la Cámara de diputados, como antes se escribieron
los Mystéres de Marseille, los Mystéres de Londres y los


Mysiéres de Paris.




16o Capítula V


grandes inmoralidades están singularmente en
los gobiernos de los Estados y en los munici-
pios, principalmente en los de las grandes
ciudades, debiendo añadirse que hasta ahora
han sido de escaso provecho, según el mismo
Bryce reconoce, los medios empleados para
poner al mal el necesario remedio, porque si
mal están las administraciones municipales, no
está mucho mejor, en no pocos casos, la admi-
nistración de justicia (1).


No cabe duda de que las democracias repre-


(1) Acerca de lo que sucede en los municipios de la
república norteamericana, óigase á Bryce que por boca del
Sr Azcárate dice: «Las quejas de los ciudadanos contra los
municipios de las grandes ciudades son constantes, debiendo
citarse como ejemplo las formuladas contra las corpora-
ciones municipales de Filadelfia y Nueva York. De J 86o á
1870 la población en quince de las ciudades mayores au-
mentó un 70,5 por roo; la riqueza imponible un 156,9; la
deuda un 270,9, y las contribuciones un 363,2.» Sobre la
administración de los Estados declara: «En algunos Estados
la administración pública deja mucho que desear, desde el
punto de vista del celo, de la competencia y de la morali-
dad.» Respecto de los tribunales reconoce que «la elección
por el pueblo, lo breve del tiempo por que son nombrados,
y lo módico del sueldo, no favorecen la condición de los
jueces y magistrados.» Y no son éstas las únicas corrupcio-
nes que existen en la república norteamericana, según los
autores citados.


De las repúblicas representativas 161


sentativas tienden á desaparecer, como formas
de gobierno. Lo prueba el espíritu que informa
las obras de los jurisconsultos y políticos de la
escuela radical, lo prueba el éxito alcanzado por
obras, como la de Vincent, encaminadas á dar á
conocer en América las instituciones y el modo
de ser actual de los cantones suizos (i), y lo
prueba también el que no quede entre éstos,
como varias veces se ha observado, más que
lino sólo en que el régimen representativo se
conserva. ¿Cuál será el término de la evolución
iniciada: No cabe dudarlo: en las naciones cada
vez más democráticas, se camina por ahora á la
forma directa en que el pueblo toma parte en
el gobierno por medio del referéndum, y en las.
otras en que el poder de las riquezas hace sen-
tir cada día más sus efectos, y el presidente
tiene menos jerarquía, pero más autoridad que
un rey constitucional de los que reinan y no
gobiernan, y menos atribuciones, pero más se-
guras, que un ministro de una monarquía parla-
mentaria, en cuanto no dependen de la volun•
tad de las mayorías de las Cámaras; se camina
con paso que acelerarán más ó menos los he-


(1) John Martín Vincent, State and federal Government
ice Switzerland, Ilaltimore, 1891.


1 5




11
162 Capítulo V


chos, al entronizamiento de una aristocracia, de
una monarquía ó de un imperio. Una guerra, el
desarrollo del socialismo revolucionario, los
trastornos que producen propagandas deletéreas
y calamidades públicas á que ningún pueblo se-
sustrae, serán quizás los determinantes más ac-
tivos de esta evolución sin que el entendimiento
humano pueda prever cómo ni cuándo podrá
ésta completarse. Así como así, en la gran re-
pública norteamericana existen gérmenes y se-
millas que á la larga han de dar sus frutos: se
dan jueces que tienen sus cargos por toda la
vida, ocho Estados en que no tienen voto los
pobres, cuatro en que para tenerlo se ha de ser
contribuyente, dos en que se ha de saber leer
y escribir, considerable número de gobernado-
res que tienen la prerrogativa del veto contra
las decisiones del poder legislativo; y, por otra
parte, en el gobierno federal, el Parlamento no
tiene el poder absoluto, omnipotente é irrespon-
sable, contra el que tan repetidas veces ha cla-
mado en Inglaterra Herbert Spencer, declarando
que este poder es más nocivo todavía á los
pueblos que el de los monarcas cesaristas de
otros tiempos (I), y aunque el poder de la


(i) «La gran superstición .de la política de otros fiero.


De las repúblicas representativas
163


riqueza no se revela en la constitución federal,
no por esto es menos poderoso y absorbente,
según frase de Bryce, repetida por el Sr. Azcá-
rate


pos era el derecho divino de los reyes. La gran supersti-
ción de la política de hoy, es el derecho divino de los par-
lamentos. Se puede encontrar irracional la primera de estas
creencias; es necesario admitir que era más lógica que la
última. Un cuerpo legislativo que no puede pretender ni un
origen ni una misión divina, no puede recurrir á lo sobre-
natural para legitimar sus pretensiones á un poder ilimitado,
el cual, por otra parte, no ha tratado de justificar con prue-
bas del orden natural. Por lo tanto, la creencia en su auto-
ridad ilimitada no tiene el carácter lógico de la antigua
creencia en el poder ilimitado del rey.» Ilerbert Spencer;
77re Marx versus Me State, pág. 78.


(I) Azcárate, La República nor leamericana, págs. 75 y 76.




CAPITULO VI


DE LAS REPÚBLICAS FEDERALES


Origen de la república federal.—El pacto de federación y
su idea fundamental.—Qué es la federación.—Errores de
Pi y Margall.—Teoría de Proudhon.—Ventajas de esta
doble forma de gobierno.—Diferencia entre las confede.
raciones de Estados y el Estado federal —Conciliación de
la teoría antigua con la moderna.—Las ens . Tíanzas de los
hechos.—La libertad y la tiranía en las federaciones. —
La federación no es una forma definitiva.—Carácter tran-
sitorio de las formas federales.


Rossi y Straus han buscado en el pueblo de
Israel el origen de la república federal. Dice el
primero que los hebreos empezaron por cons-
tituir un Estado nómada, de tal modo que,


De las repúblicas federales x 6
cuando se lee la historia del pueblo de Aarón,
se cree estar leyendo la historia de los mo-
dernos pueblos de Arabia, tan considerable es
el parecido entre aquél y éstos, y que después
se constituyeron cn Estado federativo, en ver-
dadera república federal, hasta el advenimiento
de la monarquía (1). Escribe el segundo que el
gobierno de los Jueces se parece mucho al
gobierno federal de la república norteamericana,
toda vez que cada tribu tenía su gobierno par-
ticular, que dirigía y resolvía todos los asuntos
locales y enviaba sus representantes, debida-
mente elegidos, al Congreso nacional (2). Pién-
sese lo que se piense sobre el origen de la re-
pública federal, es lo cierto que ha nacido, en
Europa como en América, de la necesidad, sen-
tida por varios pequeños Estados, de defenderse
de un poder extranjero superior en fuerza á cada
uno de ellos y aun á la mayoría de ellos, y
que, en América corno en Europa, se ha con-
servado por el amor de cada pequeño Estado á
su independencia y por las ventajas morales y


(i) Rossi, (.ours de droil conslitulionnel, tomo 1, lec-
ción 2. 2, pág . 24.


(2) Straus, Les origines de la forme republicaine die gnu-
vernement dans les Etats•Unis Amerique, pág. 131.




166
Capítulo


materiales que la unión federativa les propor-
ciona (1). La guerra de separación entre los
Estados del Norte y los del Sur, que tantos
males acumuló sobre la república norteamerica-
na y costó la vida á un millón de combatien-
tes, y la guerra del Sonderbund, en que la razón
y la justicia estaban de parte de los vencidos,
que luchaban por sus libertades cantonales y
por los fueros de sus conciencias, prueban que,
cuando estas ventajas morales y materiales des-
aparecen, el lazo federal se debilita, y que, al
convertirse estas ventajas en desventajas, no
sólo se rompe el lazo de unión, sino que esta
unión se convierte cn guerra, que sólo acaba
por la derrota de una de las partes. Recuérdese
ahora que los siete Estados del Sonderbund
ofrecieron renunciar á su alianza, si los conven-


(i) «El objeto de toda federación es, en sus comienzos
al menos, impedir la guerra entre los miembros del cuerpo
federal, y enseguida reunir las fuerzas de todos para resistir
á un enemigo común. Así se formó la confederación suiza;
así podrían unirse los Estados del Danubio y de los Balka-
nes.» Laveleye, Le gouvernement dans la democratie, tomo I,
página 73


.— <El interés común hizo que las colonias norte-
americanas se convirtiesen en confederación para la defensa
de su independencia.» Moireau, Hisloire des Etats-Unis
de 1;


Amen'que die Yord, tomo II, pág. 205;


De las repúblicas federales 567


tos de Argovia eran restablecidos, si se retira-
ban los proyectos de decretos contra los jesui-
tas, y si la mayoría renunciaba á todo cambio
en el pacto fundamental, contrario á la sobera•
nía de los cantones, proposición que fué recha-
zada; y recuérdese también cómo los doce
cantones y el medio cantón vencedores abu-
saron de su fuerza en cuanto cantones y en
cuanto mayoría en los Cuerpos legislativos fe-
derales, coartando la libertad religiosa de la mi-
noría y llevando á cabo luego actos de perse-
cución y de tiranía idénticos á los que el prín-
cipe de Bismarck realizó en Prusia en nombre
del cesarismo del Estado, no diverso sustancial.
Mente en una república que en una monarquía,
citando son unos mismos los principios que lo
inspiran; recuérdese todo esto, y el espíritu que
informa las obras de los federales españoles, y
habrá de reconocerse, contra lo que dicen los
apologistas del federalismo, que. también en esta
forma especial de gobierno pueden darse opre-
siones y tiranías tan reprobables como las de
cualquier soberano despótico (1).


(s) «Los nuevos gobernantes de los cantones derrotados
en la guerra del Sonderbund tenían antiguas salías que
satisfacer. Instalados por las fuerzas federales y sostenidos




r 68 Capítulo VI


Evidentemente la idea fundamental del con-
cepto de federación es la de pacto entre las di.
versas partes que constituyen el todo federal.
Proudhon tomó la definición de pacto del Có-
digo civil francés, y así dijo que pacto es una
convención por la cual una ó muchas personas


por ellas, trataron sin piedad á sus adversarios y les hicieron
objeto de la más odiosa arbitrariedad. Se vid entonces, con-
tra las costumbres de los cantones suizos, á las nuevas auto-
ridades de Friburgo asegurarse el poder por nueve arios,
en virtud de una Constitución que no sometieron á la apro-
bación del pueblo, trasformando así á la mayoría de los ha-
bitantes de este cantón en parias.» «Suprimieron luego la
mayor parte de los conventos y se apoderaron de sus bienes,
y además crearon un imputsto de ¡.600.000 francos que
hicieron pagar sólo á determinados ciudadanos. En Lucerna
presentaron á la aprobación del pueblo un proyecto de ley
para apoderarse de los bienes de los conventos, y como la
medida fué rechazada, contaron como aceptantes á todos
los que se abstuvieron, y así llevaron á cabo el despojo.»
»En el Tessino, viendo el partido dominante en x 855 que
se quedaba sin mayoría, obtuvo del Consejo nacional un
decreto anulando las elecciones para este Consejo, á pesar
de que los candidatos habían sido elegidos por una mayoría
considerable. Desde este momento un terrorismo espantoso
colocó este cantón bajo el yugo de una facci5n que llevó la
violencia hasta el extremo de dictar á los tribunales las sen-
t encias que debían fulminar.» Marin, Précis de hisloire poli-
ligue de la Suisse, torno 11, págs. 308, 352 y 356.


De las repúblicas federales 169.


se obligan con una ó con muchas otras para
hacer ó no hacer alguna cosa, y añadió, siem-
pre según el Código citado, que el pacto es si-
nalagmático ó bilateral cuando las partes sc
obligan recíprocamente unas con las otras, y
conmutativo cuando cada una de las partes se
compromete á dar, ó á hacer, una cosa que es
considerada corno el equivalente de lo que re-
cibe ó de lo que se hace por ella. Consecuente
con esta doctrina escribió: «El pacto político
sólo adquiere toda su dignidad y su moralidad
á condición de ser sinalagmático y conmutati-
vo, y de encerrarse, cuanto á su objeto, dentro
de ciertos límites.» ¿Qué límites son éstos? El au-
tor citado lo declaró: «Para que el pacto político.
sea sinalagmático y conmutativo, según lo exi-
ge la idea de democracia, para que, encerrán-
dose en límites de prudencia, resulte ventajoso
y cómodo á todos, es preciso que el miembro,
que pasa á formar parte de la asociación reciba
tanto del Estado cuanto le sacrifica, y conserve
toda su libertad, su soberanía y su iniciativa,
menos en lo relativo al objeto especial del pac-
tos (r). Claro es que entre este pacto y el lla-


(1) Proudhon, Du príncipe federan", páginas 6.1. y si-
guientes.




T ¡o
Capítulo • .I71-


malo pacto social de Rousseau, existe conside-
rable diferencia: el de Rousseau es puramente
hipotético y no encierra relación ninguna -de
identidad con la realidad de las cosas, y el de
Proudhon es real, como escrito en la constitu•
ción de todo cuerpo federal; y del uno al otro
hay, por lo tanto, la distancia que separa una
ficción de luí ser positivo y efectivo. ¿Dónde fué
ideado el pacto social de Rousseau? Nadie lo
sabe. ¿Dónde fué propuesto, discutido, votado
y aprobado? Tampoco lo sabe nadie. En cam-
bio todos saben dónde se discutieron, votaron
y aprobaron los pactos fundamentales, no sólo
de las federaciones existentes, sino también de
la de los Países Bajos, que vivió en otros siglos,
y aún se conoce la legislación de Israel si ha de
admitirse lo que han escrito Rossi y- Straus acer7
ea de la constitución teocrática, republicana y
federal de los hebreos en el período de quinien-
tos cincuenta años que tardaron, según los cal.
culos de los publicistas citados, en ver conver.
tida en monarquía la forma de gobierno con
que se establecieron en la tierra de promisión, y
tampoco faltan datos para estudiar los pactos
que unieron á los pequeños Estados de Grecia
en las diversas épocas de la vida independiente
y libre de aquella nación singular.


De las repúblicas federales 171
Después de lo dicho no es difícil averiguar


qué se entiende por federación, no ya sólo en el
lenguaje de las ciencias morales y políticas,
sino en cl común y corriente. Federación es el
lazo que une á varios Estados, obligándose re-
cíproca é igualmente los unos respecto de los
otros para uno ó muchos objetos particulares,
cuya realización se encarga entonces única y
exclusivamente á los representantes de los Es-
tados y de las poblaciones, que constituyen el
poder central. Proudhon pretendió que la fede-
ración es un convenio (1), y Pi y Margall, que es
un sistema (2). En realidad, puede ser lo uno y
lo otro: es lo pri:hero, cuando el pacto moral
pasa á ser pacto legal y se levanta acta de él,
escribiéndolo en la Constitución, y es lo segun
do, cuando se convierte en conjunto de reglas
y principios enlazados entre si, aplicable á di.
versas naciones. Menos exacto ciertamente que
en esta afirmación estuvo Pi y Margall cuando
dijo á renglón seguido que en la federación los


;11) ..Fedération est une convention...» Proudhon, Des
princ. :7v federalif, pág. 67.


(2) .La federación es un sistema por el cual los diver-
sos grupos humanos...» Pi y Margall, Las naci ama/ida/és,
libro II, cap. I, pág. 1,15.




172
Capítulo VI


diversos grupos humanos, sin perder su autono-
mía en lo que les es peculiar y- propio, se aso-
cian y subordinan al conjunto de los de su espe-
cie para todos los fines que les son comunes, y
anduvo menos exacto, primero, porque la idea
de grupo es una idea vaga é indeterminada,
toda vez que grupo humano es todo conjunta
de varios seres humanos apiñados ó unidos
por algún lazo moral, y la federación sólo cabe
entre jefes de tribu, municipios, cantones y Es-
tados, es decir, entre estas clases de grupos; se-
gundo, porque en la federación no sólo se obli-
gan sinalagmática y conmutativamente las di-
versas partes del todo federal entre sí, sino que
todos renuncian, al firmar el pacto, á algo de
sus derechos, libertad y autoridad, constituyen.-
dose, con esta suma de álgos, el derecho, la li-
bertad y la autoridad central; tercero, porque
los diversos grupos humanos no se asocian al
conjunto de su especie ni pueden hacerlo, toda
vez que el conjunto de su especie es la huma-
nidad entera y la federación sólo comprende á
una parte de ella, y además no puede resultar
completo ningún conjunto si no forman parte
de él todos los que naturalmente lo constituyen,
y ningún grupo humano puede darse fuera del
conjunto de su especie, pues en este caso el


De las repúblicas federales 173


conjunto de la especie sería y no sería conjün-
.to á un tiempo; y cuarto, porque las diversas
partes del todo federal no se subordinan á éste
para todos los fines que les son comunes, pues
tienen como Estados particulares un fin que les
es común y que no es ni puede ser, según se
verá luego, el fin del Estado federal, el cual no
tiene ni debe tener otros fines que los particu-
lares que se determinan y escriben en la Cons-
titución, 6 sea en el pacto constitutivo legal de
la federación.


De acuerdo con lo que aquí decimos anduvo
Proudhon, cuando afirmó, en primer término,
que, al suscribir el pacto, las diversas partes del
todo federal deben reservarse más derechos,
libertad, autoridad y propiedad que la que pier-
den, y, en segundo lugar, que el pacto de fede-
ración debe tener por objeto, en términos gene-
rales, garantir á los Estados particulares su
soberanía, su territorio, la libertad de sus ciuda-
danos, arreglar sus diferencias, proveer á todo
lo que interesa la seguridad y la prosperidad
común (t). Con efecto, la razón primera que
debe unir las diversas partes de un todo federal
ha de buscarse en el bien que por medio de la


(1) Proudhon, obra citada, pág. 68.




1 74 Capítulo VI


federación obtienen las partes, ya en su acción
particular, ya en sus relaciones con el extranje-
ro. En su acción particular, en cuanto el poder
federal garantiza el orden interior del Estado
particular, y con el orden la posesión de la
propiedad, los derechos de los ciudadanos, el
ejercicio legal de la libertad y la autoridad, el
arreglo pacífico de las diferencias con los Esta-
dos particulares vecinos, la integridad del terri-
torio y más amplios medios de fomentar la ri-
queza. Y en sus relaciones con el extranjero, en


-


cuanto el poder federal tiene mayor fuerza mo-
ral y material que cada uno de los Estados par-
ticulares, y- puede sacar mayores ventajas así
en las negociaciones comerciales como en las
de otra índole,'además, claro está, de disponer
de más considerables medios en el caso de una
guerra con otra ú otras naciones. Pero no hay
que forjarse ilusiones: el poder federal se cons-
tituye á costa de los poderes particulares de los
Estados, y por lo tanto, todo lo que entra en su
constitución lo pierden éstos. La Constitución de
los Estados Unidos del Norte de América im-
pone, entre otras, las siguientes limitaciones •á
las atribuciones soberanas de los Estados: «Nin-
gún Estado hará por sí, dice, tratado, alianza ni
confederación alguna, ni dará patentes de corso,


.De las 'repúblicas federales 175
ni de represalias, ni acuñará moneda, ni emitirá
documentos de crédito, ni hará que se admita
en pago de derechos otra cosa que el oro y la
plata acuñados, ni ley que debilite las obliga-
ciones de los contratos ó conceda título alguno
de nobleza, ni impondrá sin autorización del
Congreso contribución ni derechos sobre las
importaciones y las exportaciones, corno no
sean los absolutamente necesarios para realizar
su inspección, ni tendrá en tiempos de paz tro-
pas ni buques de guerra, ni entrará en pactos ni
convenios con otro Estado, ni con potencia al-
guna extranjera, ni se empeñará en alguna
guerra como no esté ya invadido ó en tan inmi-
nente peligro que no admita dilación la defen-
sa» (1). Y la Constitución federal de Suiza de-
clara que dos cantones son soberanos en todo
aquello que su soberanía no se halle limitada
por la Constitución federal, y como tales ejer-
cen todos los derechos que no hayan delegado
en el poder federal,» y añade que «los cantones
están oblig-ados á pedir á la confederación la
garantía de sus instituciones, que sólo se obtiene
cuando éstas no contienen nada contrario á las


(1) Heredia, Recopilación de las Constituciones vigentes en
Europa y Amiírha, tomo II, págs. 24 y 25. Madrid, 1884.




.11


176 Capítulo VI


disposiciones de la Constitución federal» (i).
Evidente es que, cuando estas limitaciones no


son excesivas, es decir, cuando la autoridad fe-
deral se limita á moverse dentro de la esfera de
su acción propia y adecuada, lejos de ser un obs-
táculo á la acción de la autoridad cantonal, la
favorece y robustece no poco, con la garantía
que le presta con su fuerza y prestigio. Pero
para esto se hace necesario adoptar tempera
mentos diversos de los que entran en la forma-
ción de la constitución de la república norte-
americana y de la de Suiza, á las cuales es
superior realmente en esta parte la de los Paí-
ses Bajos (2). Porque, ó el federalismo no res-


(1) Heredia, obra citada, tomo I, págs. 449 y 450.
(2) «El lazo que unía las provincias de los Países Bajos


era menos apretado que el que unía entonces los cantones
de Suiza. En ésta el poder central no <xistía, por decirlo así,
mientras en los Países Bajos ejercía funciones importantes
para la defensa nacional y para la representación diplomá-
tica en el extranjero. El círculo de atribuciones de las auto-
ridades federales en los Estados Unidos no es mucho mayor
que era en los Países Bajos; pero en la esfera de su compe-
lencia pueden obrar libre y soberanamente aquellas autorida-
des. En las provincias unidas, por el contrario, se veían
obligadas á obedecer casi siempre las voluntades de los po-
deres locales de que emanaban., Laveleye. gouvernement
fans la democratie, tomo II, pág, 376. la organización


3


De las repúblicas federales 1 77
ponde á ninguna necesidad verdadera, ó si ha
de responder á ella es preciso que deje formar
á cada uno de los Estados particulares su Cons-
titución con arreglo á su modo especial de ser,
á sus conveniencias y necesidades, sin otros
límites en su poder constituyente que los que
imponga el respeto de los derechos de los otros
Estados y las exigencias esenciales de la .fede-
radón. Las diferencias de clima, las económicas,
las sociales, las. de educación y cultura, las de
religión en naciones como Suiza y los Estados
Unidos, que tanto distan de la unidad de creen-
cias, de clima, de organización social, de modo
de ser económico, de educación y cultura y has-
ta en algunos puntos de raza, exigen lógica y
naturalmente diferencias considerables en la
formación de las Constituciones particulares, di-
ferencias que no siempre existen, ni mucho me-
nos, toda vez que las Constituciones federales
están informadas por principios de lin orden
determinado, y nada puede disponerse ni orde-


de nuestras instituciones republicanas y representativas cl
poder central era sólo una emanación de los poderes pro-
vinciales y locales., l3eyden, Kort oversicht van de Staals-
regeling van ons Vaderland van Ket jaar tot on onzentyd,
página 37.


12




178 Capítulo VI


narse en las primeras que sea contrario á los
principios que informan las segundas. Hay Es-
tados en la república norteamericana en los que
quizás conviniera establecer una dictadura,ó sea
el gobierno de tino solo que, encauzando y
moralizando la administración, evitara los escán-
dalos de inmoralidad que amenudo se produ-
cen; hay otros en los que quizás resultara útil
entregar el gobierno á los mejores , cs decir, á
los que tienen alguna superioridad sobre sus
conciudadanos; hay cantones en Suiza donde
la realidad social y política va por un lado y la
constitucional y legal por otro, y hay algunos
en que el orden legal es atentatorio á la libertad
de conciencia de los ciudadanos. ¿Qué puede
hacerse en los cantones y Estados particulares
para lograr el alivio de los males indicados y
la aplicación de los remedios? Poco ó nada,
porque la Constitución y el poder federal lo
impiden; la primera imponiendo un patrón para
todos los poderes cantonales y particulares, y
el segundo, trabajando cuanto puede y sabe
para mantener esa uniformidad democrática, en
ocasiones opresora y tiránica, y mostrando
prácticamente así que el sistema federal no es
la unidad en la variedad que dice Pi y Marga,
sino una unidad que sólo admite variedades


De las repúblicas federales 179
-accidentales y de poca monta, y que sacrifica
cuantas veces es necesario á su triunfo la vo-
luntad de las partes constitutivas del todo fe-
deral (1).


Preciso es reconocer, sin embargo, que el
sistema federativo ofrece algunas ventajas, sin-
cera y lealmente practicado. La razón y la expe-
riencia muestran, en primer término, que es más
fácil el gobierno de un Estado pequeño que el
de uno grande, y en segundo lugar, que un Es-
tado grande dispone de más medios que uno


(1) No faltan autores que, contra la opinión y el dicta-
men de Tocqueville (La democraile en Ambique, tomo II,
página 163), hablan de la debilidad de los poderes federales
de la república norteamericana y de la influencia y creciente
'predominio de los poderes de los Estados particulares sobre
aquéllos. l3outmy, miembro del Instituto de Francia y di-
rector de la Escuela libre de Ciencias políticas de París, es
indudablemente el más autorizado y respetable de todos
ellos. Pero sus afirmaciones en este punto sólo se refieren á
uno de los elementos del problema, y en el problema entran
dos elementos: la legislación y los hechos. Para resolverlo
desde el punto de vista de los hechos no es posible tener
en cuenta sólo los actos de los gobiernos de varios Estados
particulares, sino los de todos ellos en relación con los de
los poderes federales. Y lo mismo puede y debe decirse en
lo que á la legislación se refiere. Boutmy, Eludes de droit
consti tu/inane', págs. 108 y siguientes. París, 1888.




18o Capítulo VI.


pequeño para la defensa de su independencia y
la conservación de la integridad de su territorio.
Ahora bien, por la federación, los Estados que
en ella entran, gozan de las ventajas de los Es-
tados pequeños y de las de los grandes, siem-
pre, claro está, que la acción del gobierno fede-
ral no anule ó haga ilusoria la del gobierno.
cantonal ó particular, y siempre que los canto-
nes ó Estados particulares le den al poder fede-
ral los medios y los recursos necesarios para su
acción adecuada. Además, en el sistema federa-
tivo no se da el caso, porque no puede darse
en la vida ordinaria, de que los recursos econó-
micos de una región se gasten en provecho de
otra; cada cantón ó Estado particular vive de sus
medios propios, y así existe perfecta relación
entre sus medios y su vida, lo cual no sucede
en las naciones unitarias, en las cuales esta rela-
ción desaparece, repartiéndose los recursos to-
tales entre todas las provincias con arreglo á
sus necesidades, y así se dan casos en que las
que menos contribuyen á levantar las cargas
públicas son las que más reciben de ellas. En
cambio, en los momentos graves para la vida
de un pueblo, cuando la guerra estalla y la in-
dependencia y la integridad del territorio peli-
gran, cada cantón ó Estado particular dispone


De las repúblicas federales 8 r
de los recursos y de los medios de todos los
demás cantones ó Estados particulares para su
defensa, si ésta es de algún modo necesaria.
Hay- que advertir, no obstante, que esta ventaja
no es propia y exclusiva de las repúblicas fe-
derales; gozan de ella los imperios confedera-
dos, según se ve por cl estudio de las Consti-
tuciones de Alemania y Austria Hungría, que en
este punto no difieren sustancialmente de las de
lás federaciones helvética y norteamericana.
Hay más todavía: 1 as primeras declaran que los
emperadores son los jefes natos del ejército fe-
deral, lo cual da á éstos una unidad que no pue-
den tener en Suiza, donde, en primer término,
la confederación legalmente no puede sostener
ejército permanente, y cada cantón ó semi-can-
tón puede sostener sólo 30o hombres de tropa
permanente, constituyéndose el ejército federal
con los cuerpos de tropa de los cantones, con-
servando cada cuerpo su carácter cantonal, y en
segundo lugar, toda la organización depende -de
los cuerpos federales que componen el poder
central, y que tampoco pueden tener en los Es-
tados UnidOs, donde se declara que el presidente
de la República es el general en jefe del ejército
y de la armada de la federación-y de la milicia
de los diferentes Estados cuando sea llamada




82 Capíluk


al servicio activo de la República, y lo es aun-
que no tenga educación ni instrucción militar al
guna, según ha sucedido en diversos casos.


Debe notarse la diferencia considerable que
existe entre las antiguas confederaciones y las.
modernas; entre las confederaciones de Esta--
dos, en que el conjunto constituye mejor una
asociación de Estados que un Estado organiza-
do, y el Estado federal, que constituye mejor
un Estado organizado que una asociación de
Estados. Confederaciones de Estados fueron
Suiza hasta la reforma constitucional de 1848,.
Alemania hasta la Unión de 1866 y los Estados
Unidos desde 1776 á. 1787. No cabe duda • de
que en cierto , sentido el sistema moderno es
preferible al antiguo, no sólo por lo que hace
a la política interior, sino por lo que hace á las
relaciones internacionales. En la confederación
de Estados falta la unidad real de la voluntad y
de la acción, y sucede esto porque la confede-
ración no tiene órgano central de legislación, ni
leyes federales propiamente dichas, y tampoco
tiene un gobierno federal que ejecute las deci-
siones del conjunto. De esta falta de unidad real
participa el ejército, que no puede ser uno, ni
uniforme siquiera, toda vez que el ejército con-
federado no es otra cosa que la agrupación de


De las repúblicas federales T 83
los ejércitos particulares de los Estados. Pero el
sistema moderno es inferior al antiguo en lo que
toca á la libertad de acción de los Estados par-
ticulares. En lo antiguo, cada Estado se movía
libremente dentro de sí mismo sin que la con-
federación pusiera ningún límite á su acción
particular. En lo moderno, el Estado particular
necesita acomodar su acción á los términos que
le señala el poder federal, que además dispone
de medios para hacerse respetar y obedecer, si
hace falta. Claro está, por lo tanto, que si la li-
bertad es el fin del federalismo, como pretenden
algunos (1), el sistema antiguo es preferible al
moderno, puesto que en él los miembros de la
confederación gozaban de más libertad, y que,
si el fin de la federación es la realización de la
unidad federal, aunque conservando las varie-
dades accidentales de los Estados particulares,
como pretende Bluntschli (2), el sistema moder-
no es preferible con mucho al antiguo en los


(1) El proyecto de. Constitución federal de -la república
española, que suscribieron los más moderados de las Cortes
republicanas, decía que el primer objeto de la Constitución
era asegurar la libertad. Fernando Garrido, La República
democrática federal universal, pág. 149.


(. 2) 131untschli, Palitik als Wissenschaft, libro IX, cap. II,.
Páginas 398


Y 399.




184 Capítulo V.1


puntos y por las razones que se han indicado
antes. Hamilton, autor del Estado confederado,
creyó que los Estados particulares de la Amé-
rica del Norte, conservando su independencia,
debían permanecer siendo Estados; pero que el
conjunto, por su parte, debía formar un todo
completo con funciones y fines determinados
por la voluntad general de los asociados, en
cuanto cuerpo general de electores y en cuanto
Estados particulares (i). ¿Cuál debe ser la doc-
trina federal deducida de esta fuente de la con-
cepción federalista? ¿No es posible acaso con-
ciliar las ventajas de las confederaciones de
Estados con las del Estado federal?


En todo compuesto federal existen dos so-
beranías, la de los Estados particulares y la del


(I) «Debida al genio de estadista de Alejandro -Hamil-
ton fué la idea de reemplazar la confederación de los Es-
tados por el Estado federal, que fué una base de progreso
para los Estados Unidos, Suiza y Alemania. Pensó este
grande hombre que los Estados particulares de la América
del Norte, restringiendo y todo su independencia, debían
permanecer siendo Estados; pero que el conjunto, por su
parte, debía formar un todo completo capaz de velar por
los intereses comunes.» Bluntschli, Politila al: PI/Usenschaft,
libro IX, cap. II, pág. 398. — Para que se comprenda
bien la diferencia que existe entre esta teoría y la que infor-
mó la primera Unión norteamericana, conviene hacer cons-


De las repúblicas federales 185
Estado federal (i). No cabe duda de que la
primera es anterior á la segunda, toda vez que


Lar que la primitiva confederación de los Estados norteame-
ricanos descansaba en el siguiente principio: «Desde el
momento de la declaración de su independencia, cada co-
lonia se ha convertido de hecho y de derecho en Estado
independiente, que puede pactar, si quiere, una unión fede-
rativa con los otros Estados, pero sólo cuando y en la
medida que le acomode.» Así se comprende que el art. 2.°
del plan de confederación, aprobado en Noviembre de 1777,
estuviese redactado en los siguientes términos: «Cada Es-
tado conserva su soberanía, su libertad, su independencia, y
todo poder, jurisdicción y derecho que no haya delegado
expresamente por esta confederación á los Estados Unidos
reunidos en Congreso.>


(t) Muchos republicanos federales pretenden que hay
más soberanías. Hace dos arios se publicó en Madrid un
libro titulado Unitarisma y federalismo, en el que se estudia-
ban casi todas las formas de gobierno, y en el que se de-
cía: «La última fórmula de la federación democrática es ésta,
soberanía del individuo dentro de la familia; soberanía de la
familia dentro del municipio; soberanía del municipio dentro
del Estado ó región; soberanía del Estado dentro de la na-
ción, y soberanía de la nación dentro de las demás nacio-
nes; es decir, soberanía del ser social dentro de todos los
organismos sociales., Realmente esta fórmula no ha tenido
aplicación completa en ninguna de las repúblicas federales
existentes. Sólo en los Países Bajos existió la soberanía de
los municipios, en la cual se fundaban la de las provincias y
la de la confederación.




186
Capitulo Vi


ésta no se concebiría siquiera en su existencia
sin aquélla. Á dos soberanías corresponden
desde luego dos acciones, y sabido es que to-
da acción soberana sólo puede tener por fin el
bien de aquellos á quienes afecta. Ahora bien,
tratándose, como se trata aquí, de una acción
sobre un cuerpo social, sólo puede tener por fin
el bien común. Pero en el compuesto federal
existen dos clases de asociados, los que com-
ponen los Estados particulares y los que com-
ponen el Estado federal. En el primer caso se
trata de individuos, familias y municipios, y en.
el segundo de Estados particulares. De aquí que
la acción soberana deba tener por fin, en el
primer caso, el bien de los individuos, familias
y municipios á quienes afecta, y en el segundo,
el de los Estados á quiénes se dirige. No hay
que perder de vista ni un solo momento, sin
embargo, que la soberanía de los Estados par-
ticulares es anterior á la del Estado federal, y,
por lo tanto, que ésta existe sólo para labrar el
bien de aquéllos en la parte que no pueden ob-
-tenerlo por sí mismos. Se deduce lógicamente
de esto que la soberanía federal sólo existe para
el bien de los Estados que la han creado y que
su acción sólo es natural en cuanto responde al
fin que, al crearla, se propusieron sus autores,


De las repúblicas federales 187


y sabido es que este fin no pudo ser otro que
el bien propio de sus miembros constitutivos, el
bien común de sus asociados. Expuesto esto, es
bien fácil determinar el objeto de la ley en los
Estados particulares y el de la ley en el Estado
federal. Fin de aquélla es el bien particular de
los componentes de los Estados, y fin de ésta
el bien general de estos Estados, ó sea el bien
de la federación, complemento del bien parti-
cular indicado. Excusado es recordar que el
complemento no puede cambiar nunca la natu-
raleza de la cosa que completa; sino sólo aña-
dirle algo que le falte para su perfección. De
aquí que la ley federal sólo pueda tener por
objeto añadir á las leyes particulares de los Es-
tados lo que les falta para su perfección (i).


(i) «Es necesario ir más lejos y afirmar, no que las
constituciones de los Estados sean el complemento de la
Constitución federal, sino que la Constitución federal es el
complemento de las constituciones de los Estados. Estas
últimas son la base del edilicio, mejor dicho, el edilicio
mismo, del cual la otra es sólo el coronamiento.» Boutray,
¿Ardes de droit constitufionnel, págs. [o6 y 107. –Lincoln
dijo en 4 de Julio de 1861 cine da Unión es más antigua
que los Estados, y de hecho los ha creado como tales,»
conclusión sustcntadapor Holst (Verfassuag- und Demokratie


r Vereinigten Staaten, torno 1). En realidad está perfecta-
mente comprobado que seis de las trece colonias habían




4 r


188 Capítulo VI


¿Qué es lo que les falta en este casó? La unión
de los medios particulares para obtener el fin
que se propusieron al confederarse, que no pu-
do ser otro que acrecentar el bien común y
asegurarlo contra los- menoscabos que pudiera
sufrir por atentados al orden legal establecido,
ya de parte de elementos del orden interior, va
de parte del extranjero.


Dentro de esta doctrina, fundada en princi-
pios generalmente admitidos, se concilian per-
fectamente las ventajas de las confederaciones
de los Estados con las de los Estados federales,
puesto que evidentemente, si existe una sobera-
nía federal, ha de existir un poder legislativo
federal que dicte leyes para su acción y un poder
ejecutivo federal que las cumpla y además vele


proclamado y establecido su independencia y adoptado
instituciones apropiadas á su nueva situación, cuando el
Congreso norteamericano declaró la independencia de los
Estados Unidos. En el primer semestre de 1776 se dieron
constituciones independientes New-Hampshire (5 de Enero),
la Carolina del Sur (26 de Marzo), Virginia (f.° de Julio) y
Nueva Jersey (2 de Julio). Rodano-lsland y Conneticut
convirtieron en Mayo sus constituciones coloniales en in-
dependientes, añadiéndoles tan sólo que «en adelante, la
sola soberanía del pueblo, independiente de todo rey
príncipe, sería fuente de derecho.»


De las repúblicas federales 189
por su cumplimiento, desapareciendo así el
principal inconveniente de las confederaciones
de los Estados, en las que falta la unidad real de
la voluntad y de la acción común de los miem-
bros de la confederación (1). Pero estos poderes
federales tienen su fundamento en la soberanía
federal, que es sólo un complemento de la de
los Estados particulares en que aquélla se apoya
y funda. De aquí que nada deban hacer que
menoscabe la libertad de acción de aquélla,
desapareciendo así el principal inconveniente de
los Estados federales, en los que, según se ha
visto antes,. no son las leyes federales las que
se acomodan al modo de ser de las particulares,
sino éstas las que reciben de aquéllas la deter-


(t) La naturaleza del poder federal cambia en cada fe-
deración. En Alemania dicho poder es ejercido principal-
mente por un Canciller que preside el Bundesrath ó sea
Consejos de los Estados, y sirve de organo al Emperador
para el ejercicio del poder ejecutivo. ',abatid, Das -.9Am/4ra-U
des Deutschen Reiekes, tomo I, págs. 86 y SS. En Suiza, es
ejercido por una Asamblea dividida en dos secciones y un
Consejo federal compuesto de siete miembros elegidos por
la Asamblea. Preeman, History oy federal Goverment, pág. i r.
En los Estados Unidos del Norte de América es ejercido,
con completa separación de poderes, por el Presidente de la
federación y las Cámaras. De Chambran, Tite executive Power
en the United States, págs. 155 y siguientes.




1


190 Capítulo VI


minación de sus límites. Y esto es tanto más
absurdo, cuanto que, lo mismo en Suiza que en
la república norteamericana, el Cuerpo legislati-
vo de la federación se compone de representan-
tes de los Estados particulares y del cuerpo elec-
toral de estos Estados, y dicho se está que los
representantes no deben contrariar las tenden-
cias de los representados. Así hubiera sucedido
y sucedería ciertamente si la acción de los par-
tidos no sustituyera, en los colegios electorales
primero, y luego en las Cámaras, la acción del
pueblo y de sus representantes libremente ele-
gidos. Hecha esta sustitución, el partido que
tiene mayoría en el poder legislativo federal
trata de llevar su programa á las leyes, y corno
en los Estados Unidos es en último resultado
muy difícil impedírselo y en Suiza el referéndum
no siempre se hace superior á las maniobras y
habilidades de los políticos, resulta que al fin y
al cabo logra en no pocos casos su objeto, y las
leyes federales, en vez de ser complemento de
las particulares, son base y fundamento de que
han de partir éstas en no pocas ocasiones para
tener fuerza de obligar. Por este procedimiento
se menoscaba la libertad de los Estados parti-
culares, y se llega á los extremos de tiranía que
en Suiza, aun antes de 1848, produjeron la


De las repúblicas federales 191
guerra del Sonderbund y sus terribles conse•
cuencias para la paz y el bienestar de aquella
república, asilo de la libertad, como le llama-
ban en otros tiempos sus admiradores de Es-
pala (i).


Sc ha visto antes que Proudhon habla del
pacto, que es lazo de unión de todos los miem-
bros del Estado federal, y después de lo dicho
se advierte fácilmente que sus palabras tienen
considerable importancia. Porque en realidad
todo pacto supone partes entre las cuales se ha
celebrado: si el pacto es sinalagmático ó bilate-
ral, recíprocas obligaciones de unas partes re-
pecto de otras, y si es conmutativo, cambio de


(i) «Si existiese una sociedad en que el partido más
poderoso estuviese en situación de reunir fácilmente sus
fuerzas para oprimir al más débil, se pudría asegurar desde
luego que la anarquía reinaría en semejante sociedad, ni más
ni menos que en el estado de naturaleza en que el individuo
más débil no tiene ninguna garantía contra la violencia del
más fuerte.» james Madison, Le Pederaliste, núm. 51.—«Si
alguna vez se pierde la libertad en América, será preciso
culpar por ello á la omnipotencia de la mayoría que habrá
llevado las minorías á la desesperación y les habrá obligado
á apelar á la fierza material. Se llegará entonces á la anar-
quía, pero se llegará á ella como consecuencia del despo-
tismo.» Tocqueville, La doncel-clic en Amérique, tomo II,
capítulo VI, pág. 163.




1


2i í


192 Capítulo VI


concesiones entre unas y otras. ¿Es un pacto la
Constitución federal de 1874 que une á los can-
tones suizos, y la de los Estados Unidos del
Norte de América de 1787? Pues en este caso
para su celebración se necesitó que lo aceptaran
todas las partes que en él intervinieron, y no
pudo obligar á las que lo rechazaron, ya porque
para ellas no era sinalagmático ó bilateral, ya
porque para ellas no era tampoco conmutativo.
Y sin embargo, ésta no ha sido ni es la doctrina
de los federalistas del Norte de América, ni de
los de Suiza, al menos no lo fué en las guerras
civiles que en dichas repúblicas estallaron á mi-
tad de este siglo (1). La mayoría, en uno y otro
caso, impuso por la fuerza el lazo de unión que
perjudicaba en América los intereses de una
parte de los Estados confederados (2), y en


(1) La teoría de Holst y la afirmación de Lincoln, de
que se ha hablado antes, tenían por único objeto justificar
la guerra de los Estados del Norte contra los del Sur,
cuando se resolvió por las armas la cuestión de la escla-
vitud.


(2) Conviene hacer constar que á mediados del si-
glo XVIII existían en las colonias inglesas de la América del
Norte 300.000 esclavos; que en 1790 se habían elevado és-
tos á 657.527 en los Estados del Sur y sólo eran .10.370 en
los del Norte, y que los tribunales ingleses dieron senten-
cias en 1677, I702 y 1729 favorables á la esclavitud.


De las repúblicas federales 193
Europa atentaba á los fueros de la conciencia.
La Constitución federal de Suiza que, según reza
el art. 2.0 , tiene por objeto proteger la libertad-
los derechos de los confederados, por el artícu-
lo 6. 0 impone á los cantones el deber de vivir
con arreglo á las formas republicano•represen-
tativas ó democráticas; por el art. 27, la secula-
rización de la enseñanza que sólo puede ser
laica, y además es obligatoria, y por el art. 51,
prohibe fundar nuevos conventos ú órdenes re-
ligiosas, y restablecer los que fueron suprimidos,
habiendo prohibido antes por el artículo so á
los jesuitas establecerse en Suiza, y á sus miem-
bros desempeñar cualquier función en la Iglesia
ó en las escuelas, todo lo cual, lejos de redundar
en favor de la libertad y de los derechos de los
confederados, cs un atentado á la libertad y á los
derechos de los cantones católicos (1). Dc aquí
que siete cantones y medio cantón de un lado,
y 198.013 ciudadanos de otro rechazaran el pac-
to que así lesionaba sus derechos y libertades,
pacto al que, sin embargo, hubieron de some-


(1) Sobre el derecho de iniciativa del pueblo en los
Cantones de Suiza y las limitaciones puestas á este derecho
por la Constitución federal, véase la obra de Keller rotulada
Dar Volksinitiativreoll nach den schweizerischen Kantansver-
fassungen. Zurich, 1889,


13




194
Capítulo VI


terso, no por la fuerza de ningún derecho, sino
por la misma fuerza que prevaleció en la guerra
civil á que se ha aludido antes. ¿Están de acuer-
do estos hechos con lo que acerca del pacto de
federación escribió Proudhon, cuando dijo que
el miembro que entra á formar parte de la aso-
ciación ha de recibir tanto como le sacrifica y
ha de conservar toda su libertad, su soberanía,
su iniciativa, menos en lo relativo al objeto es-
pecial de la unión realizada?


Cuando se sienta un principio es preciso
aceptar las consecuencias, y los republicanos
federales, que señalan la libertad como principio
y fin de la federación, niegan esta libertad en
cuanto resulta perjudicial á su sistema, según se
ha visto ya. En efecto, la constitución federal
es realmente un contrato entre los Estados que
se confederan para los fines que en el contrato
se determinan. Ahora bien, en buena doctrina
jurídica ningún contrato es válido si las partes
todas no consienten libremente en él, y así dice
el Código civil francés que no es válido el con-
trato si el consentimiento ha sido dado por error
ó si fué otorgado por violencia ó arrancado con
engaños (1), y la misma doctrina contiene


(i) Roger y Sorel, Godes et lois resuelles, pág. 143,
París, 1879.


De las repúblicas federales
195


nuestro Código en los artículos 1262 y siguien-
tes, y lo mismo dicen los Códigos todos del
mundo civilizado. No cabe dudar, por lo tanto,
que ni en 1848, ni en 1874 consintieron libre-
mente en los pactos federales los cantones


• de
Suiza que los rechazaron con sus votos, después
de protestar contra los atentados que contenían
á su libertad, á su soberanía, á sus iniciativas.
Pudieron obligar legalmente estos contratos á
las partes que no consintieron libremente en
ellos? Ciertamente no. Y no vale decir que des-
pués de haberlos rechazado con sus votos y
después de haber protestado contra ellos públi-
ca y solemnemente se sometieron á sus dispo-
siciones, porque después de los resultados de
la guerra de 1847 era temerario pensar en que
se confiase de nuevo á las armas la defensa del
derecho, y así la sumisión se explica por la
necesidad de evitar mayores males, toda vez
que los cantones que componían la mayoría
constituían la fuerza mayor. Por todo esto es
indudable también que las antiguas confedera-
ciones de los Estados eran más favorables á la
libertad de los miembros de la confederación
que lo son las modernas concepciones federales.
En aquéllas, cada Estado era libre de entrar ó
no en la confederación, según conviniera ó no




1 96 Capítulo VI


á su bien particular; en éstas el Estado, no sólo
no es libre de entrar ó no entrar en la federa-
ción, según sean las condiciones del contrato,
que la mayoría cambia cuando le acomoda por
ley de su voluntad, sino que no puede salirse
de ella, aunque su bien particular se vea desco-
nocido y menoscabado'por reforma en la ley
fundamental, ó sea en el pacto federal (i). Así
resulta de peor condición el Estado particular
en el todo federal, que el individuo en los Esta-
dos en que impera el absolutismo monárquico.
En éstos, el individuo que ve desconocidos y
menoscabados por sistema sus derechos y li -
bertad, puede romper los lazos que le unen á
aquel organismo y pasar á formar parte de otro
en el que queden siempre á salvo sus derechos
y libertad; en el Estado federal los cantones no


(1) Conviene recordar aquí que la superficie de los trece
Estados y de los territorios del Oeste hasta el Missisipí, que
constituían la Unión norteamericana cuando se firmó la paz
de 1783, era de 2.069.600 kilómetros cuadrados, y hoy es
de 7.566.000. ¿Han procedido estos considerables aumentos
en la superficie de pactos celebrados entre los antiguos y los
modernos Estados? Nada de esto. En 1803 la Unión norte-
americana compró á Napoleón por 80 millones de francos
la Lusiana; en 1819 adquirió de España las Floridas; por
manejos revolucionarios sublevó á Tejas contra Méjico y se
lo apropió después; por la fuerza de las armas arrancó, á


De las repúblicas federales 197
tienen medio ninguno de evitar los atentados
del poder central, representación del poder de
la mayoría de la federación, y por lo tanto de la
fuerza, á sus derechos y libertad, y no les queda
más recurso que someterse ó rebelarse, y si la
sumisión es triste, la rebelión es fatal, porque en
las luchas de una fuerza menor contra otra ma-
yor, la historia lo atestigua, en la mayoría ele los
casos la fuerza mayor vence y la menor sufre,
á veces por larguísimos años, las consecuencias
de su derrota (i).


Por todo esto las confederaciones de los Es-


Méjico también, en 1848, la región superior del Río Grande
del Norte, los desiertos del valle del Río Colorado del
Oeste, la llanura del Utah y del Nevada y el lado californiano
del Pacífico, una de las joyas más ricas de la Unión; en 1853
compró Godsden, y en 1867 adquirió de Rusia, por
7.200.000 pesos, la península de Alaska. Iloratio O. Ladd,
The Story of New Mexico, págs. 255 y siguientes. José S.
I3azán, Las instituciones federales en los Ertaa'os Unidos,
capítulo II I, págs. 32 y siguientes. Moircau, Histoire des Etats-
Unis de i'Amérique du Nord, tomo I, cap. 1, págs. 29 y 30.
\Vinsor, Narrative and Critical History V. the United &ates,
tomo IV, pág. 177.


(s) El Sr. Bazán, tan entusiasta de la república norte-
americana, escribe lo siguiente, hablando de las relaciones
entre la federación y los Estados : «El predominio del
poder central, lo insostenible de la soberanía absoluta de los




4


1 98 Capítulo VI


tados y los Estados federales son sólo, como
advierte muy oportunamente Rossi, una transac-
ción entre el Estado nómada y el Estado mo-
nárquico á veces, y cita el caso de Israel, que
pasó de la situación en que se encontraba en
manos de Moisés á la monarquía de Saúl y sus
sucesores por el intermedio del Estado federal,
y en otras ocasiones, ha de añadirse ahora, lo
son entre la situación de dependencia respecto
de otras naciones y la monarquía, como sucedió
en los Países Bajos, y en algún caso entre la
situación de Estados monárquicos y republica-
nos y el fraccionamiento, que es para un plazo
no lejano el aislamiento, la ruina y la muerte,
corno lo enseña la historia de Grecia. Las dife-
rencias que existen entre el estado social y la
legislación en las federaciones existentes, indi •
can por modo claro qué camino sigue en ellas
la evolución, y cuál es su término probable. De
todos modos, así como las confederaciones de
los Estados hallaron casi siempre su muerte en


Estados y la confirmación por las armas de que la Unión
es una nación, no una liga de Estados que éstos pueden
abandonar cuando lo juzguen conveniente, todo esto quedó
establecido sobre sólidas bases en los campos de batalla.»
Bazán, obra citada, pág. 43.


De las repúblicas federales 599
la absorción de los más débiles por el más
fuerte, los Estados federales han de encontrarla
necesariamente en los atentados del poder cen-
tral contra la libertad y los derechos de los can-
tones, y en la tiranía de las mayorías sobre las
minorías y del partido imperante sobre el resto
de la nación. Cuando los poderes cantonales
ó particulares no estén subordinados al po-
der federal ó central; cuando los gobernadores
ó presidentes de los cantones ó Estados no
sean funcionarios á las órdenes del presidente de
la federación; cuando la soberanía particular y
la federal se identifiquen de tal modo que ésta
sea sólo complemento de aquélla; cuando el
dua'ismo de que hablaba Hamilton resulte prác-
ticamente reducido á la unidad por la acción de
los poderes de los Estados completada por la
del poder central, podrá lograrse que la evolu-
ción del Estado federal, que es en cierto sentido
un progreso sobre la confederación de los Esta •
dos, se detenga por algún tiempo en su marcha
hacia la unidad plena y entera del poder y de
la soberanía, marcha que no puede menos de
acelerar el acrecentamiento de la fuerza y el
alimento de atribuciones y derechos del poder
federal, con menoscabo de la fuerza, atribucio-
nes y derechos del poder de los cantones ó




Z oo Capifido VI


Estados particulares. Dc todos modos, que no
lo olviden los republicanos federales del anti-
guo y del Nuevo Mundo: Bluntschli estuvo esta
vez de acuerdo con las conclusiones de la cien-
cia jurídica y con la enseñanza de los hechos,
cuando, reconociendo y todo que la concepción
de Hamilton es muy fecunda, añadió que sólo
lo es, sin embargo, aplicada y actuándose en un
período de transacción (I). La historia dará
testimonio de esta verdad por lo que hace á los
Estados federales existentes, antes, mucho an-
tes, de lo que calculan los partidarios y admira-
dores de esta forma especialísima de gobierno.


(1) «Für die Zwischenzeit aber, und diese Zwischenzeit
kann Jahrhunderte danern, ist der Gedanke I-Iamiltons übe•


• raes wirksam und fürderlich.1 Bluntschli, Poiitik ah Wissens-
chafi, lib. IX, cap. II, pág. 399.


CAPÍTULO VII


DE LAS REPÚBLICAS MIXTAS


Falsos conceptos de la república mixta.—Concepto verda-
dero.—La república mixta en los hechos.—La antigüe.
dad y los tiempos modernos.—ljn error' de Bodin.--La
legislación y sus contradicciones.—La acción de los par-
tidos.—La de la aristocracia.—Los términos de la evolu-
ción.


La unidad personal de'acción del poder sobe-
rano en las monarquías de los siglos XVI, XVII
y XVIII influyó de tal modo en muchos pensa-
dores de singular mérito que les indujo no sólo
á declarar que toda división de poderes es ab-
surda é imposible en cl Estado, sino también á
sostener contra Polibio, principal defensor ele
los gobiernos mixtos en lo antiguo, que el go-
bierno mixto es más bien una corrupción de la
república que una república verdadera (i). Y


(I) Bodin, La Republique, lib. II, cap. I, pág. r42.—
Puff'ndorf, De statu imperii, cap. VI, pág. 83.




202 Capítulo VII


sin embargo, los hechos dicen que Esparta fué
república mixtay vivió en paz y floreció é imperó
cn Grecia durante largos períodos; que Cartago
fué república mixta y esto no impidió que fuese
temible rival de Roma; y que Roma fué igual-
mente república mixta y alcanzó y conservó el
imperio del mundo entonces conocida. Puffen-
dorf pretendió que la paz interior no puede ser
duradera en estos gobiernos, y Jcnofonte decla-
ró que no se encuentra en la historia antigua
ningún Estado menos agitado que el de Lace-
demonia, y Polibio, que de todos los pueblos co-
nocidos éste fué el que por más tiempo conser-
vó su libertad (1). Añadió Puffendorf que las


(r) ,En la república de Esparta estaban contrapesadas
entre sí las autoridades, para que la una no hiciese ceder
ni declinar demasiado á la otra, sino que todas estuviesen
en equilibrio y balanza, á la manera del bajel que por todas
partes es impelido igualmente de los vientos. El miedo del
pueblo, que tenía su buena parte en el gobierno, contenía
la soberbia de los reyes. Al pueblo, para que no se atre-
viese contra el decoro de los reyes, refrenaba el respeto del
Senado, cuerpo compuesto de gentes escogidas y virtuosas,
que siempre se habían de poner de parte de la justicia. De
suerte que la parte más flaca, pero que conservaba en vigor
la disciplina, venía á ser la más fuerte y poderosa con la
agregación y contrapeso del Senado. Con este género de


De las repúblicas mixtas
203


ventajas que han obtenido las repúblicas mix-
tas, las han alcanzado á pesar de su constitución.
Ciertamente todas las ventajas que alcanzan los
pueblos, así en el orden interior como en el ex-
terior, no pueden atribuirse á su gobierno; pero
raras veces sucede que bajo la influencia de go-
biernos anárquicos (y el autor citado llama así
al gobierno mixto), se produzcan efectos de or-
den, de libertad y progreso. Sostener lo contra-
rio equivale á negar toda relación entre una causa
y los efectos que ésta, en unión con otras, pro-
duce. La historia enseña que en cuanto se intro•
dujo la anarquía en el gobierno de Cartago em-
pezó la decadencia de esta república, que llegó
á su ruina,en gran parte, por las divisiones y dis-
cordias de los elementos que constituían el po-
der público. Mientras estas discordias no intro •
dujeron la anarquía en el gobierno, la repúbli-
ca vivió floreciente, batalladora y , rica ).


gobierno conservaron los lacedemonios su libertad por más
tiempo que otro pueblo de que tengamos noticia./ Polibio,
Historia universal durante la repíibdea romana, traducción
de Rui Bamba, tomo II, lib. VI, frag. V, págs. 128 y 129.


(I) En estos tiempos ha sostenido Ahrens que «deben
investigarse las verdaderas causas del crecimiento y progre-
sos de la república norteamericana, y no atribuirse éstos,
sin estudiarlo muy despacio y mirarlo bien, á la forma poli-




204 Capitulo VII


Pretendió también Puffendorf que en los 'go-
biernos mixtos se sobrepone siempre uno de
los elementos á los demás y acaba por imperar
sólo, y en esto anda más en lo exacto que en
sus afirmaciones anteriores. No hay que olvidar,
sin embargo, que en Esparta y Cartago estu-
vieron equilibrados durante mucho tiempo los
elementos del mixto, y que sólo en Roma fué
verdaderamente difícil sostener el equilibrio, en
ocasiones por la ambición desmedida de los
cónsules y el Senado, y en otras por las pre-
tensiones exageradas de los tribunos y el pue-
blo (1).


Con lo expuesto basta para que se vea por
modo claro qué se entiende por república mix
ta. Se llaman repúblicas mixtas los gobiernos
en cuya actuación entran más de una persona, y


tica adoptada por aquel pueblo.:, Ahrens, Die Rechtsj>kiloso-
phie oder dar Araturrecht Grundlage, tomo II, división segunda,
sección I, cap. I, pág. 243.


(a) No fueron Esparta, Cartago y Roma las únicas re-
públicas mixtas de la antigüedad. La constitución de Creta
era muy parecida á la de Lacedemonia, según el testimonio
de Aristóteles, y aun la aventajaba en algunas cosas poco
importantes, si bien en su conjunto le era inferior. Quien
desée estudiar las analogías que existían entre una y otra
constitución, vea á Aristóteles, Politica, lib. II, cap. VIL


De las repúblicas mixtas 205


en los cuales tienen representantes ó delegados
elementos diversos de los que constituyen la
nación. En Esparta entraban á formar parte del
gobierno dos reyes hereditarios con igual au-
toridad el uno que el otro, un Senado compuesto
de veintiocho senadores electivos, cinco ma-
gistrados anuales que llevaban el nombre de
éforos,. y la Asamblea de los ciudadanos, en la
que se daban los votos por aclamación acerca
de los acuerdos tomados por el Senado, prac-
ticándose así la teoría novísima del referén-
dum (1). En Cartago entraban á constituir el go •
bienio dos magistrados superiores, cuyas fun-
ciones eran parecidas á las de los cónsules
romanos, y se les elegía por un año; un Sena-
do, el tribunal de inspección de los ciento cua-


( t) Los reyes eran hereditarios y pertenecían á la casa
de los lIeráclidas, dividida en dos ramas. La de los Agiadas
conservaba, como primogénita, algunas prerrogativas de
honor sobre la otra, ó sea sobre la de los Próclidas. Debe
añadirse, por respeto á los fueros de la historia, que después
de la creación de los éforos, palabra griega que significa
inspectores ó interventores, la Asamblea de los ciudadanos
perdió poco á poco su autoridad y la participación consi-
derable que antes tenía en los negocios públicos. Tucídides
y Plutarco dan testimonio de esta verdad en forma de des-
truir tudas las dudas.




2 06 Capítulo VII


tro, y el pueblo, siendo parecer de Polibio que
en esta república tornaba más parte el pueblo
en las deliberaciones y decisiones políticas que
en Roma (t). En ésta se actuaban constante-
mente en el gobierno los cónsules, el Senado,
el pueblo y sus tribunos, siendo éste el Estado
más agitado entre los antiguos por sus divi-
siones y discordias, según cl testimonio autori•
zado de Tito Livio y Dionisio de Platicar-
naso (2). En realidad, los constitutivos del poder
en estas repúblicas representaban los dos ele-
mentos en que los ciudadanos se dividían
en ellas: el pueblo y la minoría, que tenía algu-
na manera de superioridad sobre el resto del
cuerpo social. Solo en Esparta había un ele-
mento que se perpetuaba en el gobierno, y era
el de los dos reyes (3). Ha de añadirse que el


(i) ,A mi modo de entender, la república de Cartago
fué en sus principios muy bien establecida por lo que hace
á los puntos principales. Porque tenía dos magistrados su-
periores, había un Senado con una autoridad aristocrática,
y el pueblo era señor sobre ciertas cosas de su inspección.>
Polibio, obra citada, tomo II, lib. VI, frag. XVI, pág. 167.


(2) Tito I.ivio, Las Décadas, libro VII, y Dionisio de
Halicarnaso, Historia de Roma, lib. VII también.


(3) cAristót€les colocó entre las monarquías el imperio
de los persas y el reino de Lacedemonia. Pero ¿quién no ve


De las repúblicas mixtas


20.7


discurso de Arquidamo, uno de estos reyes, so-
bre la guerra del Peloponeso, y el poco caso
que los lacedemonios hicieron de sus consejos,
sirven de testimonio, más autorizado por haberse
perpetuado en Tucídides, de cómo el crédito de
estos magistrados era muy débil y limitado en
las deliberaciones públicas. Además, los éforos
podían imponerles una multa y condenarlos á
cárcel y aun á muerte. El tribunal competente
para juzgar uno de los reyes se componía del
otro rey, los cinco éforos y los veintiocho se-
nadores. Y entre otros hechos, prueban que no
se trata aquí de un estado de derecho sin apli-
cación, el caso del rey Arquidamo, citado
antes, á quien se impuso una multa por haberse
casado con una joven demasiado pequeña, el
del rey- Agesilao, encarcelado por haber rega-
lado un buey á un senador que acababa de ser
elegido, regalo que los éforos interpretaron
como tentativa de corrupción, y el del rey Agis.,
hijo ele Eudatnidas, condenado á muerte y eje-
cutado en la cárcel porque trató de introducir
reformas en el Estado y de restablecer el im-
perio de las leyes de Licurgo.
que el primero era un Estado despótico y el segundo una
república?» Montesquieu, De ?esprit des lois, tomo I, li-
bro XI, cap. IX, págs. 338 y 339.




208 Capítulo Vil


Pretendió Tácito que el gobierno mixto es
muy difícil dc establecer, y que su duración
no puede ser larga (T). La primera parte dc la
afirmación es exacta, y además tiene explicación
sencilla. Los gobiernos deben estar siempre en
relación con el modo de ser del cuerpo de los
gobernados, y no cabe duda que es difícil acer-
tar en la determinación de la cantidad en que
cada elemento debe entrar en el mixto para que
éste logre promover y realizar cl bien común.
Esta dificultad en el acierto, unida á lo move-
diza que es la opinión popular en las naciones
que se gobiernan á sí mismas, ya por medio de
representantes, ya por medio de delegados, ex-
plica las variaciones constantes en que vivió la
república romana. Tuvo ésta cónsules anuales
y poco después tribunos del pueblo, y, supri-
midos éstos, tuvo decemviros y tribunos mili-
tares, y en diversas épocas dictadores. ¿Quién
podría enumerar las variaciones todas del dere
cho, dependiente en gran parte del imperio de


(1) (Todas las naciones y ciudades son gobernadas
por el pueblo ó por los nobles, ó por un príncipe solo. Otra
forma de república fuera de éstas, antes se puede alabar que
hallar: ni, dado que se hallase, podría durar largo tiempo.)
Tácito, Anakr, lib. IV, pár. 33.


D¿ las repúblicas mixtas
209


las circunstancias y de la insegura voluntad po-
• pular? Aunque de menos importancia, se reali-


zaron también varias reformas en Esparta y Car-
tago, los dos tipos más acabados del gobierno
republicano mixto en la antigüedad. La segunda
parte de la afirmación de Tácito no es tan
exacta, porque á pesar de todos los cambios
indicados, la república vivió en Roma 480 arios,
y poco más duró allí el imperio. Durante más
de cinco siglos ocupó Esparta el primer puesto
entre las ciudades de Grecia, y en diversas
guerras venció á Atenas, que le disputaba la
supremacía. Cierto que su esplendor tuvo eclip-
ses, singularmente cuando Tebas consiguió
grandes ventajas sobre sus tropas, debiendo
añadirse, sin embargo, que este período fué de
corta duración, pues el predominio de Tebas
comenzó y acabó con Epaminondas, y Esparta,
aunque débil y sin murallas, sobrevivió á su
enemiga y supo defender su independencia
contra los sucesores de Alejandro. El odio ro-
mano borró cuanto pudo los recuerdos de Car-
tago. Sólo Aristóteles, entre los escritores de la
antigüedad, dió noticia algo extensa de la cons-
titución de esta república. En dicha noticia dijo:
/Los cartagineses poseen por modo especial
instituciones excelentes, y- prueba el gran mé-


14




210 capítulo VII


rito de su constitución el hecho de que á pesar
de la parte de poder que en ella se concede al
pueblo, nunca ha habido en Cartago cambios
de gobierno, y lo que es más extraño, jamás se
han conocido allí ni las revueltas ni la tiranía» (i).
Si Tácito sc hubiese limitado á afirmar que las
monarquías viven generalmente más que las
repúblicas, y que la lucha de los elementos que
entran en todo cuerpo mixto acelera su muerte
cuando no hay sobre ellos una autoridad que en
caso necesario los modere y enfrene, se hubiese
puesto de acuerdo con la realidad, no sólo res-
pecto de lo sucedido desde la fecha de su muer-
te hasta ahora, sino también de lo que ya se
conocía cuando escribió sus Anales.


Mas ¿tienen el mismo carácter las repúblicas
mixtas de los tiempos modernos que tenían las
de la antigüedad? Lo mismo en Esparta que en
Roma y Cartago, hubo períodos en que los
poderes representantes de la aristocracia ejer-
cían la influencia de más consideración en el
gobierno, y otros cn que el pueblo y sus re-
presentantes eran los que pesaban más en la
suprema decisión- de los negocios públicos. En
las repúblicas mixtas de estos tiempos la clase


(1) Aristóteles. Política, lib. II, cap. VIII, pág. 76.


De las repúblicas mixtas
211


media reina y gobierna como suprema arbitra
de los destinos públicos, y sus representantes
ocupan casi por completo los municipios, la
Cámara de diputados, el Senado y las supremas
magistraturas, aun estando escrito en las leyes
fundamentales ó constitucionales el principio de
que todos los ciudadanos pueden aspirar á to-
dos los cargos representativos y públicos. Para
estudiar esta clase de gobiernos hay que exa-
minarlos en sus constituciones y en sus hechos,
si se ha de llegar á una conclusión sólida y por
todos igualmente aceptable y aceptada. Y se
dice en este caso, más que en otros, que hay
que tener presente, para que el estudio resulte
completo, no sólo el derecho escrito, sino la
práctica del gobierno, porque en las repúblicas
mixtas, más que en otras, ocurre que la consti-
tución va por un lado y la práctica del gobierno
por otro (i). ¿Quién puede dudar de que las
leyes fundamentales de la república francesa
son esencialmente democráticas? Nadie. Y, sin
embargo, ¿es la democracia el elemento im
perante en aquel Estado? De ningún modo. La
presidencia de la república ha estado constante-


(i) Ebor, Essai sur les réformes des institutions politiques
de la France, pág. 18.




212
Capítulo VII


mente ocupada por individuos de clases supe-
riores; el Senado está compuesto en buena par,
tc de miembros de la antigua nobleza, grandes,
propietarios, académicos y generales; la Cámara
de diputados, que constituye allí el poder ver-
daderamente directivo de la política, está cons-
tituí& en su inmensa mayoría por representan-
tes de la clase media, y á esta clase pertenece
la totalidad de los que entran á formar parte de
los gabinetes que ejercen el poder ejecutivo.
La democracia, á pesar del sufragio universal,
envía á muy pocos hijos suyos á que la repre-
senten en los poderes públicos, y por otra par-
te, no decide sobre las leyes de trascendencia
por medio del referéndum, como en Suiza ;Es.
este fenómeno exclusivo de Francia, ú ocurre
también en otras naciones? ;Qué parte tienen los.
partidos políticos en la producción de este fenó-
meno? ¿Destruye ó no este fenómeno el carác-
ter exclusivamente democrático que las leyes
atribuyen al Estado, y lo convierte en cuerpo,
mixto?


Antes de entrar en el estudio de estos pro-
blemas, conviene destruir un error que ya sostu-
vo Bodin, y que consiste en confundir el con-
cepto de la división de poderes con el del go•
bienio mixto. Gobierno mixto es aquel en cuya


De las reptblicas mixtas
213


constitución entran varios elementos, sea cual
fuere la forma en que estos elementos se ac-
túen. Ahora bien, sabido es que en un Estado
sólo pueden darse tres elementos: la realeza, la
.aristocracia y la democracia. De aquí que el in-
dicado gobierno haya de ser necesariamente un
compuesto de dos ó de los tres elementos cita-
dos. La división de poderes se refiere, según fá-
cil es comprenderlo y se explicó antes, al modo
como el poder se actúa. Así podrá decirse que
el concepto de gobierno mixto encierra como
primera idea esencial la formación y constitu-
ción de este gobierno, y el de división de pode-
res la del modo de actuación de estos poderes.
Aplicando al caso el lenguaje de la química, po-
dríamos decir que cl primer concepto mira á los
elementos que entran en la formación del com-
puesto, y el segundo, á la distribución del com-
puesto en varias partes para su actuación con
arreglo á una ordenación determinada. Los he-
chos aclaran más y más lo dicho. ;Por qué era
gobierno mixto la república romana? Porque en
su formación y constitución entraban la aristo-
cracia y la democracia. ;Por qué puede decirse
que en ella existía la división de poderes? Por-
que en ella las funciones de la autoridad esta-
ban repartidas principalmente entre los cónsu-




e,


214 Capitulo VII


les, sucesores en cierto modo de los reyes, el
Senado, en el que entraban por derecho propio-
los que habían desempeñado los más elevados-
cargos públicos, (entre ellos, después de la bata-
lla de Cannas, el. de tribuno del pueblo,) los tri-
bunos y el pueblo. Para explicar más y más lo
dicho conviene recordar que el Senado romano
se formó al principio por designaciones de los-
reyes: Rómulo creó cien senadores, y luego
otros ciento, todos de familias distinguidas; Tar-
quino añadió á los anteriores otros ciento para-
tener un partido poderoso en cl Senado; Bruto.
llevó á dicho cuerpo, para cubrir vacantes, á los.
principales del orden ecuestre, y más adelante-
se determinaron las condiciones legales y de ri-
queza que se necesitaban para aspirar á dicho
cl.rgo. El pueblo creaba por la elección sus tri-
bunos, magistrados que empezaron por tener
escasa participación en el gobierno, y luego la
tuvieron considerable. La aristocracia, que tenía
su principal representación en el Senado con
los cónsules, y el pueblo, que tenía su poder eje-
cutivo en sus tribunos, eran los dos elementos-
que entraban en la formación de aquel gobier-
no. Las leyes determinaban la parte de poder
que correspondía al Senado y al pueblo, á los
cónsules y á los tribunos, y así esta división va-


De las repúblicas mixtas
215


riaba según las leyes variaban (1). La división
que Polibio y Dionisio de Halicarnaso dan como
la más subsistente, ó sea la de que al pueblo to-
caba hacer las leyes, elegir á los que debían
desempeñar Magistraturas y conocer en todas
las condenaciones de ciudadanos, y al Senado
todo lo demás, sufrió alteraciones considerables,
sin que por esto cambiasen los elementos que
entraban en la formación y constitución del
mixto.


En las repúblicas mixtas de los tiempos mo-


(t) '<Cuando después de los decenviros reapareció la
libertad, se vió renacer el espíritu de los celos; mientras los
patricios tuvieron algunos privilegios, los plebeyos trataron
de quitárselos. En realidad se hubiera sufrido poco mal si
les plebeyos se hubiesen limitado á privar á los patricios de
sus prerrogativas, y no les hubiesen ofendido en su cualidad
de ciudadanos. Cuando el pueblo se reunía por curias 6 por
centurias estaba compuesto de senadores, patricios y plebe-
yos. En las contiendas los plebeyos ganaron una posición, y
desde entonces, solos, sin los patricios y sin el Senado,
podían hacer leyes. Así hubo casos en que los patricios no
tuvieron parte en el poder legislativo, y en que se vieron so-
metidos al poder legislativo de otro cuerpo del Estado.
Fué éste un delirio de la libertad. El pueblo para estable-
cer la democracia atentó á los principios mismos de ésta.,
Montesquieu, De esi5riI des kis, tomo I, libro XI, cap. XVI,
páginas 355 y 356.




1


2_16 Capítulo VII 23,


demos conviene estudiar primero su legislación
y luego los hechos que son producto de la ac-
tuación de sus gobiernos. Hay que hacer cons-
tar ahora que, á pesar de la fiebre democrática
que devora á las sociedades modernas, no po-
cas de las constituciones de las repúblicas ame-
ricanas reconocen el principio fundamental de la
existencia de superioridades en el gobierno. En
efecto. la Constitución de Costa Rica declara en
su art. 71 que sólo pueden ser senadores los
ciudadanos que poseen en bienes propios un ca-
pital de 4.000 pesos; la de la República Arg-en•
tina prescribe en su art. 47 que para ser senador
se necesita disfrutar de una renta anual de 2.000
pesos fuertes ó de una entrada equivalente; la de
Chile dice en su art. 32 que sólo pueden ser
senadores los que disfruten á lo menos de una
renta de 2 000 pesos; la del Ecuador da entrada
en el Senado á la aristocracia de la ciencia, y
así declara en su art. 27 que para ser senador se
requiere gozar de una renta anual de 500 pesos
que proceda de una propiedad ó industria, ó
ejercer alguna profesión científica; de acuerdo
en parte con la anterior, la del Pcrú exige por
su art. 49 al ciudadano que desea ser senador el
disfrute de una renta de L000 pesos anuales ó
profesar alguna ciencia, y, por último, la del


De las repúblicas mixtas 2


Uruguay declara en su art . 3o que sólo pueden
ser senadores los ciudadanos que poseen un ca-
pital de 2.000 pesos ó una renta equivalente ó
una profesión científica que se la produzca. Ha
de añadirse ahora que en estas constituciones,
excepto en dos, están escritos en forma casi ab •
soluta los dogmas fundamentales de las demo
cracias modernas, resultando el reconocimiento
del principio de superioridad de unos ciudada-
nos sobre los demás como título para entrar en
el Senado, una excepción que menoscaba la in-
tegridad del carácter de las constituciones indi-
cadas y las convierte en constituciones mix-
tas (1). Conviene añadir que, aun en la elección


(I) La Constitución de Costa Rica declara en su art. s.°
que <el gobierno de la república es popular y representati-
vo,' y en el art. 21 que «todo ciudadano es igual ante la
ley.» La de la República Argentina dice en su art. 16 que <la
nación argentina no admite prerrogativas de sangre ni de
nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de
nobleza; todos sus habitantes son iguales ante la ley y ad-
misibles en los empleos, sin otra consideración que la ido-
neidad.» La de Chile asegura en su art. 12 <la igualdad ante
la ley,» y añade que t en Chile no hay clase privilegiada.»
La del Ecuador declara en su art. 57 que <la nación garan-
tiza á los ciudadanos su igualdad ante las leyes.» La del Perú,
más previsora, dice en su art. 32 que <las leyes protegen y
ebligan igualmente á Udos; que podrán establecerse leyes




218 Capítulo VII


de diputados, en que el principio democrático es-
rigurosamente establecido, la realidad resulta en
pugna, en las repúblicas citadas, con el indicado
principio: en primer término, porque casi todas
las elecciones se fundan en alguna razón de su-
perioridad del electo sobre los que lo han elegi-
do, y cn segundo lugar, porque casi todos los
electos pertenecen á clases diversas de la de-
mocracia. Y lo mismo que sucede en América
ocurre en Europa, según se ve en la república
francesa, en la que, á pesar de que todos los
franceses pueden ser enviados á la Cámara de
diputados y al Senado con arreglo á las pres-
cripciones de la ley, es indiscutible que sólo re-
sultan elegidos los ciudadanos que pertenecen
á las clases superiores de la nación, según se ha
observado antes, debiendo añadirse ahora que
la forma indirecta en que se elige el Senado con
arreglo al art. 1.0 , párrafos 2.0


y 4.° de la ley
constitucional de 24 de Febrero de 1875 y á los
artículos 2. 0 , 3.0 y 4. 0


de la ley orgánica de 2
de Agosto del mismo año, contribuye podcro-


especiales porque lo requiera la naturaleza de los objetos,
pero no por sólo la diferencia de las personas,) y parecida
previsión se advierte en la redacción de los arts. 9.° y ID
de la Constitución del Uruguay respecto de los derechos de
los ciudadanos en materias de cargos y empleos públicos.


De las repúblicas mixtas 219


samente sin duda ninguna á que suceda así (i).
La sustitución del pueblo por los partidos,


común en estas repúblicas como en muchas mo-
narquías, en la elección de representantes ó de-
legados que en su nombre ejerzan los poderes
públicos, explica el fenómeno de que sean las
clases que tienen alguna superioridad sobre la
masa general de los ciudadanos las que reinen
y gobiernen, convirtiendo así cl Estado demo-
crático en mixto, y resultando la realidad de
acuerdo con la fórmula que ya en cl siglo XIII
dejó escrita y fundamentada el Águila de Aqui-
no (2). Sabido es que en la formación de los par-
tidos políticos entran individuos de todas las
clases sociales, y que casi siempre eligen dichos
partidos para representantes ó delegados suyos
en los poderes públicos á los que se presentan


(1) Con razón observan tratadistas de tendencias tan li-
berales como Palma que el sufragio universal nunca es uni-
versal, pues siempre resultan sin derecho de emitir su voto
clases numerosas de menores, de condenados por los tri-
bunales de justicia, de pobres sostenidos por la caridad pú-
blica, para no hablar de las mujeres, de los indocumentados
y los que carecen de domicilio fijo, y de los militares. Pal-
ma, Corso di dbitio costiluzionale, tomo II, cap. I, pág. 8.


(2) Al tratar de la monarquía mixta, se expuso y estudió
esta fórmula de Santo Tomás, por lo cual no se insiste aquí
en este punto.




220 Capítulo VII


con alguna superioridad positiva sobre la masa
general de sus adeptos. De aquí que, á pesar del
carácter democrático de las constituciones de las
repúblicas modernas, entren las aristocracias del
dinero, del talento, de la administración y de los
prestigios de familia en la formación de los po -
&res públicos, y que entren casi siempre como
parte principalísima y de influencia decisiva en
la marcha de la política. Esto se comprende y
explica más y más teniendo en cuenta lo que
acerca de las aristocracias modernas dijo Vache-
rot y hubo de hacerse constar anteriormente,
al tratar de las repúblicas aristocráticas. Hoy,
al contrario que en otros tiempos, las aristocra-
cias no son cuerpos cerrados á todo elemento
extraiío; aun la inglesa abre sus puertas á todas
las grandes superioridades que nacen de las
clases inferiores; en los Estados democráticos,
aun en las repúblicas americanas en que están
prohibidos los títulos de nobleza, se forma
constantemente con las superioridades que apa-
recen sobre la superficie social, una clase que
no es diversa de las aristocracias antiguas por su
condición esencial y por su fundamento moral
Esta clase es la que más que ninguna otra influ-
ye y toma parte en la actuación de los poderes
públicos, y por ella se convierten en mixtos los


•, De las repúblicas mixtas 22


gobiernos que, segíln las declaraciones consti-
tucionales, son y no pueden ser más que demo-
cráticos (i). Verdaderamente sólo conservan de
tales en la mayoría de los casos el texto legal
en que se concede el derecho de sufragio á to-
dos los ciudadanos y se declara á éstos igua-
les ante la justicia del Estado, igualdad no po-
cas veces ilusoria, corno desmentida por innu.
merables hechos, lo mismo en América que en
Europa, lo mismo en la república norteameri-
cana que en Francia.


(a) Dijo Minghetti que la imparcialidad es necesaria lo
mismo en los tribunales de justicia que en la administración,
y añadió que la acción de los partidos debe ser excluída no
sólo de los tribunales de justicia, sino también de todos los
centros de administración pública. Tiene razón Minghetti en
esto, y censurable es ciertamante que los partidos influyan
en ningún caso en las decisiones de dichos tribunales y en
la resolución de expedientes administrativos. Pero adviér-
tase con Sumner Maine que en las formas de gobierno, en
que las luchas de los partidos son más vivas, resultan estas
intrusiones más inevitables y comunes. Gneist trató por mo-
do especial de la influencia de las clases superiores en la
administración y en los tribunales, y del reparto de los des-
tinos en los gobiernos de partido, entre los miembros del
partido triunfante. Sus observaciones son singularmente
aplicables á las repúblicas mixtas. Minghetti, I pay politi-
ci> Pág. 93. Sumner Maine, Popular govermnent, pág. 3i.
Gneist, Verwellrung 7ustiz Reclistweg, tomo I, pág. 201.




222 Capítulo VII


No hay que desconocer que, con sus defectos
y todo, presta grandes serVIcios á los Estados
la moderna aristocracia. Y los presta mayores
en las repúblicas mixtas que en aquellas ou que
imperó corno única soberana; porque, al fin, en
el espíritu democrático de las leyes y en la ac-
ción popular encuentra barreras de más ó menos
fuerza, según los casos, á sus extralimitaciones y
desenfrenos (i). Por mucha que sea la importan-
cia y el poder de los partidos; por medios que
ponga á su alcance la posesión del gobierno;


(1) La escuela alemana del Reclasstaat, ó sea de los Es-
tados según el derecho, ha tratado las diversas cuestiones
que la ciencia política plantea para llegar al estableci-
miento de la necesaria armonía entre un gobierno según la
ley y un gobierno según los partidos. Como dice muy bien
Arcoleo, sin la ley no hay tutela segura de derechos, y sin
los partidos no es posible que funcione el régimen parlamen-
tario. La imposibilidad de esta armonía resulta aún mayor
en la república que en la monarquía. En ésta, el rey vela pa-
ra que esta armonía se produzca. En la república no hay vo-
luntad alguna superior á la de los partidos, como no sea la del
pueblo, y sabido es que aquéllos sustituyen á éste en el go-


- bierno. En las repúblicas mixtas la ley desaparece ante el inte-
rés ó la voluntad del elemento que más influye en el go-
bierno, sin que, si no es en casos gravísimos, haya medios
de impedirlo. Arcoleo, II Cabina» nei gaverni parlamentar i,
páginas 216 y 217, y diraglia, La scienza dell'anzministrazio-
ne cd II dirítta aninzínittrati3o, pág. r r.


De las repúblicas mixtas
223


por grande que se suponga la corrupción del
cuerpo electoral, siempre resulta que cuando los
excesos y la tiranía de los jefes de un partido
afectan por modo considerable á la masa gene-
ral de la nación, esta masa tiene medios legales
de poner límites á estos excesos y de enfrenar
la tiranía con sólo acudir á los colegios electora-
les y sustituir á los tiranos en el gobierno con
otroshombres que ofrezcan poner remedio á los
males públicos. Cierto es que los poderes públi-
cos procuran en tales casos falsear el resultado
de las elecciones y por este medio asegurarse
en el gobierno; pero no lo es menos que nada
pueden en realidad cuando, en naciones demo
cráticas, tienen enfrente á la inmensa mayoría
del cuerpo electoral. Ésta es verdaderamente
una de las ventajas de las repúblicas mixtas que,
si obtienen para la dirección de los negocios
públicos el concurso primordial y esencial de
las superioridades que aparecen en su seno, tie -
nen en su constitución y en la realidad de las co-
sas medios legales de mantener en lo posible á
estas superioridades, en su acción 2,-ubernamen;
tal, dentro de la ley. El considerable número de
revoluciones que en las repúblicas mixtas de
América han tenido lugar casi desde el instante
mismo en que se separaron de España son debi-




22 4
Capítuk VII


das, según testimonios bien autorizados, más
que á defectos de sus leyes constitucionales y al
modo de ser éstas aplicadas, á la falta de verda-
dera relación entre las constituciones de aque-
llos pueblos y su estado social, á la falta de cos-
tumbres políticas, tan necesarias en las repúbli-
cas mixtas como en las democráticas, á la or-
ganización y modo de funcionar de los partidos
políticos y á los desenfrenos de las ambiciones
que siempre aparecen en los gobiernos de ca-
rácter más ó menos popular, en los cuales, por
lo mismo que puede aspirarse á todos los car-
gos y á todas las magistraturas, es difícil conte-
ner dentro de los límites de la conveniencia y
de la legalidad á todos los que se sienten ten-
tados á aspirar á los supremos puestos del Es-
tado. Ha de esperarse que la educación política,
de un lado, y del otro la experiencia, aminora-
rán poco á poco los males de esta situación, y
así aquellos pueblos podrán alcanzar, si no el
poderío de Roma, al menos la tranquilidad de
que en tantos períodos de su historia gozaron


..Esparta y Cartago.


CAPITULO VIII


1)E LA ANARQUÍA


E socialismo y la república.—El comunismo y la anar-
quía.—Concepto de la anarquía.—Elementos de este con-
cepto.—El individualismo moderno.—Relaciones entre
este individualismo y el estado de los pu¿blos sin civili-
zación ni cultura.—Causas del progreso de la anarquía.
- -Relaciones entre el comunismo y la anarquía.—Rela-
ción de identidad y relaciones de diferencia.—El comu-
nismo atenuante de la anarquía.—Soluciones incompletas
de la política novísima.—Conclusión.


No es posible prescindir, en el estudio de las
formas de gobierno, del socialismo radical, del
comunismo y de la anarquía. Todd y John Rae
afirman que el programa del socialismo radical
se compone de tres elementos: primero, en eco-
nomía, el comunismo; segundo, en política, el


15




226 Capítulo VIII


republicanismo, y tercero, en religión, el ateís-
mo (1). Ha de añadirse que, en efecto, Bebel
declaró en el Parlamento alemán que «su partido
tiende, en el dominio económico, al comunis •
mo, en el dominio político, al republicanismo,
y en el dominio de lo que hoy se llama religión,
al ateísmo» (2). No todos los socialistas aceptan
este programa. Los continuadores del pensa-
miento de Lassalle sc han expresado en estos
últimos tiempos en forma tan ambigua, han de-
clamado tanto y dirigido de tal modo sus de-
clamaciones contra las repúblicas que llaman
burguesas, que sus adversarios han podido acu-
sarles con fundamento de no haber dicho clara,
precisa y terminantemente si trabajan por reali-
zar sus aspiraciones económicas con la forma mo-
nárquica ó con la forma republicana. En reali-
dad, la naturaleza del gobierno tiene menos im-
portancia para la clase obrera que la organiza-
ción económica. Así se ve que las aspiraciones
del socialismo, acordes en la parte económica,
difieren no poco por lo que hace á la parte po-


(i) John Rae, Contemprary socialism, cap. VII, pág. 236.
Londres, 189 t .


(2) Bourdeau, Le socialisme allentand et le nihilisme russt,
capítulo II, pág. 84. París, 1892.


De la anarquía
227


lítica. En Inglaterra se acomodan al orden cons-
titucional y legal, con la añadidura práctica y
utilitaria del aumento de salario y disminución
de las horas de trabajo; en Francia llegan á los
-excesos de la Cominune de París de 1870; ea
Alemania, más que hombres de acción, más que
utilitaristas, más que partidarios del terror, son
secuaces de una idea, según frase de Heine, y
arrastrados por la lógica llegan, como Liebk




,necht, á afirmar la destrucción del Estado; en Ru-
sia convierten las ideas de Hegel y Proudhon,
unificadas por ellos y asimiladas al genio esla-
vo, en utopia monstruosa, en visión intensa de
un trastorno universal, de un cambio completo
-de instituciones sociales y de civilización; en
Bélgica luchan casi exclusivamente por el su-
fragio universal, como medio de llegar á
lización de sus proyectadas reformas sociales y
económicas, encerradas en esta fórmula: en lu -
gar de gobiernos de personas, habrá en lo por-
venir administración de cosas; en España viven
separados de los partidos republicanos,. y espe-
ran la satisfacción de sus aspiraciones de lo que
apellidan la revolución social. ¿Puede deducirse
1e todo esto cuál es la forma política del socia-


lismo? ¿Puede asentirse á lo que dicen Todd,
John Rae y Bebel?




2 2 8 Capítulo V.111-


Indudablemente la tendencia política supre-
ma del socialismo es, como dicen los autores:
citados, al republicanismo. Los mismos oportu-
nistas del socialismo, como los ingleses, como-
Lassalle y sus continuadores en este punto, en--
tre los cuales se cuenta Liebknecht en primer
término, no lo ocultan cuando en vez de tratar
de la marcha de su partido en determinados.
momentos, discurren en términos generales so--
bre los fines políticos de su agrupación. ;Cuál
es en realidad la forma especial de república de-
sus preferencias? ¿Cuál será en todo caso la que
mejor se acomode á sus aspiraciones econó-
micas y á sus negaciones en el orden reli-
gioso? En lo pasado, pudieron darse repúbli-
cas mixtas, como la de Esparta, con ciernen-


*.1- comunismo. En lo presente, toda repú-
blica socialista tendrá que ser esencialmente de-
mocrática, toda vez que el principio de la igual-
dad de todos los ciudadanos en el Estado es uno
de los dogmas que más esencialmente informan
los programas del socialismo contemporáneo.
Después de esto, es imposible descender á ma-
yores detalles, porque unos socialistas parecen
inclinarse á la federación por pequeños grupos,
ó sea á una especie de comunismo, otros á las.
democracias directas como las que existen en


De la anarquía 229


Suiza, y algunos á la concepción de Comte y
Littré. ¿Cuál de estas tendencias resultaría ven-
cedora de las demás, si el socialismo llegara á
triunfar: Difícil es predecirlo, pero en este caso
más que nunca conviene recordar estas palabras
de Kropotkina: «Toda sociedad que rompa con
la propiedad privada se verá obligada de algún
modo á organizarse en comunismo anarquista.
La anarquía conduce al comunismo, como el
-comunismo á la anarquía, no siendo otra cosa
el uno y la otra que la expresión de la tenden-
cia predominante de las sociedades modernas.
siempre avanzando en busca de la igualdad» (1).
Ciertamente, los hechos abonan en parte esta
predicción, pues cuantas veces el socialismo
radical, diverso del oportunista y del socialis-
mo del Estado, pasó, siquiera fuese efímera-
mente, de la teoría á la práctica, aboliéndo en
más ó en menos la propiedad privada, al mo
mento aparecieron el comunismo en el orden
económico y la anarquía en el político, y si no
-llegaron á hermanarse en una común acción y á
perpetuarse en el mundo, se debió á que uno y
otro pugnan con el modo de ser de la naturale -
za humana.


(t) kiropotb:ina, Le tonquite ríu paín, Le contntunism,f
.-marchiste, pág. 31. Edición de 1892.




2 3 o Capítulo .VIII


Qué se entiende por anarquía? La anarquía,.
como negación, implica la no existencia de go-
bierno en una sociedad civil; como afirmación,
dentro del pensamiento del fundador del siste-:
ma, el dominio de cada uno sobre sí mismo,.
sin otras trabas que las que nacen de la organi-
zación industrial, de las relaciones de ésta con:
las fuerzas económicas y con las funciones de
estas fuerzas, ó sean la agricultura, la industria.
y el comercio (1). Claro está que la política es
dentro de esta escuela «la aplicación de la cien-
cia de la más absoluta libertad» (2); su objeto.


(1) En una conferencia dada últimamente por el Sr. Az-
cárate sobre el concepto de la anarquía, estudiada en la doc-
trina y en los hechos, dije que da anarquía científica ó doc-
trinal es la que se expresa en la etimología de la palabra,.
ausencia de soberano, de Estado, y es la defendida por
l'roudhon, quien decía que colocaba en lugar del gobierno
la organización industrial; en lugar de los poderes políticos,.
las fuerzas económicas; en lugar de las clases sociales, las
funciones, 6 sean la agricultura, la industria y el comercio,.
y en lugar de la centralización política, la centralización
económica;» y añadió que aen la esfera de los hechos se en-
tiende por anarquía, ya el desorden, el tumulto, la sedición,
ya la instabilidad de los poderes públicos, ya la deficiencia
del derecho, ya los gobiernos que no gobiernan ó que des-
gobiernan.»


(a) Para IIegel, c el Estado es la realización de la liber-
tad concreta,» Der Staat irt die 14 irkiichkeit der konkreteu


De la anarquía 231:


«buscar los mejores medios de dejar á salvo la
libertad en las relaciones entre los pueblos,» y
su principio que «el individuo tiene todos los
derechos sobre sí mismo y todos los deberes
respecto de sus semejantes, si bien no posee
sobre ninguno de ellos ningún derecho» (1). La
forma concreta de esta política se encuentra en
un estado social «en que no existe ningún go-
bierno impuesto ni por un hombre, ni por el
pueblo, sino que cada uno se gobierna á sí mis-
mo, según su conciencia» (2). Inútil es decir
que los anarquistas llegan á proclamar la dicta-
dura como medio necesario de destruir la au-
toridad. «El objeto de la dictadura en estos ca-
sos, dicen, es destruir la autoridad, y por con-
secuencia el crimen, colocándose en el mismo
terreno que ella, empleando los medios que ella
emplea.» Añaden que «las víctimas de un mal
estado social tienen derecho de legítima defen-
sa contra los que se lo imponen, y pueden y de-


Freiheit. Sirve esta definición del Estado para poner de ma-
nifiesto una de las muchas relaciones que existen entre la
concepción política de Hegel y la de los filósofos del anar-
quismo. Hegel, Werke, tomo VIII, pág. 3t4. Berlín, 1854.


(1) F. Duhamet, répeblique révoludonnaire, pág. 83.
París, 1889.


(2) P. Duhamet, obra citada, pág. 87.




2 3 2 Capítulo VIII


ben usar contra ellos de medios criminales.7
Kropotkina llega á los extremos de afirmar que
esta situación de las sociedades encerraría en sí
misma un progreso intelectual y económico,
«toda vez que se ve en la historia que los perío-
dos en que los gobiernos fueron quebrantados ó
destruidos á consecuencia de revoluciones par-
ciales ó generales, han sido épocas de progreso
continuo en el terreno económico é industrial.»
Así se explica, prosigue, el movimiento actual
de las naciones civilizadas, movimiento cada día
más pronunciado á limitar la esfera de acción
de los gobiernos y á dejar cada vez más liber-
tad al individuo, evolución que sólo espera la
revolución para romper los viejos diques que
le cierran cl paso, para tomar un vuelo libre en
la sociedad regenerada (i).


Es ciertamente indiscutible que el individua-
lismo moderno, convirtiendo al hombre en due-
ño absoluto de sus actos, disminuyendo de día
en día la suma de sus deberes y aumentando
de hora en hora la de sus derechos, reduciendo
sus relaciones con cl Estado y la encarnación
de éste, la autoridad, á sufragar una parte de
los gastos que ocasiona su sostenimiento, pre-


(i) Kropotkina, La conque/ du pain, pág. 39.


De la anarquía 233
para los caminos de la anarquía, de lo que Ila-'
pian anarquía científica para distinguirla del des-
orden, sin querer ver y entender que aquélla y
éste son producto de una misma causa, y sólo
se diferencian por su duración, es decir, en que
la anarquía es el desorden erigido en sistema, y
el desorden es la anarquía actuándose acciden-
talmente por desmayos ó eclipses de la autori-
dad. Y no se crea que es nuevo en el mundo
este individualismo que conduce á la anarquía y
la erige en sistema. La humanidad, ó la parte
de ella al menos que trata de librarse de toda
especie de gobierno y de satisfacer sus necesi-
dades más apremiantes por la libré inteligencia
entre individuos y grupos procurando el mismo
fin, puede ver practicadas sus teorías, cuando
guste, por pueblos semisalvajes ó salvajes del
todo, en los cuales casi siempre ó siempre en
contrará, sin embargo, alguna manera de auto-
ridad ó gobierno para en todo Caso resolver los
conflictos que de hecho estallan á menudo en-
tre individuos é individuos, entre individuos y
grupos que procuran un mismo fin. En otros el
acuerdo común reemplaza á la ley, como quie-
ren los anarquistas; pero cuando el acuerdo se
rompe y la autoridad ó gobierno, á causa de su
debilidad, no logra restablecerlo, la fuerza se




2 34 Capítulo VIII


impone y domina la razón y la justicia en no
pocas ocasiones, y á veces no se muestra satis-
fecha hasta que logra exterminar á los que se le
oponen (1). ¿Qué garantías pueden darse de
que en las naciones de Europa sin autoridad ni
gobierno no sucedería lo que sucede en las na-
ciones bárbaras y salvajes?El estado de superio-


(1) No es difícil mostrar con el estudio de los pueblos
salvajes y semisalvajes cuál sería el estado de Europa si en
ella se estableciera la anarquía. En efecto, los indios que
en Sierra Nevada de América viven de las raíces que extraen
.de la tierra, buscando abrigo en las cuevas naturales, sin
organización social ninguna, son por esto sólo inferiores á
los indios que por vivir en llanos están sujetos á alguna au-
toridad gubernamental, y los beduinos de la tribu de Chera-
rats, subdivididos hasta lo infinito en bandas que no reco-
nocen ningún jefe común, seri considerados corno los más
miserables de su nación. En África se encuentran los mis-
mos contrastes: hay tribus en las que no existe gobierno, y
en ellas es desconocido el uso de vestidos y las relaciones
difieren muy poco de las que existen entre los animales, y
hay otras, en cambio, donde existe gobierno, corno la de
Unyoro, y en ellas se encuentran administración, política,
artes, agricultura y arquitectura. Ilawkesowrt observa que
en la época del descubrimiento de Nueva Zelandia se ad-
virtió desde el primer instante que la prosperidad era ma-
yor y la población más densa en las regiones sometidas á
alguna forma de gobierno. Herbert Spencer, P)indpes de so-
tiolosie, torno III, parte V, cap. II, págs. 337 y 338.


De la anarquía 235


ridad de civilización . y cultura de aquéllas sobre'
éstas? La estadística prueba que los actos de
fuerza no se evitan con la civilización y la cultura,
antes bien hoy se cometen en Europa más deli-
tos y crímenes que en Estados menos civilizados
y cultos (1). ¿La superioridad moral? El anar-
quismo niega á Dios, hace al hombre señor abso-
luto de sí mismo, destruye todo lo que está so-
bre él. En tal caso, ¿dónde puede hallarse freno
á las pasiones? ¿Acaso en las pasiones de los de-
más? La lucha de pasiones se convierte casi
siempre en lucha de fuerzas, y el choque de
fuerzas produce ó la anulación ó la destrucción
de una de ellas, lo mismo en unos pueblos que
en otros, lo mismo en una reunión de sabios que
en una kábila de Marruecos.


Y nada vale contra esto el hecho observado
por Balzac y aducido por Kropotkina de que.
millones de ciudadanos pasan su vida entera sin


(1) Tómese por ejemplo á Francia: según las estadísti-
cas oficiales, en el quinquenio de 188t á 1885, comparado
con el anterior hubo un aumento medio anual de 44. 1111
crímenes ó delitos denunciados, y comparado con cualquie-
ra de los años del pasado siglo en que se empezaron á for-
mar estadísticas, la relación es de 27 crímenes y delitos que
entonces se cometían, por cada soo que ahora se cometen,
según los cálculos más aproximados.




236
• • Cap lulo Mil 1"


conocer del Estado otra cosa que las cargas que
les impone . Porque la verdad es que estos
ciudadanos gozan de los beneficios del Estado,
sin darse cuenta de ello, si se quiere, pero al fin
gozan de ellos, no sólo en cl orden puramente
civil, sino también en el social, económico y
político. Es cierto que se realizan en el comer-
cio y en la Bolsa multitud de operaciones sin
intervención del gobierno; es cierto que en los
montes y en los valles, en las pobres viviendas
de las orillas del mar y en barcas que apenas
resisten las embestidas de las olas, viven multi-
tud de familias con las cuales apenas tiene el
gobierno relación alguna; es cierto que aun en
las poblaciones de importancia existen conside-
rable número de habitantes que viven años y
años sin tener nada que ver con los poderes pú-
blicos; pero no lo es menos que sin la protec-
ción del Estado apenas podría vivir el comer-
cio, por la multiplicación de las quiebras frau-
dulentas; que las operaciones de Bolsa estarían
á merced de los malvados, dispuestos á percibir
las ganancias y á no pagar las pérdidas; que los
pastores y los pescadores carecerían de la ga-
rantía de la fuerza pública para sus derechos;
que los habitantes de las poblaciones de impor-
tancia no podrían salir de sus casas sin un arse


De la anarquía 237


nal de armas y pertrechos de guerra, y por úl-
timo, que la vida sería imposible en las monta-
ñas y en los llanos, en poblado y en despobla-
do, porque la industria de los bandidos resultaría
la más productiva desde el momento en que los
que la ejercieran supiesen que con ella se expo-
nían á ganarlo todo y á no perder nada. Com-
párese lo que sucede en las naciones goberna-
das por una autoridad robusta con lo que ocurre
en las que casi carecen de autoridad, lo que ha
sucedido en España antes y después de la revo-
lución de 1868 con lo ocurrido en gran parte
de 1873, en que apenas había gobierno, y de
esta comparación habrá de deducirse lógica-
mente que sin gobierno no se podría vivir ni un
solo día. En cada población se formarían y or-
ganizarían, en lo privado, gruesas partidas de
ladrones contra los cuales no habría defensa ó
la defensa ocasionaría choques violentos, bata-
llas campales de las que inevitablemente resul-
tarían muertos y heridos, y, en lo público, ban
dos constituídos con los que aspiraran á la do-
minación social, y como nadie podría enfrenar-
los, la lucha entre ellos sería, más ó menos tar-
de, á tiro limpio, y, ó se destruirían unos á otros
en sus contiendas, ó triunfaría uno de ellos. No
cabe dudarlo, el que lograra alcanzar la victoria




238 Capítulo VIII


.aplicaría á los demás las leyes de la más terri •
ble servidumbre, según lo ha mostrado con so-




erana claridad la experiencia (1).
No hay para qué negar que son verdaderas


muchas de` las acusaciones y quejas de Bakuni
-na contra el cesarismo moscovita (2); que hay
algún fundamento racional en las conclusiones
de Proudhon contra el eterno cambiar de cons-
titución de las monarquías modernas (3); que
ha puesto el dedo en la llaga no pocas veces
Kropotkina en sus críticas de los vicios funda-
-mentales del principio representativo, que es
base y fundamento de la inmensa mayoría de
los gobiernos de Europa (4); que es exacta- en


(t) La tiranía de muchos resulta más insoportable que
la de uno solo, y es desde luego más irresponsable, según
los datos aducidos por Haller en su Restauration der Staals-
Wissenschaft, tomo I, pág. 322.


(2) Carlos Oldenberg,
russische Nihilismos, pág. 72,


Leipzig, 1888.
(3) Proudhon, Contradicciones politices, teoría del movi-


miento constitucional en el siglo XIX, singularmente el cap. X,
páginas 190 y siguientes.


(4) eLa historia de los últimos cincuenta años ha dado
la prueba viviente de la impotencia del gobierno represen.
tativo para cumplir las funciones que se le habían confiado.
Un día se citará este siglo como fecha del fracaso del parla-
mentarismo.» Kropotkina, La conquPe du pain, pág. 43. En
la Primera parte (cap. ''II, pág. 208) .se han aducido testimo-


De la anarquía
239


casi todas sus partes la crítica del sistema parla-
mentario, monárquico ó republicano, que hace
Duhamet cuando, al hablar de los políticos y-de
la Cámara francesa, afirma que las gentes lógicas
proponen que se sustituya el letrero republi-
cano escrito en el portal del palacio Borbón por
estas palabras: «Depósito de inmundicias» (I);
pero si no hay para qué negar todo esto en la
parte que tiene de exacto y de verdadero, pre-


nios de no pocos pensadores ilustres de diversas escuelas,
quienes, apoyándose en datos que el anarquista ruso ha te-
nido á la vista, llegan á una conclusión idéntica. No es justo
ni exacto Kropotkina al confundir el régimen representativo
con el parlamentario, aunque de hecho andan hoy confun-
didos en la mayor parte de las naciones modernas.


(1) «Los hombres políticos, en su sed de riquezas ygran-
dezas, no se contentan con les millones del presupuesto,
positivamente robados á la nación. Han añadido la estafa
al robo. Además de emplear ordinariamente los medios más
repulsivos para arrastrar el rebaño electoral, han adquirido
la costumbre de mezclar sus intereses personales á la políti-
ca, de intrigar en la Bolsa, en las sociedades bancarias, en
las adjudicaciones de contratas, en las de condecoracio-
nes, etc. De este modo exhala el parlamentarismo hedores de
basuras y de inmundicias bien características. Las gentes ló-
gicas proponen que se reemplace el mentiroso letrero re-
publicano del portal del palacio de la autoridad por estas
sencillas palabras: Depósito de inmundicias.» . Duhamet: La
république révolutionnaire, págs. 76 y 77.




24 0 Capítulo MI


ciso es admitir también que, con ser graves las
enfermedades que aquejan al mundo civilizado
por los excesos y los defectos de los que re-
presentan cn él el principio de autoridad, to-
davía serían más graves las que la aquejarían
si desaparecieran, aunque fuese sólo por breve
tiempo, los poderes constituidos. La lucha de
pasiones, la de intereses, los instintos feroces de
hombres que apenas lo parecen, según están
oscurecidos en ellos los impulsos de la natura-
leza, producirían en un mes mayores males que
ocasionan en siglos los gobiernos más imper-
fectos. Las estadísticas de la criminalidad con-
tienen datos preciosísimos en apoyo de esta
afirmación, toda vez que con ellas se prueba que
la disminución de los resortes del poder para
enfrenarla, entre ellos la modificación de las pe
nas en el sentido de aligerarlas y dulcificarlas
considerablemente, ha producido, con otras
causas que no son de este lugar, un - aumento
considerable de delitos y crímenes. ¿Adónde
se llegaría en la escala de estos aumentos si
desaparecieran á un tiempo las leyes penales y
los encargados de aplicarlas, y quedara sólo la
ciega venganza individual, tan expuesta á re-
presalias sangrientas, según el testimonio de los
pueblos rudimentarios, .bárbaros y salvajes, en


De la anarquía 24i
que no existe la administración de justicia por
representantes del cuerpo social? Y en el orden
de relaciones entre un grupo y otro grupo de
seres humanos, entre tribu y tribu, como.quien
dice, ¿á qué extremos no se llegaría desde el
momento en que la fuerza fuese la única razón
que presidiera el castigo de los atentados, deli-
tos y crímenes de un grupo contra otro grupo,
de una familia contra otra familia, de una tribu
contra otra?


Y no vale decir que á cada fase económica
corresponde su fase política, y que así cómo
una sociedad fundada en el salario y la explo-
tación cíe las masas por el capital se acomoda
naturalmente al parlamentarismo, monárquico 0
republicano, una sociedad completamente libre,
en posesión de lo que los anarquistas llaman
herencia común, debe buscar en la agrupación
libre y en la libre federación de grupos arbitra-
rios, producto de sí mismos, una organización
nueva que esté en armonía con la nueva fase
económica de la historia; y no vale decir esto,"
porque no es de homogeneidad la relación que
existe entre el comunismo y la anarquía, toda,
vez que en el comunismo todo es de todos,
en la anarquía todo es de cada uno; en cl sentido.
de que en cada uno están todos los derechos


r6




y todos los deberes, corno en el sujeto y objeto
de ellos. Debiendo extrañarse aquí que un es-
critor como Laveleye haya confundido dos
conceptos tan diversos corno el de democracia
directa y el de anarquía, cuando es evidente que
en la primera la objetividad y la subjetividad de 1
derecho están en todo el cuerpo social, y en la
segunda están sólo en el individuo, causa y
efecto á un tiempo de todo derecho y de todo
deber (1). Lo que no sucede, corno se ha indi,
cado, en el comunismo, en el cual el derecho del
hombre á la herencia común tiene en cl hombre
la subjetividad, y la objetividad en la herencia
indicada, con los límites que á esta objetividad
señalan los derechos de los demás. En cl comu-
nismo son necesarias, corno se ve, una razón y


(i) Después de haber declarado que Proudhon entendió
por anarquía la ausencia de gobierno, y de haber añadido
que, en efecto, si los hombres fuesen perfectos, si cumpliesen
espontáneamente con todos sus deberes, sería inútil todo
gobierno, presenta Laveleye como concepciones muy apro-
ximadas, si no idénticas por completo á la anarquía, las
democracias directas de Suiza, y describe una de ellas con
todos sus organismos y medios de gobierno, desde el poder
ejecutivo hasta el Consejo 'comunal, cayendo así en flagran-
te contradicción consigo mismo. Laveleye, Le gouvernemont
dans la democratie, tomo I, lib. V, cap. V, págs. 208 y si-
guientes.


una fuerza que. distribuyan la herencia común
entre todos los que tienen derecho á ella, y en la
anarquía no puede darse otra razón y otra fuerza
que la del individuo, obrando sobre él y sin ac
ción ninguna sobre la razón y la fuerza de sus
semejantes. En una palabra, en el anarquismo el
derecho empieza en el hombre y acaba en él,
y en el comunismo empieza en el hombre y-
acaba en la herencia común, limitado en su ac-
ción sobre ésta por los otros derechos iguales
en razón y fuerza. Por esto en el comunismo'
existe un orden exterior, el de la relación entre
el sujeto y el objeto del derecho, y en la anar-
quía no, porque en ésta desaparece toda rela-
ción, pues el sujeto y el objeto indicados se
identifican de algún modo en una misma perso-
na. ¿1-la de negarse p a- esto que no existen otras
relaciones que la de homogeneidad entre el co-
munismo y la anarquía? De ningún modo, toda
vez que para nuestro propósito basta dejar con-
signado que aquella relación no existe en larca-
lidad de las cosas, aunque sostengan lo contra-
rio anarquistas tan conspicuos como Kropot-
kina.


¿En qué sentido son lógicas, dentro del con-'
cepto anarquista, 1,is palabras de Kropotkina
que se han trascrito antes, acerca de las relacio-


242 Capítulo De la anarquía


243




2 4 4 Capítulo VIII


nes entre el comunismo Y la anarquía? En el
sentido de que en el comunismo anarquista ha.
de existir necesariamente una separación entre
lo económico y lo político. En lo primero, como
en todo aquello en que existen relaciones en-
tre el sujeto y el objeto del derecho, se necesi-
ta de una razón que ordene' estas relaciones, y
en este caso no puede ser la individual, toda
vez que el objeto del derecho del individuo es
también objeto del derecho de los otros indivi-
duos, y aquélla no puede tener sobre los dere-
chos de éstos acción alguna. , En lo segundo,
como no existen relaciones entre el sujeto y
el objeto del derecho, no se necesita que
se las ordene, y así la suprema razón es la indi-
vidual soberana de sí misma. De aquí que en el
anarquismo no exista orden alguno y en el co-
munismo sí. Ahora bien: como quiera que en
el orden económico la vida del hombre sería
imposible sin relaciones, sin términos colocados
fuera de él mismo (i), y como quiera también
que el anarquismo es enemigo de la propiedad


(i) Platón hizo nacer la idea de Estado de la impoten-
cia del hombre para vivir por sí mismo y de la necesidad
que tiene de la sociedad para obtener el fin de sus tenden-
cias naturales, sin excluir, claro está, las que tiene como ser
dotado de vida animal. República, lib. II.


De la anarquía 245
privada porque ésta crea considerable número
de relaciones entre el sujeto y los objetos del
derecho y entre los sujetos y el objeto de de-
beres, y no se comprende sin autoridades que
velen por su conservación y custodia, de aquí
que las exigencias del orden económico obli-
guen por un lado á los anarquistas, al rechazar
la propiedad privada, á aceptar la propiedad en
común, toda vez que ésta reduce á una sola la
relación del individuo con el objeto del derecho,
y este objeto sólo guarda relación á su vez con
derechos iguales de los otros individuos, y así,
en todo lo demás, el hombre tiene en sí mismo
el objeto y el sujeto de sus derechos y deberes.
El anarquismo absoluto, á que no llegan ni los
nihilistas de Rusia, al romper la relación del de-
recho del ser humano sobre la herencia común
con los derechos de sus semejantes, relación
impuesta por el comunismo, encerraría al hom-
bre por completo dentro de sí mismo, sin otra
relación que la que le uniría á los objetos de
sus necesidades, y haría de él un salvaje no
esencialmente diverso, porque viviera en Euro.
pa, de los que pueblan las regiones, casi inexplo-
radas del interior de África. A este término fatal
conducirá indudablemente al mundo civilizado
la evolución comenzada de debilitación del prin-




2 4 6 Capítulo VIII


cipio de autoridad y exageración del principio
individualista, evolución que encuentra, enfrente
de la evolución social cada vez más potente, go-
biernos débiles, incapaces por su impotencia de
hacer otra cosa que contemporizar con cl ene-
migo, mientras llega la hora de que éste les obli-
gue y á sus representados también, á rendirse
á discreción.
- Y no cabe duda de que á esta debilitación
han contribuido no poco algunos gobiernos en
que se ha subordinado excesivamente el princi-
pio de autoridad al de representación; porque
desde el momento en que el gobierno queda
reducido á una mera relación entre el principio
de autoridad y las libertades é intereses de los
ciudadanos, quien gobierna no • es la autoridad
sino los ciudadanos, de cuyas libertades é inte-
reses el gobierno es representación, y así se da
pretexto luego para que escriban hombres como
Proudhon que, cuando todo el mundo gobierna,
nadie gobierna, y que pretendan deducir de
los hechos que no hay más que dos términos
lógicos en la dirección y ordenación de la so-
cicdad, el cesarismo y la anarquía (1). En efes-


(t) Proudhon La revalulian sociale démon/rée par le coup-
le (tal da 2 decembre, cap. X, págs. 271 y siguientes.


e


De la anarquía 247


to, el gobierno de un Estado por la opinión
pública, entendiendo por opinión pública la
de todos los miembros del cuerpo social; el go-
bierno de un Estado por ]a voluntad verdadera-
mente nacional, mudable como los vientos de
inconstantes pareceres, equivale casi á la ausen-
cia de gobierno. Ciertamente sucede en la prác-
tica que el gobierno no desaparece por com-.
pleto ó que se perpetúa en condiciones de ad-
vertirse apenas su existencia. Lo primero se ex-
plica por el horror que la razón humana, facul-
tad esencialmente ordenadora, tiene al desor-
den, y lo segundo por condiciones especialísi-
mas de los pueblos en que el fenómeno se
realiza. Hay que advertir, sin embargo, que los
gobiernos de todos por todos son menos co-
munes de lo que parece. Quizás sólo se conoz-
can de esta clase los de las democracias direc-
tas de Suiza. En el resto de los gobiernos que
en teoría y en la ley se llaman gobiernos de
la nación por la nación, en la práctica sólo se
encuentran gobiernos de una parte de la nación
por la otra parte, legalmente hablando, de la mi-
noría por la mayoría de los ciudadanos, y, en
los hechos, de la mayoría por una minoría, me-
jor dicho, por un partido. De aquí las contra-
dicciones que Proudhon apuntaba entre las exi-




248 Capítulo VIII


gencias de los representantes y los actos de los
representados, entre la ley y la acción del po-
der público. «Los intereses de los ciudadanos,
decía, piden un gobierno barato, la moderación
de los impuestos, su repartición equitativa, la
economía en los gastos, el pago de las deudas
contraídas, y el representante de los intereses
de los ciudadanos contesta que para estar bien
gobernados es preciso pagarlo bien; que un pre-
supuesto considerable es una prueba de riqueza
y de fuerza, y una deuda enorme una condición
de estabilidad. iV el presupuesto y la deuda se
duplican en medio siglo! ¿No es esto, pregunta,
la mixtificación de los intereses del cuerpo so-
cial por su representante:» (r) Indudablemente,
y algo más también, toda vez que, cuando una
representación mistifica los intereses que repre-
senta, pierde la razón de su existencia; y tarde
ó'temprano desaparece, si por alguna condición
especialísima, como en este caso sucede, no se
hace de algún modo conveniente ó necesaria.


Importa consignar que no pueden identificar-
se el concepto de anarquía y el expresado por
un publicista francés acerca de la conveniencia
de sustituir la monarquía y la república por la


(i) Proudhon, obra citada, cap. X; pág. 273.


De la aiza•uía 249


asociación voluntaria. de todos los franceses, y-
no pueden identificarse porque en éste se da la
idea de gobierno, y en aquél no. Más se acerca
á este último el de Rousseau cuando quiere
«encontrar una forma de asociación que defien:,
da y proteja con toda la fuerza común la fortu,
na y los bienes de cada asociado, y por la cual
cada uno, uniéndose á todos, se obedezca sólo
á sí mismo y permanezca tan libre como an-
tes;» y se acerca más, porque en él la razón
suprema de la forma de asociación es que cada
uno se vea protegido en su acción, y pueda
mejor obedecerse sólo á sí mismo y continuar
tan libre como antes, en todo lo cual existe el
principio fundamental del anarquismo, ó sea cl
gobierno de cada uno por sí mismo, si bien en-
lazado con la idea de orden que toda unión de
seres racionales y libres supone. En el concep-
to del publicista francés aludido antes entra la
idea de gobierno, y de gobierno de muchos,
resultando así 'en contradicción la realidad con
el propósito, sin otra limitación que la de que
el mandato social debe ser revocable á volun-
tad del que lo dió, á fin de que no se convierta
en un peligro para el orden público, y con la
declaración precisa y terminante de la sujeción
de todos á las ordenaciones de los que tengan




25o Capítulo VIII


el indicado mandato (1). De todos modos, este
concepto de la organización social y todos
los demás que implican una debilitación del
principio de autoridad y su acción sobre los
gobernados, encierran dentro de sí mismos con-
cesiones al anarquismo que es, después de to-
do, la conclusión lógica, no ya de todo sistema
en que se proclama el socialismo ó el comunis-
mo en el orden económico, el republicanismo
cn el político y el ateísmo en materias de re-
ligión, sino también de toda escuela, partido ú
orden legal en que se coloquen los derechos
del individuo sobre los del cuerpo social, en
que sc diga que todos deben gobernar á todos,
ó sea que el gobierno no puede ni debe ser
otra cosa en sus actos que la expresión del es-
tado de la opinión pública, ó mejor dicho, de la
voluntad movediza de los gobernados. Recuér-
dese lo que ha sucedido en Francia: tres veces,
desde la mitad del siglo XVII, se ha pretendido
llegar á la práctica de estas conclusiones, y tres
veces ha aparecido enseguida la anarquía; re-


(1) M. Ch. de F.: iW monarehie ni république, mais asso-
eiation volontaire de tbus les francais sensés el honnéles par la
constitution rellement démocraligne págs. 9 y siguientes.
París, 5872. .


De la anarquía :251


cuérdese lo que ocurrió en Inglaterra, donde los
niveladores trajeron la anarquía, debiendo aña-
dirse ahora que la anarquía produce luego reac-
ciones, corno lo prueban Cromwell y Napoleón
y las restauraciones monárquicas que les si-
guieron.


No hay que perder de vista, sin embargo, un
hecho. El hombre vive sujeto á tres órdenes de
relaciones: las de la familia, las del municipio,
las de la nación. En las primeras encuentra la
defensa para su conservación cuando es niño,
la satisfacción de goces íntimos cuando es ma-
yor, los cuidados en la vejez; en las segundas,
la posesión tranquila de sus propiedades y las
garantías de libertad para su administración, y
en las terceras, el desenvolvimiento de su ac-
ción en un campo á ella adecuado por su gran-
deza (i). Cuando ocurre que la familia, en vez
che existir para su conservación, existe sólo co-
mo tormento, por la miseria que en ella reina, y,
en vez de ser santuario de goces legítimos, es
teatro de padecimientos sin término; cuando
sucede que el municipio, en vez de ser medio
protector de la propiedad ó de las aptitudes de


(i) Carie, Genesi e sviluppo delle varié forme di ~m'yema
eivile e potitiea, pág. 38, Turin, 1878..




152 Capítulo VII!


sus miembros; las inutiliza, las destruye ó ani-
quila de algún modo; cuando la nación, en vez
de procurar el desenvolvimiento de la acción
de los individuos, hace toda acción imposible,
no puede sorprender ni extrañar que los que no
pueden vivir en la nación, ni en el municipio, ni
en la familia, y no tienen medios de emigrar, ó
no quieran hacerlo, piensen, comparando su des-
gracia con la fortuna de otros, en destruir el
edilicio social y reedificarlo en forma de que
en él obtengan alguna ventaja sobre su anterior
condición, ó no reedificarlo y acomodarse de al-
gún modo á vivir sobre sus ruinas (i). Por esto


(1) Aquiles Doria ha expuesto en docta monografía la
necesidad de poner en relación constantemente en el Esta-
do la constitución económica y la política, y ha demostrado
luego la conveniencia, para evitar los estragos de las re-
voluciones, de que la evolución política marche siempre en
armonía con la evolución económica. Los antiguos creyeron
en la inmovilidad de la situación económica de un pueblo y
en la inmovilidad de su constitución política. Hoy está pro-
bado que no existe nada inmóvil en lo humano, que existe
una evolución social, una económica y una política, y que,
si es posible influir en la primera para retrasarla ó adelan-
tarla en su marcha, también lo es promover ó retrasar la se-
gunda por los medios que la ciencia y la experiencia pres-
criben, y más fácil todavía poner en relación de armonía la


De la anarquía 253
no debe extrañar que en este antiguo continen-
te, donde la opulencia de las grandes fortunas


--contrasta con la pobreza del mayor número;
donde, por otra parte, los principios morales
han sufrido quebrantos de monta por multitud
de causas y circunstancias, no debe extrañar,
se repite, que sea cada vez más considerable el
número de los que dicen, como los socialistas
en el Congreso de París:• «Sólo tenemos una pa-
tria, la humanidad, y un enemigo, el capital,» y
que crezca también el grupo de los que, hartos
de trasformaciones políticas, esperan muy poco
de las trasformaciones sociales que no conducen
á la destrucción del orden social, y así, les di-
cen á los ricos: la propiedad es un robo, y á los
poderes constituidos, la autoridad es un crimen.
Se comprende que á la vista de esto Funck•
Brentano haya dicho que «el objeto principal de
la política en estos tiempos debe consistir en
promover la prosperidad y el poder material de
los pueblos» (1). Importante es que este fomen-


tercera con las otras dos por los medios que la filosofía ju-
rídica enseria. Aquiles Doria, La teoria ecofloinica della cosii-
iiizione política, cap. V, págs. 137 y siguientes.


(t) Funck-Brentano, La politique, principes, critiques, re-
formes, cap. 11, pág. 59. París, 1893.




254


apílrilo VIII


to de la riqueza pública sé consiga. Pero,
ser importante, no es -lo primordial, ni mucho
menos, según claramente lo han declarado los
testigos de más autoridad en este caso, los jefes
del socialismo, del comunismo y del anarquis-
mo modernos, empezando por Lassalle, si-
guiendo por Marx y terminando en los moder-
nos oportunistas Bebel y Licbknecht, ayer radi-
cales con fórmulas casi anarquistas. Por lo de-
más, también Gneis lo ha dicho, y su testimo-
nio no puede parecer sospechoso á nadie: «La
prosperidad material es sólo un medio respecto
del fin, y todos los milagros de la moderna ci-
vilización carecen de valor, si no sirven para su-
blimar la conciencia moral del hombre» 0).


(1) Gneist, Der Reclassiaal, pág. 25.


CAPITULO IX


DE LA EVOLUCIÓN REPUBLICANA


La evolución social y la marcha de la civilización en el
mundo.—Edades de los pueblos y leyes de les longitu-
des y latitudes.—Las grandes naciones y las formas de
gobierno.—La república y el orden social.— Relación
entre los desórdenes sociales y la edad de las naciones.—
Los desórdenes en lo antiguo y en lo moderno.— Rela-
ción de la evolución con las diversas formas republica-
nas.—Los elementos de la evolución y los de la resisten-
cia.—El término de la evolución, según las edades de
los pueblos.—Las leyes de esta evolución, m:.1 compren-
didas por los positivistas.—Rectificación impuesta por
los hechos.—Conclusiones.


La evolución de las sociedades es un hecho
contra cl cual no es posible argüir, como ya
antes de ahora se ha hecho constar. Pero esto
no obliga á admitir lo que cienos evolucionis-
tas afirman, acerca de que la civilización, corno




256 Capitulo IX


el sol, avanza siempre de Oriente á Occidei
te (i). Para ellos, los elementos, gérmenes ó
milias que salieron de la India ó quizás de us
comarca situada más al Este, llegaron al cxtr
mo Occidente por medio de etapas sucesiva
Babilonia y Nínive, Tebas y Menfis, Atenas
Lacedemonia, Roma y Cartago, Madrid y Par
Nueva York y Buenos Aires. De la propagacic
del cristianismo tratan de sacar testimonios (
favor de su tesis: el cristianismo nació en Judc
dicen, y lejos de propagarse en las comarc
situadas al Este, se extendió desde luego hac
el Oeste, y cuando llegó á las orillas del Océai
y las dominó en vastísima extensión de terren
pasó el mar con Colón y buscó en América 1
nuevos adeptos que no le había dado el Afri
central, situada al Sur del movimiento civili2
dor. De todo esto deducen que el porvenir
mediato de la civilización está en América y
mediato en el Japón, China y Australia. En
historia de todos los pueblos recorridos por
versas civilizaciones distin2 nen tres períodos:
de crecimiento, el de mayor edad y el de dec


(i) Coulon, La mareta géographigue de Za
ginas 3 y siguientes. París, 1866.—Elíseo Recias, La Terre
página 655. París, 1869 —Coulon, Synthese du /t'atufan
me, págs. 95 y siguientes. París, 18q2.


De la evolución republicana
257


dencia, que conduce á la muerte. Entonces,
añaden, los elementos de la unidad política se
separan y sirven de materiales para la forma-
ción y acrecentamiento de nuevos grupos polí-
ticos, como lo prueba, mejor que ninguna otra,
la historia de Roma: los elementos constitutivos
de su unidad política se separaron y sirvieron
con los bárbaros para formar nuevas nacio-
nes (1). En realidad, lo mismo que en los indivi-


(1) <De las profundidades entonces desconocidas de
Germania salían todos los años verdaderos rebaños huma-
nos, que obligados por la necesidad 6 el instinto bajaban
hacia el imperio. En los primeros tiempos, el ejército roma-
no sólidamente organizado les aniquilaba; pero poco á poco
la iniluencia corruptora de la metrópoli se dejó sentir en
las fronteras. La disciplina se quebrantó. La defensa del te-
rritorio fué confiada á los vencidos de otras veces, que la
necesidad había convertido en aliados. Galos y romanos
combatieron juntos sin unidad y sin convicción. Los bárba-
ros rompieron el dique, y el imperio fué su presa. Cuando
llegaron á Italia, el mundo romano había llegado á la de-
c repitud física y moral que precede á la muerte. Algunos
siglos hubieran bastado para secar todas las fuentes de la
vida, y como un anciano que muere sin descendientes, la
civilización habría muerto con él, sin ninguna esperanza de
renacimiento. Pero los hombres del Norte le infundieron
sangre nueva y con ella nueva vida, y nacieron entonces las
naciones que se desarrollaron durante el resto de la Edad


Coulon, Syntluse du transfortnistne, pág. 102.
17


n-


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258 Capitulo IX


duos, en los pueblos los períodos seniles son de
diversa duración en unos que en otros: la vejez
de los asirios fué corta y la de Egipto dura to-
davía. Claro está que en las trasformaciones so-
ciales es preciso tener en cuenta siempre la edad
del cuerpo social para conocer el término de la
evolución comenzada, pues una misma evolu-
ción no puede tener el mismo término en un
pueblo joven como Rusia, cuyo primer Czar fué
proclamado en 1 547, en un pueblo viril como
Alemania, cn gran parte pagana en los siglos
X y XI é impenetrable á los esfuerzos civiliza-
dores de los duques de Polonia, y en un pueblo
viejo como Francia, cuya existencia nacional
data de Clovis ó al menos de los Carlovingios,
es decir, de los siglos VIII y IX.


La lealtad obliga á hacer constar que los pu-
blicistas aludidos sostienen igualmente que,
cuando la civilización avanza de Oriente á Oc-
cidente y se encuentra con un obstáculo en su
marcha, como en la Edad Antigua lo fué el Me-
diterráneo, y en tiempos más recientes el Atlán-
tico, se extiende hacia el Norte, y así explican
que Madrid hubiese de ceder el primer puesto
á París como capital del mundo civilizado, y
que París lo haya tenido que ceder luego á Ber-
lín, como en lo porvenir ' ésta se lo tendrá que


. De la evolución republicana
259


ceder á San Petersburgo (i). Dejan fuera de
esta combinación á Londres, porque dicen que
esta ciudad es puramente comercial, como Tiro,
Sidón y Cartago en la Edad Antigua, y Venecia
y Génova en la Edad Media. Y tan convencidos
están de la exactitud de estas deducciones histó-
ricas, según las llaman, que, hablando de París
y Berlín, dicen que estas ciudades no escapa-
rán á la ley inexorable de la naturaleza, y que,
como Babilonia, Tebas y Menfis están cubier-
tas de arena, así fatal é inevitablemente lb esta-
rán un día las grandes ciudades europeas, sin
que exista fuerza humana capaz de impedirlo.
De todos estos hechos, agrupados en forma
más ó menos conveniente, deducen tres leyes:
1.a, la de las edades, y con arreglo á ella afir-
man que en una lucha entre dos naciones, la
que está en la edad viril tiene más probabili-
dades de vencer que la otra; 2. a, la de las lati-
------


(I) «La civilización, al llegar á las orillas del Atlántico,
tomó el camino del Norte, convirtiéndose en lo que los físi-
cos llamarían «rayo reflejo.ti Entonces su primera etapa,
desde Madrid, fué París. Á París estuvo reservada la gloria,
bien efímera y vana, de reconstituir el imperio romano bajo
Napoleón I. Pero París declina. Berlín reina como soberano
abs


oluto. San Petersburgo se reserva.» Coulon, obra citada,
Páginas roa y 136.




1


26o Capitulo IX


tudcs, y con arreglo á ella sostienen que, exa-
minada la posición geográfica de dos naciones
en lucha, en igualdad de edad, el pueblo más
septentrional será vencedor, y si á la igualdad
de edad se añade la de población, el resultado
es punto menos que infalible, y 3. a , la de las
longitudes, segán la cual, si la nación vencedora
está situada al Oeste de la vencida, desde luego
puede asegurarse que su civilización será bri-
llante; y si está al Este, que permanecerá esta-
cionaria y se debilitará de generación en gene-
ración hasta que desaparezca. Déjese á los pu-
blicistas aludidos que, estudiando el mapa eu-
ropeo á la luz de estas reglas, discutan si en la
lucha entre Francia y Alemania vencerá la pri
mera á la segunda, ó ésta á aquélla, toda vez
que esta cuestión en nada afecta al problema
que se trata de resolver ahora, y véase qué re-


. 'ación existe entre estas teorías evolucionistas
y las trasformaciones que las formas de gobier-
no, especialmente la republicana, sufren con el
andar de los tiempos y con la marcha que la
civilización sigue en el mundo.


El primer hecho que se presenta á la vista,
al abrir el libro de la historia para estudiar el
¿rigen y desarrollo de las formas de gobierno,
es que desde el imperio de Babilonia al reino


De la evolución republicana
26r


de España, y desde el reino de Egipto al impe-
rio ruso, todas las grandes naciones han sido
siempre monárquicas, al menos en la edad viril.
Podrían exceptuarse en todo caso las ciudades
comerciales, y Grecia, por la constitución espe-
cial del pueblo griego, fraccionado en tantos
Estados como poblaciones importantes (i). Se
han dado repúblicas en la infancia de las nacio-
nes, cs decir, mientras duró su acrecentamiento,
y se han dado también en el período de vejez,
siendo ejemplo del primer caso Roma, y del
segundo Francia; pero no puede citarse el caso
de una gran nación que en la edad viril haya
sido regida, durante largo período, por un po-
der republicano. Por las mismas causas que se


(1) En todos los grandes imperios de Asia existió la
monarquía absoluta. También en Egipto existió la monar-
quía, aunque en sentir de autorizados historiadores nunca
fué absoluta. En la Edad Media fueron monárquicos los go-
biernos de todos los Estados de Europa, con excepción de
Suiza y las pequeñas repúblicas de Alemania y de Italia. En
la Edad Moderna no ha existido más república en gran
nación que la francesa, y ésta no puede decirse hasta ahora
que esté consolidada en forma de no temerse en Francia
cambio alguno de institución. De las repúblicas americanas
no debe hablarse aquí porque, si como naciones están cons-
titnídas hace algún tiem po, los pueblos de la casi totalidad
de ellas se están formando todavía.




262 Capítulo IX


explica la existencia de la república suiza en la
Edad Moderna, se explica la de Grecia en la
Edad Antigua, debiéndose al régimen federal
que las discordias civiles scan menos frecuentes
y sangrientas en aquélla que en ésta. Filipo de
Macedonia encontró en el régimen de Grecia y
en el fraccionamiento de ésta en gran número
de Estados, un auxiliar poderoso de sus armas
en su conquista de aquella tierra singular. ¡Quie-
ra Dios que los soberanos de la Macedonia mo-
derna no encuentren en el régimen republicano
de Suiza, como Napoleón I en fecha reciente,
un auxiliar poderoso de sus proyectos de con-
quista y de dominio de aquel suelo privilegiado
de la independencia y, en algunos períodos, de
la libertad! Se comprende, por otra parte, que
las ciudades comerciales, de territorio reducido
casi siempre, prefiriesen el régimen republicano
al monárquico, toda vez que, estando ligados
en ellas por modo estrecho los intereses del
Estado con los del comercio, los comerciantes,
que constituían la clase más poderosa del cuer-
po social, sentían la necesidad de influir de tal
manera en la marcha del poder público, que
éste en ningún tiempo ni circunstancia pudiese
perjudicar directa ni indirectamente sus empre-
sas. En las antiguas monarquías esto les hubiera


De la evoluciM republicana 263


sido imposible, ya que en ellas el interés mo-
nárquico se identificaba con cl del Estado y á
él habían de subordinarse todos los otros inte-
reses. De aquí sus preferencias justificadísimas
por la forma republicana, y de aquí también
que, teniendo en su mano el poder social más
poderoso, y por lo tanto la fuerza, se impusie-
ran á los otros elementos sociales y proclama-
ran la forma de gobierno de sus preferencias,
en cierto modo justificadas.


El segundo hecho que se impone á la aten-
ción del hombre pensador, cs el estado de tira-
nía ó de agitación y discordia casi perpetua en
que han vivido constantemente las sociedades
democráticas, así en las repúblicas puramente
populares, como en las mixtas en que ha predo-
minado el elemento popular. Y esto no puede
atribuirse á la edad de las naciones, es decir, á
defectos de su inexperiencia en el período
de formación, y á falta de vigor y fuerza en el
período de la decadencia; y no puede atribuirse
á estos defectos porque lo mismo se encuentra
en uno que en otro período de la vida social, y
por lo tanto, un efecto tan constante necesita
una causa igualmente constante, y ésta no pue-
de hallarse en la vida social, que cambia de
condición tres veces, según se ha indicado ya.




264 Capítulo IX


La antigüedad sólo ofrece en primer término,
como ejemplo de repúblicas, las de Grecia, y
en todas aquellas en que predomina el elemen-
to popular, ni más ni menos que en Roma, en
los períodos verdaderamente democráticos, se
ve que se suceden como una noche á otra la
tiranía de los dictadores y los desenfrenos del
pueblo (1). En la Edad Media hubo repúblicas
aristocráticas como la de Venecia, parecida á
la de Cartago, en las cuales el poder y la fuer-
za de la clase gobernante ahogaban en germen
todo desorden, no sin caer en la tiranía; pero ¿y
las luchas que ensangrentaron el suelo de las
otras repúblicas de Italia, ya por contiendas ci-
viles entre un bando y otro bando, ya por por-
fiada lucha entre los nobles y los plebeyos? (2).


(1) Cicerón en su oración <.pro Flacco» declara que las
repúblicas griegas se perdieron por la temeridad y la licen-
cia de las Asambleas populares, y también por su libertad
inmoderada y turbaciones constantes del orden público.
Sabido es que la república romana vivió en perpetuo desor-
den por las discordias entre el Senado y el pueblo. Tucídi-
des, Historia de la guerra del Peloponeso, lib. III, párrafo 14.
Passy, De las formas de gobierno y de las leyes por que se ri-
gen, págs. 146 y 547.


(2) Sismondi, .Histoire des Républiques italiennes, tomo I,
página 323, tomo III, págs. 287 y siguientes, y tomo IV,
páginas 349 y siguientes.


De la evolución republicana 265


En estos mismos tiempos, la historia de las re-
públicas del Centro y del Sur de América nos
las muestra saliendo casi constantemente del
desorden para entrar en la tiranía, ó saliendo de
la tiranía para entrar en el desorden (i). Se ex-
ceptúan de esta regla la gran república norte-
americana y Suiza, pero estas excepciones se
explican, de un lado, por el carácter federal de
sus gobiernos, dentro del cual no son tan fá-
ciles como en las otras repúblicas las revolu-
ciones populares, de las cuales no están, sin
embargo, libres en absoluto, como lo prueba la
última revolución del Tessino, por ejemplo, y
en las que, por otra parte, se dan guerras como
la del Sonderbund y como la de los Estados del
Norte contra los del Sur de á mitad d e este si-
glo, tan civiles y tan entre hermanos como la


0 .1 «Necesitaría muchas páginas aún para trazar suma-
riamente la historia política de las repúblicas hispano-ameri-
canas. Hay algunas entre ellas que han oscilado constante-
mente, durante largos períodos, entre la anarquía de la de-
magogia y el militarismo, y otras en que tiranos tan brutales
como Commodo y Calígula han reinado á la manera de un
emperador romano, en nombre del pueblo rey. Bastará re-
cordar que una de estas repúblicas, Bolivia, ha visto morir á
trece de sus presidentes (ha tenido catorce hasta ahora)
asesinados ó en el destierro.» Arana, Guerra del Pacífico,.
tomo I, pág. 43•


9'




266 Capítu /o IX


que tuvo lugar últimamente en Chile entre Bal-
maseda, dictador, y los congresistas; se expli-
can también, por otro lado, por la poca parte
que los norteamericanos toman en la política,
ocupados en empresas que les dan mayores
ventajas que podrían sacar de la lucha de los
partidos, y por las costumbres del pueblo suizo
que no han impedido realmente, preciso es ha-
cerlo constar, buen número de trastornos en
este siglo, desde los que originó la lucha de
clases en los antiguos cantones aristocráticos,
hasta los que en más recientes días ha origina-
do la lucha religiosa, ocasionada por la tiranía
del radicalismo imperante (I).


Estos desórdenes populares cambian de ca-
rácter y de tendencia, según la edad, la situa-
ción geográfica y el modo de ser de cada pue-
blo. En la primera edad, como no sea grande
el contrapeso de la educación y cultura, aun en
pueblos como el griego y el romano condu•
cen á luchas fratricidas que terminan finalmente
en períodos de paz y de tranquilidad, que sólc


(i) Sumner Maine, Popular government, cap. I, pág. 47
Klumer, Seaats and Recktsgzschichse der schweizeriselzen Derno
kratim, tomo II, págs. 278 y siguientes, y Morir,
de l'histaire politique de la Sulsse, tomo II, págs. 307 y si
guientes, y tomo III, pág. 49.


De la evolución republicana


2 6 7


se logran dando el poder á los mejores ó esta-
bleciendo la monarquía. En la edad viril, en
pueblos impetuosos como el francés, agitado
por ideas nuevas como las de la Declaración de
los derechos del hombre, conducen á luchas
civiles gigantescas, como las de la revolución,
y á enormidades como las de la época del Te-
rror, de reproducción no difícil en el mundo,
porque las mismas causas producen idénticos
efectos, y naciones viriles hay en Europa que
están en situación muy parecida á la de Fran-
cia, quince ó veinte arios antes de estallar en
ella el volcán revolucionario (r). En la senec-
tud, y no olviden los franceses:que sus publicis-
tas reconocen que para Francia ha empezado
ya la decadencia, conducen, después de oscila-
ciones más ó menos violentas entre el desorden
y el orden, á la anarquía, según lo prueba lo
sucedido á Atenas y Cartago, y á la conquista


( I ) «;Qué pueden producir en Europa los esfuerzos de
los partidos anti-monárquicos? Lo que han producido: agi-
taciones y crisis revolucionarias, caídas y cambios de dinas-
tías, períodos anárquicos, seguidos de largas dictaduras y
nada más, porque no está en manos de ningún partido
crear á la forma republicana las condiciones de vida y dura-
ción que hasta el presente le han faltado en los grandes
Estados de Europa.» Passy, obra citada, pág. 413.




268 Capitulo IX


del pueblo viejo por uno nuevo, ó que esté en
la edad viril, como eran pueblos nuevos el ma-
cedonio y el romano, por ejemplo, cuando sus
conquistas, y al aniquilamiento y- la disolu-
ción social, si por ventura no dispertara ningu-
na ambición el territorio ocupado por la repú-
blica moribunda. Por supuesto, no ha de per-
derse de vista que un pueblo puede ser viejo y,
sin embargo, ser nuevo como nación, como su-
cede actualmente á Italia, que está corno nación
en el primer período de la vida y como pueblo
en el último. Excusado es manifestar que es in-
útil pedir á estas naciones que obren como si
estuviesen en su juventud. Otra cosa sucedería
á Italia si, al realizarse la unidad de aquella na-
ción, ésta se hubiese rejuvenecido con la entra-
da en ella de alguna raza joven, vigorosa y
extraía, que mezclándose y confundiéndose
con la población indígena, como lo hicieron
los godos en España, le hubiese dado nuevo
vigor y nueva vida. Las repúblicas americanas
son jóvenes como naciones y como pueblos
porque su población actual es nueva, pues está
formada de la unión de la población indígena
con la población europea, que ha emigrado á
aquellas regiones, y en algunas de aquellas re-
públicas no está ni aun formado el nuevo pue-


De la evolución republicana 26


blo, aunque la nación exista desde hace medio
siglo ó más. El mundo romano renació á nueva
vida por la invasión de los bárbaros del Norte;
la población americana renació á nueva vida
también por la invasión de latinos y anglo-sajo-
nes principalmente, que en número considera-
ble se han establecido en el Nuevo Mundo.


Claro está que es diverso el modo de ser de
los pueblos antiguos, de los medios y de los
modernos, en su relación con los poderes pú-
blicos y su manera de constituirse y trasfor-
marse (1). En lo antiguo existía una unidad fun-
damental de creencias entre los ciudadanos,
unidad sólo rota por los filósofos escépticos y
por sus continuadores los sofistas. Así las lu-
chas en las repúblicas antiguas se producían, ó
por odios de clases ó por intereses, cuando no


(I) Para la mejor inteligencia del texto, conviene hacer
constar que Ilerbert Spencer define la evolución diciendo
que es el cambio de una homogeneidad incoherente á una
h eterogeneidad coherente. Hé aquí sus palabras: «La evo-
lución es una integración de materia acompañada de una di-
sipación de movimiento, durante la cual la materia pasa de
una homogeneidad indefinida, incoherente, á una heteroge-
neidad definida, coherente, y durante la cual el movimiento
retenido sufre también una trasformación análoga./ Herbert
Spencer, Les premiers prindpes, pág. 424 de la traducción de
Cazelles.




27o Capítulo IX


por desenfreno de la tiranía. Casi lo mismo suce-
día en la Edad Media, aunque no pocas de las
luchas de la Italia republicana se cubrieran con
las apariencias de servir los programas doctri•
nales de güelfos y gibelinos, programas que
sólo en ocasiones singulares llegaron á tocar lo
fundamental de las creencias cristianas. No su-
cede así en estos tiempos, en que á la lucha de
clases que amenaza con la guerra y la revolu-
ción social, y que en parte es producto de la
lucha de intereses, se unen los efectos que en
las clases directoras primero y luego en las di-
rigidas produce la libertad de las ciencias y de
las nociones que de ellas se derivan. Esta liber-
tad no sólo divide á los ciudadanos en bandos
diversos que obedecen á principios y por lo
tanto á criterios diversos, sino que poco á poco
mina toda la base del orden social y facilita
considerablemente las trasformaciones. En las
monarquías hay algo permanente que sólo por
un acto de fuerza puede ser derrocado; en las
repúblicas todo está sujeto legalmente á la evo-
lución social, producto de la libertad de las
ciencias y de las nociones que de ellas se deri-
van, según frase muy exacta de Littré (I), Por


(x) Hume pretendió que bajo todos los gobiernos existe
lucha abierta entre la libertad y la autoridad, y lo dedujo de


De la evolución republicana 271


esto las instituciones y las trasformaciones so-
ciales y políticas se realizan con más facilidad
en las repúblicas que en las monarquías, y entre
las primeras, en las que están constituídas por
uno ó varios pueblos, en que la imaginación do-
mina al entendimiento y el sentimiento á la ra-
zón. Hay que advertir que no estando formadas
todavía como pueblos muchas de las naciones
americanas, y dado el carácter escéptico de la
mayoría de sus hombres políticos, no cs posible
hacer de ellas un estudio definitivo, pues no
puede conocerse con exactitud ni su carácter ni
su fisonomía propia. Pero por los gérmenes que
en ellas se desarrollan, por la libertad de que en
ellas gozan las ciencias y las nociones que de
ellas se derivan, puede afirmarse desde luego
que la división de cada nación en partidos se
perpetuará de algún modo, y la lucha también,


que nada hay estable en las sociedades. En realidad, en la
antigua Roma, en Francia, en España, etc., se dieron largos
períodos en que no existió ningún linaje de lucha entre la
autoridad y la libertad. Por lo demás, es indudable que en
las monarquías existe algo estable: el principio monárquico
hereditario, que en muchos Estados se ha perpetuado du-
rante largos siglos, sin excluir á Inglaterra, patria del autor
citado. Hume, Essays and treatises oes severa subjets, tomo 1,
ensayo V, pág. 35.




2 7 2 Capítulo IX


toda vez que la existencia de partidos impone
siempre la de lucha entre ellos, y que, por lo
tanto, á los elementos de discordia que ya exis-
tían en las repúblicas antiguas se añadirá este
elemento nuevo, que puede engendrar guerras
civiles ó catástrofes de tanta importancia como
las que ha producido en Europa, desde que se
rompió en ella la unidad fundamental de las
ciencias y de las nociones que de ellas se de-
rivan.


Preciso es no perder de vista un momento el
carácter legalmente democrático de las repú-
blicas modernas. En las antiguas el ciudadano
gozaba de una condición privilegiada respecto
del resto de la población, y tenía, por lo tanto,
interés en conservarla. Hoy han desaparecido
los privilegios, y, según las Constituciones, la
voluntad del mayor número tiene fuerza de
obligar. Es cierto que en los hechos los parti-
dos políticos atenúan este carácter democrático,
colocando casi siempre á su cabeza á hombres
que son verdaderas superioridades entre sus
conciudadanos; pero también lo es que en no
pocos casos los partidos y los jefes inscriben
en sus programas, y realizan después desde el
gobierno, reformas diversas con el único objeto
de granjearse la voluntad del mayor número y


De la evolución republicana


2 7 3


por este medio conseguir primero y luego con-
servar el poder. De aquí que sea preciso reco-
nocer que el modo de ser de los pueblos mo
dernos, su carácter democrático, es el más
apropósito para facilitar las evoluciones que na-
cen de la libertad de las ciencias y de las no-
ciones que de ellas se derivan (I). En las repú-
blicas mixtas encuentra siempre la evolución
más dificultades en su camino, y aún las en-
cuentra mayores en las aristocráticas, lo cual se
comprende perfectamente, dado cl espíritu con-
servador, que se impone necesariamente á toda
superioridad, y la hace menos asequible á
las novedades sociales y políticas. Se han dado
casos, sin embargo, en que las aristocracias, por
desconocimiento exacto de la realidad de las
cosas, han favorecido evoluciones de que luego.
cuando se han convertido en revoluciones, han
sido las primeras víctimas (2). Pero estos casos


(e) <La existencia de partidos diversos acusa sin duda
tendencias intelectuales, morales ó históricas diferentes.
Pero la inmensa mayoría del pueblo no comprende estas
tendencias diversas, y vota azul 6 rojo, arrastrado simple-
mente por la atracción de novedades expuestas por algún
orador popular ducho en sugestiones.» Sumner Maine, Po-
pular government, cap. I, pág. 34.


(2)- En las agitaciones que fueron terrible aurora de la
s S




Captiu0


han constituido verdaderos :excepciones, y las
excepciones sirven paraprobar la regla. De to-
dos modos, no cabe duda que los gobiernos
de estos Estados democráticos necesitan inspi-
rarse siempre en los deseos de la opinión pú-
blica, no sólo cuando ésta .se manifiesta en for-
ma constitucional, es decir, en los ;comicios,
sino también cuando se manifiesta por medio
de reuniones públicas, peticiones á los poderes
constituidos y prensa. Es indudable que en no
pocos casos los gobiernos democráticos con-
trarían las aspiraciones .de la opinión pública;
pero son contadísimos aquellos en que se opo-
nen á una evolución robusto, sobre todo si es
consecuencia natural de los principios estable-
cidos en las leyes fundamentales ó aceptados
por el partido imperante. Además de que, ,en
realidad, la mayor parte de las veces resultan
inútiles ó contraproducentes sus resistencias,
pues más ó menos pronto triunfan y se imponen
las nuevas soluciones á los mismos que las re-
chazaron, y, por otra parte, es sabido que los
gobiernos de partido tienen más apego al po-


revolución francesa tomaron parte muchos aristócratas.
¡Cuánto debieron arrepentirse lino de su conducta, al xer-
se obligados 4 escoger egye lá emigración y la guillotina!


De la evolución republicana
2 7 5


der que á los principios y doctrinas de sus pre-
ferencias, y así sacrifican fácilmente á la con-
veniencia de ser gobierno aun sus más arraiga-
das convicciones (i).


No cabe discusión siquiera sobre el hecho de
que, así como la libertad de las ciencias y de
las nociones que de ellas se derivan, influye
constantemente en la masa general de la opi-
nión y la mueve en diversas y aun á veces
opuestas direcciones, así los cambios que la
masa general de la opinión sufre, influyen cons-
tantemente en el gobierno y lo mueven á su
vez en diversas y aun opuestas direcciones. De


(1) Renan ha observado (Dialogues philosophiques, núm. 3)
que la libertad de las ciencias, al mismo tiempo que facilita
la evolución social, crea una aristocracia, la de los sabios.
Otro autor moderno ha escrito: 4En efecto, es posible que
estalle la discordia entre los dos grandes elementos consti-
tutivos de las sociedades modernas: la democracia y la cien-
cia. La primera tiende á nivelar, y la segunda á crear supe-
rioridades. Saber es poder, decía el filósofo de la inducción;
saber diez veces más que otro hombre, es poder diez veces
más que él. Y como, dada la desigualdad de capacidades, es
imposible la igualdad de la ciencia entre los hombres, de
aquí que constantemente existirá una antinomia entre las
tendencias de la democracia y las de las superioridades cien-
tíficas en el orden social.> Bourget, Essais de psychologit
coniemparaine, págs. I o6 y siguientes.


174




276 Capítulo IX


aquí los cambios de gobierno y de política que
se suceden natural y lógicamente en las repú-
blicas democráticas, sin contar ahora los que
produce la ambición desordenada de algún tri-
buno del pueblo ó de algún jefe de pretorianos.
Hay que advertir, sin embargo, que cuando es-
tos cambios afectan de algún modo á las bases
fundamentales del orden social, los que están
interesados en la conservación de estas bases se
unen y libran batalla contra los innovadores,
á veces dentro del orden legal y en otras oca-
siones en el terreno de la fuerza. De este sínto-
ma puede partirse para levantar algún tanto el
velo de lo porvenir, y con cl auxilio de las en-
señanzas de lo pasado descubrir algunos de sus
misterios. En realidad parece indudable que en
las repúblicas jóvenes, cuando el pueblo esté
definitivamente formado, y aun antes quizás, y
el radicalismo, socialista, comunista ó anarquis-
ta amenace el orden social establecido, los per-
judicados por estas amenazas habrán de unirse
en apretado haz para defenderse y defender sus
intereses y sus convicciones. Y como para su
defensa y para hacerla verdaderamente eficaz
habrán de buscar uno ó varios caudillos, y des-
pués de la lucha, si salen de ella vencedores,
tratarán necesariamente de perpetuar su victoria


De la evolución republicana 277


llevando su caudillo ó sus caudillos al gobierno,
de aquí que sin pretenderlo quizás realicen una-
trasformación en la forma de gobierno eXis,
tente, convirtiéndolo de republicano democrá•
tico en republicano mixto, en republicano aris-
tocrático ó en monárquico. Los hechos serán
en todo caso los que determinarán la solución
en este punto, ya que es natural que, si triunfan
varios caudillos, se repartan entre ellos el go•
bierno, si triunfa uno, aspire á gobernar por
sí solo, y si triunfan varias clases, quieran tener
todas ellas alguna participación en el poder.
¿Acaso no fueron los excesos de los elementos
democráticos los que en Roma y en Francia.
engendraron los gobiernos personales que en»
frenaron á las demagogias é hicieron posible la
vida de las clases amenazadas, aunque luego-
produjeran también los males que., por lo que
hace á Roma, ha descrito Suetonio y, por lo
que hace á Francia, tiene grabadas con sangre
y plomo en sus entrañas la Europa de los co-
mienzos de este siglo, y por modo especial
nuestra patria?


Claro está que el término de estas evolucio-
nes no podrá ser el mismo, como ya se ha in-
dicado, en un pueblo joven que en uno viejo, en
una nación de uno ó dos siglos de vida que en




278
Capítulo IX


otra de nueve ó diez siglos de existencia. En
una nación joven, con un pueblo joven tam-
bién, la evolución conducirá al establecimiento
de la forma de gobierno definitiva que ha de
florecer en la edad viril. En una nación vieja,
con un pueblo sin vigor y sin energías, condu-
cirá en período más 6-menos largo á su aniqui-
lamiento y muerte. Las agitaciones y trastornos
de Roma, durante el período que siguió á la
abolición de la autoridad real, condujeron al im-
perio, que dominó en los dos períodos del pue-
blo romano, el de la virilidad y el de la vejez,
y fué así su forma de gobierno definitiva (r).
Los trastornos de Cartago precipitaron la caída
de esta república como nación y la hicieron su-
cumbir ante las armas victoriosas de Roma, tan-
tas veces derrotadas por Anníbal. De esto ha de
deducirse lógicamente que, así como las agita-
ciones y trastornos de las repúblicas americanas
conducirán al establecimiento en ellas de su for-


(r) Roma, dice Plutarco, con ocasión de la batalla de
r'ilipos, no podía ya ser gobernada por una autoridad re-
partida entre muchos: tenía necesidad de un jefe único. Las
reflexiones de Pintare° prueban con cuánta razón pedían mu-
chos hombres distinguidos, durante los últimos tiempos de
la república, la concentración de la autoridad soberana en
un solo hombre.


De la evolución republicana 2 79


ma de gobierno definitiva, no sucederá desgra-
ciadamente lo mismo en Francia, donde la des-
composición del cuerpo social traerá en plazo
más ó menos largo el último período de senec-
tud, precursor de la muerte, si un gobierno ver-
daderamente nacional no procura regenerar
aquel pueblo infundiendo nueva sangre en sus
venas y rejuveneciéndole con una educación
moral y física que haga en parte, respecto de
él, los oficios de la ética y la gimnasia en los
individuos. Si así no sucede, si la república sigue
el camino que lleva, á pesar de las excelencias
de su suelo y á pesar de su riqueza amenguada
por la codicia de los banqueros judíos, que la
explotan en connivencia con sus gobernantes
prostituídos, Francia habrá de conformarse con
ser víctima de la corrupción de costumbres, de
la descomposición de la familia, principal ele-
mento de toda sociedad, y de la anarquía que
en ella han predicado al amparo de la ley pu-
blicistas tan conspicuos como Proudhon y Kro-
potkina. Y véase aquí cómo el período de anar-
quía es siempre el que termina con la vida de
las naciones más ó menos democráticas: la últi-
ma enfermedad de Atenas fué la anarquía; la
última de Cartago, la anarquía; la última de las
repúblicas con tendencias populares de Italia,




280 Capitulo IX


la anarquía; y por la anarquía sucumbirán las
naciones que en su postrer período de vida se
conviertan en repúblicas (I).


Aunque en realidad no afecte sólo á las na-
ciones regidas por gobiernos republicanos, y
aunque pueda discutirse en algunos puntos, se-
gún luego se verá, la teoría de Coulon sobre la
marcha geográfica de la civilización en el mun•
do, es lo cierto que existe una corriente de ci-
vilización que nació en Oriente y ha avanzado
hacia Occidente en los términos que enseña la
historia, y lo es también que los esfuerzos de
los apóstoles de la civilización han obtenido en
Occidente lo que no alcanzaron en el extremo
Oriente, y en el Norte de este hemisferio lo
que no han conseguido en el Sur. No hay para
qué negar que existe alguna diferencia en pun-
tó á aptitudes civilizadoras entre las razas euro-


(1) Cuando los pueblos no están completamente deca-
dentes, en lo antiguo como en lo moderno, el desorden po-
pular trae como consecuencia la reacción. Y así Aristóte-
les refiere que por el desorden administrativo fué derroca-
do en Tebas, después del combate de los Enoíitos, el go-
bierno democrático; que en Megara la democracia fué ven-
cida por la misma anarquía y desórdenes, y que lo mismo
sucedió en Syracusa antes de la tiranía de Gelón, y en Rodas
antes de la defección. Aristóteles, Politica, lib., V. cap. 11.
En la traducción de Azcárate, lib. VIII, pág. 248.


De la evolución republicana 281


peas y las que pueblan el interior de África;
pero ¿existen por ventura estas diferencias entre
la población del interior del África y gran parte
de la indígena de América? Aunque no pueda
menos de rechazarse la teoría evolucionista en
ctianto identifica la especie racional con la irra-
cional, poniéndose en contradicción abierta con
los hechos, es indudable que existen diferen-
cias accidentales entre las razas humanas en su
estado salvaje ó bárbaro y las mismas razas en
estado de civilización; entre estas razas en la
cúspide de su poder civilizador y expansivo y
en el período de su definitiva decadencia. Para
los españoles conquistados por cartagineses y
romanos hubieran sido imposibles de compren-
der las ventajas cíe la civilización del período
de la dominación romana, y para los españoles
que dominaron al mundo con sus letras, ciencias
y armas resultaría un jeroglífico esta nuestra
edad de decadencia en literatura, en ciencias,
y aun en las artes de la guerra, á pesar de los
descubrimientos que se han hecho en la física
y en la química, y que dan á los instrumentos
de combate una precisión, una fuerza y un al-
cance que no han tenido jamás. La lealtad obli-
ga á reconocer que el régimen republicano,
como más abierto á la evolución, es preferible




282 Capítulo IX


para los pueblos en los primeros períodos de
su vida, y así se ve que en América favorece
los progresos de la civilización, que en cambio
se hacen imposibles en pueblos como el impe-
rio de Marruecos, que perpetuamente oscila en-
tre el despotismo y la anarquía. Lo contrarío
sucede en los pueblos ya civilizados y definiti-
vamente constituidos, en los que, al favorecerse
la evolución, se les precipita en la decadencia,
y, por lo tanto, se les expone á su destrucción
y ruina.


El error de los positivistas modernos, que
aspiran á conducir á los pueblos al régimen que
llaman industrial, se funda principalmente en la
creencia de que, una vez llegadas las naciones
á este régimen, se mantendrán en él aunque
se deje abierta la puerta á nuevas evoluciones.
Ni en su vida física, ni en su vida moral, ni en
su vida política, cabe el quietismo absoluto en
la especie humana; ésta se mueve constante-
mente hacia su desarrollo natural en el orden
físico, hacia la verdad y el bien en el orden in-
telectual y moral. Como imperfecta que es, se
equivoca no pocas veces en sus aspiraciones
y sigue caminos diversos para llegar á los fines
de las tendencias de sus facultades. La libertad
de las ciencias y de las nociones que de ellas


De la evolución republicana 283


se derivan, hace que se le presenten á su facul-
tad aprensiva, con apariencia de verdad y de
bien, errores y males diversos á los que aspira
y tiende con su facultad expansiva. ¿Quién hay
que imagine que pueda detenerse en su marcha
el tren mientras la locomotora siga en movi-
miento? La locomotora es en este caso el pen-
samiento humano, libre en absoluto, según lo
proclaman las legislaciones modernas y según
lo reconocen los mismos positivistas, y como
libre sin railes que le señalen el camino que
debe seguir. De aquí que unas veces avance en
una dirección y otras veces en otra, y otras en
otra, etc., etc., sin que dentro de esta libertad
absoluta haya medio de encadenarlo. Ahora
bien, la voluntad no puede dejar de querer tar-
de ó temprano lo que bajo razón de bien le
presenta el entendimiento. De aquí también
que, donde el entendimiento es absolutamente
libre, lo haya de ser necesariamente la volun-
tad, y de aquí también que ésta se mueva, en
los pueblos modernos, en tantas direcciones
diversas y aun contradictorias como el espíritu
de los tiempos le señala y el entendimiento en
Cierto modo le impone. En las antiguas legisla-
ciones, en las confesiones y escuelas en que se
Profesan principios inmutables y se ponen lími-




2'4 Capitulo IX


tés á la eltiilueión, son posibles períodos de
flórechniento en que la sociedad tranquila en el
descanso de la paz interior, no se mueve en
ninguna dirección, sino que procura única y
exclusivamente su conservación y perfecciona-
miento. En los sistemas en que las libertades
son absolutas, es tan imposible señalar límites
á la evolución y contenerla dentro de ellos,
como dirigir una locomotora sin señalarle de
antemano la línea de railes que ha de recorrer
en su marcha y sin señalarle también el térmi-
no natural de su viaje.


Ciertamente la posición geográfica y el esta-
do de un pueblo pueden influir mucho en los
adelantos de su civilización y en la evolución
de sus formas de gobierno. Pero ¿á qué es debi-
do el estado de inamovilidad de muchas regio-
nes y pueblos, y á qué se debió que en ellos
durante siglos nadie, ó casi nadie, pensara en la
evolución de las formas de gobierno? Donde no
existe la libertad de las ciencias y de las nocio-
nes que de ellas se derivan, la evolución social
y política es dificilísima. En China, cerrada por
completo al comercio del mundo, impenetrable
á los vientos de libertad que legítimamente re-
frescaron el mundo y aun á los que con el ex-
ceso de esa libertad lo perturbaron, todo ha


De la evolución republicana 285


permanecido inmutable durante largos siglos,
y aquel pueblo hubiera llegado á su decadencia,
como tal, aun antes de haber salido corno na-
ción de su primer período de vida (1). En la
Europa monárquica se necesitó que los gobier-
nos permitieran que en las escuelas se hablara
de las excelencias de las repúblicas griegas y
romana para que en ellas se formaran verda-
deros gérmenes de evolución en sentido repu-
blicano. La facilidad de las comunicaciones, el
trato con naciones de diverso tipo de gobierno
más adelantadas en civilización y cultura, la li-
bertad de predicar novedades que siempre son
bien recibidas por los poco satisfechos de su
suerte y por los desheredados de la fortuna,
influyen ciertamente más en las evoluciones so-
ciales y políticas y en los cambios de forma de


(1) Conviene hacer constar, contra las pretensiones de
ciertos evolucionistas, que, según los historiadores de más
nota, la China del tiempo anterior á Confucio pertenece á
los israelitas comerciantes y al tiempo de la monarquía
universal de Babilonia. La China miserable, rota, dividi-
da y pintada por Mencio, como muerta y nadando en ríos
de sangre y lodo, hambre y desolación, es contemporánea
de la monarquía universal de Alejandro Magno, y que, por
lo tanto, son pura fábula todas las relaciones que conceden
á China mayor antigüedad.— The Middle King-dom, tomo II,
Página 412.




386 Capítulo IX


gobierno que el que una nación esté un poco
más al Norte ó al Sur que la otra, que el que
un pueblo esté más ó menos al Este ó al Oeste
que otro. Ciertamente las razas situadas en de-
terminados puntos del globo son, en igualdad
de edades, más vigorosas que otras; ciertamen-
te en una misma nación son más vigorosos y
duros para el trabajo los hijos de unas provin-
cias que los de otras; ciertamente también el cli-
ma influye no poco en estas diferencias; pero las
causas de que un pueblo esté más abierto que
otro á las evoluciones sociales y políticas, han
de buscarse principalmente en las causas que se
han indicado y no en éstas que influyen sólo de
un modo secundario en todo caso, dado que en
los actos del hombre y de las sociedades influ-
yen y tienen más parte el entendimiento y la vo-
luntad, facultades del alma, que el modo de ser
y las condiciones más especiales de su cuerpo.


Cuanto á la parte histórica, puramente histó-
rica, de la teoría evolucionista, conviene ad-
vertir que son muy inseguras las fuentes de co-
nocimientos para el estudio de la marcha de la
civilización en el mundo primitivo, ó sea en el
Asia y en Egipto, unido á aquélla entonces por
el istmo de Suez. Hay quien afirma que des-
pués del diluvio, al disgregarse las gentes, do


De la evolución republicana 287


sea al partir en diversas direcciones los grandes
grupos en que se dividieron los hijos de Noé,
uno de estos grupos fundó el reino de Egipto,
al mismo tiempo que en el interior de Asia
se colocaban los cimientos del primer imperio
de Babilonia (1). Si esto es así, y es dificilísimo
destruir con pruebas concluyentes esta versión
fundada en textos antiquísimos, resulta que al
mismo tiempo se formaron varios centros de
civilización, y, por lo tanto, que no están bien
determinadas por Coulon las etapas que siguió
la civilización en su marcha de Oriente á Occi-
dente. Ciertamente que el pueblo griego, com-
parado con el egipcio, es de formación moder-
na; pero no es menos exacto que no fueron los
griegos los primeros que poblaron territorios
europeos, y desde luego, por el testimonio de
los mismos historiadores griegos, se tiene noti-
cia de otros situados al Norte de Grecia, á cu-
yas comarcas fueron desde las islas inmediatas
á la costa occidental del Asia Menor (2). Ahora


(x) César Cantú, Historia universal, tomo II, cap. XVI,
página 12.


(2) Ni siquiera se consideraron nunca los helenos como
los primeros habitantes de su país; sabían, por el contrario,
que otros pueblos les habían precedido, entre ellos los Pe-
lalgos.—Cm tius, Historia de Grecia, tomo 1, pág. 47.




288 Capítulo IX


bien, si los que poblaron á Egipto y los pri-
meros pobladores de Europa tenían un mismo
origen que los que constituyeron el primer im-
perio asiático, si estos tres grupos humanos
eran ramas de un mismo árbol, .;qué razón hay
para suponer que los unos eran más civilizados
que los otros, que los unos llevaron en su emi-
gración á otras tierras gérmenes de civilización
que los otros no llevaron? Más racional sería no
buscar en tiempos oscuros bases inciertas para
teorías tanto más inseguras cuanto más lo son
sus bases, y limitarse á afirmar, según los datos
que se tienen, que, cuando se pobló el mundo,
los emigrantes llevaron á diversas partes sus
gérmenes de civilización, y que éstos florecie-
ron antes en unas comarcas que en otras, y más
en unos puntos que en otros, por las condicio-
nes especiales de cada región. Á nadie puede
sorprender ni extrañar, después de todo, que de
unas naciones hayan quedado más noticias
que de otras, ya que á cada paso se ve que lo
mismo sucede con los individuos. En los gran-
des escritores cuyas obras se conservan, se ven
citados con elogio escritores cuyas obras se han
perdido. ¿No es absurdo juzgar en absoluto de la
marcha de la literatura y las cienciasd ricamen-
te por los monumentos científicos y literarios


De la evolución republicana
289


de la antigüedad que se han conservado hasta
m'estros días?


Cuanto á lo que los evolucionistas llaman la
ley que regula la marcha de la civilización del
Oriente á Occidente, basta fijarse en algunos
hechos para reducir esta ley á su verdadero y
único alcance. China y el Japón han permane-
cido durante larguísimos siglos cerrados com-
pletamente á todo trato y relación con extranje-
ros. No puede sorprender ni extrañar que la
civilización pasara de largo ante una puerta ce-
rrada y tomara el camino que encontrase abier-
to. Por otra parte, los pueblos civilizados sue-
len tener más apego á los goces de la vida que
los pueblos bárbaros y salvajes. De aquí que na-
turalmente extendieran el campo de su acción
por Grecia, el Norte de África, Italia y España,
cuyo clima igualaba, si no sobrepujaba en dul-
zura al clima de las regiones de que procedían,
y de aquí también que no fueran al Norte de
Europa y al interior del África, donde los rigo-
res del clima son en gran parte del año excesi-
vos. Sólo cuando los aumentos de la población
disminuyeron los encantos de la vida en estas
espléndidas regiones del Mediodía, tuvieron ne-
cesidad de extenderse hacia el Norte las pobla-
ciones civilizadas, y si no lo hicieron hacia el


19




290 Cap itulo IX


Sur fué sin duda, de un lado, por los desiertos
que sc les oponían en su marcha, y por otro,
porque aquellas poblaciones se acomodaban
mejor en la antigua Galia que en los climas cá-
lidos dcl continente africano, donde además en
muchas ocasiones se necesitaba defender la vida
de la insalubridad del terreno y de las acometi-
das de verdaderos ejércitos de fieras de todas
las clases, condiciones y familias, lo cual por
diversas causas no era tan común en el centro
de Europa. Cuanto á las llamadas leyes de las
latitudes y de las longitudes de los pueblos,
basta recordar algunos hechos que las destru-
yen por su base, al menos en su aspecto dema-
siado general. Por lo que hace á la primera, bas-
te recordar que Cartago dominó á España, en
gran parte al menos, desde poco tiempo des-
pués de su constitución; Roma á toda la parte
Norte de Italia, en la que había pueblos tan nu-
merosos y jóvenes como lo era el romano; Aus-
tria, á Alemania; Inglaterra, á Irlanda; y si la
ley de las latitudes fuese verdadera, hubiera
sucedido en todos estos casos lo contrario. Por
lo que hace á la segunda, ó sea á la de las lon-
gitudes, basta recordar que Francia, que está al
Oeste de Alemania y Rusia, venció á comien-
zos de este siglo á dichas potencias, y sin em-


De la evolución republicana
291


bargo, Alemania ha prosperado en su civiliza-
ción y Rusia también, y Francia decae de ge-
neración en generación, y que un caso todavía
más elocuente ofrecen Polonia y Rusia, vence-
dora la primera de la segunda en varias épocas,
y al fin dominada por ella y decadente en gran
parte su civilización, á pesar de estar situada al
Oeste del imperio moscovita. Al Oeste de la
gran república norteamericana está Méjico, y á
pesar de esto, Méjico está amenazado de ser
absorbido en aquella gran federación y de ver
cómo su civilización sucumbe ante la del gran
pueblo situado al Este de su territorio.


Lo que no puede negarse, porque sería negar
la evidencia de los hechos, es que existe estre-
cha relación entre el estado social y de civiliza-
ción en un pueblo y su forma de gobierno, y
que ésta cambia á medida que aquél cambia.
Grecia y Roma, ni más ni menos que todos los
grandes imperios, buscaron en la forma monár-
quica, al dar sus primeros pasos como naciones,
la fuerza de unidad necesaria para su constitu-
ción; durante el período de su desarrollo, al
revés que todos los grandes imperios, se hicie-
ron luego republicanas, y al fin Roma buscó
en el imperio su estabilidad al penetrar en la
edad viril, y Grecia perdió su libertad é inde-




292 Capítulo IX


pendencia vencida por los macedonios y domi-
nada más tarde por los romanos. En realidad,
en la edad viril todos los grandes pueblos han
sido monárquicos, y en la época de su entrada
en el período de su decadencia, sólo Francia
ha buscado en la república su forma de gobier-
no. Las libertades absolutas establecidas en to-
das las repúblicas modernas conducen necesa-
ria é inevitablemente á la anarquía, y por lo
tanto á la muerte, si se trata de naciones que es-
tán, como tales y como pueblos, en la senectud
ó próximos á ella. Si están en la primavera de la
vida, las agitaciones y trastornos que estas li-
bertades producen, les obligan á caminar ha-
cia el robustecimiento del principio de auto-
ridad como medio de evitar los males que el
desorden produce. Entonces, si se trata de pe-
queños Estados, se da á veces cl poder á los
mejores y á veces á uno solo; pero si se trata
de grandes naciones, se constituyen éstas desde
luego en imperios. Quizás haya quien pretenda
que América será una excepción de la regla.
¡Vana pretensión! Los hombres de América
no son diversos por su naturaleza de los de
Europa y Asia, ni los republicanos de la gran
república norteamericana más republicanos que
los de la antigua Roma, ni las repúblicas del


De la evolución republicana
293


Centro ó del Sur de América que imiten á Ate-
nas ó á Venecia, han de lograr mejor suerte
que éstas por mejor condición de sus habitan-
tes. Siga la civilización el camino que se quie-
ra, y sean las que se pretendan sus relaciones
con las formas de gobierno, es indudable que
las naciones pasan en su existencia por diversos
períodos, ni más ni menos que sus individuos,
y que la situación geográfica influye en el modo
de ser de un pueblo, aunque no en la manera y
forma que los evolucionistas pretenden, sino
sólo en cuanto contribuye á la formación de su
modo de ser moral y físico. Finalmente, los
evolucionistas absolutos deben tener presente
que el reconocer que la evolución de las socie-
dades es un hecho, no obliga á admitir que la
sociedad humana llegará á identificarse con los
irracionales, ni mucho menos que el hombre
tenga en éstos su origen.





PARTE TERCERA


DE LIS RELACIONES E.?iTRE LA AIONIRQUII Y LI REPúBLIOA




CAPITULO PRIMERO


DE LA UNIDAD EN LA MONARQUÍA


Concepto de la unidad.—La unidad en la acción del poder
público.—La unidad esencial y la accidental en los go-
biernos.—La unidad y la libertad.—La acción de la uni-
dad esencial y de la accidental en la historia.—Ventajas
é inconvenientes de la primera.—Medios de salvar los
inconvenientes.—Las monarquías mixtas y las parlamen-
tarias.—Primera parte de la conclusión.


La relación que existe entre la monarquía y
la república es principalmente numérica y no
determinada á causa de la indeterminación de
uno de los términos. La monarquía tiene
siempre su personificación en un solo indivi-
duo, es la unidad actuándose en el gobierno, y
la república la tiene en varios, y así puede




1


5298 Capítulo I


decirse que es la pluralidad actuándose como
poder público. Resulta, según se ve, perfecta-
mente determinado el primer término de la
relación é indeterminado el segundo, en el cual
cabe el más y el menos, y dentro del más y del
menos mayor y menor cantidad. Ha de aña-
dirse ahora que así como hay una unidad
esencial y otra accidental, así hay también
una pluralidad esencial y otra accidental, y
que en la monarquía existe la unidad esencial,
porque no es posible dividir en partes la per-
sonificación del poder sin que esta personifica-
ción desaparezca, y en la república aun la plu-
ralidad es accidental, porque no sólo es po-
sible dividir la materia del género y los últi-
mos elementos, sino que esta división y la
renovación periódica de los elementos forman
parte en cierta manera del modo de ser suyo.
En realidad, lo uno y lo vario son en este
caso representación y encarnación de un solo
principio, del principio de autoridad, y esto
da á lo vario alguna manera de unidad, la
unidad accidental que debe á una causa extra-
ña. Existe, pues, entre una y otra forma de go-
bierno la diferencia que entre la unidad perso-
nal y la meramente formal, diferencia que se
advierte también entre la, actuación de la pri-


De la unidad en la monarquía
299


mera y la de la segunda. Ahora bien, lo uno
esencialmente uno y lo uno accidentalmente
uno se diferencian en que lo uno esencialmen-
te uno tiene en sí mismo lo que le es necesa-
rio y existe ordinariamente en él, y lo uno
accidentalmente uno tiene lo que no le es ne-
cesario ni existe ordinariamente en él. Así, los
elementos de la pluralidad que constituyen
la personificación del principio de autori-
dad en la república, sólo constituyen una uni-
dad en cuanto personificación del indicado
principio, y fuera de esto son real y verdade-
ramente una pluralidad. No sucede esto en la
monarquía, donde lo uno es siempre uno, y lo
que en lo uno existe no sólo le es necesario y
está ordinariamente en él, sino que no se
acertaría á darle otra existencia, conservando
su unidad, ni en el orden objetivo ni en el sub-
jetivo. Se ve por todo esto que la unidad esen-
cial es verdadera unidad, y que la formal sólo
lo es en cuanto un principio, extraño á su
esencia, le da esta forma, y, por lo tanto, que
en la monarquía el poder es verdaderamente
uno y en la república no lo es ciertamente.


Por lo que hace á la actuación, ha de obser-
varse que lo verdaderamente uno se actúa
naturalmente como uno, al contrario de lo




300 Capítulo I


que sólo es uno por modo accidental. Y esto se
comprende con sólo advertir que lo que es uno
por su esencia se actúa como uno con sólo
dejar que obre su naturaleza, mientras que lo
que es vario y por sus impulsos naturales pro-
duce acciones varias en su actuación, necesita
de algo extraño que dé alguna manera de uni-
dad á sus tendencias, y esta manera de uni-
dad, evidente es que no puede ser unidad na-
tural. Ahora bien, en todo ser, la tendencia
superior, la que domina como soberana todas
las otras tendencias, es la de la naturaleza.
Así la tendencia naturalmente una de la mo-
narquía, su acción una, domina á las demás,
lo cual no sucede en la república, toda vez que
en ella la acción del poder público no es pro-
ducto de la naturaleza, sino de un mero ac-
cidente. Así también la acción de la monar-
quía resulta superior, en cuanto á su unidad, á
la de la república, y desde luego ha de ser ne-
cesariamente en la práctica más constante
y eficaz por tener su razón de existencia no
en un accidente, sino en su esencia íntima,
en su naturaleza. Mas ¿es todo esto un bien
6 un mal para la sociedad sobre que obra la
encarnación de la autoridad en la monarquía
y en la república? Para declararlo basta casi


De la unidad en la monarquía 301


con recordar qué es sociedad y qué es auto-
ridad. Sociedad es la concordia de muchos
seres inteligentes y libres para el común logro
de un bien conocido y querido de todos, y
autoridad lo que ordena y unifica las accio-
nes de estos seres y así procura que alcancen
el bien común (1). En la sociedad se da uni-
dad de fin, y para lograrla se requiere la
concordia de inteligencias y de voluntades
y la coordinación de medios. Esta concordia
y esta coordinación son en gran parte la obra
de la autoridad. Pues bien, la unidad esencial-
mente una, la que obra naturalmente como tal
unidad, ha de producir como efecto natural de
su acción esta concordia una y esta coordina-
ción una, toda vez que el efecto está siempre
en relación con la causa que lo produce. Así
se ve que la unidad social constituye el modo
de ser ordinario de las monarquías y no el de
las repúblicas. En éstas, como la unidad del


(1) Ahrens, Die Rechtsphilosophie oder das Naturrecht
Grundlage, tomo II, división II, sección I, título I, cap. I,
párrafo 90, pág. 176.—Costa-Rossetti, Die Staatelehre der
chritstlichen Philosophie, pág. 25.—Suchez, Trajeé de politigue
et de science sociale, tomo lib, IV, parte I, pág. 93.—Ta-
parelli, Saggio teoretico di diritto naturale, tomo I, lib. II, ca-
pítulo I, págs. 156 y siguientes.




302 Capítulo 1


poder público es sólo accidentalmente una,
sólo como accidentalmente una obra sobre el
ser social. De aquí que los efectos de su ac-
ción sólo puedan ser accidentalmente unos
y también que la unidad sólo constituya el mo-
do de ser accidental del cuerpo social en que se
actúa. Planteado el problema en estos sus tér-
minos propios, se ve bien claro que preguntar
si ha de preferirse la acción de una autoridad
esencialmente una á la de una autoridad sólo
accidentalmente una, equivale á preguntar si la
sociedad quiere alcanzar de veras y completa-
mente su fin, al cual tiende en las monarquías
con unidad esencial y en las repúblicas á lo más
con unidad meramente formal ó accidental.


Los hechos confirman plenamente esta doc-
trina. Los asirios, babilonios, lidios, medos y
persas debieron en gran parte la unidad de
sus imperios á la unidad esencial del poder
público, debiendo añadirse que esta unidad
esencial no fué nunca tan absoluta que no
admitiera limitaciones, y que ni una sola vez
se debilitó, por una ú otra causa, sin que esta
debilitación se dejase sentir en la unidad del
cuerpo social (i). En las monarquías de la


(1) Rollin, The ancient History, lib. IV, cap. IV, a:-
líenlo r.°, págs. 78 y siguientes.


De la unidad en la monarquía 303
Edad Media se ve también cómo á la unidad
del poder corresponde la unidad del ser so-
cial, y que esta unidad es tanto más fuerte y
vigorosa cuanto aquélla es más una (1). En los
tiempos modernos, en que la autoridad real
ve de algún modo quebrantada la unidad de
su poder por la intervención de los Parlamen-
tos en el gobierno, las sociedades ven de al-
gún modo quebrantada su unidad, y no ya por
discordias de bandos accidentales ó de preten-
dientes al trono, como en otras épocas ocu-
rría, sino por partidos con organización legal
y acción constante, que son por su sola exis-
tencia un quebranto á la unidad social (2). Sin
embargo, así y todo, el estado social de los
pueblos monárquicos no llega ni con mucho


(1) Carlos Federico Becker, Die Weltgeschichte, tomo V,
página 4.


(a) Á pesar de todas las disertaciones de Minghetti so-
bre la naturaleza de los partidos y de su conveniencia en los
gobiernos modernos, de lo cual no se trata ahora, es induda-
ble que siendo la sociedad una unión de seres inteligentes
y libres, y siendo los partidos una división de los seres in-
teligentes y libres que constituyen el ser social, los partidos
Ion en general contrarios á la unión indicada, y, por lo
tanto, á la vida ordenada de la sociedad. Sobre lo que son
los partidos en los gobiernos de gabinete, véase á Arco-
leo, II Gabigetto rzei joverní parlamentara, págs. 15 y 16.




304 Capítulo 1


al de los pueblos republicanos. Atenas vivió
agitada ó en guerra abierta entre sus diversos
bandos desde el instante mismo en que pasó
de la monarquía á la república, y así en un
período de dos siglos pasó por once revolu-
ciones que cambiaron la faz de su gobierno.
Del régimen de Teseo se pasó al de Solón; de
éste al de Pisistrato; de éste al de Clisteno,
más democrático que el de Solón; de éste
al poder directivo del Areópago; de éste al
que inauguró Arístides y bajo el cual tanto
hicieron sufrir á la república los demagogos;
de éste al de los Cuatro Cientos; de éste al
restablecimiento de la democracia; de éste á
la tiranía de los treinta primero, y luego de
los diez, y de éste al régimen que se inauguró
con la vuelta de los emigrados del Pireo, y en
el cual la multitud tenía cada vez un poder
más absoluto; todo esto aceptando y siguiendo
la relación de los sucesos, que ha dejado un
testigo tan excepcional como Aristóteles (i).
Y no se crea que esto ocurrió sólo en Atenas;
antes bien, si agitado por divisiones intestinas
y en lucha abierta entre sus diversos bandos


(i) Aristóteles, La République athínienne, parte, primera,
capítulo XVI, págs. 73 y 74 de la traducción de Reinach.


De la unidad en la monarquía
305


vivió el pueblo ateniense, perpetuamente agi-
tado por divisiones intestinas y en lucha abier-
ta entre sus bandos vivió el pueblo romano
desde el día que se constituyó en república
hasta el día en que aceptó, con unanimidad
pocas veces vista, el imperio, según el testi-
monio de Tito Livio y Dionisio de Halicarna-
so (1). Y ¿no sucedió por ventura lo mismo en
las repúblicas aristocráticas y mixtas de los
tiempos antiguos y modernos, desde el instan-
te en que la unidad formal, siempre más dé•
bil por sí misma que la esencial, sufrió que-
brantos de consideración é importancia? En
la ruina de Cartago tuvo más parte la divi-
sión de la república que las armas de Roma,
y poco más ó menos lo mismo puede decirse
de la casi totalidad de las repúblicas de los
tiempos medios, sobre todo de las italianas,
según el testimonio nada sospechoso de Ma-
quiavelo y otros historiadores de nota (2).


(1) Gilbert-Charles le Gendre reunió en su Traité hista-
ligue a critique de l'atildan los textos áe Tito Livio y Dio-
nisio de Halicarnaso á que se alude en el texto.


2' <Todos saben que en Roma, después de la expulsión
de los reyes, se produjo entre los nobles y las últimas cla-
ses del pueblo una desunión que continuó hasta el tér-
mino de la república. Sucedió lo mismo en Atenas y en


20




306 Capítulo 1


Ciertamente, según se ha visto ya, la socie-
dad no se compone de seres sólo inteligentes,
sino de seres que al mismo tiempo que inte-
ligentes son libres, y quizás se pretenda que
la unidad esencial del poder actuándose sobre
el ser social, á fin de lograr la concordia de
entendimientos y voluntades y la coordinación
de medios para la consecución del bien común,
ha de menoscabar necesariamente la libertad
de los indicados seres. Adviértase que todo
ser quiere naturalmente su fin, y que siendo
el bien común el fin de la sociedad, ha de que-
rerlo ésta naturalmente, y que, por lo tanto,


todas las repúblicas que en los tiempos de Atenas florecían.
Pero en Florencia el espíritu de partido dividió desde lue-
go á los nobles entre sí, después á los nobles y al pueblo,
y, finalmente, á las primeras y últimas clases del pueblo
mismo. Ocurría á menudo que uno de los partidos domi-
naba, y al momento quedaba fraccionado y dividido. Jamás
semejantes discordias produjeron en ninguna otra ciudad
tantas muertes, tantos destierros y la destrucción de tantas
familias como en nuestra república.» Maquiavelo, Out-ores,
Histoil e de Florence, tomo III, págs. soy s I. En Botta, Da-
rla d'Ilafia, I ueden verse las reseñas de los estragos pro-
ducidos por lob tumultos, muertes, conjuraciones y guerras
civiles en Génova: tomo II, pág. 218; tomo III, pág. 56; to-
mo IV, págs. 253 y 267; tomo VI, pág. 207, y tomo VIII,
página 92.


I) e la unidad en la monarquía
30


respecto de querer ó no querer este fin, no es
libre la sociedad sin que atente á las leyes
de su constitución, á su naturaleza misma.
Cierto que tratándose de seres libres pueden
éstos elegir el camino que crean que ha de
conducirles mejor á su fin; pero cierto tam-
bién que aquí no se trata ahora del fin de los
seres libres en cuanto miembros del cuerpo
social, sino del fin de estos seres en cuanto
constitutivos del cuerpo mismo. Respecto de
este fin, es evidente que no es posible con-
seguirlo sin coordinación de medios, y que
esta coordinación no es posible á su vez sin
la armonía anterior de las inteligencias y las
voluntades. Ahora bien, esta armonía no pue-
de producirse por sí misma tratándose de
seres libres, sino que ha de ser producto ne-
cesario de algo superior á las inteligencias
y á las voluntades asociadas, y este algo no
puede ser otra cosa que la autoridad. De aquí
que ésta, respetando la voluntad de los aso-
ciados en todo lo que no dice relación al bien
común, en cuanto á éste se refiere ha de pro-
curar naturalmente la armonía de sus inteli-
gencias y voluntades á fin de que, coordina-
dos luego los medios, se alcance dicho bien,
No es difícil probar ahora que la autoridad




308 Capítulo I


esencialmente una ha de procurar con más
facilidad esta armonía y esta coordinación que
la que es una sólo accidentalmente, y por lo
tanto, que la monarquía es más apta que la
república para procurar que las sociedades
alcancen su fin. Esto sin discutir ahora las
condiciones personales del monarca y de los
magistrados, toda vez que, si aquél puede
obrar el mal , en las monarquías, también pue-
den obrarlo éstos en las repúblicas, pues todos
son esencialmente iguales por su naturaleza,
y si el rey ó el emperador puede degenerar en
tirano, como no pocas veces ha sucedido,
también han degenerado en tiranos los magis-
trados en las repúblicas, además de que,
como la unidad de su poder es sólo accidental,
fácilmente se resuelve en la natural plurali-
dad de los elementos que la constituyen, y por
medio de la pluralidad de pareceres puede
llevar á la sociedad la enfermedad más grave
que la ha aquejado en el trascurso de los si-
glos, la anarquía, enfermedad que en tantas
ocasiones ha amenazado la vida aun de las
repúblicas más poderosas de todas las eda-
des (1).


(i) Montesquieu, Graneleur et décadence des romains,
capítulo VIII, págs. 6o y siguientes.


be la unidad en la monarquía
3o9


Se ha indicado antes que la acción de la
autoridad esencialmente una es más constante
y eficaz que la de la autoridad que es una sólo
accidentalmente. También los hechos confir-
man esta doctrina, toda vez que de su estudio
resulta que las monarquías viven, en general,
más que las repúblicas, y que, entre éstas, las
democráticas alcanzan menos duración que las
otras (r) El primer imperio asirio duró 1.40o
años, según Diodoro, Eusebio y Justiniano, y
1.45o según Rollin; el reino de Egipto duró,
en sus tres períodos conocidos, 2.153 años,
distribuidos en esta forma: 1.663, en el primer
período, 202 en el segundo y 293 en el tercero;
el imperio chino es contemporáneo en su ori-
-


(I) Pretende Mostesquieu que las causas de que las mo-
narquías vivan más que las repúblicas #.están en que las des-
gracias y las venturas de éstas les hacen perder casi siempre
su libertad, al mismo tiempo que las derrotas y victorias de
un Estado monárquico confirman igualmente su situación./
Añade que alas repúblicas prudentes no deben confiar á la
surte su buena 6 mala fortuna; deben aspirar sólo á un
único bien, á la perpetuidad de su Estado.> a'm realidad,
la principal causa de la vida relativamente corta de las repú-
blicas no es otra que la falta de unión que en ellas existe
entre sus miembros y entre sus miembros y la representa-
ción y encarnación del principio de autoridad./ Montesquieu,
obra citada, pág. 67.




310 Capítulo /


gen de la monarquía universal de Alejandro
Magno, y subsiste todavía; el imperio romano
vivió, como reino primero y luego como im-
perio, más de diez y seis siglos, y todavía sub-
sisten la casi totalidad de las monarquías que
sobre sus ruinas se edificaron. De las repúblicas
sólo han logrado larga vida Venecia, que á
pesar de todo vivió menos que el imperio asi-
rio, Egipto y China, pues no llegó á trece si-
glos; Cartago, que vivió 700 años; Lacede-
monia, que.logró vencer las dificultades de la
lucha entre el poder absoluto de los reyes y los
desenfrenos del pueblo, saliendo de la anar -
quia por medio de la constitución mixta de
Licurgo, sin que, en sentir de Plutarco y Cur-
tius, sea posible fijar con exactitud la fecha en
que esto ocurrió, y Roma de larga vida como
monarquía, y de sólo 48o años de existencia
como república. Menos, y aun con vida más
laboriosa, vivieron las repúblicas en que domi-
naba ó al menos tenía considerable influencia
el poder popular; así se ve que Atenas, que
vivió durante largos siglos como monarquía,
sólo vivió como república 250 años, y no alcan-
zaron mucha más vida las repúblicas de Italia
de parecida índole. Aun monarquías formadas
por causas accidentales, como la del Ponto y


De la unidad en la monarquía 311


la de Capadocia, é imperios tan circunstan-
ciales como el macedónico lograron más larga
existencia, ya que el reino del Ponto duró cinco
largos siglos, el de Capadocia cuatro, y el im-
perio de Macedonia 616 años. De las actuales
repúblicas ninguna alcanza los años de vida
que Suiza, y sin embargo, ésta no ha vivido
tanto, ni mucho menos, como la casi totalidad
de las monarquías existentes, y además, de ella
puede decirse que vive de su misma debilidad.
No hay para qué hacer constar que las repú-
blicas circunstanciales, como las de Francia,
las modernísimas de Italia, la de España, han
vivido tan poco tiempo que, al cabo de algunos
siglos, pasarían casi inadvertidas á los ojos de
la historia, si no fuese por las catástrofes que
algunas de ellas han originado.


Realmente se concibe sin grandes esfuerzos
de observación y de raciocinio que las repú-
blicas no vivan en general tanto como las mo-
narquías. En primer término, los partidos no
tienen en ellas frenos, como no sea en las
aristocracias sólidamente unidas, en las que el
poder público ahoga en germen toda semilla
de división y discordia, como sucedió en Ve-
necia con el establecimiento de la inquisición
civil, durante larguísimo período. Por otra




312 Capítulo 1


parte, sabido es que nada perjudica tanto á 0-
quien se dirige á un fin como el cambiar de
camino, y que el individuo que se pasa la vida
cambiando de camino no llega casi nunca al
término del viaje. Ahora bien, en las repúbli-
cas, en las que todo depende de muchas inteli-
gencias y voluntades, el cambiar de camino
para llegar al bien común es consecuencia ló-
gica de la constitución fundamental. Todos los
que eligen á los magistrados que han de dirigir
la nave del Estado, tienen derecho á pedir y
en ocasiones á exigir con sus votos á los elec-
tos que se imponga á ésta una dirección deter-
minada, y como las mayorías cambian á im-
pulsos de los pareceres y de las pasiones de
clase ó de partido, la dirección, ha de cambiar
necesariamente tantas veces como la mayoría
cambia, y unas veces se ha de marchar hacia
el Norte y otras hacia el Sur, según se ve ac-
tualmente en Francia, donde en pocos años se
ha pasado de un extremo á otro en materias
económicas y relaciones comerciales de ca-
rácter internacional. No sucede esto en las
monarquías, en las que siempre es uno mismo
el que dirige la nave del Estado, en cuya di-
rección hay siempre, por lo tanto, algo en
cierto modo permanente. Aun las monarquías


.be la unidad en la monarquía
313


modernas, en que los Parlamentos influyen
considerablemente en la política general de la
nación, son superiores en este punto á las repú-
blicas, pues en éstas todo puede cambiar y
cambia, en efecto, de dirección, y en aquéllas
no, toda vez que el monarca por el derecho de
veto, por el de disolución del Parlamento y por
su carácter de elemento permanente en el go•
bierno, á cuyos miembros separa y nombra
libremente, tiene medios para imprimir deter-
minada y constante dirección á la vida pública
de las sociedades, aunque alguna vez cambie
de rumbo por exigencias de la opinión que
juzgue de acuerdo con las del bien público. Los
partidos no son completamente libres, además,
en su acción, toda vez que sobre ellos, al con-
trario de lo que sucede en las repúblicas, está
siempre y en todo caso la autoridad del mo-
narca, que legalmente puede enfrenarlos si
cree que su acción es perniciosa á los intere-
ses del orden social, aunque haya de lamen-
tarse no pocas veces que los reyes no hagan
tanto uso como debieran de los derechos y
prerrogativas que las constituciones de los Es.
tados les reconocen.


Bien meditado lo expuesto, se ve que de ello
se deduce que la unidad del poder y de la acción




Capítulo 1


de la monarquía ha de originar lógica y natu-
ralmente la unidad del consejo, una mayor
actividad en el despacho de los negocios pú-
blicos, una decisión más enérgica, el secreto
en ]as determinaciones del gobierno, la exclu-
sión de las contiendas entre los elementos po-
pulares y los aristocráticos de la nación, la
desaparición de las competencias, luchas y
guerras que engendran las aspiraciones encon-
tradas de los que ambicionan el poder supremo,
y la severa represión de los que con intrigas
y sembrando odios y divisiones tratan de so-
breponerse á los demás. En las naciones gue-
rreras, la unidad del gobierno da unidad en el
mando de los ejércitos y unifcrmidad á las ope-
raciones militares, lo cual generalmente no se
da en las repúblicas, como lo prueba por modo
claro lo que sucedió en Roma, en cuyo acre-
centamiento se consumieron muchos hombres
y dineros que no se hubieran consumido en la
monarquía, en la que no hubieran podido exis-
tir las diversidades de criterio que presidían
las operaciones de guerra (1). En realidad en


(t) Tito Livio refiere que los soldados de Fabio Caro
se negaron á perseguir al enemigo, después de haberlo ven-
cido, por odio á su general, y,que el ejército de Appio


De la unidad en la monarquía
315


la monarquía, como en todas las instituciones
humanas, al lado de las ventajas se encuen-
tran también inconvenientes de no escasa im-
portancia que es preciso tener en cuenta, para
ver de obviarlos en la práctica. En las nacio-
nes en que la autoridad es absoluta en su uni-
dad, se pasa á veces de la libertad legal á la
tiranía, y se recargan los impuestos con nue-
vas exacciones, y por medio de guerras no
siempre justificadas, como sucedió, por ejem-
plo, en Francia durante el primer imperio, se
establece una dominación esencialmente mili-
tar, y las pasiones particulares del monarca
influyen demasiado en el despacho de los ne-
gocios, y las personas no resultan debidamente
respetadas en sus derechos y en sus bienes.
Además, el soberano no puede conocer bien,
por mucho que sea su talento y su espíritu
observador, cuáles son los intereses y las nece-
sidades de los gobernados, y, como no puede
conocerlos, dicho se está que no puede darles


se dejó vencer por la misma causa y huyó, Dionisi o de
Halicarnaso refiere que durante el gobierno de los decem-
viros dos ejércitos abandonaron su campo y se dispersa-
ron por medio de huidas de antemano concertadas. Y, por
último, Tito Livio refiere que el ejército del dictador L.
Papyrius puso el mismo obstáculo á la victoria,




16 Capílulo


la debida satisfacción. Por otra parte, confun-
diéndose en el monarca la persona privada y la
pública, sus aspiraciones como hombre no en-
cuentran siempre en el soberano las limitacio-
nes impuestas por el bien común, y como no
puede despojarse aquél de su condición humana,
no hay medio, dentro de la monarquía pura,
de impedir los efectos de sus imperfecciones
intelectuales y morales, que son su consecuen-
cia inevitable y punto menos que necesaria (I).


De la necesidad de conservar las ventajas de
la unidad del poder y de acción de las monar-
quías, evitando los inconvenientes y peligros,
nacieron las monarquías templadas y mixtas
que han existido en diversas épocas, y que han
degenerado en casi todas las naciones en mo-
narquías parlamentarias, en las cuales la uni-
dad del poder y de su acción está de tal modo
atenuada, que un publicista ciertamente no sos-
pechoso de complicidad con los enemigos de
la actual forma de gobierno de Italia, el cate-
drático Scolari, no ha titubeado en escribir es-
tas notables palabras: «En las monarquías
parlamentarias la realeza parece dividida en


(1) Paley, Principies of moral and political philosophy,
tomo II, págs. 170 y 171.


De la unidad en la monarquía 3 t7
dos partes. Á la dinastía, la pompa, los hono-
res, los atributos de la soberanía, entre los
cuales no entra el de hacer directa y concreta-
mente algo útil para los fines del Estado. Al
primer ministro, la administración de los ne-
gocios. Son en realidad dos reyes: al uno, las
insignias, y al otro, la autoridad» (r). En rea-
lidad, á esto se reduce la fórmula de Thiers,
«el rey reina y no gobierna,» á que Bahegot ha
dado forma nueva en estos últimos tiempos
cuando ha escrito que el príncipe no debe tener
poderes efectivos, sino sólo aparentes, orna-
mentales, á los que por extraña distracción,
sin duda, ha llamado luego poderes augustos,
y al mismo tiempo, en cierta medida secretos.
Se trataría en todo caso de una faculdad inac-
tiva, digna por su inactividad cabalmente de
acatamiento, adhesión y ob3equio (z). Verda-
deramente son distintas las esferas de acción
del monarca y de los ministros en las monar-
quías mixtas ó constitucionales, sin que esta
diversidad quebrante la unidad esencial del po-


(1) Saverio Scolari, 11 regno e la sociocrazia in Italia,
página 26. Venecia, 1892.


(2) liagehot, The english constitution, pág. i4.—Bonghi
ha refutado admirablemente esta teoría. Questioni del giorno,
página 63. Milán, 1893.




318 Capítulo :I


der real. El rey nombra y separa libremente á
sus ministros, y elige para que llenen con él
las funciones del poder ejecutivo á aquellos
hombres cuyo programa de gobierno responde
mejor á las decisiones de su voluntad, funda-
das en los juicios de su razón; la nación, por
medio de su cuerpo electoral, elige á su vez á
los que han de contribuir con el rey á la elabo-
ración de las leyes y á la confección de los
presupuestos. Si el Parlamento exagera los de-
rechos de su cooperación en la gobernación del
Estado, es evidente que quebranta la unidad
del poder; pero, si no sucede así, el monarca,
por el derecho de sanción, por el de disolver
el Parlamento, por el de nombrar y separar li-
bremente á sus ministros, conserva la unidad
de la encarnación del principio de autoridad
y queda como única fuerza verdaderamente so-
berana y suprema en el Estado. El hecho de
que en la mayoría de las monarquías mixtas
existentes, sólo se exceptúan de la regla Bélgi-
ca, Inglaterra y Dinamarca, eligen casi siem-
pre los pueblos Parlamentos adictos en su ma-
yoría al ministerio nombrado por el rey, viene
á dar más vigor á lo que se ha expuesto. En
todo caso, en los tiempos antiguos y medios,
cono en los presentes, no hay más recurso para


.be la unidad en la monarquía á
evitar los excesos del poder real, cuando su uni-
dad es absoluta, que el de atenuar esta unidad
con la intervención en el gobierno de represen-
tantes autorizados de la aristocracia y de la de-
mocracia. Por esto, sin duda ninguna, fracasa-
ron en su empresa de evitar la tiranía las mo-
narquías meramente templadas de otras épocas.


Existe además otra razón en favor de esta
atenuación de la unidad absoluta del poder
real en las monarquías, y esta razón se funda,
por un lado, en la naturaleza de la persona
en que se encarna esta unidad, y por otro, en
las relaciones de esta persona con el cuerpo so-
cial. Por lo que hace á lo primero, entre la na-
turaleza del principio y la de la persona que
lo personifica, existe la misma diferencia que
entre lo absoluto y lo limitado. El principio
de unidad es absoluto y el de su personifica-
ción es limitado. Ahora bien, las cantidades
que no son homogéneas no se suman, y lo ab-
soluto y lo limitado son de esencia heterogé-
nea. No puede ser, pues, una persona limita-
da encarnación natural de un principio abso-
luto. Por lo que hace á lo segundo, sabido es
que la autoridad existe para producir la armo-
nía de inteligencias y voluntades, necesaria
para la coordinación de los medios que condu.




3 20 Capítulo 1


ten á la consecución del bien común. Para pro-
ducir la armonía se necesita conocer el estado
de las partes que han de entrar en la formación
del todo armónico; para coordinar los medios
se necesita conocerlos también, y dicho se está
que es imposible producir la armonía y procu-
rar la coordinación si de antemano no se sabe
cuál es y en qué consiste el bien común á que
han de encaminarse los medios. indicados. Ad-
viértase ahora que en la vida política, como en
todo lo que es vida, no puede dirigirse racional-
mente ninguna acción individual y colectiva si
no se conoce el fin á que se la ha de dirigir.
Este fin en la vida social no puede conocerlo,
ni aun con perfección relativa, el monarca,
porque este fin toca á todos los miembros del
cuerpo social, y claro es que el soberano no
puede estar en relación con todos, ya que sus
condiciones de actividad intelectual y moral no
pueden salirse de las esferas de lo posible den-
tro de la potencia de las facultades del indivi-
duo, y en lo posible no está que conozca la se-
rie de intereses á que es preciso dar satisfac-
ción y la serie de necesidades que es preciso
satisfacer para obtener el bien de todos los
asociados. Y evidente es que, si no puede co-
nocer por sí mismo el bien común, menos pue-


De la unidad en la monarquía
32t


de conocer las inteligencias y voluntades que
es preciso armonizar para llegar á la coordina-
ción de medios necesaria para obtener dicho
bien, toda vez que las inteligencias y volunta•
des son en número considerable y la autoridad
está encarnada en una persona, y no ya en una
persona moral, sino en una persona físicamen-
te una. Quizás se pretenda que por la aplica-
ción á la información del principio de delega-
ción podría llegar á este conocimiento conve-
niente y necesario para su actuación como po-
der público. Pero es indudable que nadie cono-
ce sus intereses y necesidades como el que es
sujeto de ellas, y por lo tanto, que nadie ha de
dar á conocer al monarca con exactitud y ver-
dad las exigencias del bien común como los
que aspiran á encontrar en este bien la satisfac-
ción de las tendencias de sus voluntades y aun
de sus necesidades físicas. De aquí que la ate-
nuación de la unidad absoluta y su reducción á
relativa por la intervención de la nación en el
gobierno, sin quebranto esencial de aquella
unidad, sea la forma que mejor concilie las
exigencias de la política pura con las realida-
des de la política práctica (r).


(i) Gneist, Der Rechtsstaat und die Verwaltungsgerichte
in Deutschland, p ágs . 1 72 Y 343.


21




3 22 Capítulo 1


Y no se diga que esta intervención de la na-
ción en el Gobierno, exigida por la naturaleza
de la personificación del principio de autori-
dad, por las exigencias del bien común y por
la conveniencia de evitar los males que produ-
ce la personificación de un principio absoluto
en una persona de condición limitada, que-
branta la unidad esencial del poder y reduce
esta unidad de esencial á accidental. Sucede-
ría así si pudiese dividirse en partes la per-
sonificación del poder sin que esta personifica-
ción desapareciera. Pero dentro de la atenua-
ción indicada, la unidad conserva de tal modo
su esencia que no pierde ni un solo instante lo
que le es necesario y ordinariamente existe en
ella. El Parlamento, representación del cuer-
po electoral de la nación, formula las leyes,
ordenaciones de la razón para procurar el bien
común; mas estas leyes no reciben su fuerza
de obligar del acto del Parlamento que las for-
mula, sino del acto del monarca que las san-
ciona, y puede no sancionarlas, si no las cree
aptas para procurar dicho bien. Es cierto que
el Parlamento puede poner trabas á la acción
del rey por medio del voto del presupuesto, y
no lo es menos que el poner trabas á una
acción no es sumar la acción del que pone las


De la unidad en la monarquía
323


trabas con la del agente á quien se le ponen
en sus actos. Antes bien, esta facultad de los
Parlamentos modernos, que ya tuvieron los
de la Edad Media, no es acto de autoridad su-
prema, sino medio de impedir los excesos que
la autoridad suprema puede cometer, y así no
cabe duda ninguna que esta facultad es más
negativa que positiva, pues tiende más á impe-
dir que á realizar. De más monta que las fa-
cultades de los Parlamentos son las que tienen
en la práctica, en los gobiernos de gabinete,
los jefes de los ministerios que gobiernan mien-
tras los reyes reinan (1). Aquí sí que hay ver-
dadero menoscabo en la esencia de la autori-
dad esencialmente una del monarca, como ya
lo hubo en los reinados antiguos en que los
soberanos, por debilidad de carácter ó por otras
causas, delegaron en privados más ó menos


( 1 ) Todd sostiene que el primer ministro debe ser con-
siderado como un medio de perfeccionar el organismo de
la adm inistración y de asegurar el desarrollo de una polí-
tica que sea aceptada al mismo tiempo por el soberano y
por el Parlamento. On parlianuntary government, tomo II,
Página 102. Gneist afirma que esta fórmula existe en In-
glaterra desde 1782, en que empezó á considerarse al jefedel gabinete como un medio entre el soberano y el Parla-
mento. Der Rechtsslaat, pág. 564.




'.1


Capítulo i"


calificados y competentes su poder. Ya se ha
dicho, sin embargo, que las monarquías par-
lamentarias ó de gabinete son una degenera-
ción de las monarquías verdaderas, debiéndose
añadir tan sólo que aun en estas monarquías
tienen los soberanos medios de actuar su auto-
ridad suprema dentro de las constituciones vi-
gentes, ya que aun las más radicales les dan
medios legales de hacerlo siempre que crean
que los actos de su Parlamento y de su gabi-
nete no se encaminan al bien de la nación (1).


La cruzada que los partidos radicales y los
reaccionarios han iniciado contra los males
del parlamentarismo, así monárquico como re-


(1) Causas independientes de la naturaleza de las monar-
quías constitucionales modernas han obligado á los reyes
á no ponerse en lucha sino rarísimas veces con los Parla-
mentos. Los progresos que las tendencias revolucionarias
han hecho en Europa y el incremento que han adquirido
los partidos radicales y republicanos, han obligado á los
monarcas á proceder en este punto con la mayor pruden-
cia. Se ha dado el caso, sin embargo, en estos últimos años,
de que el rey de Dinamarca ha sostenido por mucho tiem-
po y sostiene todavía un gabinete contra la opinión y los
Votos de censura de los Parlamentos, ya varias veces disuel•
tos, sin que el cuerpo electoral se rectifique ni muestre
hasta ahora deseos próximos.ó remotos de hacerlo.


De la unidad en la monarquía
325


publicano (r), los desastrosos efectos de co-
rrupción que publicistas de nota señalan como


(r) Girardin hacía constar en 1874 que desde hacía
doce años se arrojaban sobre el parlamentarismo constan-
tes maldiciones, y Laboulaye, en sus Lettres politiques (Lel-
t7e IX, pág. 83), escribió: «Las desgracias de Francia
han sido originadas siempre por las usurpaciones de las
Asambleas, por las dictaduras de los partidos.» ¡Y entonces
apenas se hacía otra cosa que comenzar! En Bélgica se han
publicado, después de los monumentales estudios de Tho-
nissen, notables producciones, contrarias al parlamentaris-
mo, de Laveleye y de Prins, apropósito de una de las cua-
les decía el 15 de Mayo de 1884 la Rivas,


de »lime: «El
régimen representativo ha sufrido tales degeneraciones que
aun espíritus tan libres de lazos con lo pasado como Taine,
no han vacilado en afirmar la superioridad del antiguo régi-
men sobre el nuevo.> En Alemania se han publicado mu-
chas y muy notables obras en el mismo sentido, merecien-
do especial mención la de Maurus, rotulada Der moderase
Verfassungsstaat als Rechsstaat kritisirt, que vió la luz en Ber-
lín en 1883. En Inglaterra hay que unir á los trabajos de
Spencer la obra de Syme, llena de hechos, y titulada Repre-
sentative government in England, its faults and fallieres, Lon-
dres, 1882. En Francia, á los escritos de Taine, Girardin
Laboulaye, la obra de León Say, Les finances de la France,
en la que se juzga la acción económica de los gobiernos
parlamentarios, y la de Ussel, rotulada La démocratie et ses
conditions morales, París, 1884. a Italia, á los de Min-
ghetti y Mosca, la de Zini, titulada De' criterii e de' modi di
governo, la de Tariello, G'overno e governati in Italia; la de




326
capítulo


obra de dicha clase de gobierno (I), y el re-
traimiento cada vez mayor de los cuerpos
electorales en la designación de diputados y
senadores en casi toda Europa y aun en gran
parte de América (z), son hechos que indican
bien á las claras que la época de los gobier-
nos parlamentarios tiende á terminar, y que
las monarquías modernas, en las cuales cada
vez es más solicitada la autoridad de los mo-
narcas para que intervengan en las contiendas
de los partidos y las resuelvan de acuerdo con


Palma, Questieni costituzionali, y el artículo de I3onghi pu•,
blicado en la Antologia de i. 0 de Junio de 1884, con el tí-
tulo de La decadenza del governo parlamentare.


(i) Bucher, Der Parlaneentarismus wie er ist, cap. IV y
capítulo VIII, y Syme, Representatíve government in England,
páginas 196 y siguientes.


(2) Carlyle y Spencer, entre los ingleses, y Ussel entre
los franceses, se burlan cuanto pueden y saben de la com-
petencia del cuerpo electoral para emitir racionalmente sus
votos. Sea de esto lo que el discreto lector quicra,que no
es ésta ocasión de tratar de paso materia tan grave, es lo
cierto que cada vez es mayor el retraimiento del cuerpÓ
electoral en las elecciones, y que en las últimas que se han
celebrado en Italia, Francia y Suiza, el número de vo-
tantes no ha pasado sino en muy pocas capitales, y esto
por circunstancias locales, del 5o por loo de los electores
inscritos.


De la unidad en la monarquía


327


las exigencias del bien común (1), recobrarán
su condición esencial de existencia, ó sea la
unidad de su poder, atenuada sólo para evitar
los peligros de la unidad absoluta en la actua-
ción de la personificación del principio de au-
toridad, por la acción de la representación de
la aristocracia y de la democracia en el go.
bierno. Así se obtendrán á un tiempo las ven-
tajas de la unidad y se evitarán las desventa-
jas, huyendo de los peligros de la pluralidad
que, si es mala en su modo de ser esencial que
en diversos períodos tuvo en Lacedemonia y
Venecia, es peor todavía, según se verá, en
su modo de ser accidental, que es el constante
y ordinario en la generalidad de las repúblicas,
especialmente en las populares, ya lo sean en
absoluto como Atenas, ya sólo relativamente
como en la mayor parte de la vida de la re-
pública romana. En las monarquías así ate-
nuadas no hay peligro de que se diga que son
la transustanciación del Estado en el príncipe,
como ha escrito en estos días Scolari, porque
atenuada la unidad del poder supremo por la
acción de la clase media, que ha venido á susti-


(1) Saverio Scolari, Zi regno e la sociocrazia in halio,
páginas 34 y siguientes.




328 Capítulo T


tuir á aristocracia en el poder, y por el pue-
blo, por dicha clase representado, las institu-
ciones tendrán que dar, al mismo tiempo que
satisfacción á las necesidades históricas de las
sociedades, alivio á los males que la acción di-
solvente de los partidos y de propagandas de-
letéreas producen en las naciones, y habrán de
reformarse, por lo tanto, en el sentido de que
la realeza vuelva á ser lo que fué en sus co-
mienzos, incluso en los pueblos de Asia, se-
gún el testimonio de Rollin (r), una unidad
atenuada, pero nunca unidad accidental, sino
unidad esencial, ya que la atenuación de un
principio ó de una acción no supone cambio
esencial alguno en su naturaleza, ni en sus no-
tas verdaderamente características. La rela•
ción existente entre la monarquía así concebi-
da y actuada es de verdadera superioridad so-
bre la república, según habrá de verse por
modo aún más claro en el siguiente capítulo.


(1) Rollin, 27a andent Ilistory, pág. 78.


CAPITULO II


DE LA PLURALIDAD EN LA REPÚBLICA


Concepto de la pluralidad. —La pluralidad en la acción del
poder público.—Inconvenientes de esta acción.—En las
repúblicas antiguas—En las de la Edad Media.—En las
modernas.---Necesidad de robustecer el poder público en
las actuales naciones.—Segunda parte de la conclusión
impuesta por la ciencia jurídica y los hechos.


No puede negarse que es natural la actua-
ción de la unidad como unidad y contrario á la
naturaleza la actuación de la pluralidad como
unidad. De aquí que para hacer posible esta
actuación haya de reducirse de algún modo la
pluralidad á unidad, lo cual sólo se consigue
por la suma de los varios elementos que la
constituyen. Así y todo, nunca será esta uni•
dad accidental tan una como la esencial, ni su
acción, por lo tanto, tan una como la de ésta.
Se explica perfectamente, según pe ve, que en




3 3o Capitulo 11


general el poder público sea más uno en las
monarquías que en las repúblicas y más vigo-
roso, por lo tanto, en su acción, ya que no
puede dividirse en su unidad, mientras en las
repúblicas sucede lo contrario por la acciden-
talidad de la unidad y aun de la pluralidad que
lo constituye ó representa, según el modo de
ser especial de cada constitución. De estas ac-
cidentalidades nacen las divisiones de los ele-
mentos constitutivos del poder y de aquellos
en que éste se apoya, los tumultos que son su
inmediata consecuencia, y en ocasiones las
guerras civiles; la opresión de unas clases y
partidos por otros, de los vencidos por los
vencedores; el entorpecimiento por estas lu-
chas y estos desórdenes de la marcha ordena-
da de la administración; el retardo de medidas
urgentes y salvadoras ocasionado por la nece-
sidad de ponerse de acuerdo sobre cada una de
ellas gran número de inteligencias y de volun-
tades, y á veces ocasionado igualmente por
espíritu de oposición sistemática y de bandería;
las confusiones y movimientos populares que
origina en las democracias el entregar al pue-
blo, como en última instancia, las cuestiones
de Estado, que sólo inteligencias superiores
pueden comprender y resolver con probabili-


De la pluralidad en la república 331


dades de acierto; las violentas ambiciones que
despierta la codicia de la primera magistratura
y la eterna inestabilidad del poder público, la
cual fomenta estas ambiciones y es producto en
parte de la ley y en parte de ellas mismas, y,
en tiempos de guerra, la indecisión en la mar-
cha de las operaciones militares y la anarquía
en la dirección de éstas si por ventura se su-
fren algunas derrotas de importancia (1). Así
se ve que las guerras desgraciadas lo han sido
muchísimo más siempre para las naciones re-
publicanas que para las monárquicas. En és-
tas, no se duda casi nunca de la lealtad del rey
y de sus generales. En aquéllas, los generales
derrotados sufren la afrenta de ser declarados
traidores á la patria y son tratados como tales.
Recuérdese el caso del Conde de Carmagnola,
vencedor en cien combates, decapitado por la
república de Ve necia apenas le fué adversa la
fortuna, hecho con precedentes en la historia
de la democracia de Atenas y con subsiguientes
en la república francesa (a).


(1) Paley, The principies of moral and political Philoto-
phy, tomo II, pág. 172.


(2) Sanuto, Vite dei duchi di Venezia, Rer. Ital., to-
mo XXII, pág. 1.028, y COr111.C2 di Bologna, Rer. Ital., to
mo XVIII, pág. 645.




3 3 2
Capítulo II


Se ha pretendido seducir á la juventud y
afiliada en los partidos republicanos con cua-
dros, de menos verdad que imaginación, acer-
ca de lo que fué la república en Grecia y en
Roma, sin reparar que, como observó Schi-
ller, en esos cuadros se nos muestra á los
griegos y romanos eminentes, y no puede juz-
garse de un pueblo por sus eminencias (1).
En realidad se conservan sobrados documen-
tos de aquellas naciones para probar conclu-
yentemente con estos testimonios que en Gre-
cia y en Roma existieron los males de la re-
pública en tan gran escala como en las repú-
blicas italianas y en las modernísimas de Fran;
cia y España. Prescindiendo de Esparta, que
fué un pueblo de soldados, en el cual los ciuda-
danos vivían como guarnición en ciudad con-
quistada al enemigo (2), y prescindiendo hasta


(1) cGriechenland und Rom konnten l<ccchstens vortref-
fiche Rcemer, vortreffliche Griechen erzeugen...., die Na-
tion, anch in ihrer schünsten Epoche, erhob sich nie zu
vortretlichen Menschen., Sehiller, Ucher Viilkerwanderung,
Rrell:ZÜgt und Mittclalter, torno XI, pag. 5, edición de 185o.


(2) Comparados á los ilotas y á los periecos, eran los
espartanos en tan pequeño número que se consideraban
como una guarnición en un país conquistado, y conforma-
ban su existencia á los deberes militares que esta situación
les imponía., Gow, A companion to school clossic, pág. 73.


Pe la pluralidad en la república 333


cierto punto de Cartago, que fué principal-
mente un pueblo de mercaderes (i), se ve que
en Atenas y en Roma tardó en aparecer la
división de las clases gobernantes el tiempo
que en implantarse la república. La historia de
las discordias entre el Senado y el pueblo es la
historia interior de la república romana. Unas
veces el Senado usurpaba parte de las atribu-
ciones á la autoridad del pueblo, y otras ve-
ces sucedía lo contrario, hasta que el triunfo
de la democracia fué completo y definitivo,
sirviendo en los hechos para abrir el camino
al poder absoluto de los emperadores. La his-
toria de la república de Atenas se parece muy
mucho á la de Roma. En el año de 682 antes
de Jesucristo se estableció la república, aristo-
crática en sus comienzos, moderada con Solón
en 592, pasando luego constantemente de la ti-
ranía á la democracia y viceversa, más amiga
de los sofistas que de Demóstenes en los años
que precedieron á su conquista por los mace -
donios. Sólo en dos cosas estuvieron siempre
de acuerdo consigo mismos atenienses y ro-


(1) Sobre las ventajas é inconvenientes de la constl•
lución de Cartago véase á Aristóteles, Política, libro i I)
capítulo VIII, págs. 76 y siguientes.




334
Capítulo II


manos: en tratar como cosas á los romanos
y atenienses que no eran ciudadanos, y en
explotar inicua y tiránicamente á los otros
pueblos que dominaban. Atenas trató con
tanta iniquidad á las provincias que había lo-
grado sujetar á su dominación, que esta iniqui
dad le hizo perder el imperio de los mares (1),
y los romanos sólo mostraban consideración y
respeto á los pueblos que conquistaban, para
reducirlos mejor á la obediencia y explotarlos
con más facilidad luego, según testimonios in-
controvertibles de la historia (2).


La lucha de unos elementos del gobierno
contra los otros llegó en Atenas y en Roma á
extremos que, aun después de la revolución
francesa, han de parecer inauditos á muchos.
Por lo que hace á la primera, baste recordar
que Teseo y Solón acabaron sus días lejos del
patrio suelo, que Milciades murió en prisiones,
que Cimón, acusado con notoria injusticia la
vez primera, fué desterrado. en la segunda, que
Temístocles hubo de huir de su patria y refu-
giarse entre los persas, que Alcibiades y De-


(x) - Lord Acton, Ilistoire de la liberté, pág. 33.
(2) Tito Livio , Décadas de la historia romana , li-


bros XXXIII y XLV.


De la _pluralidad en la república
335


móstenes fueron víctimas de funesta suerte,
que Demetrio Poliorceto y Demetrio Palero
hubieron de sufrir las más atroces injurias po-
pulares, que Arístides fué condenado al ostra-
cismo, y que Poción y Sócrates lo fueron á
muerte. Allí, como se ve, los ciudadanos más
útiles al Estado no podían ser soportados casi
nunca. Valerio Máximo se admira con razón
de que, después de haber tratado con tanta
injusticia á sus hombres más ilustres, encon-
trara todavía Atenas ciudadanos que la ama-
sen (1). En Roma se ve á la república perpe-
tuamente agitada por la discordia de las diver-
sas clases que la componían: disputas entre los
romanos y los latinos á propósito de los co-
micios; entre los senadores y los caballeros
por la asistencia á los juicios; entre los pobres
y los ricos por la usura y las leyes agrarias;
entre los patricios y los plebeyos sobre la
capacidad de las magistraturas y las alianzas;
entre el Senado y el pueblo acerca de la ex-
tensión de la autoridad, y entre los cónsules
y los tribunos sobre los derechos y las funcio-


(i) <Felices Athenas, qum post illius exilium, invenire ah-
quena aut virum bonum, aut amantem sui civem potuerunt,
cum quo tunc ipsa sanctitas migravit.» Valerio Máximo,
libro V, cap. III, pág. 37.




336 Capitulo 17-


nes de sus cargos. Y para que se vea que es-
tas luchas empezaron apenas constituida la
república, basta recordar que la retirada del
pueblo al Monte-sacro, su acomodamiento lue-
go con el Senado y la creación de los tribunos
del pueblo ocurrieron en el año 260 de la fun-
dación de Roma, ó sea á los diez y seis años
de la expulsión de los Tarquinos. Apenas
creados, se arrogaron los tribunos el derecho
de convocar las asambleas populares, y libres
éstas del temor de los reyes, agitadas por
aquéllos, se ocuparon frecuentemente en fra-
guar tempestades contra los patricios, el Sena-
do y los cónsules. Las disputas apenas san-
grientas de los primeros años se convirtieron
más tarde en horribles guerras civiles que
ensangrentaron no sólo el suelo de Roma,
sino también casi todas las provincias de
Oriente á Occidente, de las Galias al Ñorte
de África, entonces abierto á la civilización.


Y no se crea que esto sucedió tan sólo en las
repúblicas de la antigüedad; lo mismo exacta'
mente ocurrió en las de la Edad Media y ha
sucedido en las de la Edad Moderna. En F lo


-rencia, por ejemplo, se inauguró el régimen
democrático en 125o; el pueblo se insurr ec


-cionó contra la aristocracia y triunfó, La


De la pluralidad en la reMblica
337


va constitución duró hasta 1283, en que los
representantes del trabajo lograron participa-
ción en el gobierno. Á esta revolución siguió la
de los «ciompi,» y á ésta la restauración del
imperio de los «nobili popolani. » Y en casi
todas las repúblicas de Italia sucedió lo mis-
mo: después de un período de gobierno aris-
tocrático, estalló una revolución popular; pero
su victoria duró poco. Las disensiones, las
sañas, las rivalidades favorecieron á los anti-
guos partidos y les abrieron nuevamente el
camino del poder. Para defenderse de los no•
bles cayó el pueblo de Florencia en varias ti-
ranías personales, entre ellas la del duque de
Atenas, que debió el poder á una revolución
popular, 7á otra revolución popular su destitu-
ción, de la cual salió con vida, gracias á la
mediación del Prelado diocesano (r). La liber-
tad se salvó, como observa Laveleye, pero por
poco tiempo. En efecto, á fines del siglo XIV
la desmoralización era profunda en las repú-
blicas italianas; los medios empleados por to-
dos los partidos para conquistar el poder aca-
baron de enervar todo sentimiento de mora-


(I) Sismondi, Hútoire des. Wiublimes ítaliennes, t. I,
Página 136.


22




338 Capítulo 11


lidad, y así unos crímenes sucedían á otros,
unas traiciones á otras, unos envenenamientos
á otros y unos asesinatos á otros. Comenzó la
era de los tiranos, y así el poder fué el objeto
de una lucha sin cuartel entre algunas fami-
lias, cuando no cayó en manos de simples
aventureros (i). Entonces, unos tiranos tras
otros sucumbían violentamente en manos de
sus enemigos: Galeas Sforza muere á manos
de Oligiati, Visconti y Lumpugnani en Milán;
Julián de Médicis perece en Florencia por la
conspiración de los Pazzí; Jerónimo Riario es
muerto á puñaladas por tres de sus guardias
en su palacio, y Galeoto Manfredi es asesina•
do por su esposa. Todavía en 1494, trató Sa-
vonarola de reformar la constitución.le su pa-
tria. Á esta reforma siguió la de 15oz. Pero
todo fué inútil, y los que no supieron gober-
narse á sí mismos, hubieron de sufrir, como
antes los atenienses y los romanos, el yugo,
siempre pesado, de los extranjeros. Resultan-
do claramente de lo indicado que las luchas
de los elementos constitutivos del poder, de las
clases directoras y de los partidos, ocasiona-


(t) Laveleye, Le gol-yerno/tent dans la demotrana to.
mo II, pág. 322.


De la pluralidad en la república
339


ron la muerte de las repúblicas italianas,
como habían ocasionado antes la de las repú-
blicas de la antigüedad.


Excusado es indicar cuánto y cuánto impo•
sibilitaban estas luchas la marcha ordenada de
la administración. Jenofonte hace constar que
con gran facilidad se suspendía en Atenas el
despacho de los negocios, y que á veces se pa-
saba más de un año sin obtener la resolución
menos importante (r), y Teofrasto, Demóste-
nes y Aristófanes ridiculizaron en sátiras in-


(i) Al trascribir el texto de Jenofonte á que se alude,
dice M. Gilbert Charles le Gendre: <La historia de Atenas
nos seduce por sus grandes nombres; quedarnos asombra-
dos ante las batallas de Maraton y de Salamina, ante las
conquistas realizadas, ante la pompa de los espectáculos,
ante la magnificencia de los edificios páblicos; pero si pa-
samos de los grandes nombres á lo demás, nos encontra-
mos con los tumultos de las asambleas, los bandos que
dividen la ciudad, las sediciones que la agitan, las persecu-
ciones de los ciudadanos más ilustres, su destierro, su con-
denación á muerte decidida después de una arenga intere-
sada de un demagogo, y todo esto sirve para probar que
el pueblo ateniense, tan celoso en apariencia de su libertad,
era el más esclavo del mundo. En él la virtud estaba ex-
puesta siempre á la opresión, y así Macedonia, que era un
Estado monárquico, y Persia, que era un Estado despótico,
no presentan en su historia tantos ejemplos de tiranía como
la s ola ciudad de Atenas,' Traiti de l'apinion, tomo IV, pág. 18.




340
Capítulo


mortales la ociosidad de los atenienses, que se
pasaban la mitad de la vida lo menos en la
calle averiguando 'noticias y comprobando su
exactitud. En Roma, la causa del entorpeci-
miento en el despacho de los negocios obe-
decía á que á menudo, por discordias interio-
res y guerras con los pueblos vecinos, se ha.
liaba en peligro la república, y siempre que
esto sucedía cesaban todos los trabajos y ne-
gocios, bien por movimiento espontáneo, bien
por disposición de la autoridad, y no sólo ocu-
rría esto,- sino que se interrumpía también la
administración de justicia. En Florencia,
como en Atenas, como en la Fraricia de la re-
volución, los que dominaban invertían en per-
seguir y en exterminar á sus enemigos el tiem-
po que debieron haber empleado en el despa-
cho de los negocios públicos. En las repúblicas
aristocráticas no alcanzan estos males propor-
ciones tan alarmantes como en las democráti-
cas. En Venecia, por ejemplo, la administra-
ción pública era llevada con gran regularidad,
y sólo en circunstancias muy excepcionales se
interrumpía la marcha general de los asuntos
del Estado. Según los testimonios de Roma-
nin y de Berchet, la administración de Vene-
cia era superior á las de los otros Estados de


De la pluralidad en la república
341


su tiempo. Ya en el siglo XIII estableció las
mejores prescripciones para la seguridad de la
propiedad rústica y de las hipotecas; inspec-
tores examinaban las ventas, los registros de
los depósitos y de las obligaciones, los hechos
y los actos de los notarios, y los contratos
sólo eran declarados válidos por los inspecto-
res, cuando no los combatía fundadamente
nadie. Allí se encuentra el primer ejemplo de
la institución de los registros de hipotecas,
siendo deber de justicia declararlo así en tes-
timonio de honrada imparcialidad y para que
de algún modo la excepción venga á confirmar
la regla general (1).


Fácilmente se explica que fuese en Roma
donde la marcha ordenada de la administra-
ción ofreciera mayores dificultades. Dice Tito
Livio que la noticia de la muerte de Tarquino,
ocurrida en Cumas, donde después de la de-
rrota de los latinos se había retirado, produjo
inmensa alegría al Senado y al pueblo, alegría
que entre los patricios no tuvo límites; el pue-
blo en cambio, que hasta entonces había sidc
tratado con exquisitos miramientos, fué, des-


(t) Romanin, Sloría d)cumentata di Ventzia, tomo II,
página 382,




342 Capitulo II


de aquel día, objeto de la opresión de los gran-
des. Añade que esta opresión produjo descon-
tento general y motivó aquel mismo año la
primera conmoción popular contra el Senado,
la que terminó con ventaja del pueblo á pesar
de la energía de Appio, ventaja que, no ha-
biendo sido ratificada convenientemente, oca-
sionó gravísimos desórdenes en las calles y en
las plazas, reuniones secretas y nocturnas de
los populares en las Esquilias y en el Aventino
para evitar resoluciones repentinas y obrar al
acaso, luchas violentas entre los dos bandos, y
por último, la retirada de parte de los plebe-
yos al Monte sacro, al otro lado del río Anio,
á tres millas de Roma, mientras el terror do-
minaba á ésta y lo mantenía todo en suspenso
la mutua desconfianza. Entonces se acordó
como medio de transacción y concordia que
el pueblo tuviese sus magistrados propios, que
estos magistrados serían inviolables, que se
defenderían contra los cónsules y que ningún
patricio podría obtener esta magistratura.
Desde aquel instante, Roma sólo salió de las
guerras con el extranjero para entrar en vio-
lentas contiendas civiles, y así tres años des-
pués de la retirada al Monte-sacro se ve ya al
pueblo romano emprender la lucha contra el


De la pluralidad en la república
343


Senado, y á pesar de la actitud de éste, ora
enérgica, ora sumisa, mostrarse inflexible con-
tra Coriolamo y condenarle al destierro, tan
soberbio contra los patricios como orgullosos
y opresores se habían mostrado éstos con
él (r). ¿Puede sorprender ni admirar esto,
cuando se ve que á la lucha de clases sucede la
de los partidos, y un cónsul lucha contra otro
cónsul, y un censor contra otro censor, y un
tribuno del pueblo contra otro tribuno, como
lo declaran la historia de la lucha de Sempro-
nio Graco contra M. Octavio, que ocasionó
una sedición y víctimas, entre ellas Sempronio
Graco, la de la lucha entre M. Livio y C. Clau-
dio, que se cubrieron recíprocamente de infa-
mia, y la de las rivalidades y contiendas entre
Servilio, que, queriéndose hacer grato á pa-
tricios y plebeyos, acabó por disgustar á todos,
y Appio, querido de los patricios más violen-
tos y decididos contra los plebeyos?


Con todos estos hechos á la vista no puede
sorprender que casi todas las repúblicas sean
víctimas de tumultos sangrientos y guerras ci-
viles sin término. Recuérdese, entre mil, la si-
guiente página de la historia romana. Corne-


(1) Tito Livio, Las Decadas, torno I, pág. 132.




344 Capítulo 17


lio Cinna presenta leyes perniciosas y se esfuer-
za en hacerlas aprobar por la violencia y las
armas. Su colega el cónsul Octavio le arroja
de Roma con seis tribunos del pueblo; retiran-
le su autoridad, pero gana el ejército de Ap.
Claudio, se hace dueño de él y avanza contra
su patria, después de hacer venir de África á
C. Mario y los otros desterrados. Cinna y Ma-
rio rodean á Roma con cuatro ejércitos y se
apoderan del Janículo. El cónsul Octavio los
rechaza, pero los nobles, paralizados por
la inercia y traición de los jefes y soldados,
abren á los sitiadores las puertas de la ciudad,
que es entregada al asesinato y al saqueo.
Los vencedores matan á Octavio y á todos
los nobles del partido opuesto. Entre las vícti-
mas se encuentran M. Antonio, orador elo-
cuente, y Lucio y Cayo César, cuyas cabezas
quedan expuestas en los Rostros. Crasso, el
hijo, cae bajo los golpes de los caballeros de
Fimbria, y Crasso, el padre, para escapar á
un tratamiento indigno, se traspasa con la es-
pada. Cinna y Mario, sin convocar los comi-
cios, se declaran cónsules para el año siguien-
te, y el mismo día en que entran en funciones,
Mario hace precipitar por la roca Tarpeya al
senador Licinio. Al fin, manchado con todos


De la pluralidad en la república 345


los crímenes, muere en los idus de Enero.
Cinna muere á manos de sus mismas tropas
cuando las embarcaba para oponerlas á Sila.
Éste enciende la guerra civil en Italia, mata
en una finca del Estado á ocho mil ciudadanos
que se habían sometido; hace degollar á todos
los prenestinos desarmados; publica listas de
proscripción é inunda de sangre á Roma y á
toda la península; condena á muerte á un sena-
dor después de hacerle romper los miembros,
cortar las orejas y sacar los ojos; vende los
bienes de sus contrarios y se enriquece con sus
despojos, que se elevan á trescientos cincuen-
ta millones de sextercios, y mata á Lucrecio
Ofela enmedio del Foro, sólo por haber osado
presentarse candidato al consulado contra su
voluntad. ¿No es cierto que, con sólo cambiar
los nombres propios, esta página arrancada á
Tito Livio podría pasar como de Taine? ¡Tan
exacto es que las democracias antiguas sólo se
distinguen de las modernas por el número de
los que las componen, y de ningún modo por
sus cualidades y especialísimas condiciones!


Todas las repúblicas, excepción hecha de
Esparta, ofrecen testimonios múltiples de la
inestabilidad constante de los poderes públicos
y de las violentas ambiciones que esta misma




34 6 Capítulo 17


inestabilidad suscita. Entre los tribunos del
pueblo, entre los cónsules y aun entre los que,
como Catilina, no pudieron llegar nunca al
consulado, nacieron en Roma quienes no en-
cerraron su ambición dentro de la ley y trata-
ron, por medio de conspiraciones y por la
fuerza, de imponerse, como dueños absolutos,
á sus conciudadanos. Aunque Tito Livio y Ci-
cerón aseguran que la conjuración de Catilina
y el pretor Léntulo Cetego tenía por objeto
matar á los cónsules y senadores romanos, in-
cendiar la ciudad y destruir la república, es ve-
rosímil que no tuviese más objeto que alzar-
se con el gobierno, haciendo, después de todo,
lo que trataron de hacer poco después, y lo
consiguieron, por parecidos medios, Pompeyo
en primer término y Julio César después, ase-
sinado aquél en Egipto y éste en Roma á ma-
nos de Bruto y Cassio, que le dieron veintitrés
puñaladas. En tiempos relativamente no leja-
nos, en Siena, después de la expulsión de los
nobles de los negocios públicos, el gobierno
pasó á nueve individuos de la clase media, ele-
gidos cada dos meses, quienes habían de perte-
necer necesariamente á noventa familias pri-
vilegiadas; pero esto duró muy poco, porque en
1355 estos nueve fueron reemplazados por doce


De la pluralidad en la república 347
burgueses de inferior condición, y éstos, en
1368, hubieron de ceder el puesto á gentes de
oficio de origen completamente popular, que
ya en 1385 eran reemplazadas por un tirano.
Más rápidos fueron los cambios en el gobierno
durante la revolución francesa, cuando se su-
bía al poder y á los pocos meses se pasaba
desde el poder á la guillotina. Durante once
meses de república hubo en España seis minis-
terios, durando el primero, desde el Ir de Fe-
brero de 1873 al 23 del mismo mes; el segun-
do, desde esta fecha hasta el II de Junio; el
tercero, desde esta fecha, hasta el z8 del mismo
mes; el cuarto, desde esta fecha al 19 de Ju-
lio; el quinto, desde esta fecha hasta el 7 de
Septiembre, y el último, desde esta fecha has-
ta el 3 de Enero. Comentando esta falta de es-
tabilidad del poder en la república, decía el
Sr. Castelar en 8 de Julio de 1873: «¿Qué sig-
nifica esto de cambiar de gobierno á cada hora,
á cada minuto, á cada segundo? ¡Cuán peli-
grosa es la crisis y cuán terrible el tránsito
de un punto á otro! Un gobierno amenazado
no puede hacer nada; un gobierno incierto, un
gobierno que se ve por todas partes con cons-
piraciones, no puede hacer nada, y es necesa-
rio sostener al gobierno si se quiere hacer




348 Capítula II


algo.» Pero corno esto no era posible, no se
sostuvo al gobierno, y así la república espa-
ñola fué en este punto lo que habían sido, lo
que fueron sus antecesoras.


Los últimos años de la república de Atenas
son el ejemplo más claro de lo que dificulta las
resoluciones graves y de trascendencia el que
hayan de ser muchos para tomarlas. Demóste-
nes vió claro desde el primer momento el pe-
ligro que por parte de Macedonia amenazaba
á su patria, y trató de prevenirlo y de hacer-
le frente por los medios que le daba la consti-
tución democrática del Estado, es decir, acu-
diendo á las asambleas del pueblo á exponer
lo que sentía, pensaba, temía y convenía ha-
cer á su juicio. Las voces de los sofistas y el
espíritu de partido ahogaron en varias oca-
siones el poder inmenso de su palabra. Luchó
con valor y patriotismo, á pesar de todos los
obstáculos y dificultades que se le oponían en
sus esfuerzos por salvar á Atenas. Los macedo-
nios pudieron enterarse y prevenirse de todo;
enviaron espías y buscaron cómplices que ade-
más de informarse minuciosamente de cuan-
to pensaban y hacían los atenienses y de con-
társelo luego, esparcían contra Demóstenes
las más audaces calumnias. Al fin, Filipo cre-


be la pluralidad en la república 349
yó que había llegado la hora de llevar á la
práctica sus proyectos de dominación y con-
quista. Todavía entonces vacilaron los ate-
nienses entre Demóstenes y sus enemigos.
Sólo á última hora, cuando el peligro fué in-
minente, despertaron del letargo y trataron
de luchar con el valor y la energía que habían
mostrado en otras ocasiones. Pero á pesar de
los esfuerzos de Demóstenes, á pesar del glo-
rioso despertar del pueblo, fué tarde, y los ma-
cedonios obtuvieron la victoria que de otro
modo hubieran alcanzado con muchísimas ma-
yores dificultades (r). En la misma Roma, don-
de estaba muy vivo el patriotismo y no sucedía,
como en Atenas, que había jefes de partido
vendidos al enemigo, las luchas entre nobles
y plebeyos dificultaron no pocas veces los alis-
tamientos, cuando no los hicieron imposibles
por el momento, y pusieron en graves conflic-
tos á la república. En Génova las divisiones de
los partidos, que buscaban los unos contra los
otros apoyo en el extranjero, entorpecieron de
tal modo la acción de las fuerzas militares en
las guerras, que tuvieron más parte en la de-


(1) Curtius, Historia de Greda, tomo VIII, págs, 211 y
siguientes.




156


Capitulo II


rrota, y sumisión de la república á extranjeros,
que los mismos aciertos de los generales que
contra ella pelearon. ¿Qué empresas militares
de consideración, ofensivas y defensivas, pue-
den emprenderse en tales condiciones y cir-
cunstancias? Quizás se conteste á esto con el
ejemplo de las victorias de Venecia y de Géno-
va en diversos siglos; pero ha de observarse
que tales victorias se consiguieron precisamen-
te, cuando la accidentalidad de la unidad del
poder se hizo de algún modo esencial y su ac-
ción obró como tal en la resolución de los pro-
blemas de la guerra, cesando en cuanto la ac-
cidentalidad de la unidad recobró sus fueros y
la pluralidad se actuó como tal en el gobierno.


Ciegos son los que n o ven cómo en la repú-
blica francesa y en las monarquías parlamen-
tarias, verdaderas degeneraciones de las mo-
narquías, se manifiestan en la superficie del
cuerpo social los mismos males que ocasiona•
ron la ruina de las repúblicas de Grecia y de
Roma, de Italia y de la Francia de fines del
siglo pasado. Á la vista de todos, los obreros,
olvidando su patria, proyectan una alianza
universal contra el enemigo común, el capital.
Sus odios son más violentos contra una parte
de sus conciudadanos que contra las naciones


:De la pluralidad en la república
35


enemigas, y estos odios serán más terribles
cuando las clases intermedias hayan desapa-
recido, y no hay que olvidar que en Francia,
sobre todo, tienden á desaparecer. Así no pue-
de sorprender que Funck-Brentano haya es-
crito este mismo año en París: «Grecia, des-
pués de haber llegado, como nosotros, á un
esplendor y á una prosperidad sin ejemplo, vió
desaparecer, como nosotros también, sus cla-
ses medias, y, á pesar de sus millones de escla-
vos, sucumbió á estas mismas disensiones ha-
cia las que avanzamos con una ceguera que
tiene mucho del «fatum» antiguo.» Á conti-
nuación cita las siguientes líneas de Fustel de
Coulanges en La Cité antique: «En cada ciu-
dad el rico y el pobre eran dos enemigos. Nin•
guna relación, ningún servicio, ningún trabajo
los unía. El pobre sólo podía hacerse rico des-
pojando de las riquezas á su poseedor, y el
rico sólo podía conservar sus bienes por la
habilidad ó por la fuerza. Se miraban con
saña, y si los pobres conspiraban por codicia,
los ricos por miedo. No es posible averiguar
cuál de los dos partidos cometió más cruelda-
des y crímenes. Las pasiones borraron del
corazón todo sentimiento de humanidad. Hubo
en Mileto una guerra entre los ricos y los po•




Capítulo 11


bres; éstos triunfaron al principio y obligaron
á aquéllos á huir de la ciudad; pero lamentan-
do no haber podido degollarlos, se apoderaron
de sus hijos, los reunieron en hórreos y allí
fueron machacados bajo los pies de los bueyes;
subieron luego los ricos y lograron reconquis- •
tar la ciudad; se apoderaron entonces de los
hijos de los pobres, los envolvieron en pez
griega y los quemaron vivos» (1). Éstas fueron
las últimas manifestaciones de la lucha de cla •
ses que precedió en toda Grecia á la banca-
rrota económica y social, á la que sucedió,
como no podía menos de suceder, la banca-
rrota política. ¿Despertarán al fin la república
francesa y sus similares las monarquías parla-
mentarias para ver el abismo que paso á paso
van abriéndose á sus pies? ¿Lograrán hacerse
superiores á ese «faturne de que habla Funck-
B•entano, en el lenguaje especial de su pesi-
mismb? Hasta ahora no se ve que traten de
apartarse de la pendiente que ha de conducir-
las en período no lejano á su total ruina. An-
tes bien, cada día que pasa se empeñan más
y más en seguir el camino que les ha llevado á
su actual situación.


(x) Funck-13rentano, La Maque, pág. 140. París, 1893.


De la pluralidad en la república
353


No se crea, sin embargo, que se trata de es-
cribir aquí una apología de la monarquía y
una condenación absoluta y sin apelación de la
república. Es preciso que los hechos hablen su
lenguaje natural y que no se olvide que las for-
mas de gobierno son de derecho humano, y
hombres los que gobiernan en la monarquía,
y hombres los que gobiernan en la repúbli-
ca (1), si bien la lógica obliga á reconocer que
la relación que entre ellas existe, resulta de su-
perioridad de aquélla sobre ésta no sólo por lo
que hace á la más larga vida de que gozan en
general las monarquías sobre las repúblicas,
sino también por lo que hace al orden moral
y material que en ellas reina, y, por consi-
guiente, al respeto de todos los derechos y al
exacto cumplimiento de los deberes, y á la ar-
monía de inteligencias y á la concordia de vo-
luntades que son necesarias para la consecu •


(i) ‘ I,a constitución política del Estado no es sólo una
idea, cs también un hecho; por consecuencia, debe ser
humana, es decir, debe convenir naturalmente al Estado, á
este hombre, suma de otros hombres, que piensa, quiere y
obra á semejanza del individuo humano, y como éste tiene
tendencias y aspiraciones, voluntades y apetitos, virtudes
y viciosa Cavallaro-Freni, 11 Diritto costituzionaie, pági-
na 33.


23




354 Capítulo II


ción del bien común (i). Ciertamente en las
monarquías puras los peligros de la unidad ab-
soluta del poder son de verdadera importan-
cia, ya que en multitud de casos se han tradu•
cido en actos de insoportable tiranía. Pero ad-
viértase que más víctimas ha ocasionado la
tiranía de las mayorías en las repúblicas que
la tiranía de los reyes en las monarquías, y que
contra ésta hay defensas y contra aquélla no
las hay. En Atenas, en Esparta, en Roma, en
Cartago, en Florencia, en la república fran-
cesa del siglo pasado, nada pudieron las mi-
norías contra la tiranía verdaderamente inicua
de las mayorías (2). En ninguna monarquía,


(t) Trcndelenburg, tan mal conocido en España, don-
de aun hombres tan eminentes como el P. Ceferino Gonzá-
lez no le han juzgado con rigurosa exactitud, según nuestro
leal saber y entender, al buscarle la filiación filosófica y
jurídica, procedió con raro acierto al tratar de buscar la
razón de la unidad armónica é indivisible del Estado y la
sociedad en el fin de representar la unidad de las volunta-
des, de las inteligencias y de la fuerza en las recíprocas
relaciones de las partes con el todo y en el modo más fir-
me y provechoso de que son capaces las condiciones his-
tóricas, todo lo cual es realizable en la monarquía é irrea-
lizable en la república. Naturrecht auf don Grunde (kr
Ethik, par. 200.


(a) Al hablar aquí de mayorías y minorías, nos referi-
mos, claro está, á los elementos sociales que tornan parte en


De la pluralidad en la república
355


cuando el pueblo no ha sido abyecto y corrom-
pido, han dejado de encontrarse medios de te-
ner á raya la tiranía de los soberanos. En lo
antiguo, aun las monarquías de Asia, de Egip-
to, de Grecia, encontraban limitaciones de su
autoridad soberana en las costumbres, en las
leyes, en instituciones tradicionales. En la
Edad Media, los Parlamentos en Inglaterra,
los Estados generales en Francia, las Cortes
en España y los cuerpos similares de otras
naciones eran una barrera poderosa á los des-


la vida pública. Por lo demás, es evidente que los que vi-
ven retraídos sufren los efectos de la tiranía de las mayo-
rías, aunque no en tan alto grado, generalmente hablando,
corno las minorías. Tucídides da por averiguado que sólo
una tercera parte de los ciudadanos de Atenas tomaba parte
ordinariamente en los negocios públicos del Estado, y Tai-
ne prueba concluyentemente que la revolución francesa y
sus obras de más importancia fueron llevadas á cabo por
una minoría respecto de la población total de Francia, mi-
noría que se convertía en mayoría respecto de las diversas
fracciones en que sus adversarios se dividían. Si bien impor-
ta no olvidar que muchos ayudaron en sus comienzos á la
obra de la revolución, y la abandonaron luego avergonzados
de sf mismos, al ver en la práctica lo que la revolución era.
Entonces los jacobinos dominaron á Francia, más por la
osadía y el terror que por la fuerza que les daba el mi-
lpero.




3 56 Capítulo .71-


enfrenos del poder real (r). El Renacimiento,
con su neo-clasicismo, destruyó esta barrera,
no sin graves dificultades y protestas, y de su
cesarismo nació el constitucionalismo moder-
no, que no debió ser otra cosa que el consti-
tucionalismo de la Edad Media acomodado á.
las condiciones de existencia de los pueblos
modernos. Y se comprende que en las repúbli-
cas no sea posible la defensa contra la tiranía
de las mayorías. En realidad, en las monar-
quías puede la nación alzarse contra la tiranía
del rey. ¿Qué fuerza, ni qué poder, ni qué ley
puede alzarse en la república contra la ley,
contra la fuerza suprema, contra el poder in-


(t) 1.Cuando el monarca se limita á regular la modalidad
de los derechos, conservando los derechos de todos, es el
gran bienhechor de la nación. En tal caso, la forma mo-
nárquica pierde lo que tiene de peligrosa, lo cual no lo per-
dió nunca en la antigüedad. La república, por el contrario,
permanece siempre con sus defectos, privada de las garan-
tías que pueden dar á los pueblos las monarquías modera-
das: templanza en el gobierno de parte de las familias rei-
nantes, afectos y virtudes tradicionales, ordenes jerárqui-
cos, antiguas costumbres inviolables, leyes fundamentalesy
constitucionales. , Rosmini, Filosofia del diritto, tomo II, nú-
mero 1857.— Respecto de la unidad del poder en las monar-
quías constitucionales, véase á Rossi, Cours de droit consti-
tutionnel, tomo IV, págs. 53 y 55.


De la pluralidad en la república 357
contrastable de la mayoría? La razón y la his-
toria se unen para declarar que ninguno.


Y no vale decir, como Gioia, que la monar-
quía es esencialmente injusta porque viola la
igualdad natural, toda vez que la única dife-
rencia que existe entre la monarquía y la re-
pública consiste en que en la primera gobierna
uno, y en la segunda gobiernan muchos, y por
lo tanto, si el uno viola la igualdad natural al
gobernar como personificación del principio de
autoridad, también la violan los muchos al ha-
cer lo mismo; ni vale tampoco afirmar con el
autor citado que la monarquía es dañosa por-
que suministra los medios de sacrificar la li-
bertad pública á la ambición, á los intereses
de uno solo, toda vez que, según se ha visto
por los hechos, la república suministra tam-
bién los medios de sacrificar la libertad públi-
ca á la ambición y á los intereses de uno solo
y de muchos, ya que en la historia de las repú-
blicas antiguas y modernas abundan tanto las
tiranías de uno solo como las de muchos; ni
vale tampoco afirmar con Gioia que es absur-
da porque supone la herencia de los talentos
necesarios para el cumplimiento de los deberes
soberanos, toda vez que los males que el prin-
cipio hereditario produce son inferiores en tras-




35 8


Capítulo 11


tendencia é importancia estudiados en relación
con los que el principio electivo origina, y así
se ve que á pesar de los primeros viven largos
siglos no pocas monarquías, y que los segundos
acabaron prematuramente con Polonia. Pero
si en todo esto carece de razón el publicista
citado, no cabe duda que está en lo cierto cuan-
do afirma que falta al pueblo la fuerza intelec-
tual necesaria para elevarse al punto de vista
desde el cual se dominan todos los intereses
de la nación, y cuando añade que, aunque las
democracias se eleven algunas veces hasta el
punto de vista indicado, las ataca al momento
y domina el espíritu del vértigo, y así no pue-
den seguir el procedimiento estable que permi-
te fijar un sistema de engrandecimiento y así
asegurar el éxito. Indudablemente también lo
está cuando, después de demostrar cómo las
aristocracias se inclinan fácilmente á la tiranía,
afirma que la perfección del gobierno ha de
buscarse en una combinación que, asegurando
la unidad del poder, atenúe de tal modo la
acción de esta unidad, que evite de un lado lo
absurdo de su acción, y de otro los males de
su accidentalidad y de la pluralidad en el go-
bierno. Sólo que se equivoca luego cuando cree
encontrar todo esto en lo que llama la república


De la pluralidad en la república 359
indivisible. ¡Como si se pudieran dar repúblicas
sin divisiones! (r)


No cabe dudarlo á la vista de lo que ocu-
rre: si siempre se necesita de alguna manera
de unidad para que viva un Estado, esta nece-
sidad sube de punto cuando á la lucha de los
partidos, atenuada ó amortiguada en gran
parte de Europa, se ve que sucede la lucha de
clases, y que los proletarios se arman hasta
los dientes para dar la batalla á las clases me-
dias y á las aristocráticas. ¿Qué sucederá, si
por la debilitación del poder público, si por la
república desaparece la única unidad que exis-
te en las sociedades modernas para mantener
á todas las clases en el respeto de la ley? Su-
cederá lo que ya sucede en Francia, donde las
clases obreras, secularizadas en gran parte por
la revolución, se presentan en línea de batalla
y amenazan con destruir el orden social; suce-
derá lo que ya sucede en las monarquías par-
lamentarias en que, al amparo de la libertad
de asociación y de imprenta, es violentamente
atacado el principio de propiedad; sucederá
lo que ya sucede en los Estados Unidos, don-


(t) Gioia, Quale dei governi liberi meglio convenga olla
felicilá dell' Italia, parte I, págs. 97 y siguientes.




36o Capttuk /1


de los pobres miran con codicia los millones
acumulados por los ricos. Y se irá más ade-
lante, á medida que los resortes del gobierno
se aflojen, porque no cabe duda que los po-
bres son en mayor número que los capitalistas
en el mundo, y que tienen de su parte la ma-
yoría, y, por lo tanto, la fuerza. Actualmente
están contenidos todavía por restos de convic-
ciones de otros tiempos y por la fuerza del
principio de autoridad y de los agentes de
ésta. Pero estas convicciones se debilitan de día
en día, porque las clases acomodadas hacen
poco ó nada por robustecerlas, y el principio
de autoridad, vigoroso donde la monarquía
conserva la esencialidad de su unidad, se halla
debilitado en las monarquías parlamentarias
que apenas conservan, cuando la conservan,
esta esencialidad, y debilitadísimo en las re-
públicas por su inestabilidad, por el cambio
constante de las personas que lo encarnan ó
representan, por su origen inmediato en el
cuerpo social, en el que necesaria é inevita-
blemente ha de buscar á todas horas los fun-
damentos de sus decisiones, porque es cosa
bien averiguada, y lo era ya en tiempos de
Tocqueville, que en las repúblicas democráti-
cas nada puede pensarse, nada puede decirse,


De la pluralidad en la república
361


nada puede hacerse desde las esferas del go-
bierno, que no esté inspirado en la opinión
pública. Y la opinión pública será dentro de
cien años la de los pobres, si siguen debilitán-
dose como hasta aquí las bases del orden so-
cial, y se debilitan la naturaleza y los medios
del gobierno, ya por medio de la debilitación
de la monarquía, ya por la sustitución de ésta
por la república (i).


Foster dice que á menos que el mundo no se
vuelva atrás, la democracia debe marchar
siempre hacia adelante; la voluntad del pueblo
debe prevalecer siempre, y así lo que se debe
procurar es educar á este bien para que go-
bierne bien. May, comentando estas palabras,
escribe que «los Estados que no se han demo-
cratizado hasta ahora, se sentirán en breve


(1) Dice Cadorna que en todas las épocas las socieda-
des se gobiernan por algunas ideas generales, más ó menos
encarnadas en la tradición, y que aparecen al mismo tiempo
ideas nuevas que preparan lo porvenir. No cabe duda de
que esta observación es exactísirna, y sobre ella deben me-
ditar todos los que tienen intereses en relación con las ideas
generales por las que todavía se gobierna el mundo, y en
oposición con las ideas nuevas, que preparan lo porvenir
y han de dominar en él, si otras ideas de más fuerza y vi-
gor no lo impiden, Carlos Cadorna, Religione-diritto.libertd,
tomo 1, pág. 382. Milán, 1893.




s6z Capítulo II


obligados á. hacerlo, y los que ya lo han he-
cho en parte, deberán prepararse para hacerlo
del todo» (I). En efecto, existe en Europa una
corriente democrática de verdadera fuerza,
no sólo por la fuerza que por sí tiene, sino
también por la que le prestan las otras clases
sociales, las unas por modo indirecto con sus
egoísmos, las otras por modo directo con
auxilios morales y materiales. Las clases me-
dias, con un espíritu verdaderamente suicida,
y las elevadas con un desconocimiento com-
pleto de la realidad, son las principales res-
ponsables de la situación de las sociedades
modernas. Los ricos sólo piensan en acrecen-
tar sus riquezas, y nada han hecho ni hacen
por robustecer las convicciones de otros tiem-
pos en los obreros y el principio de autoridad.
Las clases medias, que sienten que se les es-
capa la dirección de las sociedades y ven que
en la lucha entre el capital y el trabajo no
tienen puesto, no comprenden que su existen-
cia está unida estrechamente con el orden so-
cial, que el último día de orden social será el
último día de vida para ellas, y que entonces,


(i) Erskine May, Dentocrary in Europe, introducción,
página 8. Londres, 1877.


De la pluralidad en la república 363


ó se habrán de convertir en siervas de los
• grandes capitalistas, ó en auxiliares de los


obreros. Aun por interés de la civilización de-
bieran rectificar su conducta estas clases, toda
vez que las civilizaciones se forman por ellas
y por ellas desaparecen. Si no la rectifican, si
siguen contribuyendo á la debilitación del
principio de autoridad, si las clases elevadas si-
guen presas de su egoísmo, viviendo en el día
de hoy sin acordarse del mañana, el problema
de las formas de gobierno, en estos instantes
de considerable importancia, la perderá por
completo, y á las monarquías parlamentarías
sucederán las repúblicas, y con éstas vendrán
más acentuadas y sangrientas las luchas de
clase, y de estas luchas saldrá victoriosa, no el
derecho, no la justicia, no la ley, sino la fuer-
za, ya que borrada la moral de gran parte. de
las actuales generaciones, su puesto ha debido
ocuparlo la fuerza, y la fuerza está casi siem-
pre en los más contra los menos.




CONCLUSIÓN


Es error muy difundido el de que son de
igualdad las relaciones que existen entre la
monarquía y la república, y, por lo tanto, que
no tiene la una sobre la otra razón ninguna de
superioridad y excelencia. Gran número de
católicos profesan este error que deducen del
hecho de que la Iglesia vive y se acomoda lo
mismo con las monarquías que con las repú-
blicas, y si fué perseguida en Francia durante
la revolución, también lo fué en Roma duran-
te el imperio, y si floreció generalmente en
las monarquías de la Edad Media, también le
sucede lo propio en la gran república nortea-
mericana. Adviértase, sin embargo, que el
estudio de las relaciones que existen entre las
dos principales formas de gobierno, así como
el de éstas en sí mismas, no pertenece al de-
recho divino, ni al derecho eclesiástico, sino
al derecho político, con su raíz y causa próxi-




366 Conclusión


ma en la ética y el derecho natural, y que,
por lo tanto, la Iglesia sólo tiene que ver con
ellas por dicha raíz y causa próxima, y no en
ellas por ellas y sus relaciones (1). No puede
deducirse, pues, de que la Iglesia se acomode
con todas las formas de gobierno, que todas
estas formas sean perfectamente iguales ante
la ciencia jurídica y los hechos, y que las unas
no sean superiores á las otras en abstracto y
en concreto, en el orden subjetivo y en el ob-
jetivo (2). Siendo los gobiernos, en cuanto


(1) (El derecho de soberanía, en razón de sí propio,
no está necesariamente vinculado á tal 6 cual forma de
gobierno: puede escoger y tomar legítimamente una ti otra
forma política con tal de que no le falte capacidad de
obrar eficazmente el bien común.» No hay razones para
que la Iglesia no apruebe el principado de uno 6 de mu-
chos, siempre que sea justo y que tienda al bien común. Hé
aquí por qué, salvados los derechos de la justicia, no está
prohibido á los pueblos elegir la forma de gobierno que
mejor conviene á su índole ó á sus instituciones y á las
Costumbres de sus antepasados.» León XIII, Colección de
.Endelicas, págs. 164 y 316. Madrid, 1889.


(2) «No creo que sea faltar al respeto debido á la
religión santa decir que debe en parte su triunfo á . que ha
sabido desligarse de todo lo que podía ser especial de un
pueblo, de una forma de gobierno, de un estado social, de
una época, de una raza.> Tocqueville, L'ancica régime a la
rívolufion, pág 18.


Conclusión 367


gobiernos, de origen natural (I), y en cuanto
á su forma, de origen humano (2), ante la ra-
zón, ilustrada por las enseñanzas de la filoso-
fía y de la historia, ha de verse el pleito de la
superioridad de unos sobre otros, y á la razón
corresponde dictar el fallo después de oir á los
representantes de las partes. De aquí que las
autoridades doctrinales de la Iglesia, al inhi-
birse en el conocimiento de este pleito, se li•
miten á declarar que éste no es de su espe-
cial jurisdicción, dejando á la razón y la cien-
cia, jueces competentes, que fallen como me-
jor ha lugar en derecho. ¿Y qué se diría de
quien tratase de deducir de la inhibición de la
Iglesia en la inteligencia y fallo de un asunto
de física, química ó matemáticas, que es en
absoluto indiferente este fallo, y que cada
mortal puede entenderlo, según le acomode?


Aparte de la superioridad de la unidad sobre
la pluralidad, en cuanto unidad, y de la autori-
dad, en cuanto unidad, sobre la autoridad, en


(t) «Todas las cosas que son de derecho natural, pro-
ceden de Dios como autor de la naturaleza.» Suárez, Defen-
sio Fidel, lib. III, cap. I, pág. 182.


(2) «Las instituciones políticas son, cuanto á su forma,
obra inmediata de los hombres.» Suárez, obra citada,
libro III, cap. II, pág. t87.




368 Conclusión


cuanto pluralidad, por la razón de unidad que
el concepto de autoridad encierra, es lo cierto
que la historia de los Estados que han cam-
biado de forma de gobierno muestra cómo
no ha dejado de influir en ellos este cambio..
Atenas vivió mucho más tranquila bajo sus
reyes que bajo el imperio de sus asambleas
populares; Roma llegó por los desenfrenos de
la democracia y de los partidos, desenfrenos
ignorados en tiempo de los reyes, á las igno-
minias del imperio; Francia, floreciente bajo
el reinado de Luis XVI, según el testimonio
de Tocqueville, citado ya, y directora, poco
antes, de la política del mundo, cayó en la
tiranía de los partidos y en la anarquía y el
terror tan pronto como se convirtió en repúbli-
ca, y España gastó en los años de dominio
de los hombres de la revolución de Septiembre
más millones que en largos siglos de monar-
quía, y contrajo deudas que son una de las
principales causas del malestar económico que
se siente, y que habrán de pagar con enormes
réditos las generaciones futuras (i). Ahora


(1) La revolución de Setiembre aumentó nuestra deu-
da pública en 4.760.198.027 y consumió además 937 mi-
llones de recursos extraordinarios, dejando al terminar su
gestión una deuda flotante de 556.593.824 pesetas.


• Conclusión


369


bien, ¿puede ser indiferente para un pueblo vi-
vir tranquilo ó vivir constantemente agitado
por huracanes de deshechas pasiones, gozar
del orden y la disciplina ó sufrir los desenfre-
nos de las turbas y de los partidos, padecer en
último caso la tiranía de un césar ó la de mu-
chos césares, gastar los recursos de las gene-
raciones presentes ó comprometer con deudas
enormes la ordenada existencia de las genera-
ciones venideras? El Brasil vivió tranquilo
mientras estuvo constituido en monarquía, y
vive agitado por constantes conmociones popu-
lares, por sublevaciones que ocasionan grandes
derramamientos de sangre, y por conatos y
realidades revolucionarias desde el primer ins-
tante en que se constituyó en república. De los
hombres que bajo la presidencia del emperador
gobernaban anteriormente el Brasil á los que
lo gobiernan ahora, va escasa diferencia, in-
telectual y moralmente hablando. De aquí que
sólo por la influencia de las formas de gobierno
en la vida nacional del pueblo brasileño pue-
dan explicarse el estado de orden y tranquili-
dad de que se gozaba antes, y el estado de per-
turbación y trastorno en que se vive ahora (I).


(i) En punto á principios y doctrinas, es sólo acciden-
tal la diferencia que existe entre la constitución imperial


24




e


3.7 0 Conclusión


La razón del contraste que los cambios en
las formas de gobierno originan en la vida na-
cional de los pueblos, se encuentra principal.
mente en que la monarquía es singularmente
el imperio de la unidad en la sociedad, y la re-
pública es el imperio de la pluralidad en la
sociedad, siendo natural y lógico que la unidad,.
obrando como tal, produzca un efecto uno, y
que la pluralidad, aun obrando como unidad
accidental, produzca efectos de pluralidad por
la pluralidad de su esencia y naturaleza. Ahora
bien, toda idea de orden tiene su fundamento
en la idea de unidad, y desde luego puede
afirmarse, con Aristóteles, que no existe un
orden de algún modo permanente sin un orde-
nador, y que, así como el orden y la armonía
de los cielos obligaron á Cicerón á reconocer
que aquel orden y aquella armonía son efecto
de Dios, que es su causa, así el orden y la ar-
monía de las naciones obligan al pensador á
ver en ellos la acción de una autoridad esen-
cialmente una, que es la causa de que este or-
den y armonía son efecto. Por el contrario, toda


de antes y la republicana de ahora. Rodríguez, Constituirán
politica do Imperio do Brasil, Río Janeiro, 188 r, y Cossti-
tuiíáo do Brasil, Río Janeiro, 1892,


Conclusión 371


pluralidad que se actúa sin reducirse antes á
unidad, produce necesariamente con su acción
el desorden, y á lo más á que podrá aspirar,
dentro de la lógica, es á que, si se reduce ac-
cidentalmente á unidad, produzca accidental-
mente también un orden accidental, aunque,
subsistiendo siempre en la autoridad la esencia
de la pluralidad, habrán de temerse siempre
también los efectos que ésta natural y lógica-
mente origina. En ningún pueblo como en el
romano se ve tan claro el contraste que la
unidad y la pluralidad, actuándose en el go-
bierno, producen en la vida de las naciones.
El desorden casi permanente en que vivía la
república de Roma, entregada al gobierno de
la pluralidad, se convertía instantáneamente
en orden en cuanto empezaba á actuar su
autoridad un dictador, y lo mismo sucedió en
diversas ocasiones en Atenas, y el caso se re-
pitió en Francia en cuanto Napoleón concentró
en su mano todos los poderes (i).


Ha dicho Littré, y antes que él lo dijera lo'
había dicho Aristóteles y lo había repetido
Montesquieu, que la república es el reinado de


(1) Rernatzik, Republik und illonarchie, pág. 32. Fribiltr-
go , 1892.




37 2Conclusión


la libertad, principio de que han partido Don-
nat y Gioia para afirmar con Littré que la re-
pública es más apta que la monarquía para el
desenvolvimiento de la evolución social. En
efecto, es indudable esta mayor aptitud de la
república sobre la monarquía, lo cual se prueba
a priori porque, siendo la acción de la plurali-
dad accidentalmente una, menos una que la de
la pluralidad esencialmente una, es evidente
que la acción del poder republicano ha de estar
más en armonía con la pluralidad, actuándose
en la vida social, que la acción del poder mo-
nárquico, y a posteriori porque las naciones re-
publicanas han recorrido en menos tiempo
siempre las diversas fases de su existencia que
las naciones monárquicas. Pero si esto es
exacto, no lo es ciertamente que esta mayor
aptitud sea originada por el hecho de ser la
república el reinado de la libertad, aunque la
libertad de las ciencias y de las nociones que
de ellas se derivan, tal como existe en los
Estados modernos, sea una de las causas que
más influyen en la evolución social. En reali-
dad, lo mismo la monarquía que la república
implican el gobierno de las sociedades humanas
por hombres, y todo gobierno de hombres ha
de ser naturalmente racional, y todo gobierno


Conclusión 373
naturalmente racional ha de ser moralmente
libre. Por otra parte, toda sociedad humana
implica una agrupación de seres racionales, y
toda agrupación de seres racionales es natural-
mente libre. Resulta de esto que lo mismo
puede darse y se da la libertad en las monar-
quías que en las repúblicas, en las sociedades
monárquicas que en las republicanas. Lo que
hay es que, en las monarquías, á la acción una
del poder político corresponde la acción una
del ser social, y así en ellas la libertad no des-
truye la unidad, y que, en las repúblicas, á la
acción varia del poder corresponde la acción
varia del ser social, y así en ellas la libertad,
no contenida en sus límites naturales por la
unidad, se mueve sin freno y se convierte en
causa de los desórdenes, intelectuales y morales
primero, y luego materiales, y poco á poco de
carácter social, que constituyen casi el modo
de ser ordinario de las repúblicas de todos los
tiempos y edades, con excepciones que se ex-
plican perfectamente por accidentes del momen-
to, según hubo de notarse antes de ahora (1).


( s) ,Las repúblicas de Esparta, Cartago y Venecia esta
-ban menos expuestas á los desórdenes populares que las de


Atenas, Roma y Génova, porque en aquéllas el poder era
más uno que en éstas. Á pesar de esto, no se vieron libres




374 Conclusión Conclusión 375


-:4


Por todo esto no puede sorprender ni extra-
ñar que la concepción de Proudhon sea el úl-
timo término de la evolución de las socieda-
des republicanas antes de disolverse ó de vol.-
ver á la vida del orden y de la unidad por me-
dio del establecimiento de la monarquía. Ate-
nas no se disolvió, porque los macedonios pri-
mero y luego los romanos la subyugaron, pero -
en ella había pasado del orden subjetivo al ob-
jetivo la concepción de los precursores que en
la antigüedad clásica tuvo Proudhon, cuando
los macedonios movieron contra Grecia las
armas que habían de dominar en gran parte
del mundo. En la anarquía vivía Roma, cuando
Augusto estableció el imperio. ¿Acaso Francia
y España no hubieran perecido en la anarquía
sin los golpes de fuerza que pusieron término
á la vida de sus respectivas repúblicas, el uno
para convertirla en imperio, el otro para tro-
carla en la cuasi dictadura que precedió á la
restauración de la monarquía en la persona de


por completo de conspiradores y revolucionarios, aun
siendo fuertes y vigorosos sus gobiernos. Y es que la raíz,
de los desórdenes públicos está principalmente en los fun-
damentos mismos de toda constitución republicana.> Klub er,
Politik, pág. 76.


D. Alfonso XII? Y no hay que olvidar ahora
que la anarquía es el desorden erigido en sis-
tema, y que el desorden, en cuanto negación
del orden, implica la destrucción de la vida
racional en las sociedades en que impera. Así
se explican las enormidades que en los perío-
dos de mayor anarquía se han producido en
las repúblicas de las Edades antigua, media y
moderna. Así se explica que durante los once
meses de verdadera república que hubo en Es-
paña, se interrumpiese, ó poco menos, la vida
nacional (i). Hay quien pretende que el esta-
do de desorden es accidental en las repúblicas,
cuando la historia dice que lo accidental en
ellas es el orden, y que así apenas se encuen-
tran en sus vidas accidentadas otros períodos


(e) En efecto, la guerra civil entre carlistas y republi-
canos, la cantonal entre republicanos y republicanos, la de
Cuba entre separatistas y españoles, absorbían casi toda la
-vida de la Nación, y el resto se malgastaba en constantes
asonadas y motines, desenfrenos de las turbas y de los cuer-
pos armados, que todos los días ensangrentaban lás calles
y plazas de alguna población importante. En París se hizo
muy difícil la subsistencia durante la revolución. En España
vivieron de milagro, los que vivieron, en los once meses
escasos que duró la república. El Diario cl¿ Sesiones y la Ga-
ceta de aquella época contienen innumerables testimonios
de esta verdad.




37 6 Conclusión


de vida ordenada que aquellos en que la gue-
rra con el extranjero se ha impuesto á todo, 61
se ha impuesto á todos algún dictador, excep-
tuándose sólo de esta regla las repúblicas aris-
tocráticas, en que la clase dominadora ha per-
manecido estrechamente unida y se ha impues-
to al resto del ser social por la fuerza que le
ha dado la unidad, en ocasiones más a-bitra-
da en su acción que la de la monarquías más
absolutas (i).


Asombra verdaderamente el candor con que
Herbert Spencer señala el tipo industrial como
el término de la evolución de las sociedades
modernas. No hay para qué negar, antes de
ahora se ha dicho, que las naciones de estos
tiempos caminan apresuradamente en su evo-
lución hacia el término que les señala el más
conspicuo de los modernos positivistas. Pero
¿puede soñarse siquiera que habrán de detener-
se en este tipo especial de gobierno y de socie-
dad, sólo porque este tipo es el más apto para
que en él se satisfagan las necesidades físicas
del hombre? Las sociedades evolucionan casi


(t) <La tiranía llegó en ocasiones, en la señoría de
Venecia, á extremos pocas veces vistos en la historia,» Cé-
sar Cantó, Historia universal, tomo XXVII, pág. 103,


Conclusión 377


constantemente, siendo muy pocas las que lo-
gran permanecer estacionarias por un período
más 6 menos largo de tiempo. En las socieda-
des modernas donde es completa y absoluta la
libertad de las ciencias y de las nociones que
de ellas se derivan, es imposible todo estacio-
namiento. Se llegará al tipo industrial de Her-
bert Spencer más deprisa, si las monarquías
europeas se convierten en repúblicas, más des-
pacio si logran perpetuarse de algún modo;
pero, cuando se llegue allí, el entendimiento
humano, sin barreras que le sujeten, querrá
pasar adelante, y el choque de intereses, inevi-
table en toda sociedad industrial, y la lucha
de clases, inevitable dentro de las concupis-
cencias y los egoísmos de los pueblos moder-
nos, señalará á la evolución un nuevo término,
y la sociedad marchará hacia adelante, y suce-
derá en las naciones modernas lo que ocurrió
en las antiguas. Las monarquías se converti-
rán en gobiernos de una clase privilegiada,
ésta será destronada por otra ó por otras, se
irá así á la república democrática, y tras éstá
vendrá la anarquía con la disolución social por
consecuencia, ó el imperio del sable. Á esta
evolución política corresponderá y aun prece-
derá una evolución social de que el tipo indus-




378


Conclusión. Conclusión 379
trial será uno de los términos, según se ha ins
dicado ya, como ya sucedió en no pocas de las
naciones que fueron, las cuales, antes de pere-
cer en el lodazal de sus vicios, redujeron su
vida toda á producir mucho para gozar mucho;
¡como si los pueblos más ricos hubieran sido
siempre los pueblos más felices! ¡como si los
pueblos más ricos no hubiesen sido en todos
tiempos los que más fácilmente han doblado
la cerviz al yugo extranjero! (r)


Es ésta una época de transacción bien pro-
nunciada, no sólo en el orden social, sino tam-
bién en el político. La actual generación se pre-
para para asistir á los funerales de un modo
de ser social y político que muere dentro de la
misma fosa que se ha abierto con sus excesos,
con sus desenfrenos y apostasías. Inútil re-
sultaría empeñarse en volver atrás para dar
nueva vida á lo que perece. Ha de preferirse
pensar en lo que ha de sustituirle en lo porve-


(i) Hallara señala un contraste notable entre los labrado-
res suizos que luchaban por su independencia hasta derra-
mar la última gota de su sangre, y los nobles de Venecia
entregándose á los enemigos de su patria casi sin disparar
un tiro. La conquista del imperio romano por los bárbaros
ofrece otro ejemplo no menos elocuente de la verdad esta-
blecida en el texto.


nir, hermanando las enseñanzas de la ciencia
jurídica y de los hechos con el estudio de las
naciones modernas, de sus aspiraciones y ne -
cesidades, para deducir de todo la clase de
monarquía que puede favorecer la evolución
social en lo que tiene de legítima, y detenerla
en lo que tiene de contraria á la verdad y á la
justicia. Los hombrespolíticos que no han he-
cho un estudio detenido y profundo de las
ciencias económicas, no son de provecho para
preparar la futura constitución de los pueblos
europeos, dado que en ella han de resolverse los
graves problemas de la vida económica que es-
tán planteados. Con este estudio podrán com-
prender fácilmente que para plantear y llevar
á cabo esta gran reforma se necesita de un po-
der fuerte, vigoroso é inteligente, y que éste no
puede darlo la república, que sólo es acciden-
talmente una, y hay que buscarlo en la monar-
quía. Las clases directoras y acomodadas en-
contrarán, por otra parte, en este poder fuer-
te, vigoroso é inteligente el escudo para la de-
fensa de sus derechos é intereses. Las clases'
desheredadas encontrarán en él la mejor defen-
sa contra las imposiciones y explotaciones de
las clases directoras. Y de la armonía entre
unas clases y otras, producida por la acción




38o Conclusión


una de la autoridad, habrá de nacer un estado
social y político que, teniendo de su parte to-
das las ventajas del tipo industrial hacia que
se camina, tenga levantada en el sitio corres-
pondiente una muralla que le libre de caer en
los desórdenes que, erigidos en sistema, consti-
tuyen la última enfermedad que padecen los
pueblos libres. Y adviértase que esto, que es-
posible con la monarquía, no lo sería en la re-
pública, en la cual no puede existir nada per-
manente, ni aun las defensas que se levantan
contra la anarquía. Lo que una mayor ía de ciu-
dadanos edifica hoy, lo puede derribar maña-
na otra mayoría, ó la misma, si quiere ha-
cerlo.


Éstas son, entre otras, las razones que nos
han animado en la ardua empresa de estos es-
tudios, cbseosos de que, en las contingencias
de lo porvenir, entre las nubes que envuelven
los problemas económicos que han planteado
las necesidades de la vida moderna, no se pier-
da de vista por unos y por otros y por todos que,
si las monarquías fueron necesarias en otras
épocas, más lo son en la presente, en que los
elementos de división y de discordia, de des-
orden y de ruina social son más poderosos que
nunca, y llevarían á la sociedad al borde del


Conclusión 381
abismo, y aun la precipitarían en él, si no exis-
tiese un poder permanente, colocado sobre la
voluntad inconsciente de la mayoría del cuer-
po social, capaz de impedirlo. Por todo esto
no se comprende que espírit us superiores cai-
gan en el error de proclamar que las formas
de gobierno son indiferentes en teo la y en la
práctica, ante la ciencia jurídica y ante los he-
chos. Nunca lo fueron, según se ha probado
ya, pero hoy menos que nunca podrían serlo,
ni lo son. Por esto K luber ha escrito: «Se rea-
liza una triple evolución en el seno de las so-
ciedades modernas, la económica, la social y
la política. La primera preocupa principalmen-
te á las clases pobres, la segunda se realiza sin
preocupar más que á los hombres observado-
res y estudiosos, y la tercera no ocupa debida-
mente ni aun á los mismos políticos. En ade-
lante toda reforma constitucional que haya de
intentarse habrá de resolver los problemas
planteados por esta triple evolución. ¡Felices
los pueblos que para emprender esta obra es-
tén colocados bajo la salvaguardia de la monar-
quía! ¡Desgraciados los que la hayan de em-
pren ler con la república! Los primeros logra-
rán llegar á puerto sin grandes dificultades.
Los segundos quizás perezcan en la empresa.»




382 Conclusión


¡Quiera Dios que estas palabras de notoria evi-
dencia encuentren en España todo el eco debi-
do, para evitar los desastres que de otro modo
no habrá medio de impedir! Y ya que cierta-
mente los gobiernos se preocupan poco con
estos problemas de las ciencias morales y po-
líticas, ¡queal menos los que se consagran al
estudio con amor firmísimo á la verdad, no,
dejen de prestar su concurso á la empresa no-
bilísima de disipar las tinieblas de muerte que
envuelven á las sociedades modernas! Dios y
la patria les premiarán sus esfuerzos, sus in-
tentos, sus afanes y sus trabajos todos de re-
generación económica,=social y política.


FIN


INDICE DE LA SEGUNDA PARTE


CAPÍTULO PRIMERO


Del concepto de república.
Páginas.


La idea fundamental en el concepto de república.
—Teoría de Kant, La Serv.e, Delory y Bodin.—
La de Weitz y la de Bluntschli.—La de Paley y
Courcelle - Seneuil. —La verdadera doctrina ju-
rídica y los hechos.—Refutación de las teorías
expuestas.—Conclusión


CAPÍTULO II


De las repúblicas aristocráticas.


Raíz antropológica de las aristocracias.—Su funda-
mento jurídico.—Su doble actuación como forma
de gobierno y como elemento en el mixto.--Las
ideas de las aristocracias, según Bluntschli.—Lo
que dicen los hechos.—Las evoluciones dentro
de la evolución social.—Las aristocracias del tipo
industrial de Spencer.—Los gobiernos caros y
baratos, según Tocqueville 33




CAPÍTULO III
De las repúblicas democráticas.


Páginas.


Raíz antropológica de las democracias.—Su funda-
mento jurídico.—E1 lenguaje de los hechos.—Las
democracias completas en teoría y en la práctica.
—Las incompletas.—Las antiguas y modernas.—
La evolución democrática en Europa.—Su estado
en las naciones latinas y en Rusia.—Significado y
extensión de los términos del problema.—La re-
presentación y la delegación.—Remedios contra
la anarquía 71


CAPÍTULO IV
De las democracias directas.


El concepto de democracia directa.—La objetividad
y la subjetividad del derecho en ella.—Los dos
elementos que la constituyen.—Actuación del ser
social copio declarador del derecho.—Las excelen-
cias y los vicios de esta clase de gobiernos.—Los
partidos y el pueblo.—Las delegaciones en el de-
recho político.—El referéndum como atenuación
de la forma pura.—Materias del referéndum.—El
poder municipal en Suiza.—La guerra á los ricos.
—Lo absoluto en el orden legal y las limitaciones
en la realidad, según Hiestand.—Conclusión im-
puesta por los hechos


104


CAPÍTULO V
De las repúblicas representativas.


El principio de representación.—Su aplicación en
los Países Bajos y en la República norteamerica-
na.—Notas características del régimen representa-
tivo.—Errores novísimos y menos nuevos.—Con-
cepto de la república representativa.—La repre-


Páginas.


acotación y la delegación en el derecho privado
y en el público.—Un error del Sr. Azcárate.—
Ventajas é inconvenientes de la aplicación del
principio de representación en las repúblicas.—
El parlamentarismo produce aún mayores males
en las repúblicas que en las monarquías.—Los
gérmenes de la evolución en los pueblos en que
impera el régimen republicano representativo ... 133


CAPÍTULO VI
De las repúblicas federales.


Origen de la república federal.—El pacto de fede-
ración y su idea fundamental.—Qué es la fede-
ración.—Errores de Pi y Margall.—Teoría de
Proudhon.—Ventajas de esta doble forma de go-
bierno.—Diferencia entre las confederaciones de
Estados y el Estado federal.—Conciliación de la
teoría antigua con la mederna.—Las enseñanzas
de los hechos.—La libertad y la tiranía en las fe-
deraciones.—La federación no es una forma defi-
nitiva.—Carácter transitorio de las formas fede-
rales. 164


CAPÍTULO VII
De las repúblicas mixtas.


Falsos conceptos de la república mixta.—Concepto
verdadero.—La república mixta en los hechos.—
La antigüedad y los tiempos modernos.—Un
error de Bodin.—La legislación y sus contra-
dicciones.—La acción de los partidos.—La de la
aristocracia.—Los términos de la evolución 201


25




297


329
365


CAPÍTULO VIII
De la anarquía.


Páginas.


N


El socialismo y la república.—El comunismo y la
anarquía.—Concepto de la anarquía.—Elernentos
de este concepto.—El individualismo moderno.
—Relaciones entre este individualismo y el esta-
do de los pueblos sin civilización ni cultura.—
Causas del progreso de la anarquía.—Relaciones
entre el comunismo y la anarquía.—Relación de
identidad y relaciones de diferencia.—El comu-
nismo como atenuante de la anarquía.—Soluciones
incompletas de la política novísima.—Conclusión. 225


CAPÍTULO IX
De la evolución republicana.


La evolución social y la marcha de la civilización en
el mundo.—Edades de los pueblos y leyes de las
longitudes y latitudes.—Las grandes naciones y
las formas de gobierno.—La república y el orden
social.—Relación entre los desórdenes sociales y
la edad de las naciones. —Los desórdenes en lo
antiguo y en lo moderno.—Relación de la evolu-
ción con las diversas formas republicanas.—Los
elementos de la evolución y los de la resistencia.
—El término de la evolución, según las edades
de los pueblos.—Las leyes de esta evolución, mal
comprendidas por los positivistas.—Rectificación
impuesta por los hechos.—Conclusiones




255


INDICE DE LA TERCERA PARTE


CAPÍTULO PRIMERO


De la unidad de la monarquía.
Páginas.


Concepto de la unidad.—La unidad en la acción del
poder público.—La unidad esencial y accidental
en los gobiernos.—La unidad y la libertad.—La
acción de la unidad esencial y de la accidental en
la historia.—Ventajas é inconvenientes de la pri-
mera.—Medios de salvar los inconvenientes.—
Las monarquías mixtas y las parlamentarias.—
Primera parte de la conclusión .


CAPÍTULO II
De la pluralidad en la república.


Concepto de la pluralidad. —La pluralidad en la ac-
ción del poder público.—Inconvenientes de esta
acción.—En las repúblicas antiguas.—En las de la
Edad Media.—En las modernas.—Necesida d de
robustecer el poder público en las actuales nacio-
nes.—Segunda parte de la conclusión impuesta
por la ciencia jurídica y los hechos.


Conclusión